En la sangre/Capítulo XXXVII

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Capítulo XXXVII

Dos días después, sin detenerse un instante en el camino, llegó Genaro a Buenos Aires, y llegó tarde no obstante; acababa su suegro de morir.

Acusando en la expresión de su semblante uno de esos sentimientos de profunda pena, de mudo y ensimismado sufrimiento, penetró a la habitación, detúvose frente a la cama, inmóvil largo rato, en recogido silencio, el pañuelo sobre los ojos, oculto el rostro en presencia de otros miembros de la familia que rodeaban el cadáver caliente aún.

Despidiéronse más tarde los que habían asistido al muerto; un hermano, una hija de éste, una tía vieja, otro sobrino de otra hermana.

Volverían a velar el cuerpo en la noche; se brindaron, hallábanse dispuestos a prestar su ayuda, sus servicios en todo lo que al entierro y demás aprestos de la fúnebre ceremonia se refería, quedando luego Genaro, por razón de la tácita autoridad que su carácter de hijo político, de marido de Máxima le atribuía, en posesión de la casa, dueño y solo por fin...

Llamó al hombre de confianza de su suegro, un pardo viejo, asistente de aquél en sus campañas, y ordenóle la entrega inmediata de las llaves, las que usaba, las que tenía costumbre de usar su patrón. ¿Dónde se encontraban? Debía saberlo él.

Sí, junto a la cama, dentro del cajón de la mesa de luz, como asimismo el reloj, como los botones de puño: dos gruesas piedras engarzadas en medallones de oro mate.

Estaba bien, no lo necesitaba ya, podía no más retirarse.

Al bolsillo con todo por pronta providencia... ¡no fuera el diablo que se traspapelara en el barullo!...

Púsose, sin demora, a recorrer Genaro los otros muebles del aposento, el lavatorio, un estante para camisas... no había dinero junto con el reloj y las llaves en la mesa de noche, ocurriósele de pronto, y, sin embargo, imposible que no tuviera su suegro consigo en momentos de caer enfermo... a no ser que hubiese quedado olvidado, metido en algún bolsillo... fácil era... ¿qué traje había llevado puesto aquél ese día?

Intrigado, prosiguió buscando, registrando la ropa del armario, las levitas, los pantalones, los chalecos; ¡nada dejó por revolver, nada había, nada encontró!

Claro... tantos habían estado entrando y saliendo... ¡los parientes eran los peores!...

Paciencia, lo habían madrugado los otros... unos cuatro o cinco mil pesos, por la parte que menos, debían haberse soliviado. Era rumboso el viejo, como todos los criollos de su tiempo, le gustaba andar platudo, jamás se le caía el rollo del bolsillo.

Pero en el cuarto del zaguán, en la salita de recibo de su suegro, era donde debía estar lo gordo, la hueva.

¡Como no hubiesen andado los indios por ahí también!...

Llevó luz, se encerró, dirigióse a abrir la mesa de escritorio -un escritorio ministro, macizo, de caoba. Temblaba al meter la llave; inseguro el pulso, sonaba, repiqueteaba aquélla en el silencio de la pieza, chocando al penetrar contra la boca de la cerradura.

Un obstáculo imprevisto luego de poder abrir lo detuvo; no cedían los cajones superpuestos en el interior del mueble; inútilmente tironeaba, forcejeaba, y, curioso... no se veía que tuvieran llave... debía haber algún secreto, era indudable, ¿pero cuál?

Tomó, a fin de alumbrar mejor, la vela del candelero y encorvado el cuello, agolpado el flujo de su sangre, a uno y otro lado, hacia arriba, hacia abajo, hasta el fondo, trabajosamente alargaba, introducía la mano. Había de dar, lo tenía clavado entre las cejas, se había encaprichado, había de encontrar, y se empeñaba, se obstinaba, se enardecía, no sin repetidas veces, con una emoción malsana de ladrón, volver azorado la cabeza, creyendo oír ruidos, ver cruzar sombras, escuchar que llamaban a la puerta y la empujaban.

Fatigado después de largo rato de infructuosas tentativas y al tratarse de darse Genaro un momento de descanso, vio con sorpresa, incorporándose, que se abrían de pronto, en un ruido seco los cajones, todos.

El azar acudía en su auxilio, acababa de apoyar al acaso el codo sobre un resorte disimulado en la madera misma del mueble.

Había papeles dentro, muchos, unos nuevos, amarillentos de viejos otros; recibos, escrituras, títulos de propiedad. Y había algo más en el cajón del medio, algo que, a los atónitos ojos de Genaro, fue lo que a los ojos de un ciego la caricia inesperada de la luz, ¡oro, dinero, rollos de libras esterlinas, paquetes de billetes, papeles de cinco mil pesos del Banco de la Provincia, una cantidad, un alto de "Vélez"; nuevitos, dobladitos, azulitos, de un color azul de cielo!...

En un brusco manotón de gato hambriento, alargó de instinto el brazo; crispados los dedos, como clavada la garra ya sobre el montón de billetes, repentinamente, luego, se contuvo.

¿Le pertenecía, era suyo, realmente suyo todo eso, había derecho en él para atribuírselo así, de propia autoridad, a puerta cerrada y nada más que porque sí?

¡Bah... tenía pacto hecho con su conciencia... historia antigua... hacía fecha que entre los dos se entendían, que entre ella y él había pasado en autoridad de cosa juzgada, lo de los puntos que calzaba en achaques de moral!...

¡El escrúpulo... los del padre Gargajo..., así le hubiesen asegurado el resultado, garantido la impunidad!...

Pero ahí estaba, era que no podía contar con ésta, que no podía partir de tal base... ¿y si llegaba a saberse, si algún indicio lo vendía, si luego alguna prueba salía a luz y lo dejaba colgado?

No se trataba de cuatro reales, era morrudo el negocio, era un platal... difícil que por muy dejado, por muy abandonado que, como buen hijo del país, hubiese sido su suegro en asuntos de dinero, tuviera una punta de miles guardados, como quien guarda pesos sueltos para los gastos de la casa.

¿Por qué no los habría llevado al Banco el muy zonzo, ganándose el interés?

Alguna entrada de esos días, sin duda, algún negocio, venta de haciendas o de campo...

Tal vez no había llegado a darle tiempo la enfermedad y nada más fácil, siendo así, que haber después hecho mención el viejo, querido antes de morir dejar constancia, acaso en su testamento... su testamento...

¿Existiría el dichoso testamento, su eterna pesadilla, su bestia negra, pensaba, preguntábase Genaro, doblemente ante esa idea preocupado ahora y caviloso, existiría... de fecha antigua o reciente, tendría a todo evento el suegro tomadas de antemano sus medidas, o sólo después de enfermo y de sentirse grave se le habría ocurrido hacerlo?

Probablemente lo primero en odio a él, su yerno, por mezquinarle, como quien decía, el bizcocho, por quitarle, ya que no todo, parte de lo que la ley le daba, de los derechos que, como a marido de la hija, el Código le acordaba... Tal vez dejando a ésta su legítima pelada y disponiendo del resto en favor de los otros... algo así, alguna jugada por el estilo... mucho se temía, tiempo hacía que andaba con esa desconfianza, con ese temor y tenía como hambre de salir por fin de dudas y saber a qué atenerse.

Un pliego abultado y largo fijó la dirección de sus miradas, precisamente llegó a llamar en ese instante su atención. Diose prisa Genaro a apoderarse de él; dos únicas palabras había escritas en el anverso del sobre: mi testamento. En el reverso un sello grande de lacre colorado lo cerraba.

¡No tenía derecho a quejarse, poco le había costado encontrar, ni por arte de encantamiento, ni que el mismo diablo hubiese metido la mano!...

Y en el sordo malestar que la pérdida de una latente y última esperanza le causaba -la de que allá, por acaso, hubiese su suegro podido morir abintestato- movía meditabundo el pliego entre sus dedos, atenta y minuciosamente lo observaba, acercábalo a la luz, lo elevaba a la altura de la llama, empeñado en leer, buscando sorprender, a favor de la transparencia del papel, el secreto que encerraba.

Inútilmente, nada se traslucía, nada alcanzaba Genaro a distinguir; opaco aquél y duro y grueso como pergamino, imposible de ese modo descubrir su contenido.

Pero debía evidentemente ser ológrafo el documento, por el aspecto del pliego, de puño y letra del autor, sin más formalidad ni requisitos, sin testigos... Quedaba acaso un segundo medio.

O había dejado dos ejemplares el padre de su mujer, otro en manos de tercero, o no existía sino uno solo, el que tenía él, Genaro, en su poder.

Si lo primero, bastaba buscar un sobre igual, dar con el sello, por ahí, en alguna parte, dentro de algún cajón, encima de algún tintero indudablemente lo hallaría, y ver por último de imitar la letra.

Si lo segundo, era más sencillo aún; con romper lisa y llanamente el sobre, estaba del otro lado... ¡y así hubiera pretendido el individuo despojarlo a él de un solo peso, de un cuartillo partido por la mitad... ni rastros, ni cenizas iban a quedar!...

Confiado en sus deducciones, tranquilo ahora y sin recelo, respecto a las posibles consecuencias del acto que meditaba, con mano segura y brusca rasgó el papel, púsose a devorar con avidez su contenido.

Era primero la enunciación de los bienes, una larga lista de propiedades urbanas y rurales, varias casas en la ciudad, la quinta de Belgrano, otros terrenos más, tres estancias pobladas en Buenos Aires, campos en Santa Fe, valores, acciones, títulos de renta, etc.

Ni mención siquiera, ni palabra se decía del hallazgo que acababa él de hacer, con íntima satisfacción, y mientras, sin desviar los ojos del papel, continuaba su lectura, observó de paso Genaro.

Seguía luego la parte dispositiva del acto. Declaraba el testador ser gananciales los bienes, pertenecer la mitad a su mujer.

Dejaba la otra mitad, disponía de todo lo suyo, en favor de Máxima, pero no sin una expresa condición: sólo al fallecimiento de la madre, entraría aquélla en posesión del quinto, cuya administración y usufructo debía corresponder exclusivamente a la señora.

Y era su voluntad, acababa por declarar, su voluntad terminante, dado caso de sobrevivir ésta a su hija, que distribuyese en vida o legase al morir el referido quinto a los pobres.

¡Los pobres! ¡Mucho se lo iban a agradecer los pobres... con tal de poder fregarlo a él... viejo crápula, ruin, ladrón!...

Y obedeciendo a un instantáneo y ciego movimiento de despecho, disponíase ya Genaro a destruir el testamento, a hacer añicos el papel, cuando, trazadas allá, en lo bajo de la página, dos solas líneas fijaron su atención:

"Queda otro de idéntico tenor en la oficina del escribano Cabral".

Fue como si se le hubiese, de golpe, acalambrado la mano.