Ismael/V

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V

Transcurridos algunos instantes de religiosa calma, reincorporáronse los que se habían puesto de rodillas, persignándose rápidamente; una tos general siguiose al recogimiento; varios frailes viejos y ventrudos con sus ojos sin brillo fijos en los rincones, sorbieron sus polvos de rapé en beatífica actitud; y, a poco, fueron uno a uno desfilando hacia las celdas, encogidos, mudos, somnolientos, arrebujados en sus hábitos, en tanto Fray Joaquín Pose y su adversario preparaban nerviosos las piezas en el tablero, para emprender una tercera y última partida de honor.

El capitán Pacheco se compuso la garganta, y restregose las manos, diciendo:

-Mal sesgo ve tomar a las cosas el reverendo padre, y juro que si no las sueña, ojea muy lejos de un modo asustador.

-Fray Benito tiene sus visiones, nada luminosas a veces -observó el padre guardián con cierta entonación irónica.

Sonriose el fraile apaciblemente, y repuso:

-Suele suceder eso, en realidad -con este motivo debo traer ahora a cuento un hecho dramático, acaecido el penúltimo día del sitio puesto a esta ciudad por los ingleses-. Aún no distamos de él dos años. Lo vi en sueños, un mes antes...

-Si huele a pólvora, el cuento promete -dijo el capitán Pacheco.

-Ya se verá. Paréceme que es un suceso excepcional y único en su género, aunque ya conocido de todos...

Fray Benito contó su ensueño.

No había sido Montevideo agredido todavía; y lo que es más raro, con nadie mantenía guerra. En uno de esos días serenos, una doncella vino al templo a hacer confesión auricular, y Fray Benito se la recibió. Iba a contraer matrimonio con un joven cadete de artillería, oriundo del que fue reino de León, casi un niño, pues apenas le apuntaba el bozo. Pareciole ella tranquila y feliz, como toda criatura que recién abre su espíritu al mundo. En pos de sus candores deslizados a su oído sin la menor sombra de pecado, fuese alegre y sonriendo, complacida tal vez de una absolución sin reserva alguna. Ocurriosele pensar al mirarla, en aquellas vírgenes de los primeros tiempos, destinadas al sacrificio; pero, bien pronto disipose en su espíritu hasta el último detalle de accidente tan natural y común como el de una confesión...

Una noche, sin embargo, ya olvidado todo, soñó que la niña había muerto en las vísperas de sus nupcias.

-¡Y de qué manera, Dios piadoso! -decía Fray Benito.

-Sin duda, sucumbió de amor la desdichada -objetó gravemente el capitán.

-No, por cierto, pues era bien correspondida... Véase ahí cómo, por un sino fatal, en el arma a que servía su amante estaba el secreto de su fin... Vi aquella noche en sueños agitarse su tronco sin cabeza, y tendidos sus brazos hacia el novio que la miraba mudo de terror, en tanto se removía en el suelo junto a la mesa del banquete, a un paso de sus deudos petrificados por el exceso del espanto, su cráneo hermoso y juvenil reducido a una masa sangrienta...

-¡Fue una pesadilla tétrica que tardó en borrarse de mi mente muy largas horas!

-¡Cifra negra en la historia de la prole de Magariños! -murmuró el padre guardián con voz apenas perceptible.

Siguió el fraile su historia.

El tiempo pasó, y vino el asedio por el ejército británico. Los cañones de la batería levantada frente al bastión del Sur, y los de poderosas fragatas acoderadas en la bahía, batían la muralla sin tregua, arrasando parapetos, merlones y explanadas. El bastión estaba en ruinas con sólo una pieza útil, desmontadas las otras, muertos todos los artilleros veteranos, abierto el muro del flanco a pocas decenas de metros, destrozada la tropa de milicia, y los últimos defensores llenos de sed, de hambre y de sueño se arrastraban al pie de las banquetas, aullando de desesperación... De aquella cólera espantosa, y de aquella atmósfera de llamas, todos tenían memoria. El orgullo nacional y el odio de raza, aparte de la justicia de la defensa, centuplicaban el vigor de la lucha. En uno de esos días legendarios, Andrés Durán, herido en la brecha, decía triste en una ambulancia improvisada: «Rugen bien el león y el leopardo... mas, ¡el primero tiene ya rota una garra!».

Pero, que ellos luchasen, era natural, y que muriesen también como buenos, en la batalla cruenta.

A los débiles, a los inocentes sin embargo, a los que creían en las venturas de este mundo, debía alcanzarles idéntico premio. La visión de Fray Benito iba a realizarse en uno de esos seres angelicales; en el ser mismo que la causó; en cierta hora de tregua y de reposo, como si el ánima de los cañones hubiese sentido profunda angustia ante los sublimes dolores del heroísmo...

La familia estaba reunida en el comedor, contenta y feliz, a pesar del conflicto. La costumbre del peligro, dejaba sonreír a las almas buenas. En medio de un turbión apocalíptico, ¡un festín en el hogar! El cadete, que acababa de limpiarse el sudor del combate, dichoso en sus cortos momentos de licencia, sentábase a la mesa. La novia lozana y fresca, coloreadas sus mejillas por el dulce calor de la ilusión -¡extraña rosa que se abría entre el fuego del incendio!- estaba cerca de la cabecera, con los ojos en su amado. La madre hacendosa iba a distribuir el pan y la sal a los que habían nacido para quererse, y era justo que allí cayese como bálsamo dulce la bendición del cielo. Cariños concentrados, anhelosas solicitudes, atenciones exquisitas y amables, todo sincero y profundo por la misma ansiedad en que se vivía en tiempos tan borrascosos, en aquella intimidad lucía, un minuto antes del duelo y del quebranto.

¡Crueles vísperas las de estas bodas de hierro y sangre!

La artillería hizo oír de súbito su ronco estruendo de la parte del mar, y salieron de la fortaleza cercana notas sonoras de una música guerrera, que acompañaba el ruido de las descargas en las almenas. El clarín vibraba en los ámbitos lejanos, y batía la tambora como un paso de ataque. Los comensales que llevaban ya el alimento a la boca, quedaron inmóviles, en suspenso.

-El enemigo renueva sus fuegos -dijo el cadete, en actitud de levantarse.

En ese instante, la pared del salón en que se celebraba el festín humilde, donde ninguna mano fatídica pudo trazar los caracteres del profeta bíblico, se abrió en su centro para dar paso a un grueso proyectil que hiriendo víctima noble, fue a sepultarse en la opuesta entre una nube de polvo.

Al silencio, siguiéronse gritos de horror; y viose en la semi-oscuridad, apagadas casi todas las luces de los candelabros por el viento de muerte, un tronco sin cabeza que saltaba de su asiento lanzando hacia arriba un chorro de sangre tibia y humeante...

¡Era la novia!

Fray Benito, hecho este relato a su manera, quedó callado, removiéndose sus labios con lentitud, cual si por ellos hubiese pasado un ácido amargo o deletéreo.

Fray Francisco y el capitán Pacheco agitáronse en sus sillones tosiendo, para ocultar alguna emoción de pena. Púsose el uno a pasar entre los dedos los nudos de su cordón blanco; y el otro a mirar el techo, silbando entre dientes un toque de guerrilla.