El triunfo argentino

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El triunfo argentino
de Vicente López y Planes


Hijo de Apolo, tu sublime acento
suspende un tanto, mientra el furor mío
lanzándolo del pecho, a su sosiego
torno mi espíritu hora enardecido.
Mi trompa es débil, celestial la tuya.
Por eso teme el acorrerme Clío.
Mas el triunfo alto de mi patria amada
al alma inspira ardor desconocido:
déjamelo cantar, deja que ceda
esta vez mi rubor al patriotismo;
grata a mis votos, ven, divina Musa,
bate tus alas, baja del Olimpo,
y pues enseñas a cantar proezas,
anime tu favor mi plectro tibio.
 
Rayó una aurora en que indignado el cielo
permitió en desventura que los brillos,
de Buenos Aires por sorpresa infausta,
quedaran tristemente oscurecidos.
Pero este aciago día recordando
a sus hijos su ser, y el poderío
del Dios, que fascinados ofendieran,
de su felicidad fue el gran principio.

Desde entonces sumisos venerando
del Grande Ser los soberanos juicios,
postrados a los pies de los altares
imploraron con lágrimas su auxilio.

No fueron vanos tan humildes votos,
los oyó el cielo, y suscitó propicio,
al grande héroe del Sur, nuevo Pelayo
que supo, como aquel, favorecido
de brazo celestial destruir el trono
que el contemptor de los romanos ritos
osado levantara en este suelo,
sosteniendo su espada el edificio,
del culto y religión de nuestros padres.

Libre ya Buenos Aires del abismo
de males, que su ruina apresuraban,
gozosa vio reflejos peregrinos,
que preparaba a su esplendor el jefe;
vio su celo incansable; fue testigo
del alto esfuerzo con que su entusiasmo
emprendió en los vecinos infundirlo.

No se engañó el caudillo: halló habitantes
dispuestos a exceder en heroísmo
a falanges guerreras que sus vidas
consagraran al bélico ejercicio.

Tanto es el fuego que sus almas nutre,
¡qué, oh!, ¡quién lo creyera! el parvulillo
no tanto aprende la invención de Cadmo,
cuanto ejercita el movimiento activo
con que el guerrero los cañones juega.

El que de Ceres los tesoros ricos
buscando se afanaba; el que en el templo
de Palas solo hallaba regocijo;
el que en busca de próspera ventura
siguió las huellas que estampó el fenicio:
miran con odio el plácido sosiego,
las armas buscan, el marcial ruido
es continuo embeleso de sus almas,
no teniendo otro anhelo, ni otro ahínco,
que el aprender la militar pericia.

Tiende la vista Soberano digno,
honra este suelo por momentos pocos,
ve allí acampado cabe el ancho Río
ese ejército grande; ve la veste
militar que los orna; ve el crecido
número de estandartes y banderas;
ve cual se puebla de ordenados tiros
el aura conmovida; cual varían
diestramente sus puestos al sonido
del clarín y atambor. ¿Qué tropa es ésta?
preguntarás, Monarca muy benigno.

Oh, ínclito Señor, ésta no es tropa.
Buenos Aires os muestra allí sus hijos:
allí está el labrador, allí el letrado,
el comerciante, el artesano, el niño,
el moreno y el pardo; aquestos solo
ese ejército forman tan lucido.

Todo es obra, Señor, de un sacro fuego,
que del trémulo anciano al parvulillo
corriendo en torno vuestro pueblo todo
lo ha en ejército heroico convertido.

Esta llama feliz la ha fomentado
vuestro vasallo fiel, nuestro caudillo,
el ilustre Liniers; en su presencia
se ve a Marte en los pechos argentinos.

Este marcial furor irresistible,
auxiliado, Señor, del alto empíreo,
ligará ya con eternal cadena,
a vuestro excelso trono, estos dominios.

¿Mas, qué súbito trueno me horroriza?
¿Quién allá con horrísonos bramidos
conturba toda la mansión del Orco?
¿Qué fantasma es aquél? ¿O qué vestigio?
Alecto... Alecto... el pavoroso monstruo
de Plutón y la noche producido,
levanta su cabeza de culebras
crinada con horror. El lago Estigio
con ondas espumosas se embravece:
el Cerbero con hórridos ladridos,
hace temblar el Érebo profundo.

Así el pavor entorno del abismo
súbito escaparate el iracundo monstruo,
al ver la Capital, al ver sus hijos,
al ver sus habitantes que resisten,
con guerrero poder sus maleficios.

«Será posible, brama ardiendo en ira,
¿que sólo en éste pueblo mi dominio
hollado he de mirar? Yo que a Britania
armé contra él. ¿Que la hayan abatido,
podré sufrir? Si miro indiferente
esta victoria y los preparativos,
que le concilian eternal sosiego,
¿no se verá ultrajado el poder mío?
Si el británico orgullo así se abate,
¿quién podrá hacer valer ya mi designio,
de ejercitar mi saña entre los hombres,
turbando el Mundo Nuevo y el Antiguo?
No, no es posible: emprenderé de nuevo
rendir a mi furor el Argentino».

El Tartareo monstruo se resuelve
a valerse otra vez del atrevido
bretón; su cuerpo sanguinoso arrastra
por entre breñas y escarpados riscos,
y llega a Albión; allí distintas formas
toma a la vez, apura el artificio
de su pecho infernal, y así enfurecen
al ánglico guerrero sus bramidos.

¿Qué? ¿el trono ilustre de la gran Bretaña
el templo de una gloria, en tantos siglos
buscada entre la sangre y la fatiga,
verá enlutada con un velo indigno?

¿Una porción de meros habitantes,
de Belona en el arte aún no instruidos,
borrará impunemente tanta gloria?
Una nación que ha visto hasta el Olimpo
encumbrado su nombre, ¿sufrir puede
ser burlada de míseros vecinos?

¿Vosotros sois los célebres britanos
que os gloriáis de haber solos resistido
de Napoleón al soberano esfuerzo?

¿Vosotros sois aquellos que habéis dicho
a la faz de la Europa, que un britano
es bastante a rendir cuatro argentinos?

¿Qué se ha hecho, pues, vuestro marcial aliento?
¿Dónde está, que no os veo enfurecidos,
la venganza llevar a aquellos mares?
¿Cómo olvidáis el nombre esclarecido,
que Malborough os dio? Los paises cultos
¿qué dirán de Britania? Más no dijo:
contra la Capital clama la plebe,
el comercio, el gobierno hacen lo mismo.

Se alegra el monstruo del feliz suceso,
y raudo baja al infernal Cocito.
Retumba todo el hórrido Aqueronte
al tronar de su voz; hienden sus silbos
toda el aura letal; llama a la muerte.

Al oir la muerte el trueno repetido,
rápida sube en su tremendo carro,
que al monstruo guerra ordena conducirlo.
Ésta con rojo azote, abruma, agita
dos rabiosos caballos denegridos,
y el carro guía a do el bretón navega.
Los bajeles de Albión el cristalino
oceano hienden, y espumosa senda
patente dejan por doquier han ido.

He ahí que abordan la marcial ribera
y un bosque forman sobre el ancho Río,
aqueste amago el español aliento
de ningún modo abate: endurecidos
a la tierna impresión, que ante su vista
tristes cuadros presenta, nuevos bríos
sus ánimos recobran; con faz leda
a Marte esperan pues lo creen propicio.

Viendo el ánglico jefe la ensenada,
ofrecerle sus playas sin peligro,
las llena diestro con sus vastas haces
y las pone ordenadas en camino.
Esta noticia rápida volando
por el pueblo discurre, y ya el caudillo
a las armas lo llama; en el momento,
por todas calles, número infinito
de ilustre juventud a los cuarteles
correr se ve, llevando tras su brío,
tras su heroico valor, tras su entusiasmo
al natural, al cuarterón, y al hijo
del tostado habitante de Etiopía.

Entre la muchedumbre el jefe mismo,
la bandera tremola y con semblante
de una alma generosa solo digno,
anima y dice, que se acerca el anglo
por la segunda vez a ser vencido.

No de otra suerte el general hispano
discurre las legiones expresivo,
que cuando el Ganges caudaloso corre,
y va tomando de los siete ríos
el tributo que plácidos le rinden.

¡Tierno eco de la sangre! ¿Quién deshizo
al tiempo de esta alarma tus impulsos,
que jamás aún el héroe ha resistido
cuando a la guerra y a la muerte marcha?
¡Almas sensibles! ¡Corazones píos!
El pasmo perdonad que me enajena
al pensar en tan alto patriotismo.

La tierna madre en su regazo oprime
y baña con sus lágrimas al hijo,
que huye sus brazos, y a la lid se escapa.
La esposa, el corazón más afligido,
a su consorte ofrece en los momentos
que lo roba el honor al atractivo
de su plácido seno; el tierno infante
sus brazos cruza, que la vez de grillos
hacen del padre en las rodillas caras,
y se deshace en lúgubres gemidos.

Así el hijo, el consorte y aun el padre,
sin dar estima de la sangre al grito,
corren al duelo, y a los grandes riesgos.
El dragón fuerte y el feroz marino,
el infante aguerrido, el artillero,
el castellano y diestro vizcaíno,
el asturiano y cántabro invencible,
el constante gallego, el temible hijo
de Cataluña, el arribeño fuerte
y el andaluz se aprestan al conflicto;
los pardos, naturales y morenos
pruebas dan de lealtad y patriotismo.

Vuelta triunfante o féretro glorioso
es del húsar el único partido;
el labrador y fiel carabinero,
y el cazador no tardan con su auxilio;
prepárase también, oh, Buenos Aires,
el bélico furor de tus patricios.

Ya a la lid se disponen; ya están prontas
las falanges guerreras; ¡cuánto brío
y alegría presentan! Ya la marcha
ordena el atambor. Al enemigo
con ansia todos de encontrarlo corren,
y a vencer o morir comprometidos,
de sus padres tras sí los votos llevan.
¡Pasmosa intrepidez! ¡Qué vaticinio
ofreciste tan próspero a la patria!

¡Oh!, ¡cuál mudaste ante los ojos míos
la palidez de las matronas indas,
haciendo arder sus rostros amarillos
la llama que en sus ánimos prendiste!

Andad, varones, no faltó quien dijo,
de esta gran Capital habitadores:
ledos marchad, destruid ese enemigo,
que viene a degollar a vuestras hijas,
vuestras esposas, vuestros tiernos niños,
y todo lo que hasta hoy formó el objeto
de vuestro amor y paternal cariño.

A Dios nuestra esperanza, a Dios campeones,
triunfadores volved esclarecidos.
Así por entre armónicas sonatas,
a cuyo son marchaba el argentino,
se oyeron resonar aquestos rasgos
de algunas heroínas, y festivos
respondían con vivas los guerreros.

Así a otras también, cual torbellino
el varonil ejemplo las rebata,
y de farda marcial con muy prolijo
cuidado se ornan, y después de armadas,
abandonan su hogar para seguirlos.
Mientras el pueblo nuestras tropas dejan,
el britano Craufur se avanza altivo,
dando prisa y fervor a su columna.

Con laurel que aún no tiene conseguido
coronado se juzga; ya en batalla
los hispanos lo esperan: ¡con qué ahínco,
con qué impaciencia anhelan se decida
la suerte de sus armas, convencidos
de su alto esfuerzo y su sagrada causa!

Pero Craufur se asombra: ha distinguido
la línea formidable que la entrada
por la puente le impide; observa activo
la inmensa artillería, que arrasarlo
pavorosa le amaga, y advertido
de sus guerreros el consejo escucha
que no admite la acción; toma el camino
que al paso de la Esquina recto guía,
y sin óbice a puestos escogidos,
sus batallones pasa. El jefe hispano
destaca una legión para batirlos.

Hácele ver el célebre momento
de alcanzar un renombre distinguido,
de hacer patente la verdad cantada,
que el Río de la Plata, el cristalino
tributo paga a heroicos moradores.

Muestra a cada uno todo el regocijo
de que se halla animado; a la cabeza
de la legión se pone, y hace el signo
de partir velozmente a la batalla.

Rompen las cajas con marcial ruido;
la legión se desprende de su estanza,
y rauda marcha con el rostro mismo,
con que otro tiempo a encantador recreo.

No la sed, ni el cansancio apaga el brío
de sus pechos fervientes; todo afrontan,
todo afrontar los hace el patriotismo.
Habían apenas el muy luengo espacio
nuestros bravos guerreros ya vencido,
cuando ven a lo lejos parda nube
de polvadera alzarse. ¡El enemigo!

¡Al arma, al arma!, por las tropas se oye,
y a la par que él avanza, crece el grito;
y en mejor orden de ponerse tratan.
¿Quién, Calíope sacra, al pecho mío
podrá inspirar arrebatante fuego
para que cante con lenguaje digno
la primera expansión de nuestras fuerzas,
que al anglicano trastornó designios,
en que afianzaba su importante empresa?
¿Quién sino tú podrá, que al vate Argivo
enseñaste otro tiempo las hazañas
y los lances con que los muros Ilios
las armas griegas de pavor llenaron?
Sí, sacra dea, bajo tus auspicios
voy a cantar aquel primer encuentro
de los fuegos britanos y argentinos.

Luego que el gran Liniers vio ya acercarse
el batallón contrario a su recinto,
preparada la línea con presteza
ordena al artillero dar principio,
súbito truena el horroroso bronce,
y arrasa y mata el plomo despedido
cuanto el furor de su carrera encuentra,
cual suele el aquilón con fiero silbo
arremeter los más robustos robles,
arrancarlos de raíz embravecido,
y esparcirlos con rabia por los aires,
envueltos en violentos torbellinos,
y el aura oscurecer con negro polvo.

Con furor el cañón aún más activo,
oscurece, retumba, tala, quema,
y todo lo reduce al trance mismo
que si aquellos guerreros en el caos
se hallarán de repente sumergidos.

A estrago tan tremendo seguir se oye
un tristísimo y lúgubre alarido
de las míseras víctimas que yacen;
y del espanto y del horror transidos
los tímidos bretones, ya la espalda
principiaran a dar al enemigo,
cuando sus líneas reforzarse miran;
reanima su saña el nuevo auxilio,
y se aferran de nuevo en el combate.
Sostiene con ardor el argentino
esta abrumante carga: triunfo solo,
triunfo glorioso anhela embravecido,
cual si mortal no fuera. Pero Jove,
que los bienes por medios no sabidos
dispensa al hombre aún más de lo que aspira,
cuando de ellos su esfuerzo se hace digno,
preparaba de gloria más tesoros,
con que este suelo fuese enriquecido,
de esta corona en su supremo seno
participaban otros dignos hijos,
y este decreto de cumplirse había.

Así fue que un espanto repentino
discurre toda la legión hispana,
al ver la saña con que enfurecido
la carga el anglicano; ya el desorden
entra en la línea; mas aquí el caudillo
apura los enérgicos recursos
de su denuedo y celo. Pero, altivo,
avanza más y más innúmero hoste,
y le es forzoso abandonar el sitio,
no siendo ya posible sostenerlo.

Aquel entorno queda poseído
de las armas de Albión, gimiendo todo
bajo el más sanguinoso poderío.
Vosotros Faunos y Dríadas bellas,
de esta triste verdad me sois testigos;
vosotros visteis a las dueñas indas,
al temblón viejo, al miserando niño,
y al cautivo infelice mil querellas,
de lo íntimo lanzar al alto Olimpo,
al verse todos en el trance duro
de sufrir el extremo sacrificio.
Vosotros visteis a los dignos héroes,
de la inmortal Albión envilecidos
con el estupro, asesinato y robo:
vosotros visteis más... ¿pero qué digo?

No quisisteis ver más; no amancillaron
vuestros célicos ojos tantos vicios;
vosotros huisteis a lo más espeso
de vuestros esmaltados domicilios,
llevandoos de aquel campo la alegría,
y dejándolo en lloro sumergido.
El padre Febo que mirado había
el encuentro feroz, despavorido
sus caballos agita, y se sepulta
en las ondas del golfo cristalino.

Lanza entonces la noche al rubio día,
y el globo entolda con su manto umbrío;
entrónase el pavor, y aterra a todos,
pues no se alcanzan los decretos divos.
Cree la plebe, que torna el malhadado
momento de arrastrar los duros grillos,
que aun acababa de romperles Jove.

En este trance doloroso vino
a dar nervio a las almas abatidas
la briosa legión que había asistido
allá en el puente do a pasar venía
una gruesa falange de enemigos.

Sobre las alas del espanto vuela
el infausto rumor: todo es perdido,
refiere alguna lengua asaz medrosa,
mas los campeones de laurel amigos.

no hacen alto en lo infausto; solo atienden
al destrozo sangriento que han sufrido
las británicas huestes; aún es tiempo,
se oye que dicen, de poder destruirlos.

Este vivo entusiasmo, esta energía
vigoriza de nuevo al argentino,
y ansias le inspira de perder su aliento,
contra el tirano, el sanguinario inicuo,
y agresor crudo de sus patrios lares.

Recibe a esta sazón Balbiani oficio,
con orden que las tropas de su mando
traiga a la plaza, abandonando el sitio;
que llorosa la patria las llamaba,
librando en ellas su potente abrigo.
No pierde instantes su celoso esfuerzo;
los subalternos llama, y, persuasivo,
el atrevido empeño les propone,
de entrar en el momento al centro mismo,
que el pueblo en riesgo... De consuno todos
la palabra le embargan, y al partido
de defender la plaza se deciden,
entrando a todo trance; aqueste aviso
a los bravos soldados nueva llama
en sus pechos enciende enardecidos,
a pesar de las sombras pavorosas.
esparcidas por todos los caminos,
do podría repente sorprenderlos,
el isleño insidioso, sin ser visto.

Tan íntimo es el interés que toman
en dar al duelo patrio un pronto alivio
que aquestos riesgos con valor desprecian
y se meten en ellos, vengativos.
Pisan serenos el terror y espanto,
y penetran el centro reunidos.

A favor de las sombras los bretones
su fatiga reparan. No esto mismo
los argentinos hacen: todos ellos
de un furor se revisten infinito,
la defensa meditan; nada excusan
que conduzca a este fin. Con claros brillos
rutila apenas de Titón la esposa,
cuando se une al alcázar gran gentío
a guarnecer los muros, y las bocas
de fuego preparadas, y un continuo
tumulto armado hacia la plaza corre.

a sus entradas con fervor prolijo
los mayores cañones se colocan;
no así el lago Lerneo defendido
se vio otro tiempo del dragón cruento,
que a toda la comarca el exterminio
llevaba en sus flamígeras cabezas,
en su atroz garra, en su hálito nocivo.

Como el Fuerte y la Plaza bonaerense
lo están con los volcanes destructivos
de tanto hórrido bronce. En pos de aquesto
la altura toman de los edificios.
Situados en las calles principales,
el resto todo, y los esclavos mismos,
que no sin parte en entusiasmo tanto,
con fervor piden armas al Cabildo.
El bretón aún no ataca; pero el pueblo
arde en deseos de probar su brío,
no espera se aproxime, al anglo campo
las partidas se van, y con mil tiros,
ya matan centinelas, ya aprisionan
algunos trozos, que de su distrito
se alejan a robar. Algunos mueren;
mas su ardor no trepida, con tal tino
sus pequeños ataques ejecutan,
que el anglo de feroz tan presumido
de su marcial destreza tan pagado,
no se atreve a ofrecer su cuerpo al tiro,
y o da la espalda, o tímido pelea
de los cercos y casas guarecido.

Dos veces Febo sobre el horizonte
naciente se ha hecho ver y fugitivo,
y el argentino ejército no cesa
de llevar el terror al enemigo,
mas ya el son horroroso se apercibe
del bélico instrumento; he ahí los tiros
que al arma avisan; del terrible Marte
ya el carro estrepitoso es conducido
por el campo y las calles argentinas.

Levanta en medio el brazo vengativo
la muerte descarnada: horrenda nota
en la vasta extensión de ambos partidos
a los que dará fin en la batalla.
Ya cada jefe con marcial estilo
sus legiones inflama, que con vivas
responden a sus ecos persuasivos;
he ahí los anglos, el terror y espanto
por las calles llevando; no hay peligro
que a su ciego embestir estorbo sea
en diversas columnas divididos,
por todas partes sus fusiles brillan
en torno amenazando el exterminio;
ya se acercan al centro, el centro tocan,
ya los ve, y se descubre enardecido
el hispano guerrero, y el combate
horroroso principia. Los oídos
estruendo solo y confusión perciben;
el humo en densas nubes de continuo
por todas partes sube, y de los ojos
desaparece el día. Desprendido
de las armas el plomo hiere, mata,
destroza todo, y deja en los gemidos,
en los escombros y truncados miembros
patentizado su letal destino.

Todo es horror lo que a la vista ofrece:
la sangre, el fuego, el humo, el estallido,
el más trágico cuadro representan.
El bronce horrendo truena: el inaudito
estruendo entre las casas y las calles
por ecos espaciosos repetido,
multiplica el pavor, el llanto, el luto.

Se enfurece el bretón con el peligro,
y cadáveres huella, y carga osado;
pero más adelante, o queda herido,
o víctima de su ira el alma exhala.
El despecho impele otros, y el perdido
puesto recobran, sin sentir los ayes
del que yace en los últimos deliquios.

Mas Tisífone aquí furiosa vuela,
y empapa en sangre el hórrido cuchillo,
una y mil veces; ya su ardor no sacia
la sangre que en las calles ha vertido,
asciende a las alturas, y descarga
rápidos golpes contra el argentino.

Éstos empero al monstruo menosprecian,
y recobrando pavorosos bríos,
vengan con muertes mil, una tan solo
que a su vista sufrió cercano amigo.
Ya no hay moderación: se precipitan
y con arrojo buscan el peligro.

Ya indecoroso juzgan mantenerse
en ventajosa altura, y este abrigo
al momento abandonan. Como corren
con ímpetu raptor los grandes rivos
al despeñarse de los altos Andes,
que rabiosos batiendo con los riscos
mil enormes peñascos se arrebatan,
y los llevan rodando al precipicio;
así los españoles a las calles
se lanzan con furor, matando invictos,
o haciendo prisionero al anglicano
que encuentran por doquier hacen camino.

Él viendo inevitable su ruina,
distintas casas gana fugitivo,
y toma sus alturas: hasta un templo
profana inicuo, por buscar asilo,
y ofender de la torre al generoso
denodado argentino, que impelido
de ardor sagrado, cabe el templo, un crudo
combate empeña, ansioso de oprimirlo,
de allí arrancarlo, y con horrenda muerte
el insulto vengar, que ha obrado impío.

Aproxima el cañón, y con destreza
dispara rayos contra aquel asilo,
que ruinoso retiembla; del entorno
se apodera la tropa, que sus tiros
une a los fuegos que el cañón repite,
cual Tifeo el jayán, de quien oímos
que con cien brazos manejaba a un tiempo
y lanzaba sus armas al Olimpo,
estremeciendo el firmamento y tierra
con su empuje potente repetido;
tal cada uno de aquellos combatientes
parece que de brazos infinitos
está dotado: tanta es la presteza,
con que ataca y oprime al enemigo,
y lo vuelve atacar sin darle aliento.

El pavoroso estruendo de continuo
lleva el terror hasta el britano oculto;
la bala con fragor, los escondidos
pechos taladra, y postra sepultados
en sangre y polvo a cuantos han subido.
Al ver león tanto que vomita estragos,
el britano trepida; su exterminio
aparece a sus ojos inminente,
o en el plomo tronante, o en los filos
de tanta espada y bayoneta aguda.
Penetran los caudillos el peligro,
sin recurso en que están; se ven aislados,
sin medio alguno de encontrar camino
para ir a unirse con su resto armado:
el triste acento del soldado herido,
el moverse espantoso del que espira,
los cadáveres muchos esparcidos
por el suelo sagrado, son ejemplos
que amenazan su vida ejecutivos,
y llenan de pavor los pechos todos.
Cede al fin su constancia; el edificio
sagrado entre las manos argentinas
arroja de su seno el hoste inicuo
que osado entrara su respeto hollando;
presuroso se rinde y busca asilo,
a su vida en los jefes españoles,
tanta es la fama de sus pechos píos.
Éstos al ver propicia a la victoria
tender sus brazos para recibirlos,
olvidando iras por gozarla humanos,
de su memoria apartan el maligno
proceder del contrario; y bien que el robo,
la matanza de ancianos infinitos,
del bello sexo el crudo tratamiento,
y en el santuario el crimen cometido
castigo exigen y venganza claman;
lo perdonan con todo compasivos,
haciendo ver que en los hispanos pechos
rencor no cabe, ni el sistema impío
jamás se adopta de acabar al hombre
que a la fuerza mayor se da rendido.
Tal es su proceder; pues todo el fuego
que en sus pechos ardía en el conflicto,
en dulce sólo compasión termina;
el uno da sus brazos al herido,
y al hospital lo guía cuidadoso;
el otro, a modo de oficioso amigo,
a la prisión los desarmados lleva;
y si alguno este modo da al olvido,
un rígido censor encuentra al punto.
Ésta es la suerte, y el suceso mismo
de aquellos que las casas ocuparon;
o rindieron su vida al plomo activo;
o del hispano prisioneros fueron.

En este medio en torno del Retiro
lugar do Buenos Aires otro tiempo
muchas tardes buscara el regocijo,
espectáculo ahora muy diverso
el crudo Marte ofrece. El atrevido
bretón emprende todo, y atacando
la ciudad en contorno, no este sitio
perdona su furor: hasta allá intenta
sanguinario llevar el exterminio,
mas los bravos campeones que lo guardan,
con impávido pecho rebatirlo
escarmentarlo juran: empeñados
en hacerles sentir el poderío
eterno de las armas españolas,
armas que ha el mundo militar temido.
Temblad, temblad, injustos invasores;
llegado ha el triste día, en que al abismo
rodará despeñado vuestro orgullo.
Ellos se avanzan contra aquel recinto,
y en ráfagas de fuego todo inflaman.
Bien así como airado el monstruo Licio
contra el joven Istmíaco, arrojaba
una vez y otra su hálito encendido,
y mil lances variando carnicero,
medio alguno no ahorraba por rendirlo;
el anglo con ataques continuados
lanzábales de balas cruel granizo,
y entrar tentaba por el humo espeso.
La muerte asiste a los hispanos tiros,
y doquier ellos van, allá vuela ella;
de su guadaña ensangrentando el filo
crece el tesón por una y otra parte,
y arde en los pechos un volcán activo
que a todos más y más los precipita.
En ambos bandos brilla el heroísmo,
resplandece el valor: aquellas tropas,
salen fuera de sí, y obran prodigios
sus intrépidos brazos; jamás hubo
acción más obstinada; nunca se hizo
más acertado, y más violento fuego.
Anglicana nación, ¡cuántos caudillos
ilustres te costó tan crudo choque!
Consagra a su memoria tus suspiros,
tu llanto y tu dolor; pues ya no puede
dar más lustre a tus armas su heroísmo.
Ellos solos pudieran a tu hueste,
animar con su ejemplo en tal conflicto,
do las armas hispanas toda el aura
de horror poblaban con tremendo silbo,
no amedrenta esto al valeroso Achmuti,
y armado de ira y de furor regido
grita, embravece, enciende, precipita,
y hollando muertos, y pisando heridos;
lanza por fin sus irritadas tropas
en medio de la plaza. El argentino
ve con dolor que a su robusto brazo
un acaso fatal, con no indeciso
impulso influye, a que las armas suelte
y las rinda al bretón: mas su inaudito
valor luchando con la adversa suerte,
emprende hacia la plaza hallar camino.
Esto no es ya posible; todo en torno
retemblar hacen los contrarios tiros;
todo lo ocupa la legión britana;
gime en tal desventura, y cede invicto
al suelo el peso honroso de sus armas.
¿Qué alma sensible habrá, que aqueste sitio
no riegue con sus lágrimas? ¿Qué duro
pecho hallarse podrá, que conmovido
de dolor no se encuentre, cuando traiga
a la memoria su sangre en la defensa,
que vertieron su sangre en la defensa,
en la heroica defensa del Retiro?
¡Oh, sacras almas!, ¡sobrehumanos héroes!,
la gloria recogió vuestros suspiros
en su seno inmortal: en su almo templo
colocó vuestro nombre; allí esculpido
durará para honor de España toda;
la capital a sus futuros hijos
lo enseñará exaltada, y vuestros hechos
servirán a más glorias de incentivo.
Sí, varones ilustres, vuestros días
de los hijos de Albión fueron castigo;
pero muy más allá vuestro denuedo
durará todavía, aunque el sombrío
sepulcro dé reposo a vuestras dignas
y gloriosas cenizas; allí activo
arderá siempre el fuego, el sacro fuego
que abrasó vuestras almas; allí al niño
sus padres llevarán, y electrizados
le dirán: Aquí posa el heroísmo.
A tierno pecho pasará la llama
que alimentó los vuestros, y principio
tendrá allí su valor: he ahí los frutos
que daréis a la patria; he ahí los hijos
que a la patria darán vuestras cenizas.
Y vosotros, oh, monstruos, que el abismo
abortó para oprobio de los hombres;
venid, venid un rato hasta el Retiro,
y observad un momento el cuadro horrendo
que allí trazó vuestro furor inicuo.
Allí la sangre de mil dignos héroes
hervirá al presentaros: mil castigos,
y mil venganzas demandando al cielo
contra vosotros, que sin dar oídos
al clamor de ya inermes prisioneros,
vuestras armas habéis envilecido
quitándoles la vida. ¡Oh, culta Europa,
cuánto tu gloria abate el alto abrigo
que halla en tu seno esta nación cruenta!
Entretanto que solo este recinto
pábulo daba a la altivez britana,
el pueblo vencedor lleno de brío,
corría por las calles con la idea
de añadir a su triunfo el sacrificio
de todo cuanto inglés su suelo hollaba,
sin estar muerto o sin estar rendido.
Por doquier paso con la fuerza se abren,
y rompen puertas fulminando exidios;
aquí traducían al que no se rinde,
allí dan suave ley al más sumiso;
el falso isleño muchas veces trata
de fascinarlos con el artificio
de falsa rendición, se acercan ellos,
y de perfidia tan atroz ludibrio,
envueltos caen en generosa sangre.
Mas de ardimiento súbito impelidos,
los compañeros la venganza emprenden,
y de sus armas los agudos filos
alfombras largas a su planta esparcen
de ruinas y de miembros divididos.
No el sacro Río espectador indemne
es de choque tan crudo; en recios pinos
aborda el anglo la anhelada playa,
y asestando sus fuegos vengativo,
talar amarga fortaleza y templos;
responde aquella con tesón seguido,
y entrambos puestos, lenguas de la muerte,
la difunden en torno, en fiero silbo.
Las Náyades se aterran, y medrosas
alrededor del venerando Río
le piden las socorra en pena tanta,
tierno las oye y con fervor divino
al gran Jove aquesta prez dirige:
«¡Oh, Padre eterno, a cuyo poderío
los cielos obedecen y la tierra!,
mirad de vuestro asiento este enemigo
que atropella las leyes más sagradas,
de vil codicia el hálito nocivo
solamente lo mueve; el cruel sistema
de exterminar al que odia sus caprichos
es el deber que su razón conoce.
Así al colmo llevando sus delitos,
no satisfecho con haber violado
los templos vuestros, del respeto asilo
mi espalda oprime con navales fuegos,
y al pueblo ataca (empeño prohibido).
Terminad pues aquí, Dios soberano;
terminad hoy el ejemplar castigo
que comenzasteis en el campo y calles».
Oyolo el Grande Ser, y al punto mismo
la pérdida decreta del britano.
El Real Fuerte en un globo despedido
introduce el desorden en las naves;
ya zozobrar se veían, cuando activos
los anglos las retiran, escarmiento
llevando en premio de su empeño inicuo.
Ventura tan continua a los hispanos,
sirve a esfuerzos mayores de incentivo,
y arremeten briosos las reliquias
que doblar su cerviz aún no han querido.
Todo llena de estragos: mas su furia
la contiene prudente el gran caudillo.
Este varón que nos condujo el cielo
para el bien de la patria, concebido
había una ardua empresa, a cuyo alcance
no llegara el soldado ni el vecino,
él veía cuanta sangre ya vertiera
mucha parte del pueblo; los gemidos
su compasivo espíritu escuchaba,
de tanta viuda y pobre huerfanillo,
reliquias tristes de la infanda guerra;
de allí pasando al anchuroso Río
en raudo vuelo hasta Montevideo,
sus habitantes ve, que allí afligidos
arrastran bajo el ánglico gobierno
del cautiverio los pesados grillos.
Si a éstos libertar glorioso aspira,
de la sangre preciosa de sus hijos
acrece la efusión, que ahorrar quisiera,
pues ejército nuevo le es preciso
ordenar que conduzca a aquella plaza,
la lid llevando ante sus muros mismos.
Tal catástrofe pues, ¿cómo evitarla
y romper las cadenas del cautivo
montevideano pueblo? ¿Tanta gloria
realizarse podrá? Su pecho invicto
no trepida un momento: en su alta mente
la sangre expersa de los argentinos
vale otro tanto que esta gloria vale.
«No quiero, dice, acrecentar el Río
de ese coral, que sobre modo aprecio,
y en estas calles con dolor aun miro.
No quiero no, que nazca allá otro alguno
en la Banda Oriental, do de continuo
sus palmas tiende a nos Montevideo:
para esto lo hecho basta, yo os lo digo;
las pequeñas reliquias que aún existen
de la falange que nos ha invadido,
sé que están prontas a humillar su frente
al ver de vuestras armas cerca el filo.
Mas aspiremos a mayor empresa:
todo su estrago Whitelock ha visto:
él comanda no solo estas legiones,
sujeta está también a su dominio
la misma fortaleza San Felipe,
servir hagamos su fatal destino,
aquí de paz, allí de reconquista.
Si aún permanece en tanto grado altivo,
que aquestas condiciones me deseche,
víctima entonces de vuestro heroísmo,
perezca con sus tropas en el suelo,
que arrasar intentó sangriento e impío».
Como cuando minaz el Euro rompe,
llevando la inquietud al mar tranquilo,
y éste se encrespa, y su cerviz levanta,
crinada con undosos remolinos,
lo vuelven a embestir contrarios vientos,
y ondas y espumas, y horrorosos silbos,
y espesas nubes, y tronante esfera,
y rayos, aguaceros y granizo,
el reino de Neptuno, Averno lo hacen.
Éste al ver tan turbado su dominio,
majestuoso se eleva, increpa al Euro,
y con su voz, y su tridente divo
aplaca el mar, y las sonantes ondas,
cediendo todo a su poder. Lo mismo
obrar se vieron en el pueblo bravo
las sublimes palabras del caudillo;
resonando a su entorno alegres vivas.
Tanto es amado, tanto obedecido.
Escribe al punto en un oficio breve
lo que su labio a los soldados dijo.
Enérgico demuestra el cruel estado
de las armas britanas; pinta al vivo
la bárbara matanza que hará el pueblo,
lleno de ira y furor en cuanto sitio
el ánglico estandarte orlando encuentre.

Mas si esto Whitelock quiere impedirlo,
logrando aun la ventaja de que tornen
los anglos prisioneros al servicio,
entregue a su legítimo Monarca
a San Felipe, y todo su distrito;
devolviendo a la patria los hispanos
que en la lid anterior fueron cautivos.

Andaba a la sazón investigando
su estado el general: llega al Retiro,
y reconoce un oficial britano
que le llevara el expresado oficio.
Corre su vista las infaustas líneas;
obúmbrase su mente y aturdido,
señala un plazo para dar respuesta.
¡Que Ariadne aquí le enseñará algún hilo
para que encuentre la mejor salida
de este cruel y espantoso laberinto!
Piensa, medita, se aconseja en vano;
todo, todo concurre a confundirlo.
Acude a las deidades, les suplica,
que le libre del grande precipicio
que su vida y sus tropas amenaza.

En este trance llega a aquel recinto
un anciano jovial, rugoso y cano,
muy moderado, y de unos ojos vivos:
en un báculo fuerte el cuerpo afianza,
y una antorcha lumbrosa trae consigo.

Conoce Whitelock que es el consejo,
y llamándolo al punto, así le dijo:
«¿Qué causa aquí, oh, anciano respetable,
te he traido en medio de tan cruel bullicio?».
«Poderoso anglicano, le responde,
he visto tu derrota: el exterminio
por todas partes circundante veo,
y a librarte tan solo aquí he venido.
Tú estás rodeado de habitantes fuertes,
la envidia los pintó con coloridos,
que impidieron, brillasen a tus ojos
su lealtad, su valor y su heroísmo.
Iluso tú probaste las desgracias,
de tanto esfuerzo efecto muy preciso:
Dos puestos solo fuera de éste ocupan
las tropas tuyas, que el atroz conflicto,
o lo evitaron, o de entre él huyeron,
mas os es imposible el mutuo auxilio
según distáis los unos de los otros,
y corto ataque bastará a rendiros.

De un modo solo evitarás tu ruina,
y ahorrarás a tu tropa el sacrificio,
y es que accedas sumiso a las propuestas,
que te dirige el español invicto.
Yo he visto, yo la parte más preciosa
de tu ejército en número crecido
por las calles tendida; a los contrarios
he visto aprisionado a tus caudillos
de mayor graduación; yo tus guerreros
medrosos vi, postrándose cautivos
bajo los pies del victorioso hispano.
¿Qué esperas pues? Mavorte al argentino
yo vi que daba sobrehumano aliento».
Tal es el tono con que al abatido
Whitelock, el consejo desengaña;
¡qué tristes aflicciones! ¡Qué martirio
su corazón penetra! Llama a Gower,
y lleno de dolor, así le dijo:
«Guerra importuna hacemos con varones
del poder de los dioses revestidos;
varones invencibles, cuyo esfuerzo
no sucumbe a la guerra: cuyo brío,
aun subyugados, los mantiene en arma.
Ya tú echarás de ver, que hemos perdido
la presente batalla; todo, todo,
¡ah!, dulce amigo, en esta acción perdimos:
fuerza es hoy que entreguemos San Felipe
y la colonia a su monarca antiguo.

Parte, Gower querido, al pueblo parte,
y dile al gran Liniers, que me ha vencido;
que le cedo el laurel con que venía,
a coronar mis sienes; parte, amigo,
parte y busca tan solo las ventajas
que más convengan al que está rendido».
Éste parte, y concluye los tratados,
que Liniers y Balbiani por escrito,
Velasco, y Whitelock y Murray juran.
Cual si la noche con su manto umbrío
sepulta en triste caos a los mortales,
y la natura sus veloces giros
apenada detiene, confundida
su divina belleza en negro abismo,
alza la luna lumbrosa frente,
el cielo baña con hermosos brillos,
y la enlutada humanidad respira
al ver el horizonte, el valle, el río,
y el monte erguido, apareciendo todo
de la llama argentada embellecido.
Así concluido ya el feliz tratado,
la victoria se esparce en el distrito
de la gran capital: triunfante vuelca
el carro de la muerte; al lago Estigio
cae despeñado el monstruo de la guerra;
al feroz golpe en grandes remolinos
se ensoberbece el lago, y queda el monstruo
en el báratro umbroso sumergido.
En este dulce instante alegres todos,
«Victoria, exclaman, al bretón vencimos»;
esta voz se difunde, y por las calles
se oye «Victoria» repetir a gritos.

De metales armónico concento
en los templos resuena, fiel indicio
del éxito feliz de nuestras armas
cesó ya el son del parche: los oídos
perciben solo vítores gozosos,
solo placer, contento y regocijo.
Oh, heroico jefe de mi patria amada,
corónete el laurel que te es debido
por la secunda vez: goza felice,
de un triunfo, que tu nombre hasta el Olimpo
levantará para inmortal memoria.
A ti te ha visto de la Plata el Río
parte hacer del estrago, que en el Sena
Napoleón a Britania ha prometido:
en su mente imperial acción de estima.
Ya el grande Carlos nuevos distintivos
prepara en premio de tu afán y celo.
Él ya sin duda partirá contigo
el gobierno y sostén de estas providencias,
que llenas de contento, al presentirlo,
se dan el parabién de tal ventura,
capital bella, que tan gran caudillo
tener lograste, erige monumentos
que su gloria recuerden a tus hijos,
que aprendan a decir con lengua tierna:
¡Viva el héroe Liniers! ¡viva el invicto
antiguo general de nuestros padres!
Salve Cabildo ilustre, salve eximio
Congreso de patrióticos varones,
¡qué copioso raudal de beneficios,
en vos hallamos! Vuestro celo exige
eterna gratitud de los vecinos
de este gran pueblo. Salve, dulce patria,
morada de valor, del heroísmo;
salve terror del anglo, honor de Iberia,
modelo de lealtad, espejo fino
de amor a Carlos, y su culto sacro.
Compatriotas felices, hijos dignos
de la gran Buenos Aires, ya resuelto
ha quedado el problema; ya corrido
el velo está, con que la negra envidia
procuraba inspirar a los amigos
de vuestra gloria, indigna desconfianza,
atribuyendo a pompa el ejercicio
frecuente de las armas, y el plan todo
que en soldados tornara a los vecinos.

¡Oh, cuál vengasteis esta insania horrenda!
¡Cuán dignamente habéis correspondido
al concepto supremo que otras gentes
formarán de vosotros! Vuestro brío,
vuestro valor y militar denuedo
de un mortal inminente parasismo
la América han librado. ¡Oh, defensores
ilustres del Perú! ¡Oh, esclarecidos
restauradores de Montevideo!
Oh, vosotros iberos, oh, argentinos,
que de Roma y Cartago sois afrenta,
que habéis gloriosamente competido
con los Córdobas, Ponces y Bazanes!
Yo más admiro vuestro triunfo digno,
al ver que Febo, el rutilante carro
aún no paseara por los doce signos
desde que al monstruo de la guerra vierais
por la primera vez el rostro inicuo,
cuando vuestro valor llegó al estado
de hollar legiones y rendir caudillos,
en el bélico afán ejercitados.

Yo, legiones patrióticas, admiro
recordando las haces, y la flota
que cubrían la faz del campo y río,
no tanto nuestra patria defendida,
cuanto haberles ganado en un conflicto,
en un solo conflicto dos ciudades,
y haber de esta manera sostenido
todo el gran continente americano.

A vuestros pies, monarca el más benigno,
nuestro jefe se postra, y vuestro pueblo,
de la efusión más tierna conmovidos,
implorándoos sumisos la alta gracia
de que grato admitáis estos servicios:
ellos la prueba son del alto esfuerzo
con que ha intentado su filial cariño
haceros ver, que morirán primero,
que su gobierno abandonar nativo.

Y vosotras, oh, sombras generosas,
compatriotas sagrados, que perdidos
en el choque fatal continuo lloro,
si aqueste canto desde el alto empíreo
os dignareis oír, recibid gratos
las lágrimas que vierto enternecido.

¡Oh!, ¡cómo pintaré cuánto conmueve
vuestra memoria al triste pecho mío!
¡Memoria! Oh, cruel memoria, ¿qué me muestras?
El suelo de mi patria enrojecido
con la sangre de tantos, que otro tiempo
su corazón ligaron con el mío,
llamándome su amigo: ¡Ay, compañeros!
¡Ay!, ¡defensores que robó el conflicto!
La madre triste, la angustiada esposa,
el infante pequeño en sus gemidos,
en su luto funesto y lloro amargo,
diciendo están, que de la sangre el grito
habéis desatendido por la patria.

Sí, manes respetables, del impío
habitador de la isla vuestra sangre
logró verter el bárbaro cuchillo;
pero no os quitará el eterno lauro,
que muerte tan honrosa os ha adquirido.

Vosotros sois los ínclitos campeones
que llorará la patria largos siglos.

Ella al orbe dirá vuestras hazañas,
haciendo vuestro nombre esclarecido.

Y aún más que todo, oh, almas venturosas,
colocadas allá sobre el empíreo
en brazos de eternal contentamiento,
recompensa halló ya vuestro heroísmo.

Y pues morando estáis cabe el Eterno,
pedidle fervorosos de continuo,
que su brazo sostenga nuestro esfuerzo,
nuestra constancia, nuestro celo y brío,
para que el anglo en cuanta lid intente
humille su cerviz al argentino.