Epístola a Emilio Arrieta
De nuestra gran virtud y fortaleza
al mundo hacemos con placer testigo:
las ruindades del alma y su flaqueza
sólo se cuentan al secreto amigo.
De mi ardiente ansiedad y mi tristeza
a solas quiero razonar contigo:
rasgue a su alma sin pudor el velo
quien busque admiración y no consuelo.
No quiera Dios que en rimas insolentes
de mi pesar al mundo le dé indicios,
imitando a esos genios impudentes
que alzan la voz para cantar sus vicios.
Yo busco, retirado de las gentes,
de la amistad los dulces beneficios:
no hay causa ni razón que me convenza
de que es genio la falta de vergüenza.
En esta humilde y escondida estancia,
donde aún resuenan con medroso acento
los primeros sollozos de mi infancia
y de mi padre el postrimer lamento;
esclarecido el mundo a la distancia
a que de aquí le mira el pensamiento,
se eleva la verdad que amaba tanto;
y, antes que afecto, se produce espanto.
Aquí, aumentando mi congoja fiera,
mi edad pasada y la presente miro.
La limpia voz de mi virtud entera,
hoy convertida en áspero suspiro,
y el noble aliento de mi edad, primera,
trocado en la ansiedad con que respiro,
claro publican dentro de mi pecho
lo que hizo Dios y lo que el mundo ha hecho.
Me dotaron los cielos de profundo
amor al bien y de valor bastante
para exponer al embriagado mundo
del vicio vil el sórdido semblante;
y al ver que imbécil en el cieno hundo
de mi existencia la misión brillante,
me parece que el hombre en voz confusa
me pide el robo y de ladrón me acusa.
Y estos salvajes montes corpulentos,
fieles amigos de la infancia mía,
que con la voz de los airados vientos
me hablaban de virtud y de energía,
hoy con duros semblantes macilentos
contemplan mi abandono y cobardía,
y gimen de dolor, y cuando braman,
ingrato y débil y traidor me llaman.
Tal vez a la batalla me apercibo;
dudo de mi constancia, y de esta duda
toma ocasión el vicio ejecutivo
para moverme guerra más sañuda;
y, cuando débil el combate esquivo,
«mañana, digo, llegará en mi ayuda»;
¡y mañana es la muerte, y mi ansia vana
deja mi redención para mañana!
Perdido tengo el crédito conmigo,
y avanza cual gangrena el desaliento:
conozco y aborrezco a mi enemigo,
y en sus brazos me arrojo soñoliento.
La conciencia el deleite que consigo
perturba siempre: sofocar su acento
quiere el placer, y, lleno de impaciencia,
ni gozo el mal ni aplaco la conciencia.
Inquieto, vacilante, confundido
con la múltiple forma del deseo,
impávido una vez, otra corrido
del vergonzoso estado en que me veo,
al mismo Dios contemplo arrepentido
de darme un alma que tan mal empleo:
la hacienda que he perdido no era mía,
y el deshonor los tuétanos me enfría.
Aquí, revuelto en la fatal madeja
del torpe amor, disipador cansado
del tiempo, que al pasar sólo me deja
el disgusto de haberlo malgastado;
si el hondo afán con que de mí se queja
todo mi ser, me tiene desvelado,
¿por qué no es antes noble impedimento
lo que es después atroz remordimiento?
¡Valor! y que resulte de mi daño
fecundo el bien: que de la edad perdida
brote la clara luz del desengaño,
iluminando mi razón dormida:
para vivir me basta con un año;
que envejecer no es alargar la vida:
¡joven murió tal vez que eterno ha sido,
y viejos mueren sin haber vivido!
Que tu voz, queridísimo Emiliano,
me mantenga seguro en mi porfía;
y así el Creador, que con tan larga mano
te regaló fecunda fantasía,
te enriquezca, mostrándote el arcano
de su eterna y espléndida armonía;
tanto, que el hombre, en su placer o duelo,
tu canto elija para hablar al cielo.
Los ecos de la cándida alborada,
que al mundo anima en blando movimiento,
te demuestren del alma enamorada
el dulce anhelo y el primer acento;
el rumor de la noche sosegada,
la noble gravedad del pensamiento,
y las quejas del ábrego sombrío,
la ronca voz del corazón impío.
Y el gran torrente que, con pena tanta,
por las quiebras del hondo precipicio
rugiendo de amargura, se quebranta,
deje en tu alma verdadero indicio
de la virtud, que gime y se abrillanta
en las quiebras del rudo sacrificio,
y en tu canto resuenen juntamente
el bien futuro y el dolor presente.
Y en las férvidas olas impelidas
del huracán, que asalta las estrellas,
y rebraman, mostrando embravecidas
que el aliento de Dios se encierra en ellas,
aprendas las canciones dirigidas
al que para en su curso las centellas,
y resuene tu voz de polo a polo,
de su grandeza intérprete tú solo.