En la sangre/Capítulo IX

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Capítulo IX

Cinco años se sucedieron, cinco años perdidos por Genaro en las aulas de estudios preparatorios. El desarrollo gradual de la razón, la marcha de la inteligencia, el vuelo del pensamiento, todo ese sordo trabajo de la naturaleza, la germinación latente del hombre contrariada, sofocada en el adolescente bajo la apática indolencia de un estado de niñez que el cariño ciego de la madre inconscientemente fomentaba.

¡De loco, de zonzo iba a ponerse a estudiar él, a romperse la cabeza!... Nunca le decía nada la vieja; la engañaba, la embaucaba, le hacía creer, lo que se le antojaba hacía con ella...

Y en compañía de otros como él, a la hora de clase, día a día tenían lugar las escapadas, los partidos de billar y dominó en los fondines mugrientos del mercado, discutiendo en alta voz, "alegando", empeñando hasta los libros a fin de saldar el "gasto", si era que no se hacían humo en un descuido cuando andaban en la "mala", muy "cortados", las rabonas en pandilla a pescar mojarras y "dientudos" en el bajo de la Recoleta o en la Boca, a las quintas de Flores y Barracas, saltando zanjas, trepando cercos, robando fruta, matando el hambre, después de una mañana entera de correrías, con un riñón o un "chinchulín" en el fogón de alguna negra vieja achuradora de los Corrales.

Para de noche asimismo solían apalabrarse, los más grandes, los más "platudos", los más "paquetes". Asistían a los teatros, negociando entradas que Genaro de segunda mano se encargaba de "agenciarles". Preferían el Argentino, donde una compañía de bufos se exhibía, para salir "dándose tono" contando que "andaban bien" con las cómicas francesas. Tenían anteojo, pellizcándose la cara, entre el labio y la nariz, clavaban la vista en la cazuela, fumaban en los entreactos cigarrillos pectorales, se "convidaban" entre ellos a "tomar algo" en la "confitería", afectando cada cual ser el primero en darse prisa a pagar.

Y no era extraño después, entre las sombras ambiguas de la calle del 25, como bultos de ladrones que se escurren, verlos deslizarse a lo largo de las paredes, desaparecer de pronto en una vislumbre humosa, tras una puerta de cuarto a la calle habitado por alguna china descuajada.

Pero, aun en medio de los placeres de esa vida libre y holgazana, no dejaba de tener Genaro horas de amargo sufrimiento. Una herida a su amor propio, honda, cruel, fue a despertar el primer dolor en el fondo de su alma.

Entregados a una de sus distracciones predilectas, levantando la punta de una pollera, tironeando una pretina, "haciendo cama" a un boca abierta dando con un puñado de garbanzos en el rostro de los transeúntes, fastidiando a medio mundo con sus pillerías de muchachos traviesos y mal intencionados, vagaban una vez en tropel por las calles del mercado.

A un gallego recién desembarcado acababan de "ponerle los puntos", de "acomodarle" un zoquete de carnaza. Con la cristiana intención de refregárselas en la nariz a alguna vieja, frente a los puestos de pescado, embadurnábanse las manos en la aguaza que goteaba de una sarta de sábalos colgados. Por desgracia, para Genaro, el pescador en ese instante, una antigua relación de su familia, atinó a reconocerlo:

-¡Che, tachero!, ¿cómo estás, cómo te va? ¡Pucha que has pelechau, hombre, que andás paquete!

Y como afectando hacerse el desentendido, tratara Genaro de alejarse, fingiendo no comprender que era dirigido a él el saludo.

-¿Qué, ya no me conocés, que no sabés quién soy yo?... Será lo que andás de casaca y te juntás con los ricos, que has perdido la memoria... Guarde los pesos, amigo, y salude a los pobres -insistió el hombre en tono de zumba-. ¡Mire qué figura esa, qué traza también para tener orgullo!

Luego, dirigiéndose a un vecino -el carnicero de enfrente- púsose a hablarle en voz alta de Genaro, a referirle que con motivo de ocupar un cuarto de la misma casa, había conocido al padre en el conventillo de la calle San Juan.

Entró en detalles; era el viejo un carcamán, un pijotero; un sinvergüenza; ni un triste puchero había sido nunca capaz de comprar para la familia; no hacía otra cosa que caerle a la mujer, le sacudía cada tunda al muchachito que lo dejaba tecleando y de chiquilín no más, sabía sacarlo a la calle, cargado de fuentes de lata.

Fue un colmo. Encendido el rostro de vergüenza, esquiva la mirada, balbuciente, sin atreverse a huir de allí, sufriendo horriblemente con quedarse como un criminal, sorprendido en el acto de delinquir, viose Genaro obligado a soportar hasta el fin aquel suplicio.

Abrían tamaños ojos los otros, se acercaban, aguijoneada su curiosidad se amontonaban a no perder una palabra de la historia.

Y le llamaron tachero, al separarse, gritando, haciendo farsa de él sus compañeros, y tachero le pusieron desde entonces. El tachero le quedó de sobrenombre.