Ismael/XVI

De Wikisource, la biblioteca libre.

XVI

Las dagas se cruzaron despidiendo chispas en el choque, para separarse, ondular, recogerse y alargarse de nuevo como víboras rabiosas. Sus filos solían encontrarse en las tendidas a fondo cerca de los extremos agudos; y los dos combatientes, comprimiendo sus respiraciones, apretando el labio y bien abiertos los ojos, cual si los párpados se hubiesen recogido en el fondo de las cuencas, parecían hacer reposar sus troncos sobre elásticos de goma o muelles de acero al saltar de frente o balancearse con la flexibilidad del tigre.

El tartán del hombre atlético estaba a los pocos momentos hendido a tajos, sirviéndole de resguardo de brazo y pecho; Torgués sangraba por pequeñas heridas en el cuerpo, cuyo escozor apenas advertía en la fiebre de la pelea.

Los golpes empezaron a sucederse torpes, entre falsas paradas e inseguros ataques, exacerbado el encono, perdida ya la serenidad de la vista y la firmeza del brazo por el esfuerzo y la fatiga.

Chorreaban sudor los rostros, los pies armados de espuelas con sus calcañares en ángulo tropezaban a intervalos, y las dagas huían con frecuencia de las manos ateridas hasta tocar el suelo en el furor de la brega.

Llegó pronto un momento que aumentó la ansiedad, precipitando el desenlace.

Los contendientes habían estrechado el espacio de separación, y con el puño que oprimía el arma sobre la rodilla derecha, se dieron ligera tregua, mirándose torvos y jadeantes. Tras estos segundos de descanso, el hombre de la barba espesa se tiró a fondo con un movimiento rápido y violento, a punto de perder su guardia e irse sobre el adversario como una pesada mole.

El golpe habría sido mortal, si aquel no salta de flanco librando el pecho, y ofreciendo sólo su brazo izquierdo a la punta del arma. Al sentirse lastimado, Torgués levantó la daga, barbotando con ronca voz:

-¡Vale tarja!

Su brazo volteose con la fuerza de un barrote de hierro, y la daga cayó abriendo ancha herida en el robusto cuello de su enemigo, que abandonó el acero ensartado en el brazo de Fernando, para rodar por tierra a la manera del potro que recibe un golpe de garrote en el testuz.

El grupo ya muy numeroso y compacto, se arremolinó con el rumor de la marea. Todas las bocas respiraron ruidosamente. El vencedor al arrancarse la daga de la herida y al arrojarla lejos, enrojecida con su sangre, dijo con su acento fiero

-¡Vean si está bien muerto!

Los jinetes en tumulto, aproximáronse más al cuerpo del vencido que yacía de costado entre un gran charco sangriento, y se quedaron mirándole en silencio. Difícil hubiera sido reconocer en aquellos rostros si el sentimiento que en ese instante predominaba, era el del interés que inspira la desgracia del guapo, o el de la compasión que despierta la muerte de un hombre. El hecho era que, a la voz de Fernando, todos se habían movido como por un resorte. El gaucho bravo tenía en los ojos una fuerza avasalladora; ninguno se acordaba en aquel momento de la justicia del rey.

Sabido es que la costumbre de ver sangre, aunque fuere la de las bestias, cebaba y subyugaba a los que habían nacido en los hogares del desierto y contemplado desde la edad más tierna cómo palpitaban las entrañas de la res abierta en canal, segundos después que el cuchillo había dividido las arterias del cuello. Este vapor de sangre que se aspiraba en la infancia endurecía el instinto, y adobaba la fibra.

Entonces, en el período de la adolescencia, depravada la sensibilidad moral, llegábase a asistir con deleite a las luchas mortales de los hombres y las hazañas cruentas del valor. -Este espectáculo, en los lances singulares, embriagaba y suspendía: una atracción irresistible encadenaba los espíritus agrestes a la escena del drama, hasta que declarada la victoria, la superioridad del triunfador los hacía esclavos de su prestigio, de su fuerza y de su imperio-. El caudillaje, por lo mismo, no fue nunca otra cosa que un cautiverio de voluntades por la coerción decisiva de la audacia, de la intrepidez y del éxito, en la soledad de los campos, en medio de las tinieblas de la ignorancia y del error, lejos de la influencia eficaz de las autoridades, allí donde la libertad indómita tenía por vehículo al potro, por refugio el seno de los bosques, y por tipo genérico al primitivo gaucho de la leyenda heroica.

Escenas como ésta a que nos referimos, de tiempos ya lejanos, -tiempos de la primera generación, en que la raza empezaba a sentir el hervor de los instintos hasta entonces reprimidos, y a desprenderse apenas de su corteza de barbarie -de su piel charrúa, si se nos permite la imagen- animando la escena con la variedad pintoresca del tupamaro, eran escenas propias de la índole genial del pueblo, frecuentes y trágicas, sin represión inmediata, en que se adiestraba el músculo, dándose desarrollo increíble a las pasiones con abandono absoluto del cultivo de la inteligencia y del sentido moral. La ley de la herencia ejercía todo su imperio en la vida tormentosa del embrión. El menor episodio de guerra o lucha de familia se caracterizaba por una propensión irreductible de los instintos ciegos, más que por la fuerza del cálculo o la malicia de la idea. Se vivía de sensaciones; y, el odio o la venganza las ofrecían a cada hora en nuestra edad del centauro y del hierro.

La escena que dejamos relatada, había removido las pasiones del grupo por un momento. Después había sobrevenido algo como una calma indiferente. Uno de los campeones estaba en el suelo, ¡extinta para siempre su fiereza!

Jorge Almagro se encontraba en el extremo opuesto del rodeo, apresurando la conclusión del aparte de novillos, cuando el negro de chiripá rojo azuzando sin descanso a su rucio rodado que no salía ya de un pesado trote, con una sola espuela de rueda enorme, ceñida a su pie desnudo y calloso, se le acercó para decirle que el hacendado Tristán Hermosa acababa de caer malherido en lucha con el capataz de la invernada del Rincón del Rey.

-¿Y él? -preguntó entre tartajoso e iracundo el mayordomo.

-Cribao y manco, señó.

Almagro picó espuelas, seguido del grupo, ordenando que se largase el ganado.

A mitad de su galope, alcanzó a divisar hacia la izquierda muchos jinetes que se alejaban a buen paso del sitio de la tragedia.

-¡Que se cure la manquera! -murmuró con sorda rabia. ¡A su tiempo, conmigo ha de ser!

En el lugar de la lucha, sólo se veían dos hombres: Aldama e Ismael.

Tres de los grandes mastines, echados junto al cuerpo inmóvil, alargaban sus hocicos oliendo la sangre que empapaba las yerbas.

Así que Almagro llegó, lanzose rápido del caballo, y dando con el mango del rebenque en la cabeza de uno de los perros que arrastró en su fuga a los otros, sacudió con fuerte brazo el cuerpo de Hermosa, hasta volverle de rostro; y púsose a contemplarle, pálido y mudo.

Ismael salivó a un lado con displicencia, y dijo sencillamente:

-Dijunto.

-Aurita no más jipeó, con un gorgorito -añadió Aldama.

Almagro levantó la cabeza gestudo, mirándoles por debajo de las cejas. Enseguida quitose un gran pañuelo a cuadros que llevaba en el cuello, y rodeó con él el de Tristán Hermosa, cuya herida era ancha y profunda. La daga había ofendido venas y arteria, sucediéndose una hemorragia mortal.

Vendada la herida, Almagro hizo una seña al negro del chiripá rojo que había ya mudado de caballo, diciendo:

-Acerca, Pitanga. Lo cruzaremos adelante.

Y dirigiéndose a Ismael y Aldama, agregó bruscamente:

-¡Ayuden a levantar!

El cuerpo fue colocado sobre la encabezada del lomillo, manteniendo el equilibrio el negro con las dos manos sobre el pecho; y el fúnebre acompañamiento echó a andar hacia la casa cuando cerraba ya el crepúsculo.