Historia del año 1883/Capítulo VI

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Capítulo VI

Los demagogos de Francia y los fenianos de Irlanda

La imprudencia de los republicanos intransigentes en la República francesa debe llamarse verdadera temeridad. Ningún asunto sobreviene que no compliquen ellos con sus locas arengas y sus desordenados propósitos. Lo mismo en las medidas tomadas contra los príncipes y pretendientes que en las manifestaciones socialistas del mes último; y lo mismo en las manifestaciones socialistas del mes último que en el movimiento de reforma constitucional, su intervención ruidosa y gárrula cede, sin duda, en bien de la reacción y del Imperio.

No me cansaré de repetirlo: el gran filósofo de la experiencia en los antiguos tiempos, Aristóteles, dijo la mayor de las verdades al decir que la democracia sólo podía perecer por la demagogia. Como los sanguíneos tienen que preservarse de las aplopegías, los republicanos tienen que preservarse de los demagogos. Cuando tocan éstos las cuestiones militares, parécenme niños que juegan con fósforos en la mano sobre un montón de pólvora. No habría proceder más reprobable si junto a su torpeza no estallara la perversidad de los monárquicos. Desesperanzados éstos de ganar la opinión por los medios legítimos, apelan a los más pesimistas, y así resultan cómplices de los más desalmados y reos de lesa Francia. Manifestaciones comuneras, clubs rojos, movimiento de subversión constitucional, cuanto sueñan de buena fe los anarquistas convencidos, explótanlo a roso y bello sol a tontas y a locas, indeliberada e instintivamente, los reaccionarios monárquicos, sabiendo a ciencia cierta, y he ahí su crimen, que juegan con fuego y que puede a sus arteras maniobras arder, no ya la República, su enemiga, sino la Francia, su madre.

Y el caso es que no alcanzan la reacción, acariciada con tanta ilusión y querida con tanto amor, no; porque nuestros tiempos en nada se parecen a los tiempos de la segunda República, tan procelosos, y no existe ya ningún novelista como Sué y ningún argumentador como Proudhon que toque a rebato con aquel estruendo, ni mucho menos ya existe aquel público medroso, y en su inexperiencia creído candorosamente de que bastaba decir en cualquier folleto «la propiedad es un robo» para que todos los propietarios se quedasen a una sin tierras y sin rentas. Hoy se toman todas esas utopías como errores inherentes a la debilidad humana y se mide la distancia inmensa que separa el propósito de su realización y el programa de su cumplimiento. Y a medida que más libertad tienen los vociferadores para decir cuanto les pida el gusto, menos poder tienen también para subvertir las sociedades humanas y volcarlas a su antojo en la reacción, haciendo de cada monárquico egoísta y redomado un salvador- providencial. Ningún Enrique V, ningún Felipe Orleans, ningún Napoleón Bonaparte salva ya las sociedades, que no se redimen por la intervención de los sicofantas coronados, sino por el ejercicio de sus grandes facultades colectivas consagradas con toda su grandeza en las instituciones modernas erigidas sobre los humanos derechos.

El aspirante a César conoce los medios cesaristas y sabe su confusión sustancial, con los medios demagógicos. Naturalmente, los rojos, los comuneros, los apóstoles de toda indisciplina forman fácilmente, con los sofismas que propalan y los terrores que siembran, el torbellino de átomos cuyas partículas componen a los Césares. Después un golpe de Estado los ciñe de su autoridad omnipotente y los arma de su dictadura vergonzosa. Todavía recuerdo el candor con que uno de los demagogos más célebres del mundo, una especie de ateo y comunista, muy exaltado en ideas y muy vehemente por complexión, me hablaba, no ha mucho tiempo, de su confianza en el príncipe Jerónimo Bonaparte, único capaz de oprimir a los republicanos y parlamentarios, hasta aplastarlos, a guisa de limón estrujado, entre las espaldas del pueblo y las legiones del Imperio.

No es nuevo el método seguramente. Profana Clodio los lares domésticos, y entra, disfrazado de mujer, en casa de los patricios, contra los sacros Cánones de los femeniles ritos; pues el partido de César, con los dineros del opulento Creso, cohechará los jueces, para que absuelvan tal atentado y desacrediten la justicia senatorial; escandaliza el tribuno Celso hasta Bayas, el puerto y bahía de todas las voluptuosidades epicúreas, y se atrae un público escandaloso juicio; pues César lo recibirá con gozo en Ravenna y lo llevará entre su corte y ejército con grandes lisonjas y cuidados a la guerra de España. Muere Catilina en los campos de la hermosa Etruria, dejando tras sí, al morir, partidarios, no tan valerosos como él, y mucho más corrompidos, pues tales partidarios ofrecerán, desnudos y ebrios, en las fiestas lupercales, a las sienes de César la corona de rey: que allí, en la política de aquellos tiempos, los cuales han dado su augusto nombre a los monarcas siguiendo la enseñanza y copiando el ejemplo de quien se decía sucesor de los Gracos, tribuno de los plebeyos, pronto a tener la mayor de las annonas para repartir pan al pueblo, y el mayor de los circos para divertirlo y agasajarlo, allí aprenden los Bonapartes a engañar a las muchedumbres hasta el extremo de hacerlas detestar la República parlamentaria, donde se hallan respetados sus derechos, y servir la dictadura imperial, que las sujeta ¡incautas! para siempre a ignominiosa esclavitud y las pierde y las deshonra con eterna infamia en la humana historia.

Ahora mismo, en este instante, la comedia se reproduce: publícanse manifiestos prometiendo una política más avanzada que la política republicana y un bienestar mayor bajo la tutela cesarista que el bienestar procurado por los propios derechos y el propio trabajo a cada ciudadano; impúlsanse, desde los conciliábulos imperialistas, las manifestaciones demagógicas, que saquean las tahonas y vuelcan los coches en la vía pública; envíanse a cada club vociferadores encargados de vomitar con sus sofismas el terror social por todos los ánimos; y luego se alienta la triste agitación constitucional, que quiere derribar el Código, a cuya sombra la pobre Francia, herida y desgarrada por la invasión que los Napoleones trajeran, se ha repuesto, coronando la igualdad fundamental de su democracia histórica con la más preciada de todas las coronas espirituales, con la santa y preciadísima libertad.

Por ser este bien de la libertad tan grande, hay que tenerlo en mucho y no arriesgarlo con temeridad. Y arriesga la República su movimiento regular y pacífico, disgustando al ejército e hiriendo a sus generales. Ya la cuestión de los príncipes, tan a deshora suscitada en triste arrebato de cólera, pecaba por su complicación aguda con el ejército, y por su tendencia indudable a desconocer lo funesto de toda ingerencia política en filas donde por fuerza debe reinar una sumisión y disciplina que ganan mucho con fundarse, no sólo en las ordenanzas públicas, sino en el asentimiento militar. Pues ha surgido ahora otra cuestión de igual género. Habíanse dispuesto unas operaciones de caballería en el Este y hallábase designado para mandarlas el general Galliffet, quien, además de una indudable competencia, posee una grande propensión a las ideas republicanas, como lo demostró en la crisis del diez y seis de Mayo, donde flaquearon y sucumbieron tantos otros al odio a la República y a sus saludables instituciones. Pues bien, al llegar el plazo de las operaciones, tramaron los intransigentes un desaire a general tan probado, e influyeron para que, bajo los más fútiles pretextos, se suspendiera la operación decretada o se negara su mando al general designado. La intriga tomó proporciones gigantescas, y el Ministro estuvo a punto de caer en la red que los imperialistas habían urdido y los intransigentes llevado al Ministerio de la Guerra. Por fortuna para todos el Consejo de Ministros tomó cartas en el asunto, y resolviendo con grandes medios de concordia aquel conflicto entre un ministro y un general a que habían dado extraordinaria importancia el mal querer de los monárquicos, prestó un servicio a la paz, y prestándoselo a la paz, se lo prestó también a la República.

Francamente, no comprendo la política exterior de Italia. Su inteligencia con los Imperios del Norte, proclamada con tanta elocuencia por el ministro Mancini, paréceme incompatible con la opinión italiana y contraria por completo a los intereses permanentes de la joven y progresiva nación, elevada por el esfuerzo de Occidente y el voto de todos los latinos a su independencia y unidad. Imposible departir con los veteranos del progreso en la península de una reconciliación estrecha con Austria y sus secuaces. Hay recuerdos que llegan a componer como la religión ideal de toda gran causa y como la leyenda poética de todo redimido pueblo. Y los que han visto en el potro a Milán y en el sepulcro a Venecia, los que han habitado aquellos plomos bajo cuyas bóvedas horribles se oía el llanto de las lagunas adriáticas, no pueden comprender cómo la política tiene tan flaca memoria y tan duras entrañas que no reconcilie, a nombre de los intereses italianos, a Italia con sus verdugos, ofreciendo tal holocausto a los manes de las innumerables víctimas transformadas en mártires de la nación por el sentimiento universal. Y la prueba de que Italia entera no comprende la finura diplomática de su Ministro de Relaciones Exteriores se halla en que Italia entera sigue con anhelo a los trentinos, cuando pugnan por volver al regazo de la patria común, y cree que una parte considerable de su antiguo territorio nacional con Trieste a su frente se halla detentado en poder de Austria con la misma violencia e injusticia con que detentara en otros tiempos el Milanesado y el Véneto. A su vez Austria no ha regateado los desaires a su joven aliada meridional. La visita del rey Humberto y su bella esposa, visita imposible de olvidar por accidentada y célebre, no ha sido en Roma devuelta y pagada como querían los italianos. El Emperador de Austria, que ha sancionado con su presencia en Venecia la cesión del territorio veneciano, hase resistido a sancionar con su presencia en Roma la ruina del poder temporal de los Pontífices. Y nunca menos que ahora pagará esa visita, cuya tardanza tanto molesta de suyo a los italianos, pues predominantes allá en todo el Imperio los eslavos sobre los alemanes, predomina con aquéllos, como se ha visto en las leyes sobre la pública enseñanza, el elemento, ultramontano, y el elemento ultramontano austriaco es cruel enemigo de la joven y gibelina Italia. Mejor, mucho mejor que la política exterior de Mancini paréceme la política económica de Magliani, porque acaba con el papel moneda y el tributo de la molienda; porque organiza ingresos y ahorra en lo posible inútiles gastos; porque cierra el presupuesto con sobrantes, los cuales, a pesar de las inundaciones, suben hoy a veinte millones de francos y subirán a cincuenta en el próximo ejercicio. ¡Loor, mucho loor al gran economista!

El Ministerio británico se muestra muy alarmado e inquieto del movimiento anarquista producido por los fenianos de Irlanda, en su lucha implacable y a muerte con la poderosa metrópoli, a que leyes mecánicas de incontrastable fuerza los sujetan, contra toda su voluntad y toda su conciencia. La explosión horrorosa en el palacio de Westminsther, al pie de las oficinas ministeriales del Gobierno local, ha provocado medidas tan rigurosas y atentatorias a los principios comunes de la libertad inglesa, que muestran cómo toda guerra trae consigo una suspensión del derecho y cómo toda suspensión del derecho sobrevendrá en las sociedades humanas siempre que la fuerza bruta se sobreponga, por cualquier accidente, a los medios pacíficos, más o menos eficaces, de curar las enfermedades sociales, que dentro de sí contienen hoy todas, sin excepción, las legislaciones modernas. El comercio y expendición de materias explosibles, como la pólvora, la nitroglicerina y otras, se sujeta rigurosamente a una reglamentación digna de cualquier estancado pueblo latino, poco propio para la práctica de los principios sajones; y la perpetración de cualquier atentado se castiga en sus fautores y en sus cómplices de un terrible modo y con penas tan enormes como la enormidad misma dada por el terror universal hoy al punible delito de las espantosas voladuras. En el entretanto las guarniciones se agrupan, las guardias se doblan, los medios preventivos se emplean, la policía se aumenta y todos los ingleses temen a un enemigo tanto más temible, cuanto que parece invisible y disuelto en las ondulaciones del aire, como los miasmas de la peste.

Y hay motivos para ello. Los estadistas angloamericanos, que veían de antiguo un proceloso peligro para su República en el aumento de la población irlandesa, lanzada por la desesperación sobre las costas del Norte de América, ya tocan sus profecías, palpables en las tristes agitaciones por los emigrados engendradas, las cuales llevan dentro de su seno los gérmenes de una horrible guerra marítima, si no la evitan con sendas medidas conciliadoras el común consejo y la común prudencia de dos naciones por cuyas venas circula una misma sangre y sobre cuyas respectivas historias se dilatan muchos idénticos recuerdos. Los más vehementes entre los fenianos, aquellos de complexión guerrera y de batallador espíritu, los exaltados por todas las conjuraciones, alardean de sus crímenes y amenazan con poner un volcán de dinamita en los cimientos de Londres. Unos dicen, para cohonestar el crimen de Fenix-Park y la inmolación de Cavendish, que los patricios, detentadores de las tierras irlandesas por un despojo, cuya horrorosa eficacia causara la miseria y la deshonra de generaciones enteras, enterradas en los surcos de aquellos infames feudos, no son acreedores ni al respeto humano ni a la divina misericordia. Otros aseguran que urdirán una guerra tan vasta, desde las playas del Nuevo Mundo, contra los poderes del Viejo Imperio, que Inglaterra saltará en pedazos pronto, hasta desvanecerse sus dominios como una lluvia de aereolitos en el cielo y como una tromba de aguas y huracanes en el mar. Y todos concitan los ánimos a reunirse para sumar fuerzas materiales y recursos pecuniarios con que intentar una guerra de verdadera desolación y exterminio.

En efecto, las amenazas no quedaron reducidas, como decían los diplomáticos de allende los mares, apremiados por la diplomacia de aquende, a meras bravatas. Un principio de rápida ejecución material sucedió a los propósitos internos y a las palabras amenazadoras. Cierto conspirador, que llevaba inmenso cajón de nitroglicerina, fue a las pocas noches apresado en el Hôtel Central de Londres, y un depósito de la materia inflamable y explosible, descubierto en las calles más céntricas de Birmingham. Por virtud de aquel apresamiento y sorpresa, cayeron seis conspiradores más en manos de la policía británica, y con ellos muchos papeles y listas, que han dado como un hilo para descubrir el horrible complot amenazador, no solamente al ejercicio tranquilo de los altos poderes ingleses, sino también a la vida y la paz de los más inofensivos ciudadanos. Las cabezas de conspiración pertenecen a todas las clases sociales, pues hay un médico, un comerciante, un abogado, un jornalero, todos irlandeses residentes en el Nuevo Mundo, quienes al presentarse a los tribunales bajo la inculpación de haber querido saltar un barrio de cincuenta mil almas, pues para ello le sobraban elementos en las materias recogidas de sus manos, se han erguido con verdadera soberbia, como si procedieran por los impulsos del más desinteresado heroísmo y presentaran a Dios y al mundo el espejo de una clara y tranquila conciencia, propia de los mártires.

No puede maravillarnos ahora la terrible inculpación dirigida por el antiguo ministro de Irlanda, Forster, en la Cámara de los Comunes al pueblo irlandés y a sus diputados, en los comienzos mismos de la corriente legislatura. A impulsos de su doctrina y de sus ideas radicales, el orador inglés inició las reformas progresivas para Irlanda, y obtuvo en cambio la ingratitud manifiesta de una revolución implacable, sin tregua ni descanso, que ha ensangrentado los parques de Dublín con asesinatos horribles y ha extendido una ponzoñosa nube de terror social por los senos de la poderosa Inglaterra, hasta debilitarla en su constitución interna y en su paz pública, cuando más formidable se ofrecía con su gran poder a todos los pueblos sometidos, y más dilataba su dominación colonial allende los mares por las cinco partes del mundo. Cuentan que desde los tiempos de Cicerón jamás se había oído una catilinaria más tremenda, por lo mismo que coincidía con el descubrimiento de los asesinos de Cavendish, los cuales, según las revelaciones públicas, tramaban una especie de carnicería infernal contra los primeros estadistas de Inglaterra. No cabe dudarlo; el descubrimiento de tales conjuraciones, a cual más terrible, abre abismos insalvables entre la metrópoli de los ingleses y la Erin de los celtas. Cada nuevo prisionero que cae ahora en los horribles calabozos, durante toda esta guerra civil diaria; cada expulso que atraviesa los mares y pide al seno de la grande América el regazo de una patria negada por Inglaterra; cada triste víctima que cuelga de una horca, enciende más la implacable ira entre dos pueblos divididos ya por seculares odios.

Realmente alcanza en Irlanda un extraordinario vigor el partido autonomista. Y el partido autonomista se divide allí en dos grandes partidos. Puede llamarse al uno celto-americano y al otro celto-europeo. Y le llamo al uno celto-americano por hallarse compuesto de los que, cediendo, bien a necesidades propias, bien a enemiga irreconciliable con los ingleses, emigran y se domicilian en los Estados Unidos, y le llamo al otro celto-europeo por hallarse compuesto de los que, resignándose más fácilmente al yugo británico, bien por complexión propia, bien por convencimiento político, se quedan tranquilos en Europa y trabajan por el progreso más o menos violento de su patria, en los comicios y en las Cámaras. Los primeros no quieren oír hablar sino de la revolución dinamítica como medio, de la independencia irlandesa como fin, de una República democrática como forma del gobierno y de una ley agraria radicalísima como indispensable trasformación social, que lance a los lores terratenientes de aquellos sus dominios, conseguidos por la conquista, y devuelva de nuevo a los despojados hace tantos siglos, con el goce de una patria redimida, el goce de una tierra en común. Se necesita leer los periódicos y hojas que publican allá en América, para comprender todo el odio que guardan a la primer potencia de Europa. Cada palabra es como una bala de plomo ardiente, desde allí expedida con furor al pecho de la reina Victoria y de su primer ministro. Cada sencillo artículo es una carga de dinamita. ¡Con qué rabia invocan los recuerdos históricos! Diríase que aún están hoy en la duodécima centuria de nuestra Era, cuando un papa de sangre inglesa, como Adriano IV, cedía el territorio irlandés a un rey de Inglaterra, como Enrique II. Hablan del rey feudal de Leinster, que llevó las armas de allende San Jorge a la hermosa Erin, como pudieran hablar los españoles católicos en la Edad Media del conde D. Julián, del obispo don Oppas, de los hijos de Witiza. Todas las grandes figuras históricas de Inglaterra, Eduardo III, el vencedor de Creey; Enrique VIII, el rey de la revolución religiosa; Isabel I, la fundadora del poder inglés en los mares; Oliverio Cromwell, con todas sus grandezas morales y políticas, aparecen a los ojos de tales irlandeses como apocalípticos genios de la desolación y el exterminio, llevando en sus manos una guadaña para segar cabezas celtas y apilarlas, y levantar sobre sus montones, como sobre nefastos cimientos, el propio poder y la dominación de su avasalladora patria. Los que así piensan, los que hablan así, han armado todas las confabulaciones cuyo triste objeto ha sido recabar con nefastos crímenes el progreso de su patria, sólo asequible por medios justos y legítimos; que las mejores causas se pierden y malogran por los malos procedimientos. Estos alucinados envían máquinas infernales a Inglaterra, como las encontradas hace dos años en Liverpool; urden asesinatos tan horribles, y a la causa de Irlanda tan dañosos, como el asesinato de Cavendish; ponen las materias explosibles a la puerta del palacio de los Ministerios; allegan la dinamita últimamente hallada en Birmingham, sin comprender que ir al bien por los caminos del mal es como si para ir al cielo tomáramos los rumbos del infierno. El célebre Odonovan-Rosa es jefe natural de los irlandeses irreconciliables.

Parnell, el diputado Parnell, al contrario, es jefe de los irlandeses que mantienen la autonomía de su isla, consistente tan sólo en un Congreso aparte, bajo la misma bandera para el exterior y la misma corona para el interior, como sucede hoy entre Hungría y Austria. Este diputado comprende que la incorporación del pueblo irlandés al pueblo inglés en el año primero de nuestro siglo por la inevitable abrogación del Parlamento nacional, tiene tanta fuerza como una ley de la naturaleza, y que ponerse los irlandeses a separar su nación particular de la nación metropolitana es como ponerse a separar en geografía la isla materialmente del archipiélago británico, llevándosela con esfuerzos y sacrificios a otros mares y a otros cielos distintos. La estrella de Irlanda resultó en tal modo enemiga e infausta, que las promesas de respeto a la conciencia católica, dadas por Pitt en el acta de unión entre los dos Estados, no pudieron cumplirse, por invencible resistencia del célebre tercer Jorge de Inglaterra. Se necesitó el esfuerzo de O'Connell para lograr la emancipación de los católicos, esfuerzo prodigioso, movido por una elocuencia semi-rural unas veces, y otras veces semi-sublime, pero siempre contenida dentro de la legalidad y consagrada de suyo al logro verdaderamente positivo y en serie como cumple al íntimo ser y naturaleza de toda obra política. La continuación del trabajo de O'Connell debe resultar el verdadero compromiso de Parnell, si quiere seguir una política fecunda. El furor de los irlandeses americanos mancha el seno de la verde Irlanda, sin conmover ni herir a la poderosa Inglaterra. Gladstonne mismo ha expuesto, con su elocuencia maravillosa, los resultados de la predicación de O'Connell ante los ojos de aquellos que continúan su obra, tendiendo con toda suerte de maravillosos esfuerzos a rematar, dentro de las leyes de la unidad nacional, esa indispensable autonomía de Irlanda, por la cual han peleado tantos héroes y muerto tantos mártires en la sucesión de los siglos. Yo sé muy bien que llega el partido intransigente hoy en su furor hasta maldecir del gran tribuno irlandés en su sepulcro. ¡Ay! Olvídanse de los días en que levantaba con el viento de su palabra un océano de ideas en la conciencia nacional y conseguía, con el esfuerzo de su perseverante voluntad en la Cámara de los Comunes, la indispensable abrogación del juramento anglicano para los diputados irlandeses uno de los mayores triunfos de la libertad religiosa en este nuestro siglo; y porque odiaba la revolución y sus violencias, le presentan a la posteridad y a sus juicios como un gárrulo vulgar, lleno de supersticiones ultramontanas, con más énfasis que verdadera elocuencia, cobrando un tributo a sus compatriotas por monarca de la palabra, cual pudieran cobrarlo en su tiranía los monarcas de Inglaterra; muy exaltado en las asambleas al aire libre y muy tímido en la Cámara de los Comunes; grande adormecedor del pueblo con promesas vanas y plegarias místicas: injurias y calumnias, que, sin disminuirlo a él, manchaban la historia nacional y oscurecían las cimas intelectuales y morales del espíritu irlandés. Sea de todo esto lo que quiera, el método legal señalado por O'Connell y mantenido por Parnell es el único método porque puede prosperar Irlanda, mientras las voladuras de dinamita y los asesinatos sólo pueden detener una obra de justicia y deshonrará un pueblo infeliz, haciéndolo reo de crímenes condenables y víctima de la indignación universal.

La política pesimista concluirá por aliar los irlandeses en el Parlamento con los conservadores; y la triste alianza de los irlandeses con los conservadores concluirá por traer una política de reacción contra Irlanda en el Gobierno inglés, nefasta para todos, y muy especialmente para los que la hayan procurado y traído con su reprobable despecho. Y ya que hablamos de todo esto, hablemos también de lo descompuesto y maltrecho que se halla hoy el partido conservador inglés, tan fuerte y valeroso en otro tiempo. Suelen los gárrulos y vulgares políticos de nuestra patria maldecir de los jefes de partido y condenarlos como inútiles, a reserva de pedirles luego responsabilidad por hechos en que no han tenido ninguna parte o que se han consumado contra su consejo y contra su voluntad. La muerte de Disraelli ha descabezado al partido conservador inglés; y el descabezamiento lo ha detenido en su desarrollo y lo ha fraccionado en moléculas. Lord Curchill acaba de publicar una carta, en la que habla del estado de postración irremediable a que los conservadores han llegado y de su tristeza y desesperanza. La parálisis ha sobrecogido todo su cuerpo y la indiferencia helado todo su espíritu. Las próximas elecciones solamente le reservan un gran desengaño, y hasta en el caso de una retirada, más o menos probable, del actual primer ministro, no podría sustituirlo. Para Churchill toda esta debilidad proviene de que no tiene su partido jefe verdadero en la Cámara de los Comunes, como lo tiene, por las prendas de lord Salisbury, en la Cámara de los Lores. Sir Norcorthe, que hoy lleva la dirección oficial entre los diputados, no tiene para el gentil-hombre conservador las cualidades requeridas, a causa de sus complacencias serviles con el Ministerio y de su excesiva blandura en el combate. Ya lo dijimos a la muerte de Disraelli: su jefatura es verdaderamente irremplazable, pues no basta para dirigir los partidos el voto de sus individuos, se necesitan méritos propios reconocidos y aclamados por el consentimiento universal. Aproveche, pues, el radicalismo británico la tregua que le dan por necesidad los conservadores, para continuar con mayor celeridad su saludable obra de progreso.

El estado de Alemania interesa tanto como el estado de Inglaterra. En la situación del mundo rige Inglaterra hoy los mares con su tridente, y Alemania los gobiernos con su cetro. El príncipe de Bismarck ha cumplido sesenta y ocho años. A pesar de tal solemnidad, el malestar de los nervios, que le condena irremisiblemente a continuas neuralgias, le ha impedido recibir a ningún visitante, que no fuera el Príncipe Imperial, para quien guarda lo porvenir la herencia del Imperio, y cuya visita dice cuanto más duran que reyes y emperadores, en estos tiempos de monárquica decadencia, los primeros ministros. Aún los mayores enemigos que la política de Bismarck tiene a la izquierda se han holgado en festejar el cumpleaños y decir al Canciller como jamás olvidarán cuanto ha hecho, en una vida ya larga y provecta, por la unidad germánica, no deslustrada ciertamente, ni por su inhábil política interior, ni por su socialista económica política. No así los ultramontanos, que le han recordado sus enfermedades y le han dicho cuánto podría convenirle a su salud temporal y a su salud eterna una reconciliación estrecha con el Papa.

Los ojos escudriñadores del Canciller se vuelven al Oriente de la tierra en el ocaso de la vida. Tras tantos combates homéricos dice Bismarck lo que decía César: «Sólo se puede trabajar en Asia» De aquí su celo atento a las crisis del Imperio turco; sus estrechas relaciones con rumanos y servios; su excitación a la ingratitud de los búlgaros hacia Rusia; sus luchas con los eslavos del Imperio austriaco, enemigos irreconciliables de la raza germánica; su empeño en que Austria se dilate por la península de los Balkanes y llegue hasta Salónica, para presidir una grande confederación de razas, por igual emancipadas del vasallaje a la Puerta y del agradecimiento a la Moscovia, pudiendo así Alemania, por anexiones sucesivas, quedarse con el Tirol, Pola y Trieste, para vivir en el mar de la luz y de las ideas, en el Mediterráneo, y preparar una gran campaña mercantil y diplomática en las tierras del Asia Menor y en el magnífico Imperio de Persia.

Un suceso pasa inadvertido, que tiene trascendental importancia: el príncipe Federico Carlos se pasea por los desiertos de Palestina. Todo alemán, aún esos férreos soldados de las campañas últimas, tienen algo de poetas, y no es de maravillar a nadie su peregrinación, consagrada por la poesía del sentimiento y del recuerdo. Todos querríamos beber los manantiales del Cedrón, bañarnos en las aguas del Jordán, meditar en el desierto donde meditaron los Profetas, ver en el portal de Belén la cuna de nuestra fe, y en el valle de Josafat la tierra de nuestra resurrección; porque, al contacto de todos estos sitios, el alma, educada en las enseñanzas que guardan, debe casi desceñirse del cuerpo y absorberse, libre y etérea, en la contemplación de los ideales eternos. Pero nos engañaríamos, y mucho, si creyésemos que iba el Príncipe a Palestina con estos desinteresados propósitos. Al verlo, circuido de tanta pompa en Jerusalén, ostentando el antiguo traje que llevaban los caballeros de la orden teutónica, hermanos de los caballeros de la orden templaria, dirigirse, como un cruzado de los Barbarojas o de los Suabias, al Santo Sepulcro y orar allí, a guisa de un militar de la Edad Media, todavía católico, sediento de indulgencias, bajo aquel cielo de milagros, no atribuyáis todo eso a puro amor arqueológico de las grandes ruinas sagradas y de los sacros recuerdos religiosos, atribuidlo más bien a un vasto plan político, ideado en las soledades augustas de Varzin por el Canciller alemán, y cuyos primeros ensayos comienzan por todas esas deslumbradoras escenas, propias de una épica leyenda, las cuales ocultan sabiamente un fin y objeto de práctica y perdurable utilidad. Lo cierto es que Federico Carlos ha tomado posesión de una vasta ruina, Cesárea, sita entre Jerusalén y el mar, para establecimiento allí de una piadosa colonia mercantil. Y la política, la religión y la economía se han juntado en estas peregrinaciones, que deben despertar de su indiferencia punible a las naciones latinas, tan grandemente interesadas en la suerte de aquellos sacros territorios.