Ismael/IX

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IX

Las tinieblas empezaban a difundirse, densas, aumentadas por la espesura del follaje en aquellos lugares imponentes. Había cesado la música de los pájaros, y otros ruidos muy distintos turbaban a intervalos el silencio de la selva. De apartados sitios, tal vez de los juncales de la opuesta margen llegaba ronca la querella del puma con color, irritado por el celo; y entre los seibos gruñía el carpincho sordamente al abandonar tras la reacia compañera el fondo de las aguas. Al pie de negros arrayanes solía agitarse algo de invisible y temeroso, que el jinete ahuyentaba a su paso, lanzando un agudo silbido; el coatí se escurría gruñendo, el hurón volvíase a su cueva diligente, y el lagarto se deslizaba entre las yerbas con la rapidez de una saeta. A veces, presentábase de improviso un claro en la tupida bóveda y el manso fulgor de las estrellas se esparcía como una gasa blanquecina y transparente sobre el verde de las cúpulas, para desaparecer bien pronto con su girón de cielo, al penetrarse bajo nuevas y lóbregas techumbres. En estos senos oscuros brillaban infinitas fosforescencias, ojos luminosos entre las ramas, ejércitos desordenados de lampíridos que se esparcían en todo el largo del sendero cubriendo el ambiente de fantásticos resplandores. Diríase una banda de crespón, cuajada de lentejuelas de oro. En los grupos de guayacanes al final de este sendero, el ñacurutú lanzaba sus gritos tristes.

El jinete volvió a detenerse para observar el sitio, que parecía conocer en sus menores detalles.

Los guayacanes formaban una isleta rodeada de arenas al frente, y el sendero, un recodo. Por allí venía un aura fresca, trayendo el eco sonoro de agua que corre en cauce considerable.

Era el río.

El fugitivo avanzó con sigilo, reprimiendo la impaciencia de su caballo que tropezó en algunos troncos de palmeras que obstruían la senda; magníficos ejemplares derribados por el facón o la sierra, al solo objeto de poner el rico cogollo al alcance de la mano. Pronto respiró el jinete el aire libre, y viose en la ribera arenosa, exhibiéndose a su frente un vado de pocos metros de anchura, y más allá, como alto muro negro, la selva secular que resguardaba con sus grandes y enmarañadas espesuras el otro borde del río. Acercó la espuela a los ijares, y recogiendo las piernas casi al nivel del lomillo, se entró sin vacilación en el agua. El alazán sumergiose hasta el pecho, resoplando. El paso estaba a volapié. Bien presto, entre bullente espuma, el caballo alcanzó la pequeña barranca y salvó el arenal, sepultándose nuevamente bajo la diestra de su jinete, en un camino estrecho y tenebroso, semejante al recorrido.

Empezaba la segunda marcha, entre arboledas, lianas y malezas, bajo profunda sombra sembrada de luciérnagas y coleópteros zumbadores. Esta parte de la selva era más tupida y opaca, difundiéndose su lobreguez a largas distancias. El sendero bifurcado aquí hubiera hecho titubear en pleno día a un caminante osado; en medio de la densa noche, sin embargo, guiado por el instinto el alazán o por el amor de una querencia, sintiendo floja la rienda, enderezose por el ramal izquierdo de aquella enorme y griega trazada bajo el cielo del bosque por el pie de la alimaña, antes que por la planta del hombre. Su cuerpo rozaba las columnatas arbóreas, y la cabeza del jinete solía tocar el tejido de enredaderas, que tapizaban la bóveda, agitando en su tránsito todo un mundo invisible.

Trascurridos algunos minutos de marcha, el camino hizo una curva sensible, y empezó a ensancharse, presentando en la bóveda frecuentes claros. Próxima estaba una pradera. A esa altura, el alazán dio un relincho, y sacudió el cuello con alborozo.

El mozo de la melena llevó la mano a los labios en forma de bocina, y, a su vez, lanzó un grito especial.

Contestole un silbido.

Siguió entonces avanzando; y penetró en la pradera.

En este espacio, a trechos despejado, el mata-ojo, el sarandí colorado y el guabiroba formaban islas, y en su suelo arenoso y caliente, preferido de los ofidios, hacía oír su silbo agudo y penetrante la víbora de la cruz. El jinete lo atravesó a paso rápido, y llegado que hubo a una nueva aspereza en que crecían el coronilla, el timbó y la «rama negra», desmontose, siguiendo a pie con el caballo del cabestro, ya inclinándose para abrirse camino por pequeñas abras, ya evitando las espinas del tala o del aromo, ya retrocediendo a ocasiones, para hacer diversos rodeos o dejar paso libre a algún animal selvático sorprendido lejos de su madriguera.

Esta marcha no duró mucho.

Encontrose de pronto en un sitio descubierto tapizado de césped en el que solo se alzaban las «sombras de toro» hacia al fondo, junto a unas piedras, y apacentaban varios caballos vigorosos.

La selva ceñía esta pequeña pradera como un cinturón, sustrayéndola por completo a toda mirada investigadora. Era un asilo secreto, una guarida inaccesible, un potrero en el monte, fresco y fértil, circunvalado de acacias, higuerones, plumerillos y laureles blancos a que daba riego un brazo pequeño del río, y en donde ofrecíanse al alcance de la mano, como próvidos dones de un oasis salvaje, los agrestes frutos del guayabo, el arazá y el pitanga, y líquenes sabrosos, hongos blancos y morados en los troncos del quebracho o del canelón fornido.

Hasta diez hombres se encontraban junto a los árboles, de pie unos, otros sentados, percibiéndoseles desde la entrada a la pradera, a la pálida claridad de los astros y al resplandor indeciso de las brasas de un fogón construido bajo de tierra. Oíanse rasgueos de guitarras, y una voz que preludiaba una canción.

El mozo de la melena llegábase a su vez cantando un aire de la tierra en décima glosada, cuando uno de aquellos hombres apostado a vanguardia junto a un tronco, le interrogó con energía, puesta la mano en la culata de un trabuco.

Tupamaro! -contestó el recién venido con voz vibrante.

-Ayéguese, hermano. ¿Lo trujieron mal?

-Quemándome los lomos.

Suerte que al alazán le criaron alas.

-Al pelo me fío -dijo aproximándose, el que hacía de escucha o imaginaria-. Alazán tostao primero muerto que aplastao.

-Ansina y todo, le metí las nazarenas...

-Pa que vea si jué trance de apuro, Esmael. ¿Y Aldama?

-Prisionero. Pa cá del Vera le estiraron el roano viejo, y enredao en los yuyos con las «lloronas», le cayeron en montón, cuando andaba yo en entrevero con la melicia. -«¡Tuya hermano!» me gritó el hombre. Y me tendí, ganando el repecho.- Dos melicianos rodaron en el bajo, y los otros se encimaron, misturándose en el cañadón.

-¡Bien aiga la zanja amiga!

-Me acorrió. El alazán ganó campo, tieso como venao.

Durante este diálogo, dos de los hombres que se encontraban agrupados junto a las «sombras de toro» se habían ido acercando al sitio; y uno de ellos, recogiendo las últimas palabras de Ismael, preguntó con acento breve:

-¿Qué jué de Aldama?

-En la trampa.

-¿Y la partida?

-Junto al monte.

El que había interrogado, y que era el comandante, volviose hacia su compañero, para que trasmitiese a la gente la orden de ensillar las reservas. Dirigiéndose luego a Ismael, agregó:

Si habrá rezao Aldama el credo cimarrón?

-Lo traiban con guardia, de fijo pá aserlo descobrir la guarida; pero ante lo enchipan... Este oficio me entriegó Perico el Bailarín.

El jefe se apoderó de la carta que el mozo había extraído del cinto, entrándose enseguida por un claro del monte.

Ismael púsose a aflojar la cincha de su alazán, tiró el recado en montón al suelo, palmeó el caballo que fuese a la pradera retozando, y él echose boca abajo en las yerbas, derrengado y somnoliento.