Huellas literarias/Alcaldada pintoresca

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Alcaldada pintoresca

¡No hay coches! La exclamación se parecía a la de ¡Sálvase quien pueda! Se gritaba, se injuriaba, se blasfemaba, se oían bofetadas, rodaban de los estribos cestos mujeres, y más que el principio de un viaje diríase que era el asalto por los beduinos de un tren blindado.

-¡No fue floja la bofetada que le han dado a ése!

-¡Ande usted, no ha sido flojo tampoco el puntapié con que le han respondido!

Los empleados ríen... La máquina hace maniobras... Un energúmeno grita: ¡Al tren! ¡Al tren! Los viajeros continúan riñendo en el gallinero. ¡Ni hay bastantes asientos! El interventor trata de acomodarlos «a ver, a ver, arreglarse lo mejor que puedan».

-¡Eh, caballero! ¡se ha sentado usted sobre la cesta de mis huevos!

-¡Aquí no se coge más! -vocea un viajero cerrando violentamente la portezuela del coche.

-Pues mi dinero es tan bueno como el de usted ¡tío sarnoso!

Y el conductor: «A ver, a ver, arreglarse lo mejor que puedan».

Con aire de perdonavidas cruza el andén un hombre cuya principal prenda de vestir es una chaqueta negra ribeteada de oro... No lleva corbata, pero sí bastón, hermosa vara que ni de encargo para medirle las costillas.

¡No hay asientos! Pero el hombre exige el suyo, no a la empresa, sino a un viajero que estaba a la sazón con el pie en el estribo.

-¡Se baja usted de grado o por fuerza!¡Lo mando yo!

-¿Usted? Y ¿quién es usted? ¡Vaya usted mucho con Dios!

-Que se baje usted a las buenas, o baja usted de cabeza...

-¡Mire usted que le voy a dar la bofetá del siglo!

-¡Que venga un delegado del Gobierno!...

Lo arregló el interventor; pero ya en el coche, dijo atrocidades de los madrileños, que campaban allí por sus respetos, y se armó la gorda.

-Yo, aunque no tengo destrucción, sé el reglamento de los ferrocarriles.

A lo que contestó una chula:

-¡Tío animal! ¡Usted no sabe dónde tiene la mano derecha!

-¡Que venga un delegado del Gobierno!

El interventor arregló la tempestad.

Pero el hombre ribeteado de oro insultó poco después a otro viajero porque ocupaba un sitio con la manta, y a un señor cura que había puesto el quitasol en un banco, y a una morena guapísima que se había quitado la chambra «sin decoro»... como decía el caballero del ribete.

Y todos se preguntaban: -¿quién será este tío?

La morena de la chambra sin decoro, que me conocía de Madrid, y que me había visto en el tren, se fue a mi coche y me sacó la fuerza mientras gritaba:

-Aquí está este señor que sacará a usted a la vergüenza en los papeles.

-¡Que venga un delegado del Gobierno!...

El tren llegó a Cabezón. El secretario de la alcaldía esperaba en el andén. Además paseaban por la carretera del lugar, en demostración de júbilo, las mejores mozas del pueblo celebrando una boda...

Entonces sonó una silba horrorosa para despedir al hombre de la chaqueta negra con ribetes de oro, el cual tuvo que sufrir también una lluvia de mendrugos, huesos de pollo, cortezas de peras y melocotones. Un viajero, más entusiasta que los otros, le tiró a la cabeza una cocinilla económica.

El agredido se mantenía firme en la estación, lívido, desencajado, con cierto tinte verdoso que le asemejaba a un frasco de pepinillos.

El secretario (visiblemente conmovido). -¿Sabéis lo que habéis hecho? ¡Insensatos! ¡Es la primera autoridad del pueblo; es el alcalde!...

La morena (sin decoro). -Alcalde y de Cabezón tenía que ser el tío...

El tren, como si tal cosa, salió silbando...