Juan Martín El Empecinado/VIII

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VIII

Mi compañero y yo nos retiramos a nuestro alojamiento, donde disfrutábamos la compañía de los más respetables individuos de aquel ejército. Ocupeme primero en escribir a la Condesa, de quien había tenido carta dos días antes con nuevas poco satisfactorias, y luego pensé en dormir un rato. Estábamos en una anchurosa estancia baja. Junto al hogar, el Sr. Viriato contaba al amo de la casa las más estupendas mentiras que he oído en mi vida, todas referentes a fabulosas batallas, encuentros y escaramuzas que harían olvidar los libros de caballerías, si pasaran de la palabra a la pluma y de la pluma a la imprenta. Oía todo el patrón con la boca abierta y dando crédito a tales invenciones, cual si fueran el mismo Evangelio.

El Sr. Pelayo roncaba en un rincón y no se sabía el paradero del gran Cid Campeador ni de la señáDamiana. Despierto, inquieto, agitado, el descomunal clérigo mosén Antón se paseaba de un extremo a otro de la pieza, midiendo el piso con sus largos zancajos. Parecía un macho de noria. Sentado, meditabundo, sombrío, tétrico, D. Saturnino Albuín de tiempo en tiempo miraba al clérigo, como con deseo de hablarle. Deteníase a vecesTrijueque ante su colega; mas dando un gruñido tornaba a los paseos, hasta que el Manco rompió el silencio, y dijo:

-Esto no puede seguir así.

-No, no mil veces. ¡Me reviento en Judas! -replicó el cura-. Eso de que hombres de esta madera sean tratados como chicos de escuela, no puede aguantarse más.

-Justo, como a chicos de escuela nos tratan -repuso Albuín-. Maldito sea el dómine y quien acá lo trajo.

-Yo, Sr. D. Saturnino -dijo mosén Antón parándose ante su compañero-, estoy decidido a marcharme a otro ejército. Me iré con Palarea, con Durán, con Chaleco, con el demonio, menos con D. Juan Martín.

-Y yo. Me creería digno de estar envuelto en trapos como el Empecinadillo y de pedir la teta al entrar en un pueblo, si sufriera más tiempo la humillación de servir sin pagas, sin ascensos, sin botín, sin remuneración ni provecho alguno.

-El corazón de manteca de nuestro jefe, me obligará a abandonarle -dijo Trijueque-. Así no se puede seguir la guerra. Entre él y D. Vicente Sardina están haciendo todo lo posible para que el mejor día nos cojan los franceses, y den buena cuenta de nosotros.

-Ya lo estoy viendo. Y acá para entre los dos, Sr. Antón -dijo con rencoroso acento Albuín-, ¿no es un escándalo que mientras nos recomienda la humildad, él acepta el grado de Brigadier, y mientras nos tiene en la última miseria, él se está amontonando...?

Mosén Antón puso todo su espíritu en ojos y oídos para atender mejor.

-Amontonando, sí -continuó D. Saturnino accionando con la mano manca-. Eso bien claro se ve. Pues qué, ¿todo el dinero que se recoge y que él manda entregar a la junta de Guadalajara, va a su destino? ¡Patarata! Mucho gimoteo y mucho decir que no tiene camisa; pero la verdad es que buenos sacos de onzas manda a Fuentecén y a Castrillo. ¡Sr. Trijueque, están jugando con nosotros, están comerciando con nuestro trabajo y nuestro valor, nos están chupando la sangre, compañero! Ellos, él mejor dicho, se atiforra los bolsillos, y nuestros hijos, digo, mis hijos, no tienen zapatos.

Mosén Antón sin responder nada dio media vuelta, siguiendo en su inquieto pasear.

-Yo supongo -dijo el Manco- que usted tiene las mismas quejas que yo... Yo supongo que el insigne mosén Antón, terror de la Francia y del rey José, no tendrá un cuarto en el arca de su casa, ni en el bolsillo de los calzones.

Trijueque parose ante el Manco, y metiendo ambas manos en la respectiva faltriquera del calzón, volviolas del revés, mostrando su limpieza de todo, menos de migas de pan, de pedacitos de nuez y otras muestras de sobriedad. Tomando las puntas de las faltriqueras y estirándolas y sacudiéndolas, habló así con cavernoso y terrorífico acento:

-Mis bolsillos están vacíos y limpios como mis manos que jamás han robado nada. Lomismo está y estará toda la vida el arca de mi casa, donde jamás entra otra cosa que el diezmo y el pie del altar. Pobre soy, desnudo nací, desnudo me hallo. Para nada quiero las riquezas, Sr. D. Saturnino. Sepa usted que no es la vaciedad y limpieza de estas faltriqueras lo que me contrista y enfada; sepa usted que para nada quiero el dinero; sepa usted que se lo regalo todo a D. Juan Martín, a D. Vicente Sardina y demás hombres de su laya; sepa que yo no pido cuartos: lo que pido es sangre, sí señor, ¡sangre!, ¡sangre!

Yo estaba luchando con el sopor al oír este diálogo, y en el desvanecimiento propio de los crepúsculos del sueño, retumbaba en mis oídos con lúgubres ecos, la palabrasangre, pronunciada por aquel gigante negro, cuyo aspecto temeroso habría infundido miedo al ánimo más denodado.

-¡Sangre! -repitió Albuín fijando los ojos en el suelo, y un poco desconcertado al ver que las ideas de mosén Antón no respondían de un modo preciso a sus propias ideas-. Bastante se derrama.

-¡Me reviento en el Iscariote! -prosiguió el cura soltando los bolsillos, que quedaron colgando fuera como dos nuevas extremidades de su persona-. D. Juan Martín y D. Vicente Sardina están de algún tiempo a esta parte por las blanduras; no quieren que se fusile a nadie, ni aun a los franceses; no quieren que se pegue fuego a los pueblos, ni que se extermine la maldita traición, ni el pícaro afrancesamiento donde quiera que se encuentre.

Albuín miró a su colega, y después de una pausa, dijo con frialdad:

-Sí, es preciso castigar a los pueblos.

-¡Cómo castigar! Yo les quitaría de enmedio, que es lo más seguro. De algún tiempo a esta parte, desde que D. Juan Martín ha dado en el hipo de mimar a los pueblos, estos favorecen a los franceses. ¿No lo está usted viendo, Sr. D. Saturnino? Los enemigos mandan comisionados secretos a estos lugares de la Alcarria; reparten dinero, se congracian con los aldeanos, y de aquí que el enemigo encuentre siempre qué comer y nosotros no. Toda esta tierra está llena de espías. No hay más que un medio para manejar a tan vil canalla. ¿Se coge a un pastor de cabras? Fusilado. Así no irá con el cuento. ¿Llegamos a un pueblo? A ver: vengan acá los más talluditos del lugar, los de más viso, el alcalde si lo hay... Cuatro tiros, y se acabó. ¿Se encuentran en tal punto algunos hombres útiles que no han tomado las armas? Pues a diezmarlos o quintarlos, según su número, y no se hable más del asunto... No se hace esto, bien sabe usted por qué. Los pueblos se ríen de nosotros... entramos como salimos, y salimos como entramos... Los destacamentos franceses recorren tranquilos todo el país, agasajados por los alcarreños... ¡Cuando uno piensa que todo esto se podría remediar con un poco de pólvora...! ¡Sí, y habrá bobos que crean que de tal manera vamos a traer a D. Fernando VII...! Por este camino, Sr. D. Saturnino, tendremos pronto que ir a besarle la zapatilla a José Botellas.

Dijo esto último en tono de burla y sonriendo, lo cual producía una revolución en su fisonomía y gran sorpresa en los espectadores, pues el desquiciamiento de sus quijadas, y la aparición inesperada de sus dientes, eran fenómenos que rara vez turbaban la armonía de la creación en el orden físico. Terminó para mí la conversación en aquella sonrisa del ogro, porque me vencía paulatinamente el sueño, y al fin sumergime en el océano de las oscuridades y del silencio, donde se me apareció de nuevo más terrible, más siniestra que en el mundo real la inverosímil sonrisa de mosén Antón.