Historia de unas columnas
El Diccionario de la Lengua favorece poco a los religiosos de la orden de la Merced; pues no los llama mercedarios o dispensadores de mercedes, sino mercenarios. Esto equivale a tratarlos como a gente que vive a sueldo, y lista para un fregado como para un barrido; lo que, como ustedes sospechan, nada tiene de halagüeño para quienes visten el hábito de San Pedro Nolasco.
Que dispensaban merced los que se ocupaban de redimir cautivos, es punto que para mí no admite circunloquios; y aunque me haga menudillo las entendederas, no acierto a darme cuenta del porqué la autoridad lingüística los bautiza con nombre sujeto a interpretación desventajosa para sus paternidades reverendas.
Sea de ello lo que fuere, que hombre no soy competente para enmendar la plana a nadie, y menos a la Real Academia, de que soy miembro humildísimo, diré, sólo que Almagro el Viejo, a quien mucho debían en el Perú los redentores de cautivos, dijo un día al informársele de que el padre Varillas había aceptado el cargo de confesor de D. Francisco Pizarro, su afortunado rival:
-¡Mercedarios mercenarios!
Injusto fue para con ellos el buen D. Diego; porque más tarde los frailes de esa comunidad sirvieron, y mucho, la causa de Almagro el Mozo.
Háseme venido todo esto a la pluma como pretexto para referir lo que la tradición cuenta sobre las bellísimas columnas do granito que adornan la fachada del templo de Lima. Y aténgome a la tradición, porque los frailes mercenarios han tenido la desdicha o incuria, que da lo mismo, de no poseer, como los otros conventos del Perá, cronistas que historiasen los principales sucesos de su orden.
En el diminuto archivo del convento, apenas si se encuentra la Vida, del Padre Urraca, muerto en olor de santidad, y el sucinto libro del obispo Salmerón, titulado Recuerdos de los conventos de la Merced, en que sostiene que un año antes de fundarse la ciudad de Lima se había ya procedido a la de los claustros de esta orden. En cuanto a la crónica del padre Alonso Remón, que según entiendo, pues me ha sido imposible encontrarla, se ocupa en el segundo tomo del convento de esta ciudad de los reyes, diré que los religiosos actuales ni de oídas conocen la obra. Entiendo también que en la biblioteca de la Academia de la Historia en Madrid debe existir un manuscrito del jesuita Bernabé Cobo, titulado Fundación de Lima, en el que hay consignadas minuciosidades muy curiosas sobre nuestros templos.
Sin embargo de no poder apoyar esta tradición en autoridad alguna, diré ateniéndome al relato popular que el conquistador Francisco de Herrera, allá por los años de 1550, escribió a Europa pidiendo le remitiesen columnas de granito para adornar con ellas el patio de su casa en la calle de la Encarnación. La casa era una en la que sobre el arco del zaguán se veía hasta hace treinta años este mote en letras de relieve: Sancta Maria, ora pro nobis.
Llegado el buque al Callao, procediose a desembarcar las pesadísimas columnas; pero fuese que hubo para la delicada operación poca inteligencia de parte del naviero, o lo más probable, que las cabrias y demás aparatos no fuesen apropiados para levantar tamañas moles, ello es que varias de las columnas cayeron al mar, y el dueño se resignó a perderlas, hacinando las que le eran inútiles en el transpatio de su casa.
Comendador de la Merced era por entonces el padre Juan de Vargas, quien, acercándose al acaudalado conquistador, que era además uno de los benefactores del convento, le dijo:
-Vengo a pretender de vuesa merced, cuya religiosidad y desprendimiento conozco, que me haga donación de las columnas para adornar con ellas el frontis de mi iglesia.
-Cuente con las columnas su reverencia: mas si espera sacar las que faltan del fondo del mar, dígole que habrá hecho un pan como unas hostias.
-De eso no se le dé cuidado a vuesa merced -replicó el comendador,- que lo esencial para mí es contar con su aquiescencia. Lo demás lo encomiendo a mi santo patrón Pedro Nolasco, y fío en él que hará un milagrito en pro de su casa de Lima.
Un año después, y en los meses en que se efectúa la braveza de mar que los náuticos llaman el cordonazo de San Francisco, las olas del Callao se alborotaron furiosamente y arrojaron a la playa las columnas. Sólo una de ellas había sufrido pequeña lesión.
Estas columnas son las que hoy puede contemplar el lector en la primorosa fachada del templo de la Merced.