Juan Martín El Empecinado/IV

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IV

-A esos barbilindos que ha traído usted -me dijo mosén Antón, mirando hacia abajo como quien está en lo alto de una torre-, ¿se les puede confiar una comisión delicada?

-Sí, mi coronel -respondí-. Ya saben lo que se hacen.

-Una comisión delicada -repitió-, por ejemplo, tapar la salida de un pueblo, poniéndose como muralla de carne desde una casa a otra.

-Haremos todo lo que se nos mande, pues para eso hemos venido.

Mientras esto hablábamos miré al jefe de la partida, el cual con las manos cruzadas sobre la barriga, aflojadas las riendas del caballo y dejándole marchar pausadamente, se había sumergido en beatífico sueño. Despierto, vigilante, inquieto como un sabueso que adivina la presa, mosén Antón escudriñaba con sus ojos de buitre el estrecho horizonte del valle por donde caminábamos y las cercanas colinas.

Habíamos comenzado a descender, y a nuestra izquierda el cielo empezaba a teñirse de rosa y pálido oro, anunciando el cercano día. Las crestas de los cerros irregulares cuyas siluetas semejaban, cual un perro dormido, cual un pellejo de vino, principiaban a aclararse, dejando ver desparramados caseríos, manchas de carrascales, olmedas y grupos de colmenas.

-Quiero saber otra cosa -me dijo mosén Antón inclinándose de nuevo sobre mí, como un picacho próximo a desprenderse-. En caso de entrar en combate las tropas regulares que manda usted y su amigo ¿deben batirse por separado o mezcladas con mi gente?

-Creo que de una manera u otra lo harán bien. Mezclándolas se evitan las envidias y la rivalidad que siempre existe entre la tropa del ejército y la voluntaria.

La cara de mosén Antón se contrajo de un modo especial, indicando disgusto.

-Ya, ya comprendo lo que mi coronel desea -dije con viveza, y era verdadque lo comprendía-. Lo que mi coronel quiere es precisamente que exista esa rivalidad y emulación. Ahora caigo en que lo mejor es hacerles pelear por separado para que unos se estimulen con el ejemplo de los otros, si hay diferencia en el modo de combatir.

-Muy bien, señor oficial -repuso con satisfacción-, veo que usted tiene todo el saber militar en la punta de la uña.

Llegamos a lo hondo de un estrecho barranco y la partida hizo alto. Mosén Antón dispuso que se guardase el mayor silencio y D. Vicente Sardina despertó exclamando:

-¿Qué hay? ¿Hemos dado con los franceses? ¡A ellos!... ¡Que se escapan!... ¡Viva Fernando VII, muera Napoleón!

-Despabílese usted, hombre -dijo entre veras y burlas el cura-. Aquí no se ven franceses más que en sueños.

-¿Acaso yo dormía...?

-No, velaba.

-Eso es un insulto, mosén Antón... Sostener que el jefe de la partida dormía, cuando... Si se me cerraron los ojos fue porque estaba recapacitando sobre la bobería y descuido de esos tontos de franceses que se dejan sorprender...

-Silencio -dijo el jefe de Estado Mayor, bajándose del caballo-, voy a hacer un reconocimiento.

-Sí -indicó con burlona malignidad Sardina-. Puede que detrás de aquella peña esté el general Gui, con veinte mil hombres... Pero si no me engaño, tras aquel muro arruinadose ve el sombrerito de Napoleón. Gran presa hemos hecho... Lo menos caen hoy en nuestras manos cincuenta mil gabachones.

-Descabece usted otro sueño -dijo Trijueque.

-¿Pero dónde estamos? Por fuerza este endiablado cura nos ha traído a Madrid. ¿Apostamos a que quiere sorprender al rey José en su misma corte y cogerle prisionero? ¿Aquel mojón no es la puerta de Atocha...? ¡Pero quia! Si es una colmena... ¿no hubiera sido más cuerdo quedarnos sosegadamente en aquel cómodo lugar de Val de Rebollo? A esta hora ni a usted ni a mí nos hubiera faltado un buen tazón de chocolate.

Mosén Antón no contestaba a las burlas de su jefe, y haciéndonos señas de que le siguiéramos, a mí, al Sr. Viriato y a otro guerrillero llamado Narices, hombre pequeño, flaco y resbaladizo como una culebra, llevonos por una vereda adelante y por entre espesos carrascales, cuyas ramas apartábamos a un lado y a otro para poder pasar.

-No hacer ruido -nos decía a cada momento-. Si el enemigo está donde sospecho, tendrá por aquí sus escuchas.

Mosén Antón apartaba, tronchándolas, ramas corpulentas que impedían el paso. El jabalí perseguido no se abre camino en la trocha con mejor arte. A ratos se agachaba, atendiendo con viva ansiedad; pintábase en su rostro, tan feo como expresivo, una dolorosa duda; volvía a emprender el paso y por último llegamos a lo más alto del cerro y a un puntodesde donde se veía otra hondonada como aquella en que acababa de hacer alto la partida. En la meseta donde nos hallábamos el monte tenía una extensa calva, no reapareciendo la vegetación sino en lo más bajo del declive.

Mosén Antón se echó de barriga en el suelo. Parecía una inmensa cigarra negra en el momento en que, contrayendo las angulosas zancas y plegando las alas, se dispone a dar el salto. Nos colocamos a su lado en análoga posición y entonces nos habló así:

-¿Ven ustedes abajo el pueblo?

En efecto; bajo nosotros se veían los tejados rojos de algunas casas apiñadas.

-Ese pueblo es Grajanejos -añadió-. Anoche se me metió en la cabeza que los franceses que estaban en Cogolludo habían de venir a pernoctar aquí por Miralejo... Se me metió en la cabeza, sí señores; y cuando a mí se me mete una cosa en la cabeza...

-Tiene que suceder, aunque Dios no quiera -dijo Viriato

-Yo no me equivoco -añadió con cierta confusión el padre Trijueque-. Yo dije: «Pues que los franceses están en Cogolludo de regreso de Aragón, han de tomar una de estas dos direcciones, o la vuelta del Casar de Talamanca para ir a tierra de Madrid, o la vuelta de Grajanejos para tomar el camino real y marchar hacia Guadalajara o hacia Brihuega». El primer movimiento es inverosímil, porque están muy hambrientos y habían de tardar tres o cuatro días en llegar a la Corte: el segundomovimiento es seguro, y sentado que es seguro, ahora digo: «Si pasan el Henares, ¿cuál puede ser su intención? O tratar de sorprendernos en este laberinto de bancos y pequeños valles, lo cual sería fácil si ellos fueran nosotros y nosotros ellos, o simplemente guarecerse dentro de los muros de Brihuega o Guadalajara, donde tienen abundantes provisiones». En uno u otro caso, entrarán en el camino real, que está a nuestra vista. Observen ustedes; a la luz de la aurora se ve claramente el camino real que va desde Madrid a Zaragoza. Es una hermosa calzada, que podría empedrarse con los cráneos de franceses que hemos matado en ella.

Vimos en efecto el camino real de Aragón que serpenteaba entre el arroyo y la montaña de enfrente, siguiendo las sinuosidades del angosto valle.

-Todos esos cálculos -dijo Viriato- son admirables, y demuestran el consumado talento de vuecencia. ¡Y dice mosén Antón que no ha estudiado lógica!... no puede ser. Lo que hay de malo en esto, es que por de pronto esas ingeniosas previsiones han resultado fallidas, porque yo estoy ciego de tanto mirar y no veo franceses en Grajanejos.

Mosén Antón no decía nada, y miraba atentamente a los extremos visibles del valle y a las suaves colinas que enfrente teníamos. En su rostro se pintaba una ira reconcentrada y profunda; apretaba las mandíbulas; fruncía el ceño, haciendo culebrear las cejas negras y espesas como dos bigotes y el resoplido de sualiento no discrepaba en fuerza y calor del de un caballo.

He dicho que se había tendido de barriga, con las palmas de las manos en tierra y los codos en alto, en actitud muy parecida a la de los cigarrones cuando se disponen a dar el salto. De súbito mosén Antón saltó todo lo que puede saltar un hombre en tal postura; levantose en pie, extendió los brazos, lanzaron las cavidades de su pecho un graznido de ave de rapiña, brilló el rayo en sus ojos y señalando a la derecha hacia el punto donde desaparecía el valle formando un recodo, exclamó:

-¡Los franceses, ahí están los franceses!

No vimos nada; pero oímos un rumor vago y lejano que acrecían con sus hondos ecos las angosturas del valle. Era ruido de caballos, de gentes de armas, el ruido a ningún otro parecido de un ejército que se acerca.

-¿No lo dije? ¿No lo dije?... ¿Me he equivocado alguna vez? -gritaba mosén Antón desfigurado por el júbilo, con toda su persona descompuesta y alterada, cual máquina que se va a desengranar-. Cogidos, cogidos en una ratonera. Ni uno sólo escapará... Lo que pensé, lo mismo que pensé; pasaron el Henares por Carrascosa, subieron a los altos de Miralrío, vadearon el Vadiel y han cogido el camino real en Argecilla... Todo esto lo estaba yo viendo anoche, señores, lo estaba viendo como se ve un cuadro que uno tiene delante.

Agitaba los brazos, sacudía las piernas y ponía en movilidad espantosa todos los músculos de su rostro, asemejándose a Satanás cuando padece un ataque de nervios, si es que el ministro de la eterna sombra experimenta iguales debilidades que las damas del mundo visible; desenvainaba su sable, volvíalo a envainar, frotábase las anchas manos con tal presteza que causaba asombro que no despidieran chispas; se acomodaba en la cabeza el mugriento pañizuelo y la gorrilla, se apretaba el cinto y profería vocablos ya patrióticos, ya indecentes, mezclados con blasfemias usuales y aforismos de guerra.

Las avanzadas de los franceses aparecieron en el camino real.

-¡Con cuánta confianza vienen! -dijo mosén Antón-. Esos bobalicones no aprenden nunca. No flanquean la marcha. ¿Ven ustedes columnas volantes en las alturas?

-Por este lado -dijo Viriato- se ven brillar algunos cañones de fusil.

-Retirémonos abajo -dijo Trijueque-. Dejémosles entrar tranquilamente en el pueblo.

Poco después de esto, la partida marchaba despacio y con orden admirable por una senda de escasa pendiente que conducía faldeando el cerro en repetidas vueltas al lugar de Grajanejos. Mosén Antón dispuso que una parte de la fuerza se escondiese en el carrascal, adelantándose con toda precaución para no ser vista ni oída. El resto marchó adelante.

-Mucho silencio -dijo Sardina-, mucho silencio. Cuidado no se escape algún tiro... Al que respire fuerte, le fusilo.

Cuando esto decía, oyose un chillido prolongado y lastimero. Era el Empecinadillo que pedía la teta.

-Si ese condenado chiquillo no calla -exclamó mosén Antón con furia-, arrojarle al barranco.

El Empecinadito, extraño a la estrategia, seguía gritando.

El jefe de Estado Mayor, que llevaba del diestro a su caballo, se detuvo ciego de ira, y repitió:

-¡Arrojarle al barranco! ¿No hay quien le tape la boca a ese trompetero de mil demonios?

El Sr. Santurrias se esforzó en hacer callar al pobre niño, mas no le convencían los argumentos empleados, ni aunque se le dijo «que te va a comer mosén Antón», se resignó a la obediencia que el grave caso requería. Al fin creo que taparon su boca o sofocaron sus gritos envolviéndole en sus propios abrigos, con lo cual se libró por aquella vez de ser arrojado al barranco en castigo de sus escandalosos discursos.

D. Vicente Sardina, de acuerdo con su segundo, dispuso que los de la izquierda de la senda nos adelantáramos con objeto de cortar la salida del pueblo por el camino real en dirección opuesta a aquella por la cual entraban los franceses.

-No me fío de estos señoritos -dijo mosénAntón al vernos partir-. Que vaya el Crudo con ellos. ¡Crudo, Crudo!

Presentose un guerrillero rechoncho y membrudo, bien armado y que parecía hombre a propósito lo mismo para un fregado que para un barrido en materia de guerra.

-Crudillo -ordenó el jefe- a ti y a estos señores os toca cortar la salida por abajo. Lleva cien hombres de lo bueno. Apretar de firme.

Reforzados por la gente de el Crudo, que era de lo mejor que había en la partida, emprendimos la marcha por un suave declive que nos condujo a las inmediaciones del camino real por el mediodía del pueblo. Los otros al hallarse próximos y con la ventaja que les daba su excelente posición en lo alto, atacaron a un pequeño destacamento francés que avanzó a reconocer la altura, mientras el resto de la fuerza enemiga descansaba en el pueblo. Esta conoció al punto que había sido sorprendida y pensando en defenderse ocupó precipitadamente las casas. Los de la partida les atacaron, no sólo con brío, sino con plena confianza por la fuerza moral que la sorpresa les daba, y los franceses se defendían mal a causa de la turbación del cansancio y la estrechez del lugar en que se habían metido.

Después de un breve combate, los enemigos comprendieron que no tenían otra salvación que la fuga por la carretera abajo o bien por la misma dirección de Argecilla que habían traído en sentido contrario. Muchos intentaron escapar por donde estábamos; pero viendobien guardada la salida, y divisando hacia aquella parte uniformes de ejército y hasta veinte caballos que en su atolondramiento se les figuraron doscientos, creyeron que todo el segundo ejército al mando de D. Carlos O'Donnell, se había corrido desde Cuenca a tomar el camino de Aragón, y optaron por la salida opuesta. El barullo y confusión que esto produjo en sus azoradas tropas fue tal que D. Vicente Sardina con su gente escogida acuchilló sin piedad y sin riesgo a muchos infelices que no hacían fuego ni tenían alma y vida más que para buscar entre el laberinto de callejuelas el mejor hueco que les diera salida de tal infierno.

Algunos que advirtieron la imposibilidad de retroceder sin ser despedazados en la pequeña plaza, arriesgáronse a abrirse camino por el Mediodía, y vimos que se nos echó encima regular masa de caballería, cuya decidida carrera y varonil decisión nos hizo temblar un momento. Habíamos ocupado la casa del portazgo, y en el breve espacio de tiempo de que dispusimos habíamos amontonado allí algunas piedras, ramas y troncos que encontramos a mano. Se les hizo fuego nutrido, y cuando los briosos caballos saltaban relinchando con furia por entre los obstáculos allí mal puestos, el Crudo lanzose con los suyos, quien a la bayoneta, quien esgrimiendo la navaja, a dar cuenta de los pobres dragones. Estimulados por el ejemplo, corrimos los demás y pudimos detener el empuje de los caballos y desarmar los infantes que tras ellos corrían.Duró poco este lance; pero fue de los de cáscara amarga, y en él perdimos alguna gente, aunque no tanta como los enemigos. Bastantes de éstos murieron, y excepto dos o tres que fiados en la enorme bravura de sus caballos lograron escapar, todos los vivos fueron hechos prisioneros.

Cuando presentamos nuestra presa a don Vicente Sardina y a mosén Antón, que estaban en la plaza dictando órdenes para asegurar la victoria, ambos nos felicitaron con calor.

-Es preciso pegar fuego a este condenado Grajanejos -dijo mosén Antón-. Es un lugar de donde salen todos los espías de los franceses.

-Quemarle no -repuso Sardina con benevolencia.

-Eso es, eso es -dijo con arrebatos de destrucción el jefe de la caballería-. Mieles y más mieles. Así los pueblos se ríen de nosotros. En Grajanejos han tenido los franceses muy buen acomodo, y se susurra que de aquí han sacado ellos más raciones en un día que nosotros en un mes.

-No se hable más de eso -dijo Sardina-. El pueblo no será quemado. ¿Para qué? No rebajemos la gloria de esta gran jornada con una atrocidad. Gran día ha sido este... Bien sabía yo que los franceses habían de venir aquí... Mosén Antón, nada de quemar. Mande usted saquear el lugar, y al vecino que oculte algo tirarle de las orejas...

-Señor Mosca Verde -dijo mosén Antón aun guerrillero que venía a recibir órdenes-. ¿Cuántos prisioneros tenemos?

-Sesenta y ocho he contado ya. Entre ellos un coronel.

-Es demasiada gente -repuso el cura-; sesenta y ocho bocas a las cuales es preciso dar pan. Señor Sardina ¿doy la orden de quintarlos?

-¿Para qué? -dijo el jefe-. Dejémosles las vidas, y los entregaremos sanos y mondos a D. Juan Martín para que haga de ellos lo que quiera... ¿Pero no hay en este infernal pueblo un poco de chocolate?... ¡Señor Viriato de mil demonios!... que siempre ha de desaparecer el tuno de mi ayudante cuando más lo necesito...

-Aquí estoy mi general -gritó Viriato, que venía corriendo con una sarta de chorizos en la mano-. ¿Pedía vuecencia chocolate? Ya lo he mandado hacer para vuecencia y mosén Antón.

-Yo -dijo este- tengo bastante para todo el día con un pedazo de pan y queso, señor Viriato; o si no dadme uno de esos chorizos y buscadme un zoquete que lo acompañe... Si todos fueran tan sobrios como yo... Repito que será preciso quintar a los prisioneros, si nuestra gente ha de tener ración para tres días.

-Mando que no se fusile a ningún prisionero -dijo Sardina-. ¿Se niegan los vecinos a dar lo que tienen?

-No señor -respondió Mosca Verde-. No se niegan porque como no dan, sino que lo tomamos...Algunas arcas repletas de pan y queso y miel se han encontrado.

-¿Ha muerto alguna gente dentro de las casas?

-Nada más que el tío Genillo el albéitar, que está clavado en la pared como un murciélago.

-Pero ese chocolate, ese chocolate... Señor Viriato, ¿sabe usted que tengo más hambre que seis estudiantes juntos?

Presentose de improviso Santurrias, diciendo:

-Mi general, hemos encontrado al fin a una mujer con cría; pero no quiere dar de mamar al Empecinadillo.

-¡Qué alevosía, qué desacato! -exclamó mosén Antón-. Que la fusilen al momento.

-Venga acá esa señora, y yo la haré entrar en razón -dijo con benevolencia Sardina-. Este Trijueque quiere fusilar a todo el género humano.

El Cid Campeador, la señá Damiana y otro guerrillero trajeron casi arrastrada a una mujer joven y hermosa, la cual clamando al cielo con lastimeros gritos, se esforzaba en desasirse de los brazos de aquellos bárbaros.

-Aquí está, aquí, mi general, la mala patriota, la afrancesada.

-Señora -dijo mosén Antón mirando a la buena mujer con fieros y aterradores ojos-, ¿no sabe usted que la hacienda del buen español ha de ponerse a disposición de los buenos servidores de la patria y del rey?

-La hacienda sí, pero no los pechos -repuso la mujer con varonil denuedo.

-Señora, rece usted el credo -vociferó Trijueque-. Que vengan cuatro escopeteros. Atadle las manos a la espalda.

-Pues qué, ¿me quieren fusilar? -gritó la infeliz con angustia.

-Este condenado mosén Antón -me dijo en voz baja Sardina- quiere hoy una víctima, y al fin habrá que dársela.

Creyendo luego conveniente interponer su autoridad para impedir un hecho abominable, habló así:

-Buena mujer, ponga usted sus pechos a disposición de la patria y del rey... El Empecinadillo es hijo adoptivo de este ejército... dele usted de mamar, y tengamos la fiesta en paz... Y a usted, Sr. Santurrias, le ordeno que despeche a ese becerro de dos años lo más pronto posible o que lo deje en cualquiera de estos lugares. Todos los días hay una cuestión por la teta que necesita el muñeco.

La hermosa mujer comprendiendo el peligro que le amenazaba, si no ponía a disposición de la patria los dones que natura le concediera, tomó al muchacho y lo arrimó a su seno. El gusto que debió experimentar nuestro Empecinadillo cuando se vio regalado con lo que en abundancia tenía su improvisada madre, figúreselo el lector y traiga a la memoria las hambres y los hartazgos de sus verdes niñeces, si es que tan remotas impresiones pueden venir a la memoria. El huerfanillo tragaba con voracidad insaciable, y según la fuerza con que sus manecitas apretaban lo que tenían más cerca, parecía querer tragarsetambién aquellas partes, causa de su regocijo, y que demostraban la longanimidad del Criador para con la señá Librada, pues tal era el nombre de aquella mujer.

Los circunstantes veían con alborozo el glotón rechupar del huérfano, y aplaudían en coro diciendo: -¡Cómo traga! ¡La va a dejar en los huesos! Es un fraile dominico que nunca acaba de llenar el buche.

D. Vicente Sardina, que continuaba teniendo más hambre que seis estudiantes, miraba al hijo de la guerrilla con ansiosa envidia.