En la sangre/Capítulo XXIII

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Capítulo XXIII

Ocho días, ocho mortales días debían pasar durante los cuales se hallaría su nombre en la picota, escrito con todas las letras sobre un pliego de papel, en un lugar visible, expuesto a las miradas de todos... Era obligatorio, era de reglamento eso, habíale dicho Carlos.

¡Bien haya!... ¡y tanta antipatía, tanta mala voluntad que le tenían!...

Si por el solo placer, por el solo prurito de causarle daño, alguien, alguno de sus conocidos, de sus antiguos compañeros de aula, fuese a hacer su triste historia, a revelar su vida y milagros en el seno de la comisión, su familia, su padre, su madre, su infancia, el conventillo de la calle San Juan, todo ese pasado de miseria y de vergüenza, el cuento en fin del chino del mercado, repetido de boca en boca, público, proverbial entre los estudidantes de la Universidad, todo sería sacado a colación, todo, con pelos y señales, saldría a luz... ¡lo hundirían con eso... lo mataban!

Y en la zozobra, en las ansias de la espera, el tiempo se eternizaba, las horas se volvían siglos para él.

Sombrío, taciturno, veíasele vagar, errar a la aventura, día y noche, perseguido por la incesante obsesión; que le cerraran las puertas, que lo expulsasen, que ignominiosamente, por indigno lo rechazasen.

Le parecía oír el ruido, percibir el sonido seco, el golpe mate de las bolillas al caer, ver que abrían la urna, que salían negras aquéllas, y la urna, las bolillas, la comisión erigida en tribunal, todo ese formulismo del secreto, todo ese aparato del voto, involuntariamente despertaba en él una reminiscencia; su examen, la otra urna, el otro tribunal, el robo que cometiera y que había quedado impune. Si la iría a pagar con réditos de esa hecha... Si habría justicia... ¿Si sería cierto que había Dios?...

Buscaba en vano tregua a su aflicción, en vano hacía por no pensar, no recordar, por distraerse, por aturdirse siquiera, y bebía, pedía Jerez, Oporto, Champagne en sus comidas.

Ni el vapor capitoso de los vinos, ni la camaradería bulliciosa de sus amigos, ni el vaivén, la confusión, el movimiento de las calles, la pública animación en los paseos, en los cafés, en los teatros, bastaban a arrancarlo de su hondo ensimismamiento; ni aun sus amores mismos, ni aun Máxima, con la que impensadamente, como al acaso, se encontraba, cuyos pasos seguía de una manera mezquina, por el hábito sólo, por la costumbre de seguir y en quien detenía como un autómata los ojos, a quien miraba sin ver, inconsciente, sin saber, absorto todo entero en la idea fija.

Llegó a expirar el plazo, sin embargo, llegaron a vencerse los ocho días. En las primeras horas de la noche debía ocuparse de él la comisión; le daría inmediata cuenta Carlos del resultado, se verían ambos a los diez en el Café de París.

Antes de la hora y fatigado ya de esperar, había agotado Genaro su provisión de cigarros, había pedido cognac, chartreuse, anisette, no importaba, lo que se le hubiese antojado al mozo darle, una cosa de esas, cualquiera con el café... y diarios que había dejarlo sin leer, doblados sobre la mesa.

Las diez, diez y cuarto, diez y media; abríanse las puertas, de nuevo se cerraban, rechinaban sus goznes, golpeábanse sus hojas, volvía Genaro la mirada inquieta; nada... eran caras extrañas, habituados del café, gente que entraba y que salía... no aparecía el otro, no se le veía asomar.

¿Equivocaba la hora o el lugar de la cita, entendía que habían hablado del Café de Catalanes... había faltado acaso número?... Sí, eso más bien; no había podido reunirse la Comisión por ausencia de alguno de sus miembros... De todos modos, debía habérselo avisado Carlos.

¿O era que lo había echado en olvido, preocupado tan sólo de sus asuntos? Imposible sabiendo todo lo que le iba a él en la partida... habría sido imperdonable de su parte, como para quebrar con él, como para echarlo en hora mala y no volver a hablarle en la vida!...

Por fin, después de esperar en vano hasta las once, notó Genaro que uno de los mozos se acercaba trayendo un papel, como una carta en la mano.

-Esto, señor, me ha entregado hace un instante el portero; dice que lo han dejado para usted.

Encendido de súbito rojo de emoción, un tinte lívido, terroso de cadáver, bañó luego el semblante de Genaro. Temblaba el papel entre sus dedos; acababa de leer la dirección; era de Carlos la letra...

¿Por qué, en vez de ir, le escribía?

Y violentamente, nerviosamente, sin darse él mismo tiempo a más, rasgó el sobre de la carta:

"Mi querido Genaro -pudo ver como al través de un humo espeso, varias veces obligado a restregarse los ojos- nos ha ido mal, no obstante mi mejor voluntad y mi empeño en obsequio tuyo.

"Pero, qué quieres, la gente ésta es así, vana y hueca, hinchada como pavos reales.

"Todo lo que he podido obtener es que se dé por retirado, o mejor, por no recibido tu asunto.

"Ten calma, filosofía... qué te importa; por último, ¡vales tú tanto o más que ellos!

"Siempre tu amigo.

Carlos. "

Sin haber querido, alentado por un resto de esperanza que, a pesar de todo, no lo abandonaba, sin haberse atrevido a penetrar en lo íntimo de sí mismo, a poner el dedo sobre la dolorosa llaga, tenía Genaro, había tenido siempre, una conciencia vaga en el fondo, un oscuro presentimiento, como una oculta intuición del desenlace anunciado.

No fue, pues, el golpe asestado a traición de la sorpresa, ni el grito honrado que subleva la injusticia, ni el negro abatimiento, ni la honda postración del infortunio; fue el despecho de la envidia, la rabia de la impotencia, un bajo estallido de odios, lo que brotó de su labio.

¡Quién los veía, quién los oía a ellos, a todos... de dónde procedían, de dónde habían salido, quiénes habían sido, su casta, sus abuelos... gauchos brutos, baguales, criados con la pata en el suelo, bastardos de india con olor a potro y de gallego con olor a mugre, aventureros, advenedizos, perdularios, sin Dios ni ley, oficio ni beneficio, de esos que mandaba la España por barcadas, que arrojaba por montones a la cloaca de sus colonias; mercachifles sus padres, tenderos mantenidos a chorizo asado en el brasero de la trastienda y a mate amargo echado atrás del mostrador; tenderos, mercachifles ellos mismos!...

¡Y blasonaban de grandes después y pretendían darse humos, la echaban de hidalgos, de nobleza, se ponían cola en el nombre, se firmaban de, hablaban de sus familias, querían ser categoría, aristocracia y lo miraban por encima del hombro y le tiraban con el barro de su desprecio al rostro!...

Aristocracia... ¡qué trazas, qué figuras esas para aristocracia, aquí donde todos se conocían!...

¿El? Sí, cierto, era hijo de dos miserables gringos él, pero habían sido casados sus padres, era hijo legítimo él, había sido honrada su madre, no era hijo de puta por lo menos, no tenía ninguna mancha de esas encima, mientras que no podían decir todos otro tanto y que levantándoles a muchos de los más engreídos la camisa...

Y nombres propios, nombres y apellidos, ecos recogidos por él en su niñez, cuentos de cocinera comadreando en los mercados, enredos de la chusma de servicio, en las casas donde había tenido entrada la madre en otros tiempos, chismes de criados repetidos por aquélla, de noche, en sus conversaciones con el viejo, y que él oía; lo que sabía más tarde, lo que se susurraba en las aulas, lo que de sus casas, de sus familias, de sus madres, de sus hermanas murmuraban, unos de otros, entre sí los estudiantes, toda la baja y ruin maledicencia, la moneda corriente de la chismografía callejera, fue como en arcadas saliendo de su boca, como chorros de veneno fue vomitada por él.

Y querían ser aristocracia, y lo habían echado a la calle... repetía... Bendito Dios... ¡no arder la casa con todos ellos adentro!...