La Chapanay: X

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
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Era el año 1830, y gobernaba la provincia de San Juan el coronel don Gregorio Quiroga. La capital era todavía una ciudad rudimentaria y casi aislada en los desiertos circunvecinos. Los departamentos eran caseríos dispersos, y Caucete, por ejemplo, era en su mayor parte un campo inculto, sombreado por espesos montes de algarrobos y chañares, alternados a veces de praderas espontáneas que el río fecundaba. En Caucete y en la sierra del Pie de Palo, era donde se invernaba gran parte de las haciendas de la provincia. Hacia aquel punto se dirigió Cruz Cuero con su gavilla.

Varios meses habían transcurrido desde la noche del asalto antes referido, y Martina se aferraba cada vez más a su propósito de abandonar a los ladrones y cambiar de vida. Su desprecio y su rencor hacia Cuero habían ido aumentando, y mientras esperaba la ocasión de dejarlo para siempre, trataba de evitar, en la mayor medida posible, su participacíón en los robos que la cuadrilla seguía cometiendo.

Estos robos se habían multiplicado de tal modo, que la campaña estaba aterrorizada, y las quejas y pedidos de protección a la autoridad era cada vez más alarmados y frecuentes. Se mandaron comisiones a perseguir a los bandidos, pero con resultados siempre negativos, pues aquéllas no los encontraban o evitaban encontrarlos, temiendo el choque. Picado en su amor propio el gobernador Quiroga, y comprendiendo que era al fin indispensable acabar con aquella calamidad, resolvió ponerse en persona al frente de una severa expedición contra los salteadores.

Movilizó treinta hombres, los dividió en dos partidas, y se lanzó a explorar los parajes que mejor refugio pudieran ofrecerles a los perseguidos, y que, según noticias, éstos preferían por sus recursos y accidentes geográficos. Al cabo de un mes de recorrer la provincia, batiendo serranías y matorrales, pudo el coronel Quiroga sorprender a Cuero y a su banda, como a unas catorce leguas de la ciudad, entre el Camperito y el Corral de Piedra. Pero bien guarecido el astuto bandido en una hondonada propicia, escapó con otros hombres de la gavilla, gracias a la obscuridad de la noche, dejando en el terreno algunos muertos. Junto con cierto muchacho incorporado a la banda, se entregó a los soldados, desde el primer momento, uno de los ladrones. Llevado a presencia del coronel Quiroga, resultó que se trataba de una mujer.

Era la Chapanay, que, en compañía del muchacho citado, y de otro de sus cómplices apresado por el sargento, quedaron a buen recaudo.

A la mañana siguiente, después de enterrados los cadáveres, ordenó el gobernador se trajera a los presos a su presencia. Martina se presentó ante él, sin altanería, pero con soltura.

-Antes de arreglarte las cuentas -le dijo aquél-, necesito que me indiques cuáles son las guaridas de tus compañeros, y el lugar en que acumulan el producto de los robos. -Estoy dispuesta a servir a usted en lo que guste, señor gobernador, y la prueba es que yo misma me he entregado sin resistirme y sin intentar huir.

-Así me lo dijo el sargento. ¿Y qué miras tenías al hacer eso?

-Salir de la vida que llevaba, señor, y a la cual había sido arrastrada.

El gobernador le dirigió una mirada escrutadora, y continuó su interrogatorio:

-¿Quieres decir, entonces, que estás arrepentida?

-Sí, señor; de todo corazón.

-¿Y cómo es que recién ahora, después de haber cometido tanta fechoría con esos bandidos, te vienes a arrepentir? ¿Cómo no sentiste ningún escrúpulo para escaparte con Cuero?

-Era una muchacha aturdida, señor. Estaba enamorada de Cuero que tenía sobre mí un completo dominio, y me engañó haciéndome creer que nos casaríamos y nos iríamos a trabajar en las Lagunas en donde yo nací.

-¿Y por qué no te has separado antes de la banda?

-Me vigilaban, señor, y además no tenía dónde ir. He aprovechado la primera ocasión que se me ha presentado para hacerlo.

El coronel Quiroga volvió a quedar en silencio un instante, observando a Martina. Sus palabras le parecían sinceras.

-Está bien -continuó- ya hablaremos de todo eso; por lo pronto es necesario que me descubras los escondites de los fugitivos y el lugar en que depositan lo robado. Además, tienes que ayudarme a dar con ellos.

-Repito que así lo haré, señor.

Y después de haberle pedido que mandara retirar a los otros presos para hablar con él a solas, Martina Chapanay le expuso su plan al gobernador.

Hízole saber que el hombre y el muchacho aprisionados con ella, la noche anterior, eran padre e hijo; que el padre era el baqueano de la gavilla, y en consecuencia, conocía todos sus abrigos y guaridas; que Cuero guardaba al hijo como rehén, cada vez que mandaba al padre a vender en otras provincias prendas robadas a fin de que éste, que idolatraba a su hijo, regresara con el producto. Le hizo notar que la autoridad podía emplear igual procedimiento para obligar al baqueano a guiarla en sus persecuciones. Por último se ofreció a servir ella misma como cebo para atraer a Cruz Cuero a alguna celada, una vez que se descubriese su paradero.

-Tu plan es bueno -la dijo el gobernador; -y me hace caer en la tentación de creer que hablas de buena fe.

-¡Ah! señor de muy buena fe... ¡Lo juro por las cenizas de mi madre! Hay, además, otra cosa que Vuecencia ignora. Yo odio a Cuero, y creo que tengo el deber de librar al mundo de un bandido semejante.

Y le refirió lo que éste había hecho con el joven extranjero asaltado, la noche que tan ferozmente la azotó a ella misma, inerme y aturdida.

Convencióse el coronel Quiroga de la sinceridad de Martina y se ajustó en un todo a sus indicaciones. Ella y el muchacho fueron enviados a San Juan y alojados en el cuartel de policía en calidad de detenidos. Se llamó al baqueano y se le hizo saber que él y su hijo salvarían la vida, si guiaban a la autoridad hasta el sitio en que se hallaban escondidos los objetos que la banda venía robando desde hacía tiempo. El hombre aceptó sin vacilar y diez horas después, conducidos por él, el gobernador y su tropa se internaban en lo más escabroso de la sierra del Pie de Palo.

Adelantaron por una estrecha quebrada de difícil acceso, costeando enormes murallas de granito que remedaban fantásticas arquitecturas. Al pie de una especie de columna colosal que parecía sostener extraños amontonamientos de rocas, el baqueano se detuvo.

-Aquí es -dijo.

No se veía en derredor más que montañas.

-Hay que mover esta laja -dijo el preso señalando una piedra chata que aparecía junto a la columna.

Así se hizo con el auxilio de cinco gendarmes y quedó al descubierto una caverna natural, resguardada por un cornisón de rocas, en cuyo interior se hallaban amontonados los más diversos y revueltos efectos. Aquella era la cueva del Alí-Babá de las travesías...

Una verdadera colección de baúles y petacas repletas de ropas, armas, joyas, lazos, aperos y cuanta prenda de uso es posible imaginar, fue sacada de la caverna por los soldados y cargada en animales traídos al objeto.

Hallábanse todos ocupados en esta operación, cuando el baqueano que había trabajado con ahinco, para ganarse la benevolencia del gobernador, se acercó a éste y le dijo: -¿Su excelencia sabe a quién perteneció en otro tiempo esta cueva?

A la vez curioso y sorprendido por la pregunta, el coronel Quiroga respondió:

-No: ¿a quién perteneció?

-Al gigante de Pata de Palo.

-¿Al gigante de Pata de Palo?

-Sí, señor.

-¿Quién era, y adónde está ahora ese gigante?

-Dicen que era dueño de esta sierra. Los indios que habitaban los campos vecinos, le reconocían como el señor de toda la comarca y le pagaban tributos. -¿Y por qué le llamaban Pata de Palo?

-Porque dicen que en un combate con otro gigante, que también quería mandar por aquí perdió una pierna, aunque quedó triunfante. El se hizo entonces otra pierna con un tronco de algarrobo, y la usaba como arma, volteando cinco hombres de cada golpe... Y dicen también que desde que murió el gigante, la pata de palo anda a veces sola por entre estos cerros... [nota 1].

El gobernador sonrió, divertido con aquella conseja que no dejaba de tener su parentesco con la de Hércules y su clava. La imaginación de las gentes sencillas se complace en todas partes en crear estas leyendas que no carecen de poesía en ciertas ocasiones, y en las cuales se manifiesta su inquietud y su respeto por lo sobrenatural.

Triunfante y satisfecho de su batida regresó el gobernador Quiroga a San Juan, con su cargamento de efectos rescatados, que se proponía restituir a sus dueños. Durante el camino, se entretuvo más de una vez en hacer hablar al baqueano sobre la vida, las costumbres y los propósitos de los bandoleros. Así supo que los que se hallaban bajo las órdenes de Cuero, comenzaban a cansarse ya de su violencia sanguinaria, y tenían la intención de dejarlo, para irse, reconociendo como jefe a otro ladrón recién incorporado a la banda. De éste hablaba maravillas el baqueano. Según él se trataba de un hombre de mucha "cencia" a quien llamaban "el doctor".

¿Quién podía ser ese doctor?

Vamos a explicárselo al lector haciendo una digresión.

  1. Es de observarse que hasta hace poco, las gentes de las inmediaciones le llamaban, en efecto, "Pata de Palo" al cerro que se denomina hoy Pie de Palo.