Historia del año 1883/Capítulo I

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo I

Antecedentes necesarios

Antes de convertir los ojos al año que nos proponemos historiar, describiremos los meses últimos del año anterior como premisa indispensable al desarrollo lógico de nuestro importante trabajo, y sin más exordio, entramos de lleno en los asuntos de mayor interés político.

Porfían los cortesanos del Pontífice, pues hasta ellos alcanzan las competencias de nuestra vida, por interpretar cada cual a su guisa, y todos a derechas, el pensamiento inefable contenido en la conciencia infalible de su enorme oráculo. En otros tiempos, tales porfías, dada su magnitud, empeñaríanse por los claustros o por las aulas; mas en este nuestro siglo se urden y empeñan, natural resultado del tiempo presente, por las columnas de los periódicos diarios. Il Observatore Romano pareció, quizás a causa de su vetustez, sobradamente inclinado a la reacción, y se publicó hace poco L'Aurora, más inclinado en su nacimiento a las conciliaciones. Ahora se conoce que no ha bastado L'Aurora como intérprete veraz de las ideas abrigadas en las cimas del Vaticano, y se funda otro diario que lleva por nombre Il Godofredo. Parecía que, dada la inmarcesible aureola cuyo nimbo rodea las sienes del rey virgen y santo, su nombre místico estaba destinado, en el vocabulario eclesiástico, a expresar cosas más bien sobrenaturales que naturales, perdidas allá en las cimas del cielo y en los misterios de la eternidad; algo como esos espíritus puros, etéreos, invisibles, los cuales traen el aliento creador a los mundos o llevan al Empireo el eco de la plegaria universal, en sus continuos aleteos y en sus descensos de lo infinito a lo finito y en sus ascensiones de lo finito a lo infinito. Mas hanlo pensado de otra suerte los buenos eclesiásticos vaticanos, y acaban de lanzar un prospecto poniendo a Godofredo por cobertera...¿de qué? preguntaréis. Pues de una lotería. Convencidos, sin duda, los piadosos sacerdotes de que no basta con la santidad incomunicable de sus ideas y con la virtud indecible del nombre adoptado para llamar suscritores, han decidido repartir a cuantos se abonen unos billetes que, si os tocan alguna vez, os dan derecho a decir tal o cual número de misas, después de las cuales puede caer sobre vuestra frente pecadora tanta lluvia de indulgencias que os regeneren y os den la santísima bienaventuranza. No he visto jamás combinación tan bien urdida como la mezcla y aligación de los arrebatos y arrobamientos y éxtasis religiosos con cosas tan mezquinas de suyo como los juegos de azar. Si el fomento de la lotería es todo lo que tienen a mano esos eclesiásticos para conducirnos al cielo, tememos que sus crédulos suscritores vayan a dar en las garras de Satanás, por haberse alzado a mercaderes como aquellos despedidos por Jesús de la eterna casa de su padre. Y luego se maravillan estos señores de la general impiedad, cuando ellos arrojan los cálices a la fundición donde se acuñan las monedas.

Nadie ha pugnado como yo para que la democracia reconociese de grado su origen evangélico y acatase a la Iglesia católica en vez de promover disentimientos religiosos, propios tan sólo para sembrar guerras en los ánimos y detener y retardar el movimiento de todos los progresos. Pero debo decir sin reserva que muchos de los conflictos lamentados provienen de la enemiga del clero a las públicas libertades y al espíritu moderno. Esos obispos, que percibiendo un sueldo de la República y gozando las preeminencias ofrecidas por un Estado tan poderoso como el Estado de Francia, desacatan la civil autoridad tanto como los demagogos y atizan la guerra civil tanto como los legitimistas, ¡oh! parecen resueltos en conciencia y adrede a quitar almas a la religión y tender el desierto en torno de los altares católicos. Creeríamos imposible que uno de los prelados del Mediodía se haya, en su fanatismo, atrevido a celebrar la fiesta del último triste vástago de los Borbones franceses como si aún estuviera en el trono.

Hay más, mucho más todavía, igualmente nocivo a la Iglesia y al Estado, en las cóleras episcopales, tan contrarias a la mansedumbre y caridad evangélicas. Como dijera, no ha muchos días, al obispo de Angers, a Freppel, prelado batallador en la Cámara, uno de sus colegas que dependía del Estado, inconvenientemente que sólo dependía del Papa. ¿Cómo es eso? Pues hay que renunciar al sueldo percibido de las arcas del Tesoro, y al nombramiento hecho por el Presidente de la República, y al presupuesto votado por las dos Cámaras, y a las garantías ofrecidas por un Estado democrático, de quien se reciben todas las prerrogativas y todas las preeminencias, pero a quien no se le cumplen las obligaciones y los deberes en la correspondencia natural de oficios que lleva consigo todo cargo público. Es de justicia: si el clero se aferra, con demencia verdaderamente suicida hoy, al proceder de otros tiempos, irreconciliable con la libertad y la democracia modernas, él y sólo él recogerá la cosecha de males contenida en tan perversa siembra, y continuará la obra tremenda de aislar en la cima de los panteones góticos de la Edad Media el Pontificado y la Iglesia.

Los tiempos no están para que las aristocracias religiosas arriesguen muchos intereses y desafíen a muchas batallas. En el seno de las sociedades más pagadas de su tradición siéntense impulsos a soluciones que parecían privativas de las escuelas más radicales y más utópicas. En parte alguna del mundo tienen la Iglesia establecida y el patriciado histórico arraigo como el que alcanzan ambas instituciones antiguas en el semirealengo y semialodial suelo de Inglaterra. Mezclado el protestantismo y sus ideas, como la nobleza y sus privilegios, al desarrollo mismo de la libertad, confúndense con la nación y su historia, con el derecho y su vida, con el Estado y su independencia. Cuando acudís a la Cámara Alta o a la catedral de San Pablo en Londres, y notáis el supersticioso culto que allí rodea el santuario de la nobleza y del clero, diríaisles eternos, pues al desarraigarlos de la sociedad creeríais desarraigar también la nación del planeta o al pueblo inglés de la nación. Y nos engañamos nosotros mucho en todos nuestros presentimientos, si las reformas discutidas ahora para el interior régimen de los Comunes no tienden a evitar, más que las obstrusiones irlandesas, las obstrusiones conservadoras, en los altos y trascendentes cambios preparados por el primer ministro a favor de la democracia, como cumplimiento a sus compromisos con los radicales y como compensación a la política imperial y conservadora seguida por fuerza en los asuntos egipcios.

Las Cámaras están circuidas en Inglaterra de una tradición tan sagrada como la liturgia secular en los antiguos templos. Huelen a historia los Parlamentos ingleses, como huelen a incienso las catedrales católicas. El sargento de armas; el saco de leña; el blasón áureo; el speatler, con su túnica de mangas perdidas y su peluca empolvada; la maza histórica sobre la mesa presidencial; el capellán de las Cámaras; el reglamento, escrito más en la memoria que en los libros; las fórmulas de rito, en sí tan sagradas como las antiguas fórmulas de jurisprudencia romana: todo esto constituye una especie de vida histórica, en la cual arraiga mucha parte de la fortaleza obtenida por el régimen inglés, como asentado de antiguo sobre bases verdaderamente inconmovibles y tallado en la razón pública y en el tiempo eterno, coordinando así la fuerza del derecho con la fuerza de la tradición y de la historia. Pues en todo eso ha puesto mano el primer ministro con audacia digna de un tribuno revolucionario y de un Bautista radicalesco. Cualquier partido, cualquiera, podrá detener una reforma en el Parlamento inglés con sólo proponerse prolongar indefinidamente las discusiones. Así, medidas tan beneficiosas como la abolición de la trata, o como la emancipación de los esclavos, o como la libertad de los católicos, o como las prestaciones del juramento litúrgico, han tardado lustros y lustros, detenidas por una libertad de discusión que se perpetuaba indefinidamente, como no concluyesen por imponerse con su imperio incontrastable las santas indignaciones del voto público apoyado en el juicio claro y explícito de la pública conciencia. Pues bien; ahora las discusiones del Parlamento inglés, las discusiones eternas, se concluirán y terminarán cuando lo resuelva la Cámara por simple mayoría. En vano hase presentado una tras otra enmienda en requerimiento y logro de algún respeto para la tradición y la historia. En vano se ha querido que las dos terceras partes del Congreso y no la mayoría pura y simple decidieran la terminación o clausura del debate. Su primer ministro ha mostrado una entereza rayana en la tenacidad, y la clausura por simple mayoría se ha decidido ya, después de largos y tempestuosísimos debates. El partido irlandés, cuyas obstrusiones sistemáticas tanto han contribuido a esta radical y trascendente alteración, después de resistirse, ha concluido por ceder, sumándose a la mayoría, en previsión, o cuando menos presentimiento, de que a ninguna clase ni partido le interesa tanto como a los irlandeses el detener y contrastar las obstrusiones conservadoras.

En efecto, según mi sentir, el suelo de Irlanda es como un campo donde Gladstone, el gran reformador de nuestros tiempos, ensaya las reformas varias, aplicables después al suelo de Inglaterra. Parece la pobre nación maltrecha un desahuciado enfermo expuesto en clínica triste a las experiencias y ensayos de médicos audaces. Aquella Iglesia luterana, tan rica, eterno testimonio del triunfo de los sajones protestantes sobre los celtas católicos, obra de los nombres que señalan el engrandecimiento inglés, como Oliverio Cronwell, Guillermo de Orange, aquella Iglesia, especie de áureo clavo puesto sobre la frente de cada irlandés para significar su servidumbre, ha caído en nuestro tiempo, rota y deshecha por un estadista, que si ama exaltadamente a su patria, no cree necesario confundir el patriotismo con la tiranía y con la violencia. Las reformas sociales de Irlanda preparan también el movimiento social de Inglaterra. Gladstone, auxiliado en su oposición y en su gobierno por los radicales, siente y comprende que no basta para satisfacer a éstos una nueva política y se necesita una nueva sociedad más en armonía con el espíritu moderno y menos apegada de suyo a las rutinas aristocráticas y monárquicas. Y no sólo medita la destrucción de las vinculaciones y de los mayorazgos, con lo cual arrancará su raíz al trono y al patriciado, sino que también medita la asociación del arrendatario a la propiedad. Poco previsor será, muy poco previsor quien, después de haber visto el empeño de Gladstone por alterar el reglamento, no vea tras él otro empeño, mayor y más trascendental aún, dirigido contra las antiguas instituciones británicas, el mayorazgo en la propiedad, el clero privilegiado y la iglesia oficial, la Cámara de los Lores.

Confesamos que pocas obras políticas de la Europa contemporánea merecen tanto nuestro aplauso como la reforma de Irlanda por la iniciativa de Gladstone. Digan cuanto quieran sus enemigos, el primer ministro se ha interesado en su larga y gloriosa vida por los vencidos como no se interesara jamás ninguno de los repúblicos ingleses, en ningún tiempo de la historia. Últimamente aún, y con motivo del discurso pronunciado en la comida del Lord Corregidor, ha dicho con evangélica unción, cuyos acentos recordaban el lenguaje de los puritanos, cómo aguarda que la isla hermana, reconociendo sus esfuerzos por salvarla, entre de lleno en la vida del derecho. Al considerar que de quinientos crímenes agrarios cometidos mensualmente hace poco, han bajado ahora en estos meses últimos a cien, su ánimo se esparce y explaya como su esperanza y su fe se recrean mirando más despejados y tranquilos horizontes en los espacios de próximo y seguro porvenir. Mucho ha hecho con su palabra O'Connell por la tierra de su cuna y por la religión de sus padres en el grande y logrado empeño de la libertad completa de los católicos; pero ha hecho más Gladstone, con su reflexiva y madura voluntad, por una tierra y por una raza sometida y eternamente contraria por siglos de siglos a su propia patria, ¡sublime abnegación! la cual presta resplandores más vivos aun a la grandeza de su idea y a la santidad de su justicia.

Pero de vez en cuando sobreviene un caso, el cual asombra todas estas ideas y aterra y marchita las más lisonjeras ilusiones, como el atentado al juez Lawsson. Salía éste, conocido por su actividad en reprimir las rebeliones y castigar a los rebeldes, pocas tardes hace, a la hora de anochecer, con su obligado acompañamiento de dos guardas a caballo en armas, y a pie cuatro agentes encargados de atisbar cualquier amenaza y contener cualquier atentado. Nadie creería que pudiese un criminal atreverse a quien va guardado en sus salidas y en sus paseos de tan formidable suerte. Pues se han atrevido, y hubieran inmolado al juez en plena calle, como inmolaron a Cavendish en pleno parque, de no andar bien listos los agentes a impedir un crimen, arrancando de las manos del atrevido certero revólver, que llevaba ocho proyectiles de carga. El juez, al verse detenido así en medio de una calle concurrida, se desmayó, y esta es la hora en que no ha podido salir de la triste angustia que le causa el verse bajo tan aterradoras amenazas. Proceden contra sus intereses las gentes de Irlanda no aviniéndose a la política conciliadora de Parnell y no contentándose con las reformas alcanzadas hoy, gérmenes de otras superiores para mañana. Inglaterra es una demasiado grande nación y necesita, para su tranquilidad y reposo, de Irlanda. Cuantos han profetizado la decadencia británica de antiguo, han visto sus profecías burladas y desmentidas por los hechos. En una de las últimas sesiones parlamentarias aparecieron de pronto en la tribuna de los Comunes varios oficiales del ejército indio, llevados a Londres para presenciar una revista y recibir los homenajes debidos a su lealtad y arrojo en la campaña egipcia. Los hijos del Ganges, reyes un día del Oriente y siervos hoy del Occidente, hijos de aquellos que levantaron las primeras aras y vertieron las primeras ideas; padres de nuestra raza; tostados por el sol del Asia y del África, vestidos a la oriental, apareciendo allí como recuerdos vivos del Imperio guardado por la isla de las nieblas y de las sombras en la cuna del día y del sol, merecieron que la primera Cámara del mundo se levantara en peso, y volviéndose a ellos, entrados allí contra reglamento, como en Londres contra ley, pues tenían armas, les consagrase un ruidoso y fervorosísimo aplauso, muy semejante al rumor del antiguo Senado latino cuando entraban los representantes de las razas vencidas en el sacro templo de la Victoria Romana. Y aquellos aplausos indicaban algo más que un sentimiento de orgullo, indicaban una esperanza muy fundada y firme, la esperanza de poner algún día medio millón de hombres, traídos por los elementos de transporte mejores que han conocido los siglos, a cualquier campo de batalla donde se litiguen los intereses británicos. ¿No dice nada todo esto a los pobres irlandeses empeñados en el temerario imposible de vencer a su poderosísima dominadora la invencible nación inglesa? La resistencia es un suicidio, y el suicidio puede dar el descanso de la muerte a los individuos desesperados, pero no a las naciones inmortales.

La prueba del poder británico se halla en la cuestión egipcia. Destruyendo la intervención de Francia y acaparando el canal de Suez, tan sólo suscita protestas de fórmula y obstáculos de aparato. Últimamente ha mandado Inglaterra su embajador en Constantinopla, lord Dufferin, al Cairo, para demostrar cómo se ha concluido el supremo imperio de los sultanes en el antiguo dominio de los Faraones. El enviado pertenece a la estirpe de los experimentados estadistas británicos. Gobernador de las Indias por mucho tiempo, diplomático de Oriente ahora, en cargos tan importantes ha desplegado facultades dobles, la habilidad y la energía, difíciles de juntar en una sola personalidad y de constituir un solo temperamento. Al despedirse de la corte donde representaba un poder tan grande y tenía una tan legítima influencia, en guisa de los antiguos señores feudales, ha dejado como rehenes a sus dos hijos. Cosa difícil para tal diplomático, volver por los rehenes, después que haya de Turquía separado región tan hermosa y unídola por el vínculo de una indirecta conquista con el Imperio. Mas nadie se mete con los hijos de naciones que representan la conquista.

Y para ver cómo se agrava la británica sobre su Egipto, no hay sino seguir las manifestaciones varias del Gabinete inglés. En vano la oposición ha querido indagar lo porvenir y saber cuanto encerraba en las entrañas de sus ocultos propósitos la política dominante. A todas las interrogaciones Gladstone ha respondido con esos discursos largos y embrollados, los cuales, diciendo mucho, aún dicen menos que la reserva y el silencio. Maestro en la palabra, nadie le gana hoy allí a concretar las cuestiones o iluminarlas, si quiere darles concreción y luz. Pero nadie tampoco, en queriendo embrollarlas, gánale a confundirlas y oscurecerlas. Más fácil adivinar un enigma de los entallados por el tiempo antiguo en los obeliscos y en las esfinges sobre la pasada suerte del Egipto, que un discurso de Gladstone, confiado al aire de la Cámara, sobre la suerte por venir de nación tan extraña y tan caída en manos de los ingleses. Lo que sacamos de sus aseveraciones en limpio, es que las tropas de invasión subían a treinta y dos mil hombres, mientras las de ocupación se han reducido a unos doce mil escasos, los cuales quedarán allí por algún espacio de tiempo. ¿Y a cuánto este tiempo se alargaría? ¡Oh! Averígüelo Vargas. Nada tan relativo como el tiempo, que nunca se detiene. Los que cuentan cien años llaman jóvenes a los de cincuenta. Los siglos, comparados con la eternidad, son mucho menos que las gotas comparadas con el mar o las arenillas comparadas con el desierto. Puede -la ocupación prolongarse muchísimo si, como indican los menores indicios, deben pagarla de su peculio los vencidos, rehacios en aprontar tributos, y mucho más a los ingleses, quienes apenas perciben ni la mitad siquiera de lo percibido en los tiempos anteriores a su reciente dominación. El primer ministro ha comparado la ocupación británica del Egipto en 1882 con la ocupación europea de Francia en 1815, y no sabemos qué ha querido con tal comparación, si exaltar a sus africanos súbditos o dirigir maquiavélicas amenazas a sus contrariados vecinos al verlos tan tenaces en demandar una parte del despojo, si hubieran tenido en el combate parte. Hasta los periódicos ingleses más leídos resucitan el antiguo aforismo socrático y dicen que sobre la ocupación egipcia sólo saben que no saben nada.

Pero sabemos, si bien confusamente, cómo allá en el Sudán, tierra donde las corrientes del Nilo se pierden por completo entre los misterios que rodean sus ignorados manantiales, acaba de levantarse una cruzada fanática y supersticiosa contra los perros cristianos reunidos en el Cairo para devorar a los fieles musulmanes y contra el cobarde y traicionero Emir del Egipto, que consiente con calma la invasión y aún contento la obedece y acata. Jamás la idea nuestra, de antiguo connaturalizada con las lentitudes propias de la civilización moderna, podrá comprender cómo cuatro predicaciones al aire libre reúnen esas inmensas moles movibles de pueblos en armas, que se trasladan de un punto a otro, conducidas por la palabra de cualquier santón o por la gumía de cualquier guerrero, a irrupciones fatales y ciegas, semejantes a los giros del huracán en la soledad inmensa de los silenciosos arenales, tan áridos de vegetación como fecundos en profecías y en plegarias. A nosotros los españoles no deben decirnos qué sea eso, pues tenemos testimonios de todo ello grabados en nuestra historia de la Edad Media, y guardamos huellas todavía de tales plagas en las ruinas de nuestros santuarios y en las piedras de nuestros caminos. Un profeta del Islam, Abadlah, suscita los caudillos almorávides, a quienes industriara en sus dogmas y disciplinara con su látigo, lanzándolos, no sólo sobre las heréticas ciudades de la fiel Andalucía, sino sobre nuestros propios reyes en Zalaca, nefasto campo de terrible derrota; y otro profeta del Islam, Mahomed, simple atizador de lámparas en una mezquita, engendra los almohades, quienes allende y aquende nuestro estrecho se sobreponen a los almorávides y vencen también a nuestros reyes en Alarcos, batalla que les hubiese abierto el camino de Francia y demás pueblos europeos, a no interponerse nuestros padres, movidos por su valor, y obligarles a morder el polvo en los sangrientos picos de las Navas. Ya sabemos que todas estas irrupciones suelen adelantar y retroceder con la celeridad de cualquier fenómeno natural; pero también sabemos que suelen causar muchos daños, sobre todo si cuentan, como ahora, con la complicidad universal del Egipto, aún confiado en que Alah, por intercesión de Mahoma, les envíe cualquier mahedi encargado a un tiempo de su redención y de su venganza.

Es muy observada y atendida en el asunto egipcio la suerte de Arabi, ayer en las cumbres del Gobierno y hoy en las tristezas del cautiverio. La expectación pública, concentrada en esa gran tragedia, suele aplicar el oído a las cerraduras del calabozo para escuchar y saber cómo siente los rigores quien ayer tuvo las mercedes todas de la tornadiza fortuna. Tamaños contrastes aumentan, así el interés general de los espectadores, como el carácter trágico de los protagonistas en tan terribles incidentes. Hasta hoy, Arabi sólo ha publicado una breve carta, bien distante del oriental estilo por cierto, diciendo que corriera de suyo a las armas para evitar la dominación extraña, mas convencido y penetrado por ulteriores experiencias y revelaciones de que los ingleses no son tan malos como parecían a primera vista, se rindió, cuando aún contaba 35.000 hombres de línea y probabilidades muchas de resistencia. Después de decir esto, ya por todos sabido, cuentan las crónicas diarias que ha sujetado a examen de sus jurisconsultos valedores varios ensueños, con los cuales quiere palmariamente demostrar cómo en sus hechos le moviera un impulso divino; caso tan propio del hijo natural de Oriente, que creeríais leer antigua página sacra de cualquier libro litúrgico dictado en aquella extraña región de las teocracias y de los dioses. Y añádense sucedidos que mueven a verdadera lástima, levantando en los más indiferentes indeliberada indignación. Al pasar de manos inglesas a manos egipcias y encerrarlo en los calabozos del Jetife, aquellos cortesanos, tan complacientes y serviles en los días de su dominación, trataron al general como a un perro. La noche del 9 de Octubre habíase Arabi rendido al sueño, cuando a eso de las ocho y media le despierta una grande algazara de voces varias encrespadas a la puerta de su calabozo. Los goznes ruedan y los portones abren paso a diez o doce soldados, que acompañan a un favorito del Jetife, llamado Ibrahim-Bajá, quien de rabia demente, y olvidado del respeto debido a la desgracia, llama cerdo al pobre Arabi, le insulta y escupe al rostro, le pone las manos encima, golpeándole con tal furia y ensañamiento que imaginó el pobre cautivo llegada la hora de su muerte. Francamente, Inglaterra está en el caso de intervenir para evitar tamañas ofensas a un vencido. El infeliz dictador no se rindió a sus rivales de la corte y del ejército nacional, sino a los soldados del pueblo invasor y enemigo. Un grande respeto se le debe, por infeliz en sus empresas y por prisionero de guerra. Y dejarle maltratar así equivale a complicidad con la cruel barbarie africana o es impotencia para detener los caprichos del Jetife y descargar sus increíbles rencores y sus injustificables venganzas. Para destruir el efecto de tal proceder han apelado los humanitarios ingleses a una condenación solemne de Arabi a muerte, indultándolo después y conduciéndolo a la isla de Ceylán, donde vivirá muy bien, pues diz que allí fue confinado Adán después de abandonar el paraíso.

No hace mucho tiempo, a principios de otoño, pasó el príncipe Napoleón por Madrid. Pocos le conocían entre nosotros, naturalmente, por no haber estado aquí desde los días del 49 y por haber, a las injurias de los años, perdido aquella olímpica fisonomía que tan completa semejanza le daba con Napoleón el Grande. Pero uno de mis amigos, que personalmente le conociera en casa de Girardin el año 48, acercósele, guiado por un sentimiento de hospitalidad al verlo solo, y entabló con él una verdadera conversación política, recurso para departir tan socorrido en todos los actos del comercio social, como los recursos que procuran el tiempo y la estación. Está visto; las ideas cuya virtud penetra con la educación primera en el cerebro, salen difícilmente, conservándose, como se conservan el acento y los modismos de la infancia en toda nuestra vida. El príncipe se mostró muy esperanzado de un retroceso nuevo a la monarquía, en atención a las dificultades encontradas por la república. Y para este retroceso descartó la persona del Conde de París, perdida completamente desde que visitó al Conde de Chambord, concentrando en su familia y en su tradición bonapartistas el simbolismo natural del único principio monárquico hacedero en tiempos de revolución y en pueblo tan democrático e igualitario como Francia.

Un émulo se le presentaba, en su sentir, algo temible, un émulo de regia familia, el Duque de Aumale, quien desea constituir cierta magistratura semirepublicana y semimonárquica, como la de Holanda, en cuya virtud puedan los Orleanes, revolucionarios y Borbones al mismo tiempo, representar en fines del siglo decimonono idéntico ministerio que el representado por los Oranges a fines del siglo decimoséptimo. Pero los Orleanes sólo representan en Francia las clases medias, y desde la revolución última impera el sufragio universal, para cuyas muchedumbres será preferible siempre, puestas en el caso de optar, a un Orleans, un Bonaparte.

Mecido por tales ilusiones el príncipe Napoleón ha iniciado en estos últimos días una nueva era de propaganda imperial. A pesar de los desdenes con que ha recibido el público todos sus diarios, proyecta crear uno que al mismo tiempo salga en las capitales de los ochenta departamentos de Francia. Llegado a la pubertad su heredero, el príncipe Victor, lo ha conducido él mismo al regimiento, donde debe iniciarse su educación militar, y allí ha dicho palabras bien expresivas de sus fantásticos proyectos y de sus inútiles maquinaciones. Para Jerónimo Bonaparte, para este Catilina de su dinastía, el bonapartismo no es tanto el Imperio semicarlovingio con que sueña la derecha de su partido, como el principio revolucionario en una dictadura organizada. ¡El principio revolucionario! Tamaño error difundido por Thiers en sus historias, por Quinet en sus discursos, por Beranger en sus canciones, por David en sus cuadros, nos trajo la reacción imperial del año 51; reacción horrible, así para la humanidad como para el progreso. Y ahora que las agitaciones socialistas vuelven, que los desengaños anejos a toda realidad vienen, que se divide por necesidad el partido republicano, que surge con sus inconvenientes el déficit, que baja el papel, se quiere de nuevo matar la República, la forma inseparable de la democracia y de la libertad, para hundirnos en los babilónicos proyectos de un Sardanápalo de Comedia. No, mil veces no. La Revolución y el Imperio se contradicen, como se contradicen el día y la noche, la verdad y el error, el bien y el mal, puesto que la Revolución y su idealidad sublime, sean cualesquiera las dificultades presentes, sólo puede con verdad encarnarse y sostenerse dentro de la República.

Heme alargado mucho más de lo que pensaba refutando sofisma tan peligroso como el Imperio revolucionario, todavía divulgado en Francia, y sólo asimilable al sofisma de la monarquía democrática, todavía divulgado en España. Cuando no se puede vencer frente a frente la libertad y la democracia, se las falsifica y adultera. El Imperio es la falsificación sistemática de una y otra. Y esta falsificación sólo puede impedirse por un medio, por la más consumada prudencia en los republicanos y en la República. Felizmente, comiénzase ya entre nuestros vecinos de allende a ver claro y a medir el abismo a que nos arrastran palabras tan destituidas de fijeza y concreción como la palabra reforma, en cuyo fondo ponen unos los perfeccionamientos pedidos por todo aquello que se mueve y vive, mientras ponen otros una revisión del Código fundamental y hasta un cambio profundo y radicalísimo de toda la sociedad francesa. Los más cegados por el dogmatismo positivista, los mayores jacobinos de pelo en pecho y dictadura en puerta, reconocen ya la imposibilidad para la República de chocar con el clero, con la magistratura y con el ejército, sin deshacerse en cien pedazos, como nave rota contra formidables bajíos y arrastrada por los vientos a las espirales de férrido y terrible oleaje. Desengañémonos: en pueblo donde la propiedad está dividida como en Francia, el crédito público repartido entre tantas manos, la igualdad política y civil arraigada en las costumbres e instituciones, el sufragio reconocido en todos los ciudadanos, cualquier ideal político llevado mucho más allá de semejante plausible realidad encierra insondables abismos, por más que parezca luminoso, pues el abismo tanto está para nosotros en los esplendores del cielo inaccesible como en las profundidades y entrañas del triste y oscurísimo planeta.

En los más exagerados se ha sentido la reacción más pronto: Clemençeau ha dicho, entre un gran tumulto, que matan la República todos cuantos promueven el terror social, generador de dictaduras e imperios. Maret ha clamado por una conciliación estrecha en las huestes republicanas como único medio de burlar las maquinaciones reaccionarias. Spuller ha confesado que la última ley sobre la enseñanza laica y sus aplicaciones trae dificultades múltiples, las cuales podrían subir en su funesta progresión, si la Iglesia y el Estado llegaran a separarse, como pretenden los avanzados, hasta desencadenar una guerra civil en cada familia. Ranc ha hecho mucho más: se ha opuesto con energía igual en discurso vehementísimo al torpe licenciamiento del clero y a la elección de los jueces por el pueblo. Andrieux, ejecutor de las órdenes que despojaban a las escuelas de sus símbolos cristianos, se ha dolido de todo esto, y ha declarado que la República no entraría en período completo de calma y en plena estabilidad hasta que no restañase y cubriese las heridas abiertas con triste impresión en la fe religiosa de Francia.

Sabía yo de antiguo que tal despertamiento iba, tarde o temprano, a cumplirse por necesidad. Cuando más embriagados estaban todos los demócratas franceses con su obra de alteración religiosa y más ocupados en abrir la puerta de los sepulcros llamados monasterios para echar almas solitarias a la calle, más gritaba yo anunciando los peligros encerrados en tales aventuras y el estímulo y el aliento y el vigor prestado a las pasiones demagógicas. Ha sido necesario que las cruces de los caminos saltaran en pedazos por las campiñas de Borgoña; que los encrespamientos socialistas crecieran amenazadores en las calles de Lyon; que una especie de comunidad revolucionaria, otra especie de nihilismo ruso, relampaguearan por los aires, para que los republicanos comprendieran todo el temporal corrido por la República de cargar con todas esas pasiones y errores, Bautistas de la reacción universal y gérmenes de dictaduras e imperios. Por eso, cuando el ministerio Duclerc, aunque oscuro y sin autoridad, ha dicho en su programa último, ante las Cámaras, aludiendo a las perturbaciones recientes, que tenla la resolución inquebrantable de resistir, un aplauso fragoroso cubrió su voz, porque todo el mundo comprendió cómo en la guerra con el desorden y el motín permanentes se halla la fuerza que ha de acerar la República. Si el Gobierno señala con fijeza y seguridad el verdadero límite a donde los progresos han de pararse y detenerse por ahora, logrará reunir una mayoría y un verdadero Gobierno dispuesto a ejercer la indispensable autoridad; y con verdadera mayoría en torno del Gobierno, sosiéganse todas las pasiones y ábrese un camino de progreso verdaderamente seguro y pacífico hacia los horizontes de lo porvenir, tan resplandecientes con el éter de las nuevas ideas y tan propicios a toda verdadera democracia.

Los más cansados de las utopías de la demagogia, de las amenazas revolucionarias, son los pueblos mismos; quienes padecen, como nadie, ahora, en las perturbaciones continuas, tan ocasionadas al descenso de sus salarios. Un hecho ha sucedido en Bélgica, el cual demuestra esta observación hasta la evidencia. Cansada Luisa Michel de pasear su fría tea de furia revolucionaria por los teatros de París, concertóse con un empresario para extenderla y atizarla por Gante y por Bruselas. Esta mujer, privada del carácter tierno y dulcísimo de su hermoso sexo, gózase con verdadero gozo en contemplar los monumentos cayendo como las cimas de los volcanes en erupción calcinados por las llamas voraces, que se avivan al viento de las ideas revolucionarias; cual si la última fórmula de los progresos humanos se hallara en el fin apocalíptico de la tierra y en el suicidio de la humanidad entre los estremecimientos de un sacudimiento cósmico y los horrores de un juicio universal. Para ella, Estados, templos, hogares, deben saltar en pedazos a impulsos de la dinamita, y aplastar una generación, quien todavía no ha emancipado su conciencia del yugo de la fe, ni su trabajo de la tiranía del capital. En su furor se le ha ocurrido la huelga de las mujeres para interrumpir así el hilo de la vida y suspender la generación de tantos siervos como nacen a la esclavitud en esta Europa llena, cual aquella Roma imperial antigua, de gemonias y ergástulas. Por los desbarajustes de su inteligencia la infeliz no recordaba el pueblo donde iba con tal aquelarre de peligrosos disparates. En Bélgica, no obstante sus libertades, las competencias políticas se hallan empeñadas entre un partido liberal muy realista y un partido religioso muy ultramontano. Nada, pero absolutamente nada en aquel pueblo de nuestras competencias contemporáneas, donde late un respeto grande a la conciencia libre, y un desvío más o menos vehemente, pero muy universal y arraigado, al predominio teocrático. Idos a pueblos educados así con el colectivismo en la propiedad, el amor sin freno en la familia sin ley, la religión pesimista de la nada para sustituir al dulce Cristo en los altares y en los templos, el principio de la anarquía social para reemplazar al Estado, que, además de representar la seguridad, representa la patria, y encontraréis que todas las ideas y todos los sentimientos se alzan contra tal cúmulo de incendiarios errores, y sin que ni las autoridades ni las leyes puedan impedirlo, rompen por cualquier parte violentos, y acallan a los apóstoles de la mentira en los arrebatos más líricos de su demencia. Así, en cuanto ha surgido Luisa en las tablas, los silbidos la han acompañado a todas partes, y tras los silbidos los golpes en tal número y con tanta fuerza que ha tenido necesidad la policía de intervenir en su favor y protegerla contra los odios de la misma pobre gente a quien deseaba en su furor demagógico redimir y salvar. ¿Se convencerá la infeliz de que provoca en unos violencias, en otros carcajadas, en muchos lástima y en todos odio?

No es tan cierto, como creen los rojos franceses y como quieren los monárquicos europeos, que las ideas exageradas tengan innumerables prosélitos en Francia. Casualmente la República se mantiene allí por ser la forma de gobierno natural a toda verdadera democracia; y la democracia progresa porque guarda para la marcha progresiva compensadores múltiples de resistencia, los cuales dan por fortuna en el mecanismo de la política bases inconmovibles a la conservación y a la estabilidad. En las poblaciones rurales, y en las mismas poblaciones fabriles, con sus virtudes múltiples de trabajo y con sus saludables hábitos de ahorro, merced a la extensión del goce de la propiedad, y a la repartición, a veces infinitesimal, de los valores públicos, existe una calma profunda, contrastando con la tempestad tonante desencadenada en las cabezas de los pensadores utópicos y de los tribunos radicales. El empeño puesto por Mr. Barodet en demostrar con prolijo informe sobre los programas electorales últimos la progresión creciente de las tendencias avanzadas, ha demostrado lo contrario. Su propuesta de información para dar en rostro a los elegidos con las promesas de candidatos, debió desoirse porque llevaba en su seno el mandato imperativo de los comicios y la derogación de toda libertad y de toda independencia parlamentaria. Cada diputado, corepresentante de sus electores, debe cumplir sus compromisos electorales, pero por móviles íntimos e internos, de conciencia y de honra, mas no por ajenas imposiciones de coacción material y moral contrarias a su pensamiento soberano o a su voluntad inviolable dentro del fijo límite de sus atribuciones y de sus derechos. Pero cometido el error de tal información, se han sacado de él consecuencias muy favorables a la democracia francesa, madura ya en política, y apta por ende para gobernarse a si propia sin la intervención de coronados y regios tutores, por completo repulsivos a su razón e incompatibles con su tranquilidad. Más de quinientos diputados tiene Francia. Pues de tal número sólo sesenta y cuatro han pedido la supresión del presupuesto eclesiástico, y sólo ciento cuarenta y cinco la supresión de una segunda Cámara. ¿No prueba esto que gobernando con verdadera mesura el Gobierno francés, cumple con lo que pide la naturaleza de todo Gobierno, y cumple también con la voluntad de los pueblos?

Y no se diga que la República francesa encuentra contra sí las procelosas agitaciones socialistas. Me tienen sin cuidado. Nadie las siente más y a nadie alarman menos. Mientras los vientos venidos de arriba con resoluciones como la malhadada prohibición de enseñar, y otras análogas, no susciten movimientos desordenados, por la naturaleza íntima y la sustancia esencial de la sociedad francesa, toda grave agitación socialista resulta de una imposibilidad absoluta. ¡Cuán cómico y burlesco, por lo convencional y artificioso, el terror que han mostrado los monárquicos a las condenables y absurdas violencias sucedidas en el distrito de Monceaux-les-Mines, donde tanto predominan los trabajadores y tan duras condiciones lleva consigo el trabajo! Si hubiéramos de creerlos, estas zozobras acompañan a las repúblicas y a las democracias, como al cuerpo la sombra. ¡Parece imposible! De todas las grandes naciones europeas, ninguna menos agitada que Francia. No me figuro qué dijeran los reaccionarios, de perpetrarse a la sombra del pabellón de la República los crímenes agrarios perpetrados en Irlanda por terribles agitadores a la sombra del pabellón de la Monarquía. El socialismo es antes un mal de los imperios que un mal de las repúblicas. Si tuviéramos instrumentos morales para medir la temperatura y la presión como los tenemos materiales para medir la temperatura y la presión aérea, veríamos los grados que bajó el socialismo en Francia desde que bajaron los Bonapartes a su merecido destronamiento. En Alemania los socialistas han llevado su audacia terrible hasta consumar dos atentados contra el Emperador victorioso; y en Rusia, después de romper en pedazos el cuerpo de Alejandro II, han impedido la coronación de Alejandro III, y lo han obligado a encerrarse, como los ogros de las fábulas, en los retiros y apartamientos de las selvas. Ahora mismo, Viena, capital de un Imperio tan vasto como el Imperio austriaco, ha padecido agitaciones socialistas muy semejantes a las antiguas batallas revolucionarias. Con motivo de haber disuelto la policía una sociedad cooperativa de zapateros, alzándose con sus ahorros y con sus fondos, tres noches seguidas, en los barrios bajos, hanse trabado entre las tropas y las muchedumbres conflictos varios, los cuales han traído un grande número de contusiones y heridas. Pasará esto en París, y ya veríamos estallar los sentimientos de horror en los apocados espíritus monárquicos, y surgir en todos los periódicos reaccionarios el pronóstico siniestro de una inmediata catástrofe. Dicen los entendidos que semejante agitación debe atribuirse al disgusto de Viena por la política de Taafe, quien, pretendiendo la coexistencia de las naciones diversas que forman tal Imperio en el pie de una relativa igualdad, hiere y rebaja el elemento germánico, aquejado de una indignación, cuyas explosiones rompen y estallan con facilidad al menor impulso de abajo y al menor motivo de arriba. Pero, sea de esto lo que quiera, conste cómo la reciente agitación socialista de Francia no llega, ni con mucho, a las consuetudinarias agitaciones de Inglaterra, Rusia, Prusia y Austria, los cuatro grandes Imperios europeos.

Otra democracia continental, aunque bajo distinta forma de gobierno, muestra la madurez de su juicio y el progreso de su vida: la democracia italiana. Ocupada la grande nación, por motivo de su reciente arribo a la legión de las nacionalidades modernas, en constituir su indispensable unidad y afirmar su independencia, no pudo dar a sus instituciones la grande amplitud pedida por el movimiento de las ideas liberales y por el conjunto de las circunstancias contemporáneas. El Gobierno radical, por fin, ha llegado en sus últimas leyes a impulsar el movimiento democrático, abriendo los comicios a un número tan grande de electores, que casi toca ya en los límites del sufragio universal. Y este número de electores, enigma indescriptible para muchos, lejos de perturbar el movimiento político, lo ha perfectamente asegurado, dando su tranquilo impulso, concediendo una mayoría de gobierno al Ministerio actual y un aumento de diputados a la democracia progresiva y serena. El Milanesado, las Marcas y otros territorios de igual importancia nombrarán unos cincuenta diputados de carácter republicano, pero muy convencidos, en su corazón y en su conciencia, de que la democracia y la república no pueden progresar en su patria sino por medio de la legalidad constitucional y de la propaganda pacífica, evitando los conflictos revolucionarios, en cuyos escollos podría romperse y naufragar un Estado construido poco tiempo hace a precio de grandes y extraordinarios sacrificios. El mérito mayor de la política del Ministerio radical ha consistido en la modestia con que se ha dado a robustecer la hacienda y administración pública sin hacer caso de los que le impulsaban a grandes armamentos, contrarios a su apostolado de libertad y de paz. El espíritu moderno, con su vitalidad, ha cuajado esa nacionalidad brillante y luminosa para que sirva de faro a los progresos pacíficos y brille como una estrella de primera magnitud, derramando la luz de las grandes inspiraciones en los espacios infinitos de nuestra libertad.

Ha muerto Luis Blanc, y su nombre, aparte los méritos literarios, sólo debe juzgarse, cuando de política se trata, en el período de su gobierno provisional, que imprimió carácter indeleble, así a su pensamiento como a su vida. El Gobierno Provisional de la Revolución de Febrero se hallaba de tal manera formado, que parecía satisfacer todas las aspiraciones de la nación francesa. Dupont de l'Eure, su presidente, representaba la antigua democracia, fiel, honradísima, tenaz, imponiéndose a sus mayores enemigos por el respeto involuntario que la virtud inspira. Lamartine era la poesía, el genio, el arte, el ideal gobernando, la demostración viva de que los pueblos conservan culto aún por todo aquello que eleva y ennoblece el espíritu. A estas cualidades intrínsecas de su alma se unía la confianza que su origen, su sangre, su educación, su carácter, inspiraban a las clases conservadoras, y aún a los mismos reaccionarios. Arago era la ciencia. Cremieux, judío, y jefe, sin embargo, de la Iglesia francesa, el testimonio vivo de la libertad religiosa. Ledru-Rollin, el representante más enérgico y más popular de la democracia política, el justador incansable, en la tribuna y en la prensa, de los derechos del pueblo. Luis Blanc y Albert, socialista teórico el uno, trabajador el otro, representaban aspiraciones no bien definidas, pero carísimas a las clases desheredadas. De suerte que el Gobierno Provisional, por sus hombres, por la historia de estos hombres, por la popularidad que tenían, por los varios intereses que representaban, con justicia aspiraba a ser, más que un gobierno de partido, la fórmula de la idea y la expresión de la voluntad de todo un pueblo. Mas desde el primer día empeñóse entre ellos una lucha. Los que representaban la democracia puramente política tenían por enemigos implacables a los que representaban la democracia puramente social. Instalados los unos en el Hôtel de Ville, los otros en el Palacio del Luxemburgo, eran blanco mutuo, sin quererlo, sin pensarlo, de mutuos odios y mutuas desconfianzas.

El día 17 de Marzo de 1848 organizaron los ministeriales del Luxemburgo una manifestación que tenía por objeto avivar la atención del Gobierno Provisional, de los ministros del Hôtel de Ville, por las grandes cuestiones de la organización del trabajo. Esta manifestación, que fue pacífica, pero imponente, disgustó a los dos partidos que en el seno del Gobierno Provisional batallaban. Los unos, los republicanos puros, vieron recelosos y desconfiados aquellos 100.000 hombres, que, en realidad, formaban el formidable ejército del trabajo. Los otros, los republicanos socialistas, vieron con dolor que sus jefes desaprovechaban aquella coyuntura de acabar con los más conservadores del Gobierno y de sustituirlos con otros del partido exaltado, ya impaciente por una total y exclusiva victoria.

Todas estas mutuas desconfianzas engendraban quejas mutuas, en que unos y otros perdían, ganando los reaccionarios, que cuentan siempre con nuestras faltas. El día 17 de Abril se organizó otra manifestación. Ya en la primera habían pedido los trabajadores que se alejara de París la fuerza armada. Los elementos reaccionarios, siempre despiertos, divulgaron la idea de que habían dirigido tal petición porque pensaban derribar un mes justamente más tarde al Gobierno. Este rumor reaccionario ganó el ánimo de Lamartine. Con su carácter y su lenguaje, esencialmente persuasivos, contagió de su temor al mismo Ledru-Rollin. Llega el 17 de Abril. Mientras los trabajadores se reúnen a millares en el Campo de Marte, los milicianos se reúnen, convocados por generala, delante del Hôtel de Ville. Los trabajadores hacen una cuestación para presentar lisonjera ofrenda al Gobierno Provisional, y el Gobierno Provisional manda calar bayoneta para recibir a los manifestantes. Luis Blanc y Albert vieron, desolados, esta conducta, pero les fue imposible evitarla. Pasaron los trabajadores entre muros de fusiles ante el Gobierno Provisional, que fruncía el ceño. Y cuando acabaron de pasar los milicianos nacionales, dirigieron groseros insultos a los miembros del Gobierno más interesados en la cuestión del trabajo. Todos estos hechos enconaban los ánimos y los apercibían para una ruda pelea, en que, fuese quien fuese el vencedor, sólo había un vencido verdaderamente: la República.

Los enemigos de la República explotaban hábilmente las disensiones republicanas para sembrar calumnias, que iban a herir a los republicanos en el corazón. Es imposible recordar las falsedades que dijeron y que acreditaron con sus dichos. Ledru-Rollin había dado cenas dignas de la Regencia en Trianon, y había emprendido por Chantilly cacerías que eclipsaban con su fausto y pompa el fausto y pompa de la Monarquía. Spinelli, diamantista cuya tienda estaba en la plaza de la Bolsa, recurría a los periódicos para negar la noticia de que el gran tribuno hubiera comprado 30.000 francos de alhajas en su casa. En los mismos días en que el ministro Cremieux conjuraba a los fiscales de las Asambleas para que dejasen libre la prensa, en esos mismos días la prensa monárquica contaba la patraña de que el ministro acababa de comprar un bosque del Estado. Ni siquiera el poeta, esperanza de las clases conservadoras, fue perdonado. Francia se gozaba en arrojar el lodo recogido en las calles a los astros de su gloria. Lamartine abrió de par en par las puertas de su casa, levantó la tapa de su caja y enseñó a todo el mundo el estado lastimoso de su hacienda. Los miembros del Gobierno Provisional se veían forzados a enterar al público de su fortuna privada. Aún después de las investigaciones más escrupulosas y de la publicidad más clara, empeñábase la multitud en que los ministros habían depositado sumas fabulosas en el Banco de Londres.

Uno de los más calumniados era Flocon. Las tristes alternativas de la vida pública lanzáronlo bien pronto a la emigración. Sus ahorros eran pocos y habían sido devorados en los días del gobierno, en que toda su vida fue para la patria. En sus apuros conservaba como reliquia sacratísima un reloj, última joya de familia. Enajenarlo era tanto como enajenar el corazón. Las almas menos sensibles comprenden el precio infinito que tiene uno de esos vínculos de familia, una de esas joyas que recuerda días de felicidad o lágrimas arrancadas por la desgracia; que los placeres y los dolores del hogar inspiran el mismo culto. Separarnos de esas joyas ¡oh! es como separarnos de una parte de nuestra alma. Pero el hambre, la muerte, aterran a los más valerosos. Era cierto día de exacerbada miseria. Flocon llega a una tienda de Ginebra y vende su reloj. En el momento de partir, como es costumbre cuando se compra una alhaja de valor, preguntóle el joyero al vendedor su nombre y las señas de su casa. Flocon tiembla, vacila, como si perpetrara un crimen; pero da nombre y señas. A las pocas horas recibió su reloj con una inscripción que decía: «Al honrado miembro del Gobierno Provisional de la República francesa, los trabajadores de relojería de Ginebra.»

Y hombres así eran calumniados por aquellos que trataban de restaurar un Imperio para que diera banquetes, besamanos, espectáculos, fiestas, saraos, revistas militares, bailes orgiásticos, iluminaciones babilónicas, fiestas dignas de Baltasar y de Sardanápalo. Y hombres que iban a entregar millones de francos a un Emperador echaban en cara sus comidas a los miembros del Gobierno republicano, comidas que subían a cinco francos diarios por persona. Los pueblos suelen así, complacientes con sus tiranos, crueles, implacables con sus mejores amigos.

Aunque uno de los empeños que tenían los avanzados del Gobierno Provisional era retardar las elecciones, reunióse la Asamblea el día 5 de Mayo de 1848. Jamás un pueblo abrigó esperanzas tan gratas. El anciano Dupont penetraba en la Asamblea apoyado en Alfonso Lamartine y en Luis Blanc, e inenarrable aclamación los acogía. El pueblo quiso ver a la Asamblea, a la representación augusta de su propia autoridad. Era una tarde primaveral, una tarde propia del 5 de Mayo. El sol poniente doraba aquel espectáculo grandioso. La Milicia Nacional llevando lilas y laureles en las bocas de sus fusiles, hallábase apostada por todos los alrededores de la Asamblea. Los músicos tocaban la Marsellesa. En el vestíbulo desde donde se descubren a la derecha las torres góticas de Nuestra Señora, y los muros de las Tullerías y del Louvre; a la izquierda, la cúpula de los Inválidos y el Arco de la Estrella; al frente, el Obelisco egipcio, las estatuas de las grandes ciudades francesas, el intercolumnio griego de la Magdalena; en aquel vestíbulo a cuyos pies corre el histórico río que tanto ha amado Francia, aparecía la Asamblea, compuesta de todas las clases, desde las religiosas hasta las jornaleras; de todos los grandes oradores, desde Montalambert hasta Lamartine; de todos los partidos, desde el borbónico hasta el comunista; y un clamor infinito, mezclado al estampido del cañón y al eco de las músicas, un clamor agrandado por el centellear de tantas armas sostenidas en las manos del pueblo, por el ondear de tantas banderas tricolores; un clamor de entusiasmo llenó los espacios e hirió de profunda conmoción los corazones; pues parecía que el pueblo se recreaba en contemplar su propio espíritu, desceñido de las ligaduras de la monarquía y en plena posesión de sus derechos, trasfigurado por la conciencia de su fuerza y el amor a la humanidad, llamada por Dios a ver bien pronto el comienzo feliz de una era de paz y de justicia.

¿Quién diría que diez días más tarde iba todo este encanto a romperse? La parte avanzada del Gobierno Provisional fue excluida del nuevo gobierno denominado Comisión ejecutiva por el voto de la Asamblea. Luis Blanc propuso la fundación de un ministerio del Trabajo encargado de las cuestiones sociales y del mejoramiento progresivo de las clases jornaleras. Su discurso fue un discurso exaltadísimo. En aquel horno de pasiones delirantes no debían lanzarse combustibles como los que encerraban estas palabras: «en tiempo de Luis Felipe anuncié la revolución del desprecio; guardaos ahora de la revolución del hambre.» La proposición de Luis Blanc, fue desechada y el ministerio del Trabajo, negado. Los clubs se enardecieron contra la Asamblea. En tal estado de sobreexcitación llegan tristísimas noticias de Polonia. El aliento de la República francesa ha galvanizado el cadáver. La nación, muerta, disyecta, enterrada en pedazos, ha sacado la lívida cabeza de la tumba, merced a un relámpago de esperanza que cruzara sobre su pesado sueño de plomo. El tirano que la martiriza vuelve a herirla. Nueva sangre sale de aquel exánime cuerpo. Nuevas paletadas de fría tierra caen sobre su sepulcro que huellan las herraduras de los caballos cosacos hondamente clavadas ¡ay! hasta en los huesos de Polonia. Pero los clubs ardían y una manifestación es convenida. La manifestación se compone de millares de trabajadores; arrastra en pos de sí los desocupados y los ociosos que hay en todas las grandes poblaciones; forma como un mar encrespado en la plaza de la Concordia; rompe la verja que rodea el palacio legislativo, como el viento rompe frágil encañizada; salta por encima de la Guardia Nacional; entra en el salón de sesiones; asalta bancos y tribunas; desacata la presidencia; desoye la voz de los más autorizados demócratas, comete toda suerte de irreverencias; declara disuelta la Asamblea Nacional, y sólo se deshace cuando el ruido de tambores, clarines, sables, fusiles, y los pasos de regimientos, avanzando en columna, y el rodar de cañones anuncian que una batalla se empeñará en el mismo santuario de la soberanía popular, el cual, después de haber sido desacatado, va a ser también tristemente ensangrentado y con sangre del pueblo.

De todos modos, el día 15 de Mayo fue un día funestísimo para la libertad. Barbes, el íntegro, el heroico republicano, dejándose llevar de su ardiente fantasía y de su corazón abierto, a todo ímpetu generoso, empezó por rechazar la manifestación y concluyó por unirse a los manifestantes, después de lo cual fue a caer, como en tiempo de Luis Felipe, en profundo calabozo, donde pasó otro cautiverio de ocho años. Marrast conspiró contra sus propios colegas desde la alcaldía de París. Causidière perdió la prefectura de policía. La Comisión ejecutiva se fraccionó en dos grupos contrarios e irreconciliables. Luis Blanc fue acusado ante los tribunales, y la autorización de su proceso mantenida por Julio Favre. Beranger, que se había distinguido siempre por su genio cáustico y claro, renunciaba su cargo de diputado y decía que en Francia no era posible la República, porque encontrándose a millares candidatos para la Presidencia, para el primer lugar, no se encontraba uno solo que quisiera el segundo lugar, que quisiera ser Vicepresidente. A estos males se unían la impaciencia de las clases jornaleras por la revolución del problema social y la furia de las clases conservadoras en cuanto se mentaba este problema. No había remedio, la República estaba herida de muerte. Su restablecimiento de hoy, así como su consolidación de mañana, se deberán indudablemente al trabajo que ha puesto para destruir la utopía y pacificar y organizar la libertad.


Noviembre de 1882.