El tulipán negro/Capítulo XXV

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El tulipán negro
de Alejandro Dumas
Capítulo XXV: El presidente Van Systens



Rosa, al dejar a Cornelius, había tomado su decisión. Devolverle el tulipán que acababa de robarle Jacob o no volverle a ver más.

Había visto la desesperación del pobre prisionero, la doble e incurable desesperación.

En efecto, por un lado, ésta era una separación inevitable, al haber Gryphus sorprendido a la vez el secreto de sus amores y de sus citas.

Por el otro, era la ruina de todas las ambiciones de Cornelius van Baerle, y esas ambiciones las alimentaba desde hacía siete años.

Rosa era una de esas mujeres que se abaten por nada, pero que, llenas de fuerza contra una desgracia suprema, hallan en la misma desgracia la energía que puede combatirla, o el recurso que puede repararla.

La joven entró en su habitación, lanzó una última mirada, para comprobar que no se había equivocado, no fuese que el tulipán estuviese en algún rincón que hubiera escapado a sus miradas.

Pero Rosa busco en vano; el tulipán seguía ausente; el tulipán había sido robado.

Rosa hizo un pequeño lío con las ropas que necesitaba, cogió sus trescientos florines ahorrados, es decir, toda su fortuna, buscó bajo sus encajes donde había escondido el tercer bulbo, lo ocultó cuidadosamente en su pecho, cerró la puerta con doble vuelta para retardar al máximo el tiempo que se necesitaría para abrirla en el momento en que se conociera su fuga, bajó la escalera, salió de la prisión por la puerta que, una hora antes, había dado paso a Boxtel, se llegó a una casa de alquiler de caballos y pidió alquilar una calesa.

El alquilador de caballos sólo tenía una calesa, precisamente la que Boxtel le había alquilado desde la víspera y en la cual corría por el camino de Delft.

Decimos por el camino de Delft, porque era preciso dar un enorme rodeo para ir de Loevestein a Haarlem; a vuelo de pájaro la distancia sólo hubiera sido la mitad.

Pero únicamente los pájaros pueden viajar volando en Holanda, el país más cortado por los ríos, arroyos, riachuelos, canales y lagos que haya en el mundo.

Por fuerza tuvo, pues, Rosa que alquilar un caballo, que le fue confiado fácilmente, porque el alquilador de caballos conocía a Rosa como a la hija del portero de la fortaleza.

Rosa tenía una esperanza, la de alcanzar a su mensajero, bueno y bravo muchacho al que se llevaría con ella y que le serviría a la vez de guía y de sostén.

En efecto, no había recorrido una legua cuando lo percibió caminando a paso largo por una de las orillas bajas de una encantadora ruta que flanqueaba el río.

Puso su caballo al trote y se reunió con él.

El valiente muchacho ignoraba la importancia de su mensaje, y, sin embargo, marchaba a tan buen tren como si lo conociese. En menos de una hora había recorrido ya legua y media.

Rosa recobró la nota, ya inútil, y le expuso la necesidad que tenía de él. El barquero se puso a su disposición, prometiendo ir tan de prisa como el caballo, con tal que Rosa le permitiera apoyar la mano bien sobre la grupa del animal, o sobre su cruz.

La joven le permitió que apoyara la mano donde quisiera, mientras no la retrasara.

Los dos viajeros llevaban cinco horas de camino y habían recorrido ya más de ocho leguas, cuando el padre Gryphus todavía no se imaginaba que su hija hubiese abandonado la fortaleza.

El carcelero, por otra parte un hombre muy malvado en el fondo, gozaba con el placer de haber inspirado a su hija un terror tan profundo.

Pero mientras se felicitaba por tener una historia tan hermosa que contar a su compañero Jacob, éste se hallaba también en el camino de Delft.

Sólo que, gracias a su calesa, llevaba cuatro leguas de adelanto sobre Rosa y el barquero.

Mientras se figuraba a Rosa temblando o enojándose en su habitación, Rosa ganaba terreno.

Nadie, excepto el prisionero, se hallaba, pues, donde Gryphus creía que cada uno estaba.

Rosa aparecía tan pocas veces delante de su padre desde que cuidaba del tulipán, que no fue hasta la hora de comer, es decir, al mediodía, cuando Gryphus se apercibió, a cuenta de su apetito, de que su hija estaba enfadada desde hacía ya mucho tiempo.

La hizo llamar por uno de sus portallaves; luego, como éste descendiera anunciando que la había buscado y llamado en vano, resolvió buscarla y llamarla él mismo.

Comenzó por dirigirse en derechura a la habitación de su hija; mas por mucho que golpeó en la puerta, Rosa no respondió.

Llamó al cerrajero de la fortaleza; el cerrajero abrió la puerta, pero Gryphus no encontró a Rosa, como Rosa no había encontrado el tulipán.

Rosa, en aquel momento, acababa de entrar en Rótterdam.

Lo cual fue motivo de que Gryphus no la hallara en la cocina, como no la había hallado en la habitación, ni en el jardín como en la cocina ni en parte alguna.

Juzguemos la cólera del carcelero cuando habiendo batido los alrededores, supo que su hija había alquilado un caballo y, como «Bradamante» o «Clorinda», había partido como una verdadera buscadora de aventuras, sin decir adónde iba.

Gryphus subió furioso a la celda de Van Baerle, al que injurió, amenazó, removiendo todo su pobre mobiliario, prometiéndole el calabozo, prometiéndole el fondo de una mazmorra, prometiéndole hambre y azotes.

Cornelius, sin ni siquiera escuchar lo que decía el carcelero, se dejó maltratar, injuriar, amenazar, permaneciendo triste, inmóvil, aniquilado, insensible a todas las emociones, muerto a todo temor. Después de haber buscado a Rosa por todos lados, Gryphus buscó a Jacob, y como no le halló, al igual que había ocurrido con su hija, supuso desde aquel momento que Jacob se la había llevado.

Mientras tanto, la joven después de haber hecho un alto de dos horas en Rótterdam, se había puesto de nuevo en camino. Aquella misma noche se acostaba en Delft, y al día siguiente llegaba a Haarlem, cuatro horas después de que Boxtel hubiera hecho otro tanto.

Rosa se hizo conducir enseguida a casa del presidente de la Sociedad Hortícola, maese Van Systens. Halló al digno ciudadano en una situación que no podríamos dejar de describir, sin faltar a todos nuestros deberes de pintor y de historiador.

El presidente redactaba un informe al comité de la Sociedad.

Este informe iba apareciendo sobre un gran papel y con la más bella escritura del presidente. Rosa se hizo anunciar bajo su simple nombre de Rosa Gryphus, pero este nombre, por sonoro que fuese, resultaba desconocido para el presidente, y Rosa fue rechazada. Es difícil forzar las consignas en Holanda, país de los diques y de las esclusas.

Pero Rosa no se desanimó; se había impuesto una misión y se había jurado a sí misma no dejarse abatir ni por las malas acogidas, ni por las brutalidades, ni por las injurias.

-Anunciad al señor presidente -dijo- que vengo a hablarle del tulipán negro.

Estas palabras, no menos mágicas que el famoso «Sésamo, ábrete», de Las mil y una noches, le sirvieron de «pasaporte». Gracias a esas palabras, pudo penetrar hasta el despacho del presidente Van Systens, al que encontró galantemente en camino para venir a su encuentro.

Era un buen hombre, pequeño, de cuerpo delgado, representando con bastante exactitud el tallo de una flor de la que la cabeza formaba el cáliz, dos brazos indeterminados y colgantes simulaban la doble hoja oblonga del tulipán y un cierto balanceo que le era habitual completaba su parecido con esta flor cuando la misma se inclina bajo el soplo del viento.

Hemos dicho que se llamaba Van Systens.

-Señorita -exclamó-, ¿decís que venís de parte del tulipán negro?

Para el señor presidente de la Sociedad Hortícola, la Tulipa nigra era una potencia de primer orden, que podía muy bien, en su calidad de rey de los tulipanes, enviar embajadores.

-Sí, señor -respondió Rosa-. Por lo menos, vengo a hablaros de él.

-¿Se porta bien? -preguntó Van Systens con una sonrisa de tierna veneración.

-¡Ay, señor! No lo sé -dijo Rosa.

-¡Cómo! ¿Le ha sucedido alguna desgracia?

-Una muy grande, sí, señor, pero no a ella, sino a mí.

-¿Cuál?

-Me lo han robado.

-¿Os han robado el tulipán negro?

-Sí, señor.

-¿Sabéis quién?

-¡Oh! Me lo imagino, pero no me atrevo todavía a acusarle.

-Pero el asunto será fácil de verificar.

-¿Cómo?

-Pues porque el ladrón no debe de estar muy lejos.

-¿Por qué no ha de estar muy lejos?

-Pues porque he visto el tulipán no hace ni dos horas.

-¿Habéis visto el tulipán negro? -exclamó Rosa precipitándose hacia Van Systens.

-Como os veo a vos, señorita.

-Pero ¿dónde?

-En casa de vuestro amo, según creo.

-¿En casa de mi amo?

-Sí. ¿No estáis al servicio del señor Isaac Boxtel?

-¿Yo?

-Naturalmente, vos.

-Mas ¿por quién me tomáis entonces, señor?

-Mas ¿por quién me tomáis vos misma?

-Señor, os tomo, espero, por quien sois, es decir, por el honorable señor Van Systens, burgomaestre de Haarlem y presidente de la Sociedad Hortícola.

-¿Y venís a decirme... ?

-Vengo a deciros, señor, que me han robado mi tulipán.

-Vuestro tulipán es, entonces, el del señor Boxtel. Entonces, os explicáis mal hija mía; no es a vos, ¡sino al señor Boxtel a quien han robado el tulipán!

-Yo os repito, señor, que no sé quién es ese señor Boxtel y que ésta es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.

-Vos no sabéis quién es el señor Boxtel, y tenéis también un tulipán negro.

-Pero ¿es que hay otro? -preguntó Rosa, temblando.

-El del señor Boxtel, sí.

-¿Cómo es?

-Negro, pardiez.

-¿Sin mancha?

-Sin una sola mancha, sin el menor punto.

-¿Y vos tenéis ese tulipán? ¿Está depositado aquí?

-No, pero será depositado, porque debo exhibirlo al comité antes de otorgar el premio de cien mil florines.

-Señor -exclamó Rosa-, ese Boxtel, ese Isaac Boxtel que se dice propietario del tulipán negro...

-Y que lo es en efecto...

-Señor, ¿no es un hombre delgado?

-Sí.

-¿Calvo?

-Sí.

-¿Con la mirada huraña?

-Creo que sí.

-¿Inquieto, encorvado, con las piernas torcidas?

-En verdad, describís el retrato, trazo por trazo, del señor Boxtel.

-Señor, ¿el tulipán está en una vasija de mayólica azul y blanca, de flores amarillas que representan un canastillo en tres caras de la vasija?

-¡Ah! En cuanto a eso estoy menos seguro; me he fijado más en el hombre que en la vasija.

-Señor, ése es mi tulipán, el que me han robado; señor, es bien mío; señor, vengo a reclamarlo aquí delante de vos; a vos.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Van Systens mirando a Rosa-. ¿Qué? ¿Venís a reclamar aquí el tulipán del señor Boxtel? ¡Voto a Dios! Sois una atrevida comadre.

-Señor -suplicó Rosa un poco turbada por este apóstrofe-, yo no digo que vengo a reclamar el tulipán negro del señor Boxtel, digo que vengo a reclamar el mío.

-¿El vuestro?

-Sí; el que yo he plantado, el que he criado yo misma.

-¡Pues bien! Id a buscar al señor Boxtel a la hospedería del Cisne Blanco, y entendeos con él. En cuanto a mí, como el proceso me parece tan difícil de juzgar como el que llevaron ante el rey Salomón, y no tengo la pretensión de poseer su sabiduría, me contentaré con redactar mi informe, con constatar la existencia del tulipán negro y con conceder los cien mil florines a su descubridor. Adiós, hija mía.

-¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! -insistió Rosa.

-Sólo que, hija mía -continuó Van Systens-, como sois bonita, como sois joven, como no estáis todavía pervertida, recibid mi consejo: Sed prudente en este asunto, porque nosotros tenemos un tribunal y una prisión en Haarlem; además, somos extremadamente puntillosos con el honor de los tulipanes. Id, hija mía, id. Isaac Boxtel, hospedería del Cisne Blanco.

Y poco después, Van Systens, volviendo a coger su bella pluma, continuó su interrumpido informe.