La Alpujarra:12

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- II - Dos encuentros.- Llegada a Órgiva[editar]

Caminando íbamos en esta dirección, sin hallar otros lances ni espectáculos que más soledad y más silencio (como si no fuéramos a ninguna parte, o recorriésemos un país encantado), cuando la casualidad nos deparó un encuentro... que no lo dispusiera mejor un novelista.

Por lo alto de una gran cuesta que nosotros empezábamos a subir, después de haber atravesado la cuarta o quinta cañada, vimos aparecer mucha gente a pie, en deshilada procesión, precediendo a una cosa cuadrangular, que pronto conocimos ser una silla de manos, -en cuyo seguimiento venían después otras personas, montadas en variedad de caballerías y en diferentes posturas.

Imagínaos el efecto que nos produciría semejante cortejo, saliendo de aquel incógnito país en que hasta entonces no habíamos encontrado alma ni vivienda humana...- ¿Quién iba tan cuidadosamente encerrado en aquella litera? ¿Era un Santo en andas de viaje, como San Torcuato cuando lo llevan desde la catedral de Guadix a su selvática ermita? ¿Era una princesa mora que trasladaban de un harem a otro? ¿Era el DUQUE DE SESA, que, afligido por la gota, iba a presentar la batalla a ABEN-ABOO? ¿O era ABEN-ABOO, después de sufrir el más bárbaro tormento?

Como la caravana bajaba la misma ladera que nosotros subíamos, presto nos encontramos; y como todos los criados del universo, habidos y por haber, son confidentes natos unos de otros, supimos en seguida por los nuestros lo que habíamos empezado a adivinar...- En la silla de manos iba un enfermo (como en recurso de alzada) a que lo reconociesen y curasen los más célebres facultativos de la capital.

Rico y poderoso, respetado y querido en mayor o menor parte de la Tierra, debía de ser el paciente, a juzgar por su comitiva.- Entre los que marchaban a pie, no sólo había muchos mozos de labor encargados de relevarse en la conducción de la litera, sino algunas personas más acomodadas (colonos sin duda del sentenciado), que no se separaban de las portezuelas, o miraban dentro de la silla al través de sus pequeños y ovalados cristales. Unos y otros presentaban el más grave continente, con su uniforme traje campesino... ¡de los días de fiesta!

Los jinetes eran dos señores de imponente aspecto, semirural, semiurbano, caballeros en sendas yeguas, -y una señorita y una labradora, la primera en mulo y la segunda en jumento, a cuál más circunspecta y más guapa, arrellanadas las dos en amplias jamugas, muy guarnecidas éstas de pontificales colchas y almohadas... dignas de formar parte de una carta dotal.

Finalmente, cerraban la marcha cuatro mulas cargadas de todo lo nacido, aparte de lo que ocultaran sus enormes capachos.- Sólo por fuera, veíanse baúles, catres, colchones, cestas muy empapeladas, sartenes, ollas de cobre, trébedes de hierro, y hasta una gran jaula de mimbres llena de gallinas y pollos... vivos y cacareando.

La señorita y los dos señores constituían a todas luces la familia del infeliz desahuciado por los médicos de la Alpujarra, -el cual debía de ser viudo.

La joven labradora iría en calidad de dama, de la que acaso era su hermana de leche.

El equipaje y las provisiones, custodiados por cuatro escopeteros, iban, en fin, a las inmediatas órdenes de una venerable ama de llaves y directora de cocina, encaramada en lo alto de la carga más voluminosa...

¡Miseria humana! Todo aquello, que era un curioso espectáculo para nosotros y un caso de honra para la familia viajera, -el orden etiquetero de la procesión; el silencio y compostura con que caminaban todos; la pesadumbre de que hacían no sé qué enfático alarde, y el ceremonioso respeto que les infundía... la silla de manos, -¿qué le importaba al afligido, enfermo, encerrado con sus implacables dolores dentro de aquellas cuatro tablas? -¡Para él, aquella hora y aquella cuesta no eran más que trámites neutros y pavorosos del tremendo litigio en que se ventilaba su vida o su muerte! Para él se reducía ya el mundo a estos solos términos: «¡Granada: los facultativos: su enfermedad: la salud... o el sepulcro!»

Del dinero y del amor propio había ya prescindido, como prescinde el náufrago de su equipaje.



Pasó y desapareció la caravana, camino del infinito, donde a la postre van a perderse todos los viajeros, enfermos o sanos; y nosotros llegamos a la altura que tan distante nos había parecido desde lo hondo de la cuesta.

Allí nos esperaba otro encuentro, mucho más grato que el referido.

El horizonte se ensanchó un poco, dejándonos ver las modestas cumbres de algunas lomas sucesivas, que se escalonaban ondulando a nuestro frente, hasta acabar por estorbarnos de nuevo la perspectiva de verdaderas lontananzas...

Pero estas mismas lomas tuvieron por la izquierda dos leves descuidos, casi simultáneos, que nos permitieron divisar, durante algunos momentos, allá, lejísimos, tras los angulosos claros de varias laderas coincidentes, como por los postigos de un balcón, dos triángulos (o dos pañoletas, que dicen los caminantes clásicos) de un azul más oscuro que el del cielo...

Era el mar.

La Diligencia de Motril habría llegado ya a la costa...- Nosotros estábamos a la misma distancia del Mediterráneo que cuando dejamos el coche...

Esto fue lo primero que se nos ocurrió al descubrir aquellas vislumbres del húmedo elemento. ¡Tan trivial es algunas veces la expresión del más acendrado cariño, de la más profunda pena, de la admiración más entusiasta!

Luego pensamos en que semejante descubrimiento demostraba la exactitud de nuestras noticias sobre la configuración de la Península Española, idea mucho más fútil que la primera, pero de la cual tampoco éramos responsables. ¿Quién es árbitro de sus pensamientos?

En seguida nos sentimos casi disgustados. La aparición del mar por aquel punto realizaba brusca y sumariamente nuestro deseo de robarle su secreto a la Alpujarra. Aquel agua era el término, el lindero, el non plus ultra, de nuestras ilusiones. Allí acababa lo que estábamos empezando a ver. El teatro de nuestra peregrinación quedaba acotado ya de Norte a Sur entre el Veleta, que acabábamos de contemplar, y las dos pañoletas azules que a la sazón estábamos contemplando.

Nuestro disgusto era, pues, análogo al del lector que oye referir, a su pesar, el desenlace de una novela que le va interesando mucho, o al del enamorado que se encuentra con que es fácil y obvio el corazón de la mujer que suponía inconquistable...

Pronto nos consoló, empero, devolviéndonos nuestras ilusiones, lo fugitivo de aquel espectáculo, y la veleidosa ligereza con que desapareció.

Entonces cobraron nuevo brío nuestras ansias de explorar en varios sentidos todo lo encerrado entre aquel monte y aquellas olas, y de dormirnos al son de aquellas olas mismas; -como se aumenta el hambre cuando no se ha hecho más que probar el apetitoso guiso, o como redobla el incendio cuando se le echa poca agua, o como... pero suficit.

Y entonces también recobró a los ojos de nuestra imaginación toda su peculiar importancia el mar alpujarreño, y volvieron a nuestra memoria las horribles crueldades de que su oleaje había sido cómplice.

¡Aquél fue (y esto lo dice todo) el más frecuente escenario de las expulsiones de israelitas y moriscos!...

En sus playas, pues, teníamos que redactar una especie de fe de livores, ante los doloridos espectros de aquellas pobres gentes, -dado que se nos aparecieran...

Por todas estas consideraciones, no había más remedio que seguir adelante.



Y, en efecto, seguimos; y atravesamos otras dos o tres de las innumerables soledades incultas que cubren la mayor parte de nuestra misma civilizada Europa; y bajamos, y subimos, y tornamos a bajar, y ya principiaba a atediarnos, por no decir a alarmarnos, una tan prolongada ausencia de todo indicio de población humana, cuando llegamos a unos frondosísimos olivares...

Ninguna señal más elocuente de la proximidad del hombre. El olivo es uno de sus primeros amigos y de sus mejores camaradas natos. Así es que, a poco que lo cuidéis, os dará (aparte de la oliva de la paz, las aceitunas aliñadas, etc., etc.) todos los milagros contenidos en una gota de aceite, cantados ya por Pelletan y por nuestro Meliton Martín. Yo no agregaré cosa alguna a sus inimitables panegíricos: sólo os diré que, aún después de inventados el gas y el petróleo, una aceituna en su rama sigue pareciéndome el más precioso emblema de la Providencia Divina, y que, al penetrar aquella tarde en los mencionados olivares, representáronseme todos los quinqués, lámparas, velones y candiles con que los hijos de Órgiva prorrogarían diariamente el pleno ejercicio de su vida, a pesar de todas las tinieblas de la noche.

Y digo de Órgiva, porque los tales olivos no podían ser sino de aquel renombrado pueblo, -que ya debía distar muy poco, a juzgar por lo que llevábamos andado.

Con efecto: algunos instantes después, el grave son de unas hermosas campanas, que todavía (a las tres y media de la tarde) andaban a vueltas con el día de San José, nos avisó que estábamos llegando a la importante villa (cabeza de Partido judicial, de Distrito electoral y de una Taha moruna) en que habíamos de recobrar el uso de nuestras piernas. En seguida empezó a descorrerse ante nuestros ojos un pintoresco paisaje, que constituía otro oasis de la Sierra, bastante parecido al de Lanjarón.Y, por último, en medio de él, sobre una colina, en la confluencia de una rambla y de un valiente río, vimos surgir por grados, primero dos torres gemelas; luego la iglesia a que pertenecían las dos torres, y, finalmente, el apiñado caserío de una extensa población...

Estábamos en Órgiva.



Pero vamos a cuentas, lectores.

Antes de penetrar en esa villa, tenemos que discurrir breves momentos sobre la etimología y verdadero sentido geográfico e histórico de la voz que sirve de título a la presente obra.

No se me oculta ciertamente que semejante digresión a estas alturas va a pareceros muy árida y enfadosa...

Mas ¿qué remedio? Yo la he retardado cuanto me ha sido posible, a ver sí hallaba manera de ahorraros ese disgusto; y si os lo causo ahora, es porque ya me llega el agua al cuello...

¡Qué se diría de un autor que escribiese todo un libro denominado LA ALPUJARRA, sin explicar en él lo que esta palabra significa!

Perdonadme, pues; -y, en cambio, yo os ofrezco hacer la vista gorda, si por ventura desairáis esa digresión de mis pecados, pasando por alto (como os lo aconsejo) el capítulo siguiente.