Herculano - Parte I

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La ilustración española y americana (1869)
Herculana I
de Rosi.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.

HERCULANO.
I.

«España debe empeñarse en conquistar a Portugal, solo para tenerle por ciudadano.» Macaulay.

Los periódicos de Madrid publicaban poco tiempo hace un telegrama de Lisboa que decía ds este modo: «El eminente historiador Ibeseniuno ha comido hoy con el ministro de España;» y mas adelante insertaban esta rectificación: «En el despacho de Lisboa de anoche, léase Heculano en lugar de Hesenluno.»

Era imposible mayor, ni mas triste y elocuente disparate.

Si mañana trajeran los hilos eléctricos un despacho en que, con cualquier motivo, se cítara por ejemplo al distinguido historiador Tier, es seguro que desde el último telegrafista, hasta el mas novel gacetillero, escribirían de corrido Thiers ó Tierry; es decir, el nombro de uno de los historiadores europeos que tengan por componente las cuatro letras indicadas; porque no hay quien no esté familiarizado con ellos; pero tratándose de Portugal es muy diferente, todo el mundo se considera dispensa lo de conocer, ni siquiera de oidas , el nombre insigne del gran escritor Alejandro Herculano, que no tiene hoy en Europa mas rival en las ciencias históricas, que Laurent, el sabio pensador que ha, publicado en Gante los Etudes sur l'histoire de l'humanité.

Hace ya mas de veinte años que á primera hora de la noche aparecía constantemente en el Gremio Litterario de Lisboa, espléndido centro de reunión que ofrece alguna semejanza á nuestro Ateneo, un hombre alto, delgado, de semblante grave y de espaciosa y bien proporcionada frente, que en dos horas devoraba toda la rica colección de periódicos y revistas alemanas, inglesas, francesas y españolas, de que abundantemente está provisto el Gremio.

A la hora fija aquel hombre abandonaba el gabinete de lectura, se dirigía á la plaza de Camoens, bajaba á la orilla del Tajo y, siempre á pie con su paraguas en la mano, seguía á paso lento, marcado el compá; de la reflexión , el laberinto de callos, callejuelas y calzadas, que al cabo de una legua conducen á la csplanada en que se halla colocado el palacio de la Ajuda.

Aquel hombre extraordinario que tan penosa y tan estravagante caminata emprendía, con bueno ó mal tiempo, por sitios solitarios y sin alumbrado en su mayor parte, hacia en aquella jornada la Historia de Portugal: durante el dia registraba las crónicas , examinaba los documentos, investigaba lo pasado; al ir á Lisboa meditaba sobre la lectura del dia; en el Gremio se ponia al corriente de los adelantos contemporáneos; á la vuelta hácia su estudio, auxiliado por la soledad y las tinieblas, que parecían servirle para evocar y pasar revista á los héroes y los sucesos históricos, para escuchar la voz de los unos y penetrar el secreto de los otros; á la mañana siguiente consignaba en el papel la composición que había formado en el paseo de la noche anterior, y continuaba su ardua tarea sin salir de ese método mas que un dia por semana: el sábado.

Al O. de Lisboa, sobre una colina que domina á la ciudad, al Tajo y á la barra, se levanta, sobre la esplanada á que arriba hemos aludido, el magnífico aunque solo comenzado palacio de la Ajuda, opulenta residencia de los reyes de Portugal, que tiene por horizonte uno de los mas deliciosos panoramas que pueden encontrarse en Europa.

A cincuenta metros de aquella inmensa masa de piedra, hay una casita de dos pisos, que por muchos años ha servido de morada al rey de los historiadores de la raza latina en la edad moderna.

De aquella vivienda, jamás visitada por ningun viajero como curiosidad de Lisboa, ha salido por primera vez la historia crítica de la Península ibérica, limpia de las consejas de narradores fanáticos ó hipócritas y de las falsedades levantadas por cronistas á sueldo de la corona.

Allí se han retratado con la exactitud de la fotografía los hombres, los acontecimientos, las instituciones, pintando en miles de páginas, que alternativamente entusiasman ó indignan, cuadros maravillosos de la menguada vida porque, á través de tiempos deplorables, han pasado las generaciones de este infortunado pueblo peninsular, empleando al escribir un estilo rígido, pulido y penetrante como el acero, elevando el ánimo, con la magestad de una frase enteramente nueva, á la~exaltación de la verdad y desvaneciendo con el vigor de los razonamientos, lodo el ridículo artificio de viejas y absurdas tradiciones.

Nunca hubo vecinos ligados por amistad mas cordial, que el que un (iemj)o (corto por cierto para desdicha de Portugal) fue dueño del palacio de la Ajuda y el que moró en la modesta casita contigua á él.

Como modelo fenomenal de amistad entre un rey y un escritor, se suelen citar las relaciones de Voltaire con Federico de Prusia, personajes que vivieron cierto tiempo bajo un mismo lecho, el uno en el primer piso y el otro en el segundo del palacio de Brescia; Federico empleando la mañana en rimar y enviando á Voltaire las páginas, húmedas aun, para que las revisase; Voltaire felicitando á Federico por su talento y dirigiéndole en cambio notas diplomáticas sobre la política europea : la amistad de los dos vecinos de la Ajuda, en nada se pareció á-aquella.

Herculano nunca dijo de don Pedro V, como Voltaire de Federico, la lisonja de que le hubiera «enseñado á hacer versos mejores que los suyos:» don Pedro jamás se propuso, como el rey de Prusia de Voltaire, a esprimír la naranja del genio de Herculano «y arrojar después la cascara,» ni este tuvo nunca que desquitarse de tan dura frase diciendo con alusión á los versos del rey: «Yo lavo la ropa sucia de S. M.»

Es que Herculano presenta muy pocas semejazas de carácter con Voltaire, y don Pedro V, el fundador de la Escuela superior de letras y del Observatorio astronómico, el heroico defensor de su pueblo contra los estragos de la fiebre amarilla, en nada se parece al que funda toda su gloria en la guerra de Siete Años, en la campaña de Silesia, en las batallas de Soor y de Rosbac , y en la toma de Spandan , cuyo mérito efectivo consiste en haber sacrificado á las armas un número de personas equivalente al que don Pedro salvó con el ejemplo de la abnegación y la caridad. Héroes como Federico ha habido muchos en el mundo, aunque ninguno tan grande como el cólera, el mas grande de los Césares que han barrido la humanidad; héroes como don Pedro V son rarísimos en los anales de las testas coronadas.

La amistad de Federico y Voltaire, una de las páginas más dramáticas del siglo XVIII, es la lucha entre dos diplomáticos, mejor dicho, entre dos campeones que representaban las dos migestades próximas á agitar el mundo con su pelea: la espada y el pensamiento.

La amistad de don Pedro V y Herculano, es el emblema de la única alianza posible entre esas dos magestades desde mitad del siglo XIX: el primero es un príncipe modelo que, sin afectación alguna de ello, estudia seriamente, piensa como un filósofo, asiste puntualmente todas las noches á confundirse con los alumnos de una cátedra de la Academia de Ciencias, separa de su exigua lista civil todo lo necesario para fundar costosos establecimientos de enseñanza, deja la corona en palacio para ir á recibir lecciones, niega á Folque permiso para ofrecerle la corona de la ciencia, con una inscripción en el frontón del Observatorio, no gusta de llevar más que una cruz «la que él se ha ganado,» la de la fiebre amarilla, y después de haber dado á Portugal un impulso extraordinario, cuando baja á la tumba lleva tras de sí cíen mil personas de todas las clases, que con el llanto en los ojos y la amargura en el semblante, se afanan en buscar inútilmente algo que sirva de indicio de que aquella muerte no ha sido natural, para desahogar en ese algo, sea el que quiera, lo hondo de la desesperación general.

Herculano es como mas adelante veremos, la naturaleza peor corlada para ser cortesana, es el hombre que ha empleado su vida entera en estudiar á los reyes y en seguir paso á paso los infortunios de los pueblos; no cabe preparación mas detestable para contraer amistad con un monarca; pero como aquel monarca se empeñaba en acercarse al historiador, cifrando su ambición en merecer aprecio, y como el historiador tuviera al fin que reconocer que á aquel principe cuadraba la bella aunque mal aplicada frase pronunciada por Laffayette el año 30, desde el balcón del Hotel de Ville, el rey coronado quitó todas sus asperezas al rey de la historia, penetró en su corazón y vio satisfecho su orgullo de llegar á ser el amigo predilecto de Herculano que , fiel á aquel cariño, lloró el dia que le llevó la muerte, se retiró á un valle solitario, y nunca acierta á decir palabra ni á tener los ojos enjutos cuando se nombra á don Pedro V.

Federico de Prusia era, pues, el déspota del siglo XVIII, que entre sus alardes de fuerza bruta, se entretenía en provocar á Voltaire, á hablar de Platón, de inmortalidad, de libertad y otras cosas: Don Pedro de Portugal era el hijo del siglo XIX, amamantado en la ciencia que, inclinando ante el genio del pensador su cabeza coronada, pedia á Herculano luz, no para iluminarlas intrigas miserables de la politica menuda, sino para alumbrar su camino por la transformación social del presente y los destinos de lo futuro.

Hemos dicho que el gran historiador interrumpía un dia de la semana el método de su vida y sus tareas. En su descanso del sábado reunía á su mesa diez ó doce jóvenes, de los que con mas provecho cultivaban las letras; volvíase el mismo joven, en medio de aquella sociedad y recobraba la jovialidad que se gasta y se borra en quien, como él, dedica su viva á ser severo é imcapable en el juicio de los sucesos y de los hombres.

En aquella reunión de talentos escogidos, que acudían á oír la voz del maestro, había libertad de discusión, nunca se reprimían los ímpetus de la generación nueva, y cuando Herculano terciaba en la palestra, era para aconsejar á los animosos, para animar y fortalecer á los tímidos, hallando descanso de las fatigas de la semana en nuevo y muy importante servicio á las letras, por medio de una enseñanza que no tenia aire de tal. Todo lo que hoy se distingue y brilla en la literatura portuguesa ha brotado de los sábados de la casa de Ajuda.

Allí, en un ángulo de la planta baja de la casita de que hemos hablado, hay una pieza de quince pies en cuadro, ahora solitaria, que ha sido el gabinete de trabajo del gran escritor y el teatro de bien interesantes escenas.

Todo se conserva en aquel aposento como en mejores tiempos: la estantería de libros que cubre las paredes, la chimenea de hierro á cuyo amor conversaron en algún día de frío dos amigos ardientes; la mesa de trabajo del escritor ; el gran sillón enviado como regalo de Alemania, todo, menos el pensador, que huyó á esconderse en un valle cuando el amigo abandonó este planeta.

En el próximo artículo acabaremos de conocer al gran historiador, es decir, de Herculano y del rey.

Rosi.