Ismael/XXIX

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XXIX

El regreso de su excursión, fue cuando Ismael y su amigo se vieron atacados y perseguidos por una partida avanzada del Preboste, cayendo prisionero Aldama, y refugiándose Velarde en los montes del Río Negro.

Se recordará desde luego, que, impuesto Benavides del suceso por boca del emisario, y de la carta de que fue portador, mandó que su gente ensillase los caballos de reserva, para ponerse en movimiento a la madrugada y es aquí donde pasamos a reanudar el hilo de nuestro relato, y a desenvolver en su orden cronológico los episodios del drama.

A cuarenta alcanzaba el número de los hombres de que disponía Benavides, diseminados en grupos en distintos lugares del bosque, pero muy próximos al potril donde acampaba el grueso de la fuerza.

Los tupamaros figuraban en primera línea; y, sabido es que bajo ese dictado irónico era como distinguían a los criollos o nativos los dominadores, comparándolos con los adeptos del animoso cuanto infortunado Tupac-Amarú, dividido en pedazos al furioso arranque de cuatro potros; y aún a los innumerables próceres de la independencia de Sud-América, -sin excluir a sabios ilustres, que sufrieron otro género de suplicio-, el de arcabuceo por la espalda.

A esos tupamaros que sumaban las dos terceras partes del grupo, uníanse algunos zambos y negros cimarrones, vestidos de andrajos, que vagaban desde hacía tiempo en compañía de las fieras, menos crueles con ellos que sus amos.

Esta sufrida raza sobre la que habían refluido bajo otra forma de labor inicua el tributo real, el obraje, la mita y todas las cargas abrumadoras del sistema, era un continente estimable, vinculado al movimiento por el derecho a la libertad y a la vida; y en aquellos tiempos legendarios no es menos luminosa que la de los criollos, la ruta que los batallones negros sembraron de proezas inmortales.

Tres o cuatro indígenas completaban la partida, los más de ellos con vestimenta primitiva, muy diferente a los trapiches y guiñapos de los negros. El quillapí de venado y la camiseta de piel, constituían todo su ropaje. Habían reemplazado por lanzas largas sus aljabas de flechas cortas, y llevaban a la cintura boleadoras y cuchillos.

Con siglos de existencia esta raza indomable no debía salir de su edad de piedra. No obstante, ella era como el nervio del desierto, en perpetua vibración. Por reiteradas veces en combates parciales, españoles y portugueses habían sentido el rigor de sus venganzas; los yaros y los bohanes les rindieron tributo de la vida; y ahora, reducidos ya a un número pequeño de guerreros, persistían errantes en el suelo de sus mayores, sin ideales ni creencias, sin otro vínculo de familia que la junción sexual, ni otra pasión por la tierra que el instinto fiero y duro que crean y agigantan el desierto y el clima. La tribu se conservaba arisca y soberbia, no reconociendo más ley que la de sus caciques, y en sus marchas vagabundas hacía pesar sobre el país ya poblado la fuerza de sus hábitos desoladores.

Algunos, sin embargo, se apartaron del aduar al primer grito de guerra, y se reunieron con los matreros. Fueron estos, mocetones que habían crecido en trato frecuente con los tupamaros, y cuya costumbre llegó al fin a modificarse en ese roce, en sentido de suavizar la crudeza de su barbarie. Servían para la pelea, eran ágiles y baqueanos. Afianzaba su lealtad, un odio inveterado y profundo a los conquistadores. Por eso se les veía en una u otra partida revolucionaria, de a dos o tres, como dispersas y estériles semillas de una raza condenada a desaparecer con su oscura etnología, formando con los mestizos, negros y cambujos esa mezcla caprichosa de «piel de tigre», que en los grandes años del valor heroico se fundió en la masa de que había de surgir un pueblo nuevo.

Entre aquellos de que hablamos, apartados de la tribu, la que al fin había de entrar también por su cuenta en la lucha, distinguíase Aperiá, por sus calidades de sabueso.

Poseía este indígena todas las que eran características o típicas de su raza, en grado notable.

Buena talla, cabeza erguida, frente abierta, perfiles regulares, ojos pequeños, negros, relucientes, de extraordinario poder visual, dentadura blanca y vigorosa, cabello cerdudo, miembros robustos, pie corto y bien conformado como la mano, algunos pelos lustrosos y gruesos sobre el labio, la piel negruzca, el oído fino y sutil, y un olor acre de bestia feroz.

El efluvio charrúa tenía en realidad mucho de felino: denunciábase a la distancia como emanación de caverna o de guarida, por el unto de los cuerpos con grasa de alimañas o de potro, que usaban quizás como preservativo contra la crudeza del aire.

Aperiá, sin ser una excepción, solía bañarse en los días de gran calor, rompiendo con los hábitos de indolencia de su tribu. Y cuando él salía del cauce en que se había zabullido como un «carpincho», y saltaba al ribazo, algún criollo decía al persignarse, desnudo, para bañarse a su vez: ¡Dejá que corra la agua al remanse, qui a quedao overa!

La fuerza así compuesta por elementos tan heterogéneos, obedecía como hemos dicho a Venancio Benavides, ex-clase de caballería de milicias y oriundo de Soriano; hombre de grande estatura, músculos de acero, gesto adusto y caviloso de taimonia soberbia, forrado en pasiones e instintos, y predestinado a agitarse y a morir en la acción, que empezó para el patriota en una mañana de gloria y acabó entre las sombras, bajo las banderas del rey.

Venancio tenía que incorporarse a Viera el día último de Febrero en el paso Dénis del arroyo de Asencio, para lanzar unidos el grito de independencia; y forzábale a ese paso la premura del tiempo, así como la necesidad de levantar algunos parciales, ya prevenidos de su tránsito por el distrito.

En prosecusión de este plan, puso al indígena en campaña, librando a su sagacidad el descubrir la posición exacta del fuerte destacamento de caballería que vigilaba las orillas del monte, y en cuyo poder había caído Aldama en la tarde anterior.

Aperiá montó en pelos su overo, cogió la lanza, y escurriose por la picada, cuando ya se iban alejando las sombras de la noche.

La columna empezó a su vez el desfile, uno en fondo, abriendo la marcha Ismael.

Había tenido éste tiempo para asar su «mulita», de la que iba saboreando una pierna con deleite. Otro trozo con concha, pendía del «fiador», en previsión de las emergencias posibles.

Aperiá franqueó cauteloso la picada, después de inspeccionar a pie las proximidades de la salida. Su vista viva y penetrante había sondado bien la sombra. La naturaleza que ha concedido a ciertos seres a más de la pupila una luz fosforescente para guiar su marcha y descubrir la presa, no había sido menos próvida con él, pues que podía con su ojo pequeño y brillante competir en las asperezas del rastro con el del gato montés en acecho.

Fuese recorriendo los contornos al paso, echado sobre el cuello de su caballo, con cuya crin cubríase una parte del rostro. Por algunos instantes se enderezó, y estuvo mirando a todos los vientos, y no percibiendo nada, continuó su avance hasta un barranco que remataba el declive de una loma enhiesta.

Allí, el overo fue acortando el paso, piafó bajo y sordamente dos veces, y se detuvo con el hocico estirado y las orejas tiesas.

La mano de su amo acariciole la frente y la nariz, y bajole con suavidad la cabeza.

El overo quedose sosegado.