En la sangre/Capítulo XX

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Capítulo XX

Pasaba tres cuatro veces al día, recorría Genaro la cuadra de la calle San Martín, donde Máxima vivía.

Al dirigirse a tomar su carruaje ésta, una vez, acompañada de la madre, en el umbral mismo de la puerta de calle, acertaron ambos a encontrarse.

Eso bastó, pudo él verla en adelante, solía alcanzar a distinguirla envuelta en la penumbra de la sala, como oculta tras de las persianas corridas; de vez en cuando primero, luego con más frecuencia, luego, siempre, día a día, a la misma hora lo esperaba. Retardaba su marcha él al llegar, volvía la cara; aproximaba ella su cabeza a los cristales, se inclinaba y detenidamente entonces, tenazmente, uno y otro se miraban.

En Colón, ya desde su silla como la primera noche, ya desde las galerías del teatro, pasaba él horas contemplándola, mientras como en un don de doble vista, al través de los espesos muros del edificio, presentía ella su presencia, adivinaba su silueta, allá, perdida entre las sombras, tras la ventanilla de un palco, o la rendija de alguna puerta entreabierta.

Momentos antes de dar fin al espectáculo, abandonaba su asiento, él, poníase de prisa el sobretodo, corría a situarse en el vestíbulo, junto a la puerta de salida por donde ella debía pasar y, escurriéndose, haciendo eses entre la concurrencia agolpada, la seguía luego hasta el carruaje, hasta su casa, por la vereda de enfrente, deteniendo el paso; cuando, en noches serenas y templadas, se retiraba por acaso la familia a pie.

A las horas de paseo por la calle de la Florida, en el atrio de la Catedral, a la salida de misa de una, en el Retiro después, en todas partes siempre, infaliblemente, donde estaba ella como su sombra estaba él.

Sólo en Palermo no se le veía; jamás iba.

¿Y cómo habría ido, en coche de plaza, en un cascajo rotoso, tirado por dos sotretas mosqueadores con algún bachicha de sombrero de panza de burro o algún mulato compadre en el pescante?

Ni a palos... ¡bonito, lindo papel, un papel fuerte iría a hacer con los ojos de la otra que se largaba de todo lujo, en calesa descubierta con cochero de librea y una yunta de buenos pingos!...

¿A caballo? Tampoco, estaba mandado guardar, era de guarangos eso.

¿En carruaje alquilado en corralón? Menos aún, peor que peor, quiero y no puedo, era mostrar la hilacha, esotro, era miseria y vanidad...

Prefería quedarse en su casa.

Sí, pero no dejarse ver también, brillar uno eternamente por su ausencia... qué iría a decir ella, caería en cuenta de seguro, si era que no había dado ya en el clavo, se figuraría que era un pobrete él y que no tenía con qué... la purísima verdad, por otra parte...

Para mejor, que se le fuese a cruzar alguno de esos de gallo alzado, que se la estuviesen mirando, queriendo arrastrarle el ala, enamorada, y él, como un pavo, sin saber ni jota, mientras tal vez andaba en grande ella con otros...

No dejaba de ser embromada... muy embromada la cosa... ¿Qué remedio, sin embargo?

¡Oh!, un recurso le quedaba, lo sabía él, no había dejado de ocurrírsele, había un medio; podía echar mano de una parte de los títulos de renta que la madre le había entregado, ahí, por valor de unos veinte mil pesos por ejemplo y venderlos, negociarlos; estaba del otro lado con eso, le alcanzaba para comprar americana con caballo y hasta le sobraba como para un año de pensión en la caballeriza.

Sí, de él exclusivamente dependía, ¿no le había dejado la vieja las más altas, las más amplias facultades, no tenía la libre administración de los bienes?...

Si no lo había hecho ya, era... ni él mismo lo sabía por qué a punto fijo; miramientos, delicadezas, escrúpulos de conciencia.

Escrúpulos bien tontos por cierto, delicadezas mal entendidas, porque, en suma, la mitad de eso era suyo, lo había heredado de su padre, sólo la otra mitad pertenecía como gananciales a la madre.

Algo había pesado, algo había influido así mismo, no dejaba íntimamente de comprenderlo, su manera de ser, su natural, su propia índole; se conocía él, tenía ese mérito siquiera, le costaba deshacerse del dinero, era mezquino y ruin en el fondo, avaro como su padre. Otra prenda que agregar a las prendas que lo adornaban, otro bonito regalo que le había hecho el viejo, otro presente más que agradecerle... ¡maldito... nunca, jamás podía acordarse de él sin odio, hasta sin asco!...

Pero se había de dominar, se había de vencer; no había nacido en la Calabria, había nacido en Buenos Aires, quería ser criollo, generoso y desprendido, como los otros hijos de la tierra; era una miseria, una indecencia, una pijotería sin nombre que, pudiendo, dejara de comprarse lo que le estaba haciendo falta.

Y más tarde, en todo caso, para tapar el agujero, para llenar el déficit y reponer su capital, trabajaría algo, vería de emprender algún negocio, enajenaría la casa, verbigracia, y tendría estancia, pasaría una parte del año en el campo, economizaría en los meses de verano el exceso de los gastos de invierno.

Eso, bien entendido, si era que antes no lograba lo que andaba persiguiendo, como quien decía ponerse las botas, sacarse la grande, pescar un buen casamiento, con ésta o con aquélla, con su polla u otra cualquiera, tres pitos se le daban con tal de que fuese rica.