Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 21

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Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas - y - voir!

El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y, sobre todo... ¡no íbamos a clase!

La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa; luego, segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzare a explicarme, enfermero. «Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais; la obtuvo un bailarín».

Era italiano, y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fue siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.

Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía. Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo, y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco. Lo veíamos todos los días, lo analizábamos sin ganar terreno.

Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia. ¡Sáenz Peña me miraba triunfante! Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas.

A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente.

No sabíamos a quién acudir ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirlo? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No lo tenía en Arica. Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general. Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía. Yo veía floretes pasearse por el cuarto en las horas calladas de la noche, y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. No encontrábamos compromiso plausible ni modus vivendi aceptable. Reconocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo. ¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo? Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos, o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buen día y, ahogando un grito, me despedí de prisa, y corrí en busca de Sáenz Peña, a quién encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema. Medio sofocado, grité desde la puerta:

―¡Roque!... ¡Encontré! ―¿Qué? ―Buendía... ―¡Acaba! ―¡Es flaco y barrigón!

No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean han observado un hombre de esas condiciones, hará, sin duda, sentido las mismas vacilaciones y dudas.

Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandonó generosamente.