El terror de 1824/XIII

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Al día siguiente, después de las doce, entró Pipaón en la casa, muy agitado y sudoroso, como hombre que ha subido en pocas horas todas las escaleras de las oficinas de Madrid. Halló a D.ª Robustiana en lamentable estado. Yacía la atribulada señora en cama, y desde la noche anterior, lejos de calmarse sus ataques nerviosos, se habían exacerbado a causa de la inquebrantable resistencia a tomar alimento. Cuando Pipaón entró, no podía dar un paso en la estancia, porque estaba casi a oscuras con objeto de que la luz no molestase a la señora; mas por los suspiros que oía se fue guiando hasta que dio con el lecho y pudo distinguir a Solita, sentada junto a este sin apartar la atención ni un punto de su infeliz amiga.

El ilustre cortesano de 1815 se sentó, cuidando de exhalar también un gran suspiro para que no se dudase de la autenticidad de su pena, y después de enterarse con mucha solicitud del estado de la paciente, dijo así:

-Señora, he visto a Chaperón.

D.ª Robustiana contestó con un quejido lastimero.

-Señora -añadió Bragas-, he visto a Aymerich, jefe de los voluntarios realistas.

Respondiole otro quejido seguido de sollozos.

-Señora, he visto a Ugarte, a Cea Bermúdez, a varios individuos de la Junta Secreta de Estado, a dos individuos de la Comisión Militar.

No obtuvo respuesta.

-Señora, he visto a Calomarde, he hablado con él: estaba almorzando, me hizo pasar, le dije lo que ocurría, contestome que viese a D. José Manuel de Arjona. También es amigo mío: hemos hablado largamente. Voy a enterar a usted con toda claridad de la verdadera situación en que estamos, situación grave, señora, ¿a qué ocultarlo? pero no desesperada. Yo creo que se deben pintar los sucesos tales cuales son, porque de nada valdría desfigurarlos, ¿estamos en eso? Pues bien: juzgue usted por sí misma.

D.ª Robustiana parecía hallarse en estado de no poder juzgar nada por sí misma; pero el impávido Pipaón habló así:

-Ya sabrá usted que ha habido audaces tentativas revolucionarias en Tarifa, Almería y otros pueblos de la costa del Mediodía. Esos tunantes salieron de Gibraltar. El desembarco les salió mal. Gracias a la vigilancia de las autoridades, tan grande iniquidad quedó frustrada. De hoy a mañana, señora, serán fusilados en Tarifa trescientos de esos pillos.

Pipaón notó que el lecho se estremecía.

-Ya sabrá usted -añadió-, que por el Decreto del 20 se condena a muerte a todos los que por cualquier medio pretendan restablecer el sistema representativo. Aquí será fusilado Gregorio Iglesias, un chicuelo de 18 años que intentó unirse a los revolucionarios del Mediodía. También parece que hoy ha sido condenado a muerte otro jovenzuelo, Tomás Franco, por haber proferido expresiones contra la vida de Su Majestad... En La Coruña ha sido preciso sentar la mano. Muchos de los sentenciados a la última pena han sido ejecutados ya; otros se han suicidado con opio o abriéndose las venas... En fin, señora, esto es muy triste, pero usted comprenderá que el Gobierno, viéndose acosado por esos infames demagogos negros sedientos de desorden, necesita mostrarse riguroso, pero muy riguroso... Yo pregunto a todas las personas imparciales y juiciosas: «¿En vista de lo que pasa, puede el Gobierno ser benigno?».

El discreto amigo no recibió contestación ni de la enferma, ni de Soledad, pero lo mismo que si la recibiera, prosiguió diciendo:

-Exactamente: no puede ser benigno. Los frailes, los obispos, todos los absolutistas de temple incitan al Gobierno a extirpar la negrería; los voluntarios realistas que son más levantiscos e indomables que la malhadada Milicia Nacional de marras, amenazan con sublevarse si no se les da todos los días sangre de liberales, horcas y más horcas. ¿Y qué se ha de hacer? Sobre ellos, sobre esa base poderosa se asienta el edificio del absolutismo y ¡ay de todo esto el día en que los voluntarios de la fe pasen del descontento a la sedición y de las palabras a los hechos! Por lo dicho, comprenderá usted que en la situación actual, cuando alguno, aunque sea inocente, tiene la desgracia de caer en la cárcel, no es fácil sacarle de ella a dos tirones...

D.ª Robustiana exhaló la mitad de su alma en un gemido.

-No quiere esto decir que D. Benigno y su niña no puedan salir -añadió Bragas-; saldrán, sí señora, saldrán con la ayuda de Dios. Pero es difícil, sumamente difícil, ¿por qué he de decir otra cosa? ¿Por qué he de engañar a usted con ilusiones que luego serían amargos desengaños? Ahora examinemos el delito de nuestros queridos presos.

Al oír esto, estremeciose otra vez el lecho, y oyéronse sílabas torpemente articuladas.

-El Sr. D. Benigno y su hija han sido delatados, no se sabe por quién ni es fácil saberlo. Por más que yo he tratado de averiguarlo, no me ha sido posible. Acúsanles de... pero vamos por partes, para mayor claridad. Parece que Elenita tiene un novio llamado Ángel Seudoquis...

-¡Es mentira, es una infame impostura! -exclamó D.ª Robustiana, sobreponiéndose a su estado nervioso-. Mi hija no tiene novio.

-Ángel Seudoquis -prosiguió Pipaón, dando poca importancia a la negativa de la enferma-, hermano de D. Rafael Seudoquis, militar sin purificar, degradado y aun creo que condenado a muerte por varios horrorosos crímenes de Estado. Según consta en la delación, Rafael Seudoquis, que ha venido de Inglaterra con órdenes de los revolucionarios para hacer una tentativa, se valió de su hermano Ángel, novio de la niña, para ponerse en comunicación con D. Benigno, el cual parecía tener encargo de ayudarle...

-¡Qué horrible maquinación! ¡Qué tejido de infames mentiras! -murmuró D.ª Robustiana ahogando los sollozos-. Sola, tú que nos conoces y sabes quién entra y sale en nuestra casa, ¿no te horrorizas de oír tales calumnias?

Soledad no contestó nada. Tenía un nudo en la garganta.

En la delación consta también -prosiguió el amigo de la casa-, que Rafael Seudoquis entró dos veces seguidas disfrazado... grandes barbas, aspecto fiero... yo no le conozco. Ello es que le vieron entrar. Guardábale el bulto su hermano, paseando en la calle. Consta que Elena recibía de él papeles que luego entregaba a D. Benigno, y constan otras estupendas cosas que no recuerdo en este momento.

-Consta que los jueces y delatores son un enjambre de miserables bandidos -afirmó doña Robustiana con ira, incorporándose-. Sola, ¡por Dios santo! tú que nos conoces, di a ese hombre que se engaña, porque también él, con ser nuestro amigo, parece dar crédito a tales patrañas.

-Yo ni afirmo ni niego... poco a poco -manifestó Pipaón, conservándose en aquel saludable justo medio que le había llevado a considerables alturas burocráticas-. El Sr. D. Benigno y su hija pueden ser inocentes y pueden no serlo: de un modo o de otro es el Sr. Cordero un excelente amigo, a quien debo servir y serviré con todas mis fuerzas.

Levantose. La enferma, acometida por una convulsión, desplomose sobre las almohadas.

-Ánimo, señora -dijo con la frialdad del médico que pone recetas en el momento de la muerte-. Usted me conoce y sabe que haré cuanto de mí dependa. El caso es grave, gravísimo: ignoro hasta dónde puede llegar mi influencia; pero hay que confiar en Dios, que hace milagros, que los ha hecho algún día, que los volverá a hacer, señora, si es preciso. Dios ampara a los buenos.

Emitida esta máxima, se llevó el pañuelo a los ojos, como si quisiera limpiar la humedad de una lágrima auténtica, y después de echar un suspirillo mal sacado, salió de la alcoba, dejando a las dos mujeres más atribuladas de lo que estaban antes de su aparición.

Muy avanzada la noche, cuando la enferma, vencida por la fatiga, pudo hallar en un ligero sueño alivio a las penas de su alma, Sola subió a su casa. Ordinariamente subía la escalera en veloces saltos, cual pájaro que vuela a su nido; aquella noche la subió lentamente, con tanto trabajo como si cada escalón fuese una montaña. No apartaba los ojos del suelo, y su rostro estaba lívido. Sin duda veía dentro de sí misma espectros que la horrorizaban.

¿Qué tienes, niña mía? -le preguntó Sarmiento, que había salido a abrirle-. ¡Cuánto tiempo sin verte!... Esa pobre gente estará muy afligida. Y gracias que tienen un ángel como tú para que les acompañe.

La huérfana no contestó nada. La voz de D. Patricio parecía no ser para ella más interesante ni más expresiva que el áspero chirrido de los goznes de la puerta.

-¿Qué tienes? ¿en qué piensas? -dijo el anciano sentándose junto a ella-. Tú tienes algo.

Después de una pausa en que silenciosamente la contempló, dijo con la más viva amargura:

-¡Ya comprendo, pobre de mí! Ha llegado el momento de separarte de tu viejo, de meterme en un hospicio y de marcharte para Inglaterra. Como me has tomado algún cariño, esta separación no puede menos de afligirte.

-Ya no me voy para Inglaterra -murmuró Sola con una seriedad sepulcral que desconcertó más a Sarmiento.

-Pues entonces... eso que me has dicho me causa muchísima alegría, hija de mi corazón. ¿Conque no te vas? ¡Qué sabrosas nuevas has traído esta noche a tu viejecito! Dame un abrazo.

Al caer en los brazos del vagabundo, y cuando este la estrechaba con amante ardor en ellos, Sola gimió dolorosamente y se echó a llorar, diciendo:

-¡Ay, abuelo!... ¡qué desgraciada es tu niña!... Más le valdría no haber nacido.