Historia del año 1883/Capítulo XVII

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Capítulo XVII

Sucesos últimos del año 1883

Hase discutido en Francia últimamente, con empeño, el presupuesto eclesiástico; y al discutirse, hanse levantado en tropel y a deshora los mil problemas referentes a la Iglesia y a sus relaciones con el Estado. El Gobierno, en vez de agarrarse a la firmeza prometida en los últimos discursos, ha dejado el asunto en manos de la Cámara, despreciando la facultad que le compete de proposición e iniciativa. Jamás sustituiría yo al poder legislativo el poder ejecutivo; pero jamás confundiría uno y otro, al punto de resolverlos en el mismo y solo poder, porque ¡ah! en esa confusión está la raíz venenosa de todo despotismo. No puede un ministerio gobernar contra la voluntad manifiesta del pueblo, expresada por sus legítimos representantes; pero debe pedir a éstos los medios indispensables al gobierno, y en caso de negárselos, dejar el puesto a sucesor más afortunado en sus proposiciones y más acepto a las Cámaras. Lo que no puede aprobarse de ningún modo, es la presentación de un presupuesto y luego el abandono de su necesaria defensa. Y la falta crece cuando resulta que tal presupuesto es el presupuesto eclesiástico, relacionado con los intereses morales religiosos de toda la nación. El relator encargado de contradecir a los contradictores del dictamen ha poco menos que huido, y el Ministro de Cultos lo ha dejado todo a los movimientos caprichosos de una Cámara sin unidad y de una mayoría sin dirección. Resultado: que los partidarios de la separación, prematura hoy, entre la Iglesia y el Estado, así como los partidarios de la inconcebible autocracia del Estado sobre la Iglesia y el Pontífice, han cortado por donde les ha parecido, trayendo nuevos conflictos con el clero y provocando repulsas inevitables del Senado. Todo esto me duele, porque repetidos hechos desmienten repetidas palabras, y el Gobierno carece de aquella fuerza moral y autoridad propia indispensables a la buena dirección de un pueblo republicano, cuyos altísimos derechos demandan fuertes y vigorosos contrapesos.

Hay en la Cámara diputados como Clemenceau, quienes, sin encomendarse a Dios ni al diablo, echarían por la calle de en medio, aún a riesgo, con la negativa del presupuesto y la retirada del patronato y del Nuncio, de provocar dificultades como las promovidas en la primera revolución francesa con los clérigos juramentados e injuramentados, tan dañosas de suyo a la libertad y a la República. Demás de éstos, hay otros, como Julio Roche, quienes, después de haber estudiado mucho la Concordia napoleónica, obra del primer Cónsul, y visto cuántos resortes guardan sus artículos para oprimir a la Iglesia; les quitan a éstos el polvo de los tiempos que los ha enmohecido y paralizado; les echan el aceite de sus recuerdos para darles flexibilidad o ayudar al movimiento; y luego los impulsan contra el clero adrede, sin comprender cómo ha pasado la época de tales arqueológicas opresiones, y cómo la libertad natural, proclamada por nuestros dogmas políticos e inscrita en nuestras leyes democráticas, alcanza también al seno de la Iglesia. Pero el tipo más curioso de todos estos dogmatizantes, a no dudarlo, es monsieur Paul Bherte, ministro de Instrucción pública en el fugaz Ministerio de Gambetta. Fisiologista eminentísimo, quiere con empeño reducir la psicología y todos sus problemas metafísicos a una sencilla fisiología. Para no tomarse los dos hercúleos trabajos de meditar sobre las relaciones del alma con el cuerpo y del Criador con la criatura, escoge muy sencillo medio: elude alma y Criador, a título de incomprensibles misterios. No ha visto el átomo en ninguna parte, como nos sucede a los idealistas, que no hemos visto en ninguna parte la idea; pero lo toma por primer principio generador del Universo a la manera de Lucrecio; sabe de la materia quizás menos qué sabemos nosotros del alma, porque los primeros principios resultan todos por igual indemostrables y todos por igual metafísicos, pero con mezclarlo y confundirlo todo en el Cosmos, cree haber poseido la unidad inenarrable, así del Universo como de la ciencia; y luego reduce todo esto a dogmas y a cánones, para imponerlos por medio de la fuerza coercitiva del Estado a su generación, como impuso Mahoma los principios semíticos del judaísmo y del cristianismo a las razas árabes, entonces idólatras y sabeistas, por medio de la cimitarra de la guerra.

Opinión mía: equivócanse mucho los que prescinden para el gobierno de las sociedades modernas de la consideración debida por todos al dogma religioso y a sus representaciones verdaderas en la tierra, el clero y la Iglesia, de las diversas comuniones cristianas. El mundo latino, por ejemplo, se ha separado mucho de la tutela ejercida sobre su conciencia por los Pontífices; pero no tanto que pueda creérsele hoy en pleno racionalismo y llevársele sin peligro a una separación inmediata entre la Iglesia y el Estado. No hay que acceder a ninguna injusta pretensión de la Iglesia. Contra su veto hay que conservar el Estado laico moderno; que dar a la Universidad y a la enseñanza oficial su independencia; que sostener el matrimonio civil; que guardar el libre examen, criterio natural, así de la ciencia como de la política; pero no hay que perseguir a la Iglesia y que tiranizarla. Sin soltar la tutela eminente pedida por circunstanciales condiciones de tiempo y espacio, conviene concederle una relativa y constante autonomía, en concordancia con todos nuestros principios. Pero la Iglesia debe reconocer a su vez cómo necesita mucho aproximarse a los Estados modernos y recibir la visita de nuestro progresivo espíritu, cual recibió la visita del Espíritu Santo en el Cenáculo, con sus lenguas de fuego encendidas en maravillosas ideas. El papa León XIII tiene a nuestros ojos el mérito de haber iniciado una especie o manera de reconciliación cordial entre los Estados modernos y la Iglesia católica. Pero debe comprender que no hará cosa de provecho mientras deje al catolicismo el carácter jesuítico y ultramontano que hoy lo determinan y señalan, cuando tanto urge a la sociedad y a la conciencia una reconciliación verdadera entre la democracia y el cristianismo.

Veo que los constantes embargos de mi alma por una idea exclusiva y absorbente, como el problema de reivindicar el gobierno de las naciones para ellas mismas, hame llevado, allende mi pensamiento y mi deseo, metiéndome, sin deliberación casi, en laberinto de reflexiones metafísicas y religiosas, que, trascendentales y mucho, no cuadran al carácter de crónica e historia propio de estas cartas. Voy a tratar, pues, de los asuntos europeos. Y el primero que a la vista salta es el asunto de una próxima conflagración universal. Terrible verano este último, en que las visitas impremeditadas y aparatosas de príncipes; los simulacros militares en el centro de nuestro continente; la inauguración de monumentales efigies consagradas al recuerdo de cruentísimos triunfos; el viaje inopinado de Gladstone y su encuentro en el mar Boreal con los Reyes de Dinamarca y los Emperadores de Rusia; las perturbaciones múltiples en Bulgaria, deseosa de romper la tutela moscovita, en Servia, unida contra el Montenegro al Austria, en Rumanía, llamada imperiosamente a una inteligencia con los Imperios centrales; todos estos hechos múltiples inspiraban natural temor a un conflicto que pudiese incendiar toda la tierra y traer al género humano dolorosas crisis, como suelen serlo todas aquellas en las cuales el movimiento pacífico se detiene o interrumpe tristemente por la violencia y por la guerra. En verdad la visita en estos días hecha por el ministro ruso Giers a Bismarck; la oración del emperador Guillermo a la reciente apertura de las Cámaras, asegurando la paz con todas las naciones, y muy especialmente con Rusia; la retirada prescrita de los grandes cuerpos del ejército ruso concentrado en las fronteras de Polonia; tantos y tales hechos han venido como a calmar la zozobra general y a darnos algún respiro y alguna confianza en la paz europea. Yo jamás he temido una guerra inmediata por agresiones de Francia. Constituida ésta en gobierno parlamentario y republicano, cual conviene a una verdadera democracia, es instrumento dócil y seguro de la paz universal. Su aliada íntima en el mundo, por la fuerza misma de las cosas y por el imperio de las circunstancias, a pesar de nubes más o menos fugaces, necesariamente ha de ser Inglaterra, e Inglaterra pertenece también a las potencias de paz y de libertad. Igual digo de las dos grandes naciones latinas, colocada una en el ocaso y otra en el centro de nuestro Mediterráneo, Italia y España. Nosotros no tenemos interés alguno que librar a la guerra.

Cuanto nos prometemos de lo porvenir y cuanto necesitamos para nuestra consolidación interna y para nuestro influjo en el mundo, se halla subordinado, y por completo, a la paz. Y lo mismo sucede a nuestra hermana Italia. Por más que los irredentistas la impulsen a reivindicaciones excesivas y extremas; por más que los intereses dinásticos la lleven, como de la mano, a cordial inteligencia con las grandes monarquías; su rápida fortuna, los logros inverosímiles de su Milán, de su Venecia, de su Roma; la necesidad que tiene de paz interior para consagrarse a la robustez de su organización política y a la salud de su desarrollo económico y social, empéñanla con fuerza en la conservación de su paz, más necesaria para ella indudablemente que para ninguna otra potencia. Por ende, aquí en la parte occidental y meridional de Europa no encontramos ni motivos ni gérmenes de guerra.

Pero no sentimos igual confianza respecto al Oriente. En Rusia existe una leyenda eslava, muy arraigada entre las muchedumbres, y que representa con verdad una especie de apocalipsis contra Germania y los Imperios germánicos muy semejante a los apocalipsis de los profetas judíos contra Nínive y Babilonia. La enemistad, implacable hoy, de Francia y Alemania, es una enemistad circunstancial y pasajera, no obstante su exacerbada intensidad, mientras la enemistad entre Alemania y Rusia es una enemistad incesante y perpetua. Endulzáronla por mucho tiempo los descendientes de Catalina II, germanos por su origen, por su complexión y por su sangre. Nicolás I, en verdad, era todo un alemán, y todo un alemán era también Alejandro II, quien veneraba como a un padre al emperador Guillermo. Pero estas ventajas de Alemania en Rusia pertenecen a las nieves de antaño. El Emperador hoy reinante se halla por todos sus antecedentes adscrito a la secta pan-eslava, enemiga irreconciliable de Alemania. Y en tal secta no puede llamarse él, con toda su aparente omnipotencia, verdadero jefe, cuando existe un Katkoff, especie de profeta y de misionario panslavista, en cuyos artículos con aires de salmos se contienen las ideas mesiánicas y las incontrastables aspiraciones de su gente y de su raza.

Estos constantes impulsos de un pueblo conquistador van todos a una en pos de guerrero conflicto con el Imperio alemán, a quien creen el valladar de todos sus deseos, la sombra de todos sus ideales, porque tiene bajo su mano a Bohemia; porque divide con la mongólica nacionalidad húngara los eslavos del Norte de los eslavos del Sur; porque manda y empuja el Imperio austriaco hacia la península de los Balcanes, a fin de que se interponga en el camino de la Santa Rusia, y le impida el cumplimiento de sus épicos ideales en Santa Sofía y en Constantinopla. Francia, esa Francia tan aborrecida hoy del mundo germánico, aparece desde sus comienzos en Europa como la mediadora entre Alemania y el mundo latino. En las tres grandes crisis de Alemania, en la crisis del Imperio carlovingio, en la crisis de la Reforma religiosa, en la crisis de la paz de Westfalia, Francia siempre ha servido los grandes intereses alemanes; y por su Iglesia galicana y su filosofía enciclopedista siempre ha representado una especie de término medio entre el catolicismo y el protestantismo, es decir, entre el espíritu alemán y el espíritu latino. Pero Rusia no tiene punto de contacto con Alemania. Las dinastías de una y otra región habrán estado muy unidas; los pueblos están muy separados. Por eso Alemania no debe temer una guerra con Francia y debe temer una guerra con Rusia. La guerra con Francia sería hoy un delito de lesa humanidad y una provocación a las justas iras del cielo. Asistíale al pueblo alemán toda la razón contra el Imperio francés. Desconociendo aquel insensato cesarismo el principio de las nacionalidades y su fuerza, impedía el interior desarrollo de Alemania, y le señalaba fronteras artificiales como la línea del Mein y otros igualmente ofensivos y provocadores obstáculos. Mas ahora una inmixtión de Alemania en los sucesos de Francia resultaría crimen tan grande como el cometido por los napoleónidas, y tendría en la justicia que preside a la historia igual irreparable castigo. No puede temerse, no, la guerra de Francia con Alemania; pero debe temerse, y mucho, la guerra de Rusia con Alemania.

Sin duda el emperador Alejandro III quiere preservarse del partido nihilista; y para preservarse del partido nihilista, no encuentra otro medio que acogerse pronto a la sombra del partido panslavista. En estos mismos días ha sorprendido al mundo un relato de romancescas aventuras en Gatchina, que parecen cosa de magia y encantamiento. El Emperador ha recibido una especie de busto suyo vaciado en cera, que llevaba un puñal agudísimo en el corazón, verdadero símbolo de la muerte reservada por los misteriosos conspiradores nihilistas a su persona, si persiste con igual empeño que hoy en impedir mañana el advenimiento indispensable de la deseada libertad. A consecuencia de tal intimación hanse verificado registros varios en casas más o menos sospechosas, que han traído el descubrimiento de muchas bombas idénticas a las que destrozaron al emperador Alejandro II, y la prisión de varios conspiradores pertenecientes todos a las altas clases sociales, entre quienes se halla un chambelán de la corte imperial. Tales terribles casos amedrentan al atribulado Zar y le impulsan a seguir una política de movimiento y acción que arrolle por su ímpetu popular y nacional a los perseverantes conjurados. El partido nihilista pide la libertad, mientras el partido panslavista pide la guerra. Y puesto un autócrata en la terrible alternativa de optar entre la libertad y la guerra, opta siempre por la guerra. No tuvo Napoleón más motivo para emprender la triste aventura de su postrera campaña, que huir, por algún camino, de la indispensable libertad, a voces reclamada por todos los franceses. Yo no adivino qué causa ocasional determinará la próxima guerra; quizás una dificultad en Bohemia entre cheques y alemanes; quizás un conflicto de húngaros y transylvanos; quizás la cuestión de Polonia; quizás un paso temerario dado por el Austria hacia Salónica: existen tales elementos de discordia en el seno de Oriente, que uno cualquiera puede procurar la ocasión y traer el estallido, a cuyas explosiones saltará el equilibrio inestable de nuestra vieja Europa. Sólo habría un medio de paz: que los fuertes, que los victoriosos, que los omnipotentes, propusieran el desarme general; por lo menos, la reducción de los ejércitos hoy existentes, cuyo gravísimo peso abruma todos los erarios, al contingente de paz indispensable para obtener la interior seguridad de los pueblos. Alemania no puede sobrellevar por mucho tiempo la pesadumbre de su presupuesto y de su ejército. Si ambos elementos la obligaran, como dicen sus enemigos, a guerras periódicas de diez años, Alemania de seguro aparecería como una causa de perturbación en Europa, engendrando tarde o temprano contra sí, como Napoleón el Grande, una inmediata coalición europea. La organización militar de Alemania no sólo devasta el suelo germánico, sino que devasta la inteligencia germánica también. Lleva en sus manos el cetro férreo de la fuerza, pero no es su nombre, como en otros tiempos, la estrella polar del humano entendimiento. Y mientras esta orgullosa Europa se organiza para la guerra, la joven América del Norte se organiza para el trabajo. Y sin quemar un grano de pólvora, sin verter una gota de sangre, sin emplear más esfuerzos que los esfuerzos de la actividad humana, vence y arrolla, con la superioridad de sus productos, en las pacíficas competencias del comercio, a todos los Imperios de Europa, cuyos trabajadores jamás podrán competir con los trabajadores americanos, porque deben dar al ejército monstruoso, bajo cuya inmensa pesadumbre viven, sangre, sudor, trabajo y tiempo. Dentro de poco sólo se oirá un grito en el mundo que pida el desarme de Europa, y Alemania tendrá que desarmar. Nada tan útil como los ejércitos de defensa nutridos por el servicio obligatorio, complemento del indispensable sufragio universal; pero nada tan peligroso como esos ejércitos de ofensa, que devastan el propio suelo, como los ejércitos de Wallesthein allá en la guerra de los treinta años, y amenazan la paz general de nuestra Europa.

Cuando los ingleses penetraron por las armas y por la victoria en el seno de las tierras egipcias, anuncié aquí mismo, en estas reseñas mensuales, que saldrían muy tarde. Recuerdo haber dirigido tales anuncios desde Biarritz, después de comunicados a un miembro tan radical del Parlamento como Potter, economista ilustre, quien, al participarlos a ministro tan predominante como Dilke, me argüía de cierto desconocimiento del Gobierno y del pueblo inglés, asegurándome con todo género de seguridades el próximo fin de la intervención británica en Egipto. Recordábame los previsores anuncios de Gladstone, quien ya, siete años antes del suceso, había profetizado en célebre artículo de Revista, sugerido por las ingerencias de Disraelli en todos los problemas intercontinentales, cuan pesada y abrumadora carga resultaría para el Estado inglés un vasto Imperio semiafricano y semiasiático, con conexiones europeas por su dependencia de Turquía, y con conexiones universales y humanas por su canal de Suez; Imperio vastísimo y ambicioso, no resignado al bello Delta del Nilo, sino decidido a entrar por encima de la Nubia, en el Dongola y en el Sudán o país de los negros; requiriendo y buscando dominios tales como nunca los midieran, y siervos tantos como nunca los contaran, ni los Faraones, ni los Tolomeos, ni los Califas, los grandes dominadores del inmenso territorio ilustrado por las altas Pirámides y las misteriosas esfinges. No ignoraba yo las ideas de tan ilustre maestro, a quien todos cuantos seguimos la vida política y parlamentaria en el mundo, escuchamos como a un oráculo y tenemos por un modelo. Sabía que le repugnaba la inminente anexión del Egipto, no sólo por esta tierra, sino también por la tierra cercana y apetecida, compuesta de once millones de habitantes, y difícil de reducir por seis millones bien escasos que suman los egipcios. El responder de dos mil millas más de tierra parecíale al gran estadista cosa grave para un gobierno como el gobierno inglés, enroscado ya, por sus posesiones innumerables, a todo el planeta. Pero decía yo y observaba que, reconociendo la sinceridad propia de Gladstone y su deseo vivísimo de consecuencia con su historia y con su tradición; como quiera que no gobernaba personalmente cual Bismarck de Alemania o Alejandro de Rusia, sino en medio de pueblos libres, debía ceder parte de sus opiniones propias a las opiniones nacionales de Inglaterra, más resuelta por el Egipto y su conservación de lo que creían radicales y liberales en sus ilusorias esperanzas y en sus irreflexivas promesas. Parecía que a principios de Noviembre debíamos ver el gran mentís de mis presentimientos y de mis anuncios. Decíase por todos los órganos de la política inglesa como se apercibía la retirada inmediata del ejército de ocupación, el cual iba muy pronto a libertar al Egipto entero de su presencia.

Indicaciones hubo de tal resolución hasta en las palabras más solemnes pronunciadas por el ilustre primer Ministro en ocasiones varias, y a estas indicaciones siguió una terminante resolución, por la cual, de seis mil hombres acuartelados en varios puntos, la mitad salía, y quedaba solamente la otra mitad en la población estratégica y mercantil por excelencia del Egipto, en la ciudad de Alejandro. Mas, a los pocos días nos sobrecoge una terrible nueva, propia de los tiempos bárbaros, en que dominaban sobre la tierra los elementos más rudos y más primordiales de la fuerza. La condición del hombre, mirada en los lejos de la historia, parece tan triste y miserable que la esclavitud misma resulta un progreso, porque indica la conservación material de los vencidos, exterminados antes en las locuras y ensoberbecimientos de las guerreras victorias. Pues bien, un combate acaba de pasar en Egipto, sólo comprensible allá entre caníbales. Un ejército egipcio, dirigido por un general inglés, acaba de ser degollado, sin que haya podido salvarse de todo él para decir y anunciar la catástrofe, no sé bien qué triste y extraño residuo. Recuérdame tal tragedia la extirpación y aniquilamiento de los Omníadas por los Abasidas, cuando el jefe de estos últimos cenaba sobre inmenso tapiz persa, bajo cuyos pliegues yacían descabezados los cuerpos de todos sus rivales. Todos estos mahedíes mahometanos, especie de profetas que no saben leer apenas, pero que dicen palabras inspiradas, como las de Moisés o de Mahoma, por el Dios de los desiertos, Mesías con cimitarras, no solamente obedecidos, sino idolatrados por pueblos enteros, los cuales van tras sus enseñas en este mundo a la guerra y en el otro mundo a la beatificación y a la bienaventuranza, levantan tribus bélicas, semejantes a naciones en armas, innumerables como la langosta, feroces como los tigres, y que pueden suscitar con sus esfuerzos en las temeridades múltiples de un combate, catástrofes sólo comparables a los desquiciamientos del planeta por la perturbación de las fuerzas vivas en el seno mismo de la Naturaleza. Cuéntase que hace años, en este siglo nuestro, el padre de ese Mahedi, que ha consumado tal matanza, se presentó al hijo de Mehemet-Alí, también por aquella sazón y momento invasor con sus tropas de tan extenso territorio, y le ofreció forrajes, amontonándolos en torno de su ejército. Y en efecto, al venir la noche los forrajes ardían, y el invasor con todos los suyos espiraba entre las llamas. Resultado práctico para la poderosa Inglaterra de las victorias del Mahedi: que las órdenes de embarque se han suspendido y el envío de refuerzos inmediatos se ha proyectado. Ya veis como no he sido yo el engañado. La ocupación inglesa queda por tiempo indefinido en Egipto. Quod erat demostrandum.

Y a propósito de Inglaterra, no quiero cerrar lo referente a esta nación interesantísima sin referiros las aventuras del pastor Stoker, especie de furioso antisemita, que ha predicado primero la intolerancia religiosa en contra de los judíos, y luego el socialismo cristiano a favor de los trabajadores; todo para fundar el predominio de su Iglesia imbuida en estrecho e intolerante protestantismo. Algunas veces me han caído en las manos reseñas varias de sus sermones fanáticos. Parece imposible tamaña exageración. Las imaginaciones meridionales, abiertas al sol y al aire libres, en comunicación estrecha y continua con el infinito espacio azul, jamás llegan por el movimiento de sus inspiraciones propias a las originalidades y a las extravagancias de estas imaginaciones germánicas ahumadas por el humo de los hogares y bebidas de cerveza, prontas a fantasearlo todo y a cubrir con vestiglos, como los de Walpurgis, los caminos de la vida que nosotros sembramos de pámpanos y rosas después de haberlos aromado con mirtos y azahares. Los antisemitas alemanes, en su furor bélico, resucitarían los Faraones para que oprimiesen al pueblo de Dios, holgándose de que la canastilla, donde la pobre madre depositara con anhelo al salvador de Israel, no se detuviera en los juncos y espadañas, y cañaverales del Nilo, aún a riesgo de ver, por tal evento, impedida la revelación sublime del principio monoteísta y moral en la humana conciencia. Para ellos, los pueblos que han perseguido a los judíos con toda suerte de persecuciones y los han atormentado con toda suerte de tormentos; los que han proscrito a sus descendientes y herederos, cuidando con odio cruel que no tuvieran asilo alguno en la tierra; los que han fundado aquella inquisición por los Papas y Reyes encargada de averiguar con sus esbirros a quien la repugnaba el tocino para castigar tal repugnancia como un crimen de primera magnitud; todos los errores y todas las infamias del fanatismo religioso recrudecido por la intolerancia, se justifican por completo ante la consideración de lo que han sido los judíos en Europa, cabalistas extraviados, hechiceros y brujos notorios, gente de magia y quiromancia, fundadores de la usura y de la masonería, peste de las conciencias, sombra del espíritu, verdugos de Cristo, restauradores del diablo y enemigos de todas las Iglesias; por lo cual merecen que ardan para consumir sus cuerpos las hogueras del Santo Oficio y para consumir sus almas los fuegos del infierno. Tal energúmeno quería predicar en el Ayuntamiento de Londres por la mañana del centenario de aquel que fundara, bien o mal de su grado, en el mundo, la libertad religiosa, en el centenario de Lutero.

Advertido el corregidor de Londres por los periódicos impidió sabiamente un desacato así a los principios fundamentales británicos y rogó al predicador de la corte alemana que fuera en sus predicaciones a otra parte. No pudiendo predicar, como se lo había prometido, religión luterana y antisemítica en la municipalidad londinense, predicó socialismo en otro sitio menos respetable. Los alemanes, raza de individualismo tal que raya en anarquía; fundadores ilustres de la feudalidad y de la reforma; desde que Bismarck los ha revestido a todos ellos sin excepción de uniforme y los ha numerado en el cuartel inmenso de su imperio; se dan a una, con tales ardores, a la doctrina socialista, que hay en su seno socialistas de la anarquía, socialistas del Estado, socialistas de la cátedra, socialistas de la nobleza, socialistas de la Iglesia, socialistas de la corte, socialistas del púlpito. A los postreros pertenece, sin duda, nuestro célebre predicado Stocker. Tal género de socialismo tiene mucho y muy estrecho parentesco, naturalmente, con la doctrina ultramontana y absolutista, sobre todo, en sus aspectos económicos. Maldice, pues, del libre cambio y de la libre concurrencia, imputándoles todos los males del siglo; y para evitarlos no hace otra cosa que recurrir al museo arqueológico de la historia, y desempolvando y rehaciendo las vinculaciones con los gremios y los gremios con la tasa, ofrecerlos y presentarlos como remedio único al empobrecimiento universal. Naturalmente, hay en el pueblo inglés muchedumbres conocedoras de todas las sirtes encerradas en este socialismo del púlpito y del trono, las cuales han asistido a la conferencia del socialista evangélico y le han asestado estrepitosa silba. Ya que hablamos del movimiento antisemítico, hablemos un poco de las tierras donde mayores plagas ha sembrado tal error, protervo y reaccionario, hablemos de las tierras orientales. Hungría, después de haber promovido ruidoso escándalo con cierta célebre causa, entra de nuevo a su liberal sentido, y propone una ley autorizando el matrimonio entre judíos y cristianos. Los partidos avanzados quisieran que Hungría hubiese, con motivo de tal reforma, hecho alguna concesión más al progreso contemporáneo, y admitido el matrimonio civil, que funda la familia en la unidad íntima del Estado, separándola de las diferencias y de las intolerancias mutuas entre las respectivas sectas. Mejor hubiera sido, en verdad, tal reforma; pero la serie se impone, y constituye, digámoslo así, una gradación de las reformas sociales como los puntos constituyen la línea, como los minutos constituyen la hora, como los individuos constituyen las especies, y no hay medio alguno de rehuir a esta ley necesaria. Si los demócratas, porque la reforma no tiene toda la plenitud y toda la extensión por ellos deseada, cometieran el error de unirse a los ultramontanos y desecharla en definitiva, como ha sido desechada transitoriamente ahora por el Senado, ¡ah! demostrarían carecer por completo de aquel maduro sentido indispensable hoy a toda verdadera democracia, para seguir adelante con empeño en el camino de la libertad universal.

La cuestión de Oriente continúa ofreciendo graves dificultades. Mientras el príncipe Alejandro de Bulgaria pacta nuevamente con Rusia promete nombrar generales aceptos a la gran potencia su protectora, el príncipe Milano de Servia pugna con los obstáculos innumerables que le ha traído su viaje último a Germania, y su enemiga resuelta con el Montenegro y los montenegrinos. Pocos meses hace que la casa rival de los Milanos entró por casamiento en la dinastía reinante sobre la montaña negra, y ya toca el Príncipe servio, recientemente convertido a Rey, las consecuencias de tamaño hecho. Los electores han protestado contra él en las últimas elecciones; las Cortes no han podido reunirse a la hora necesaria; la Constitución se ha mermado con grandes mermas; cóbranse los tributos fuera casi de la legalidad constitucional, pululan los partidos y resuenan con siniestro estridor los motines y los pronunciamientos, no bien disipados por indecisas victorias. Los pueblos de Oriente deben mirar con grande mesura y prudencia sus problemas interiores, porque pueden suscitar un conflicto europeo, y ¡ay de aquellos sobre quienes recaiga la responsabilidad horrible de interrumpir la paz pública y engendrar la guerra universal!


30 de Diciembre de 1883.