En la sangre/Capítulo XIII

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Capítulo XIII

A fines de año, una vez, entre un crecido número de sus condiscípulos, acababa Genaro de bajar la ancha escalera que del salón de grados llevaba a la planta baja.

Iba y venía intranquilo, vagaba de un sitio a otro, acercábase a los grupos, escuchaba hablar a los demás, con esa expresión extraña en el semblante de quien hace por oír y no acierta con lo que oye, ensimismado, absorto, abismado por completo en una preocupación única: su examen.

Era que jugaba el todo por el todo él en la partida, que era cuestión para él de vida o muerte, se decía. Un resultado adverso, un fracaso posible, en la prueba a que iba a verse sometido, importaba, no sólo la pérdida de largos años de estudio, de una suma inmensa de constancia y de labor, sino, lo que era a sus ojos mucho más, el sacrificio de su venganza, su plan frustrado, sus esperanzas desvanecidas para siempre; jamás en presencia de un rechazo, de una reprobación desdorosa que sobre él fuese a recaer, llegaría a sentirse con valor bastante para perseverar en la ardua lucha, para obstinarse con nuevo ardor en sus designios.

Y presa de esa emoción invencible que despierta en el ánimo la vecindad del peligro, debatíase en las angustias de la espera, aguardaba su turno ansioso y palpitante; debía tocarle ese mismo día a él, calculaba que sería luego de haber vuelto de almorzar los catedráticos, en las primeras horas de la tarde, según el orden de lista.

Una idea además lo perseguía, fija, clavada en su cerebro; aumentando sus zozobras, un triste presentimiento lo aquejaba con la implacable tenacidad de una obsesión.

Dominado por la aversión profunda, irresistible, que llegara a inspirarle una de las materias encerradas en el programa del año, había rehuido su estudio.

Era en física, el coeficiente de dilatación de los gases. Al abordar por vez primera el punto, habíale sido imposible comprender, se había afanado, se había ofuscado, había sido un laberinto su cabeza. En uno de esos ímpetus que le eran familiares, había estrujado entonces el libro, lo había cerrado con rabia y, jurándose no volver a abrirlo más en esa página, había hecho siempre como gala de cumplir su juramento.

¡Pero, cuánto y cuánto lo deploraba, le pesaba ahora, trece del mes y viernes, pensaba, trece el número de la cuestión en el programa, trece su propio nombre en la lista!...

¡Bah!, sucedíale luego exclamar en un brusco retorno sobre sí, preocupación, quimeras... era estúpido, insensato dar oídos a semejantes absurdos, engendros de la ignorancia, vanas, necias aberraciones de la imaginación asustadiza del vulgo.

No le faltaba sino ponerse a creer en brujerías, él también, en gettaturas y usar cuernos de coral como su padre después de comprar reloj...

Sí, evidentemente, sí... pero ¿por qué, sin embargo, esa extraña coincidencia de tres trece reunidos?

Y una cavilación lo trabajaba, ocupaba su cabeza; emanaba del fondo de su ser una secreta y misteriosa influencia a la que le era imposible substraerse, un supersticioso temor, latente en él, al culto de lo prodigioso, de lo sobrehumano, irresistiblemente lo arrastraba con todo el ahínco del ciego fanatismo de su casta.

El momento supremo se acercaba, iba la hora a llegar, a ser su nombre pronunciado; solo, en medio del silencio, saldría, se desprendería de entre los otros, avanzaría, se aproximaría a la mesa.

El mismo, semejante al reo que hace entrega de su persona, con mano trémula y vacilante, iría a sacar de la urna la bolilla, la primera, la última, cualquiera... la bolilla augurosa, el número fatídico, cabalístico: trece... ¡era fatal!...

Si se fuese, llegó a ocurrírsele de pronto, si faltase al llamado de la mesa... ¿Por qué no? -púsose a decirse en el vehemente empuje de su tentación, hostigado par el aguijón del miedo; ¿qué mal le resultaría, a qué mayor daño se exponía, qué le podía suceder, en suma, con proceder así?... Perder el año... y bien, ¡qué le importaba, si sabía que de todas maneras, lo tenía perdido dando examen!...

Sí, lo sabía, algo, un no sé qué, superior a él, se lo decía, estaba convencido, cierto de ello, con el bochorno en más de verse reprobar.

Sobre todo, podía buscar un pretexto, nada le impedía fingirse enfermo y volver, presentarse al día siguiente, un sábado en vez de un viernes, un catorce en vez de un trece... estudiaría entretanto, tenía todo ese día, toda una noche por delante; sí, sí, ni que hablar, no había que hacer, era mil veces mejor, se repetía obstinado en persuadirse, apareando la acción al pensamiento, escurriéndose ya a lo largo de los claustros para ganar la calle.

Pero, bruscamente, en un arranque de soberbia se detuvo; ¿qué dirían, qué pensarían los otros, qué comentarios irían a hacer?

Como si los viera, iban a estar cayéndole, haciendo farsa de él, interpretando de mil modos, a cual peor, su extraña desaparición, su inexplicable ausencia. Nadie, de fijo, creería en su embuste, ni uno solo de sus condiscípulos daría crédito al cuento tártaro de su enfermedad, sabrían que se había ido de miedo, sería la burla al día siguiente, el escarnio, el hazmerreír de toda clase.

No, era indigno, indecoroso lo que intentaba, se quedaría, fuera de ello lo que fuere, aguantaría, se había de saber obligar él a quedarse y a aguantar, exclamaba: "¡mandria, collón, gringo tachero!" se llamaba en el rabioso desdén que de sí propio la conciencia de su flaqueza le inspirara.

Resueltamente salió por fin a la calle, giró en torno de la manzana, entró en la librería del Colegio, compró un ejemplar de texto y con el libro oculto bajo la solapa del paletó, volvió sobre sus pasos, penetró de nuevo en la Universidad.

Nadie debía haber, ni un alma en los altos; dos horas faltaban, una por lo menos, para que continuaran los exámenes; tenía tiempo, trataría de ponerse al corriente de la cuestión, de aprender algo, aunque no fuese más que de memoria. Creía recordar que traía descrito el libro un aparato de Gay Lussac, lo estudiaría, vería de que se le quedase grabado en la cabeza, lo pintaría si acaso en la pizarra, podría salir de apuros así.

Y, amortiguando el ruido de sus pisadas, agazapado, haciéndose chiquito, de a dos, de a tres empezó a trepar los escalones.

Hallábase en efecto desierto el largo claustro arriba... Sólo allá hacia el fin, entre el polvo de oro de los rayos del sol penetrando oblicuamente, una silueta humana alcanzábase a discernir.

Pasaba, se deslizaba como un fantasma, se perdía en la encrucijada, volvía a pasar, al ritmo acompasado de su andar, un andar de procesión, volvía a perderse. Llevaba, ya inclinada la cabeza, ya los brazos recogidos, ya caídos, suelto en lo vago la mirada, mientras, del marmoteo incesante de sus labios, un susurro se escapaba, flotaba en el aire muerto como un confuso y sordo runrún de bicho que volara.

Otro, otro que tal, otro bruto como él, otro infeliz, otro pobre porfiando tras del mendrugo, díjose, reconociendo a uno de sus condiscípulos Genaro.

Pero en el afán de no perder él mismo un solo instante, atareado, hojeando el libro ya, al enfrentar el salón de grados, observó con extrañeza que había quedado abierta la puerta.

¿Por qué la habrían dejado así? Un descuido sin duda del portero o del bedel.

Y curioso y sobrecogido a la vez de involuntario pavor, en una irresistible atracción de condenado a la vista del lúgubre aparato de su suplicio, medrosamente puso el pie sobre el umbral y se asomó.

Le pareció mayor la inmensa sala en el silencio, más dilatada su bóveda, más alejado su fondo, del que, semejante a un falso Dios, a algún ídolo enemigo, con el funesto emblema de su R enorme en el zócalo, el busto en bronce de Rivadavia resaltaba.

Hacia el centro, en seguida, junto a la pared de enfrente, la tribuna, la clásica tribuna apareció a su vista, ventruda, chata, tosca, desdorada, apolillada, respirando un aire a rancio, a ciencia añeja de sacristía, como un púlpito.

Luego, aislada y solitaria en medio de un ancho espacio, como un escollo en el mar, la silla del examinando, el banco de los acusados, el banquillo acaso, se decía, clavando en ella los ojos lleno de sobresalto, Genaro, su propio banquillo de reo, destinado a una muerte más cruel y más infamante mil veces que la otra.

A media altura, por fin, sobre el muro de cabecera, una colección de pinturas quebrajeadas y polvorosas atrajo sus miradas: la efigie de los rectores de antaño, proyectando cada cual desde su marco, el apagado rayo de una mirada oblicua, turbia, muerta, siempre igual, incansable en la angulosa impasibilidad de sus rostros de frailes viejos.

Y el estrado, los tradicionales, los vetustos sillones de baqueta y la mesa, abajo, imponente en su solemne aparato, tendida de damasco blanco y rojo, arrastrando el ancho fleco de su carpeta por la alfombra, mientras de entre el tintero, enorme, y más allá la campanilla, cuyo timbre de llamada era como una descarga eléctrica en el pecho, la urna, la urna fatal se destacaba del conjunto, negra, fatídica, siniestra en su elocuencia muda de mito.

Estaba allí, indefensa, abandonada, a pocos pasos de él al alcance de su mano, estaba abierta, tenía dentro las bolillas, las treinta y seis bolillas del programa, como ofreciéndolas, como instigándolo a uno, como provocándolo.

La sugestión, la idea del mal llegó a poseerlo, bruscamente con una prontitud de luz de rayo, robarse una se le ocurrió.

Podía elegir, llevarse la que quisiera, la que se le antojara, buscar en el montón el número del programa que más a fondo hubiera estudiado, en el que más fuerte se sintiera; guardársela en el bolsillo, tenerla escondida entre los dedos al ir a meter la mano, hacerse el que revolvía y sacarla y mostrarla luego, como si sólo entonces la acabara de tomar.

Era el éxito eso, el resultado del examen asegurado, el voto de sobresaliente conquistado y quién sabía si hasta una mención honrosa en la mesa, ¿por qué no?... ¡tal vez!...

Era la victoria, sobre todo, el triunfo sobre los otros, su anhelo supremo, su aspiración colmada, su sueño, su acariciado sueño de venganza realizado.

Pero era una mancha negra sobre la conciencia, eso también, la falta, el delito, el crimen... ¡De ese modo se empezaba, por miserias, por echar mano de un cobre, de un cigarrillo, se acababa por robar una fortuna!...

¿Quién, una vez dado el primer paso, era capaz de decir dónde iba a detenerse, hasta qué fondo de abyección podía arrastrar la pendiente resbaladiza de la culpa?

¿Pero no exageraba acaso... alarmado, atemorizado sin razón, no desfiguraba el alcance, la trascendencia del acto que intentaba, el carácter que éste revestía... era realmente un delito, un robo... a quién dañaba, a quién perjudicaba, a quién despojaba de lo suyo?...

¿No podía ser mirado, reputado más bien como una mera travesura, una superchería, una cábula de estudiante, sin seriedad, sin importancia, hasta inocente, si se quería, imaginada sólo con el fin de verse libre de un mal trago, de sacarse el lazo del cuello, una simple diablura de muchacho, en fin?...

Y, ¡qué diablos! aun admitiendo lo contrario bien pensado, eran historias ésas. No estaba sujeta a reglas fijas la moral; el bien y el mal eran relativos, contingentes como todo lo que era humano; dependían de mil diversas causas, de mil diversas circunstancias; el tiempo, el lugar, el medio, la educación, las creencias. Lo que en un punto de la tierra se admitía, se rechazaba en otro, lo que antes había sido aceptado como bueno, venía a ser declarado malo después y ni aun el asesinato, ni aun el incesto mismo, el monstruoso y repugnante incesto, había dejado de tener su hora de triunfo, consagrado, santificado a la luz del sol, a la faz de Dios y de los hombres.

Todo el hueco palabreo de su escolástica, todo el indigesto bagaje de su filosofía, adquirido dos años antes en clase, era sacado a luz, puesto a contribución por él en abono de su causa.

Tenía sus ideas, sus principios, sus doctrinas de las que no cejaba un ápice, él; era utilitario, radical y declarado en materia moral; un acto, una acción cualquiera podía ser buena o mala, según el provecho o el daño que de ella se sacara.

Tal había sido siempre su regla, su norma, su criterio, así entendía las cosas él; marchaba con su siglo, vivía en tiempos en que el éxito primaba sobre todo, en que todo lo legalizaba el resultado. Lo demás era zoncera, pamplinas, paparruchas, el bien por el bien mismo, el deber por el deber... ¿dónde se veía eso? ¡que se lo clavaran en la frente! -exclamaba haciendo alarde de un cinismo mitad verdadero y mitad falso, entre ficticio y real, afectado, forjado como una arma de defensa, como la justificación buscada del móvil de su conducta y tendencial a la vez, íntimo en él, inherente al fondo mismo de su ser.

La cuestión, lo único esencial y positivo, lo único práctico en la vida, era saber guardar las formas, manejarse uno de manera a quedar siempre a cubierto, garantido, a no dar a conocer el juego ni exponerse...

¿Exponerse?... Eso, eso más bien merecía tenerse en cuenta, eso podría ser serio... que fuera a encontrarse atado él, a enredarse en las cuartas, a asustarse a lo mejor, que le pisparan la bolilla entre los dedos, o se le fuese a caer de la mano, o de algún modo, con el susto, llegase a quedar colgado...

¡Hum!... no dejaba de tener sus bemoles el negocio...

Indudablemente lo más cauto, lo más prudente era no meterse en honduras, el mejor de los dados es no jugarlos... tanto más que por mucho que se obstinase en cerrar los ojos a la luz de la verdad, no podía dejar de convenir en que era feo, en que era mal hecho en suma aquello... no, no había vuelta que darle, se lo estaba diciendo a gritos la conciencia.

Y, sin embargo... ¡lástima grande renunciar a la bolada!... habría sido clavar una pica en Flandes, caso de salirle bien...

Como en un último pudor de virgen que se da, la vacilación, la duda, el recelo de lo desconocido, la aprensión al incierto más allá de la primera vez, un momento lo contuvieron. Pero la urna maldita, semejante a un mensajero del infierno, lo atraía, lo fascinaba, derramaba sobre él todo el demoníaco hechizo de la tentación.

Vanamente se exhortaba, luchaba, se resistía; le era imposible desviar de ella la vista, seguíala, envolvíala a pesar suyo en un ojeo avariento de judío.

Perplejo, irresoluto aún, hizo un paso, sin querer, como empujado. Se figuró que el otro, el que andaba caminando por el claustro lo miraba; bestia, imbécil, no partirlo un rayo, no reventar, no caerse muerto... ¡bien podía haberse ido a repasar al seno de la grandísima perra que le había tirado las patas!...

Pero no, volvía la espalda, en ese instante... Entonces, como arrebatado del suelo por el azote de algún furioso huracán, con todo el arrojo de los valientes, con todo el amilanamiento de los cobardes, incapaz de discernir, sin mínima conciencia de sus actos, como si contemplase a otro en su vez, se vio Genaro de pie junto a la urna. Había metido la mano, había tenido la sensación de una mordedura de plomo líquido en las carnes; erizado de terror, la había sacado; las bolillas chasqueaban, se entrechocaban, saltaban en tropel, como hirviendo... ¿en la urna?... sí, trasformada en una caldera enorme de brujas, y voces, varias voces, tres o cuatro, lo habían chistado, lo habían llamado, brevemente, secamente, ¡pst, ep, eh! de una ventana, de la puerta, de arriba, de allá atrás.

Como en un fulminante acceso de locura, presa de un pánico cerval permaneció un momento inmóvil, pasmado, estupefacto.

Luego, en un endurecimiento de todo él, logró arrancarse de allí, pudo andar, llegó a correr y como quien huye del fuego que va quemándole la ropa, afuera, en el claustro ya, echó a ver lleno de asombro que llevaba apretada en la mano una bolilla... ¡la había robado... o más bien no, ella sola había debido metérsele entre los dedos!...

Era tiempo; el Rector, los catedráticos, los otros estudiantes, subían, asomaban por la escalera.

¿Los vio, los oyó Genaro? Tenía los ojos turbios de sangre, los latidos de su corazón le hacían pedazos el tímpano.

Guarecido, acurrucado en un hueco de la pared, su instinto solo, su maravilloso instinto de zorro lo había salvado.