Ismael/XIV

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XIV

Pasaron algunos días.

Jorge Almagro seguía reconcentrado y bilioso. Buscaba ocasiones para zaherir a Ismael. Una vez le reprendió por haberse alejado dos horas del lugar de la faena; otro día le lanzó una palabra deprimente. Ismael le miró osco, en silencio, y diole la espalda.

-Este tupamaro busca el rigor, -había dicho el mayordomo, viéndolo alejarse. Aldama recogió la frase, y la trasmitió a Ismael. Éste había fruncido el ceño, y contestado algunas palabras ininteligibles; con las que, según Aldama, había querido significar que en todo caso, haría él de repente con el mayordomo lo que se hacía con un toro para reducirlo a güey.

Cierta tarde, se apartaban del rodeo o gran núcleo de ganado, algunas reses para saladeros. Todo el personal del establecimiento estaba ocupado en la faena. El sol diluía su fuego en la atmósfera haciendo sofocante el ambiente, y el polvo levantado por los cascos de los caballos enceguecía a los jinetes, en medio de una labor ímproba y dura en que la destreza está a cada momento desafiando el peligro, y en que la fuerza muscular del hombre entra en prodigiosa competencia con el brío del ganado mayor.

A esta tarea, habían concurrido numerosos hombres de campo de otros distritos; y entre ellos, un gaucho bizarro, que estaba al frente de la invernada del Rincón del Rey.

Bulliciosa animación sentíase en esa parte de la comarca.

El tropel de los caballos en sus frecuentes galopes, los roncos bramidos y las voces enérgicas de los jinetes, llevaban sus ecos a gran distancia, en los campos. En medio de aquel cuadro de robusto colorido, que de lejos pareciera entre su niebla de polvo, torneo de toros y centauros embistiéndose y reluchando con furor, destacábase Jorge Almagro con un gran grupo de peninsulares interesados en la compra de novillos propios para la faena de saladero.

A su alrededor la vacada se revolvía en gruesa espiral de astas en perpetuo roce, resoplando azorada y oprimida dentro del círculo impuesto por hombres y perros.

Alguna vez, este cerco era roto con fiereza, y algún toro bramando se abría paso para desaparecer bien pronto en la hondonada, cuando los agudos colmillos de Blandengue u otro fuerte mastín no le sujetaban de la nariz aplacando sus ímpetus de una manera instantánea y compeliéndole a retroceder en su impotente furia.

A intervalos, bien unidos, como formando un solo cuerpo informe de ocho pies y dos cabezas, caballo y novillo, castigados por la espuela o el rebenque, sudorosos, en rápida avalancha, descendían las parejas de la meseta a incorporarse al grupo del segundo rodeo; y solía suceder que, volviendo sobre uno de los flancos la res acodillada huía veloz al campo abierto, y era entonces cuando los más esforzados pastores se disputaban en ágil carrera poner el lazo de trenza en la cornamenta, o a rodeabrazo paralizar los miembros de la res con un tiro de boleadoras.

Ocurrido uno de estos casos, Jorge Almagro habituado a los ejercicios del campo y celoso de su fama de fuerte y hábil jinete, lanzó su lazada a la cabeza de un novillo que rompía el círculo, después de arrojar ensangrentado por los aires uno de los grandes perros.

El tiro falló.

El gaucho de la invernada del Rincón del Rey, se puso a reír con ironía.

Los tupamaros en gran número, se miraron con sorna unos a otros, haciendo serpear sus lazos armados en el suelo, con intención de probar fortuna.

De pronto, Ismael que se había conservado impasible, hizo arrancar su caballo con marcial estridor de estribos, y ganado lo suficiente del campo sobre la res, aventuró su tiro de bolas, las que atravesaron silbando sobre el novillo, para caer por delante como una culebra de tres cabezas y trabar sus miembros en apretados anillos, al punto de obligarle a doblarlos y hundir sus cuernos en tierra.

Un grito de aplauso escapó al pecho de los circunstantes, aclamando al diestro «tirador».

Jorge se mordió los labios, hasta hacerse sangre.

-¡Ya te cruzaste! -prorrumpió con ira reconcentrada, fijos sus ojos de jaguar en Ismael.

-¡Guapo el criollo! -dijo en voz alta el gaucho de la invernada, siguiendo atentamente los movimientos de Almagro.

Éste se volvió, dirigiéndole una mirada colérica. El gaucho apretó a la montura las piernas, lanzó su caballo de lujoso arreo hacia Jorge, y tras este salto de amenaza, exclamó con mal ceño:

-¿Se ha pensao que va hacer carona del cuero del tupamaro?

Almagro no replicó.

Pocos momentos después, dirigiéndose a un negro de chiripá rojo que hacía jadear su cabalgadura en continuo vaivén con las reses, preguntole imperioso:

-¿Quién es ese, retinto?

-Fernando Torgués -dijo el negro, alargando su boca pulposa como una trompa de tapir.

-¡Ah, el gaucho díscolo! -repuso Almagro.