La Chapanay: V

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
V

V

La anterior historia debía provocar y provocó, según antes se dijo, comentarios y exageraciones de todo género. La imaginación del pueblo es fecunda y bien pronto se crearon mil versiones aumentadas, deformadas y hasta fantásticas, en torno a la vida y a la sangrienta aventura que había hecho ir a parar a Teodora a las Lagunas. No había imprenta en estas provincias por aquellos días, y a falta de diarios, se ponían en canciones los sucesos cotidianos, recogidos en el mostrador de las pulperías, para cantarlas por la noche dando "esquinazos" al pie de las rejas. Esto fue lo que ocurrió en el caso de Teodora, del cual se formaron numerosas leyendas. La justicia no dio con los asesinos, como de costumbre. Las cabezas de las víctimas fueron a parar al campo santo, y Teodora se quedó a morar, hasta su muerte, sobre las arenas de las Lagunas.

Juan Chapanay seguía cuidando a Teodora con solicitud, y cuando estuvo repuesta, se ofreció para acompañarla a San Juan si ella lo deseaba. Pero aquélla rehusó el ofrecimiento, con gran contento del indio que le había cobrado hondo cariño. La herida del rostro se había cicatrizado, y la rotura de la pierna concluyó por soldarse, pero dejándola coja. En tales condiciones, la idea de presentarse en San Juan debía serle ingrata a la pobre mujer, que se decidió a concluir su existencia en aquel hospitalario rincón.

Para serle agradable a Teodora, Juan Chapanay levantó con sus propias manos, ayudado por otro Lagunero, dos cuartos decentes rodeados de corredores, que luego se fueron ampliando con otras construcciones, y quedaron convertidos al fin, en una vivienda cómoda y bien tenida. El mismo indio había empezado a preocuparse de aliñar su persona. En cuanto a la viuda, que cuando fue conducida a las Lagunas contaba apenas con su ensangrentado traje, disponía ahora de un buen equipo. Quiso tener algunos libros de devoción, una Virgen de Mercedes y algunos textos y cartillas de enseñanza primaria. Todo se lo facilitó el buen Chapanay, que gastaba en esto, gustoso, las economías de su vida entera.

¿Qué le faltaba a Juan para ser completamente dichoso? ¡Ah! él lo sabía ... Había llegado a ser la autoridad del rinconcito del mundo en que moraba; tenía una habitación que parecía un palacio entre las cabañas del vecindario; se le consideraba y se le quería. Sólo le hacía falta esposa, y su más bello ensueño consistía que Teodora llegase a serlo.

Su ensueño se realizó. Conmovida por la ternura y la adhesión del indio, la viuda lo aceptó como marido. Esto pasaba en 1810, justamente cuando el país entero retemblaba a impulsos de la Revolución desencadenada. Un año después, y bajo las auspiciosas auras de la libertad, venía al mundo Martina Chapanay.

Al mismo tiempo que criaba a su hija, Teodora se dedicó a enseñar la doctrina cristiana y las primeras letras a los niños del lugar. Los corredores de la casita levantada por Juan, se convirtieron en escuela, con lo cual aumentó la consideración, el respeto y la gratitud que todo el vecindario le profesaba a los esposos Chapanay. Pero, por desgracia, no pudo Teodora ejercer largo tiempo su noble y generosa misión de poner la cartilla y la cruz en manos de los niños de las Lagunas. En 1814 murió, dejando a su hija en edad demasiado tierna, a Juan Chapanay desesperado y a la población entera entristecida.