La Chapanay: XIV

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La Chapanay
de Pedro Echagüe
XIV

XIV

La caterva de forajidos escuchaba con profunda atención el relato del doctor. Como éste se detuvo, creyó sin duda el auditorio que el narrador iba a interrumpir su relación y le pidió que la continuara. Reinaba entre él gran curiosidad por saber cómo se había salvado aquél de su crítica situación.

El doctor prosiguió así:

-El cura fue llevado a la cama y algunas de las personas que esperaban la misa fueron a asistirlo en su lecho. Entretanto, el juez, indeciso en cuanto a la conducta que conmigo debería seguir, se libró al consejo de los vecinos más caracterizados. Mientras este jurado popular deliberaba, de pie y al aire libre, yo me ocupaba con empeño en trazar, a la ligera, una silueta del cachetudo juez que, colocado frente a mí, me presentaba de lleno su colorado rostro.

En la cuadra en donde se alojaba la partida de policía a servicio del juzgado, quedé yo detenido en calidad de incomunicado. No me amilané por eso. Para escapar de la red que iba envolviéndome, contaba con dos cosas: con mi astucia y con la incapacidad del juez. El día transcurrió sin misa y el muerto fue enterrado sin responsos. El juez y sus secuaces se entregaron a toda clase de pesquisas, registrando habitaciones, hurgando mi maleta, revolviendo mis trapos y explorando hasta el fondo de mis botas.

Llamado a prestar las declaraciones que debían servir de apertura a mi sumario al siguiente día, presté tranquilo el juramento de ley, gracias a mi impavidez. El cándido del juez ordenó que se me registraran los bolsillos. Yo esperaba esta formalidad -que hubiera debido llevarse a cabo en el primer momento- y tenía preparado un golpe de efecto. Me quité el poncho con desembarazo, y entregué abiertos los bolsillos de mi chaqueta. El gendarme, encargado de la operación, extrajo de ellos una bolsita, que contenía dos pesos en plata, una caja pequeña de pinturas a la acuarela, y un cuadrado de papel de marquilla, que nunca falta en mi maleta. Dichos objetos pasaron a las manos de un joven que desempeñaba las funciones de escribiente. Este los examinó prolijamente, y se quedó sorprendido mirando el papel.

-¡Señor! -dijo por último, dirigiéndose al juez- ¡éste es usted!...

El juez le quitó el papel de las manos y se quedó tan sorprendido como el escribiente.

-Este es mi retrato -exclamó halagado. ¿De dónde lo ha sacado usted?

-Lo he hecho yo mismo, señor.

-¿Cuándo?

-Ayer.

-¿A qué hora?

-En momentos en que el señor juez y sus dignos asesores, resolvieron encarcelarme por vago sin arte ni ciencia.

-¿Y cómo sabe usted hacer estas cosas?

-Porque soy pintor de oficio. En mi juventud me dediqué a este arte, y no he dejado de rendirle culto. Ahora viajo pobremente por distracción. Huyo del mundo, y trato de sacudir el terrible imperio de una devorante pasión que trastornó por algún tiempo mi juicio. Me he propuesto distraer la vida ejerciendo cuantas ocupaciones me permitan permanecer obscuro. Sé domar un potro. Sé carnear una res. Hasta ayer he sido sacristán, y si después de reconocida mi inocencia, me es posible irme a Bolivia, solicitaré allí, por algún tiempo, el puesto de verdugo...

El juez y el sacristán cambiaron una mirada. Acaso me supusieron un maniático rematado, y abandonaron toda sospecha de participación mía en el robo. Luego el primero me dijo afablemente:

-Puede usted volverse a la cuadra; este asunto se resolverá pronto.

Al día siguiente el muchacho campanero se hallaba preso, ocupando un rincón de la ramada destinada en el cuartel para depósito de forraje. Dos días después, se me llamó. Era para notificarme que estaba en libertad.

El retrato del juez pasó de mano en mano, provocando admiraciones y comentarios en todo el villorrio. Tales comentarios resultaron funestos para el cura, a quien se miraba ya con ojeriza por lo que yo había dejado entender, y que cobraba ahora mayor gravedad, por haber salido de labios de un artista. Además, el muchacho campanero, caía en contradicciones, de puro ignorante y asustado, cada vez que se realizaba un comparendo. Poco a poco la sospecha se fue convirtiendo en convicción, y por fin se afirmó, sin embozo, que el verdadero salteador de la iglesia no era otro que el mismo cura. El síncope aquel que sufriera mi hombre cuando oyó mi primera acusación, vino a ser el preámbulo de un ataque cerebral. Juzgué conveniente marcharme, antes que las cosas se enredaran de nuevo, y supliqué al juez me hiciera entregar el macho de mi propiedad, que pastaba en campo del cura. Mi súplica fue atendida. Pero mi alejamiento del lugar demandaba prudencia, y me fue indispensable presentarme en público a toda hora, espiando el momento que necesitaba. Busqué por alojamiento la cabaña de una familia pobre que se ocupaba en fabricar patay. De éste adquirí una regular factura, que me serviría muy luego para cubrir mi contrabando. Sabiendo el buen hombre en cuya casa me había asilado, que yo viajaría sin rumbo fijo, me invitó a acompañarle a una feria que iba a efectuarse por aquellos días en la aldea de Salavina. No vacilé en aceptar la invitación.

A las ocho de la mañana, hora en que los vecinos de Loreto cruzaban las callecitas de la villa, o las sendas que los conducían a sus faenas de campo, yo, el denominado Doctor, dejaba tranquilo el teatro en que había producido tanto escándalo, alarma, discordia y enredo, para seguir avante mi camino con la frente serena y erguida. A la caída de la tarde me fingí enfermo. Nos hallábamos como a diez leguas de Loreto y frente a la única casa de campo que habríamos de hallar en el trayecto.

A mí compañero le urgía no perder tiempo para llegar temprano a la feria, y yo no podía desperdiciar esta ocasión, enfermo como estaba, de alojarme bajo techo. Convinimos, pues, en que él continuaría su camino, y yo iría a alcanzarlo en la feria.

Hice como que me dirigía a la casa en cuestión; pero apenas mí compañero se hubo perdido entre lo espeso de un bosque, volví grupas y emprendí regreso al galope, hacia el sitio donde tenía oculto mi tesoro. Cuando el lucero del alba relumbraba en el cielo, yo estaba en posesión de aquél.

Refresqué un poco mi macho y dejando el camino real me abrí paso por el monte. Dos días después me hallaba en territorio tucumano. Descansé un tiempo y emprendí viaje hacía Catamarca, ofreciendo en venta a los transeúntes mi factura de patay. Y así, adelantando aquí, deteniéndome allá, ya tocando las fronteras de Córdoba, ya las de San Luis, he pasado tres meses. Los reales que traía, y los que me proporcionó la venta del patay, me los bebí convertidos en aguardiente.

Calló el Doctor. Cuero, que se había divertido con la historia, tanto como un chico con un cuento, tenía la más viva curiosidad por averiguar cómo había pensado hacer su nuevo socio para enajenar las prendas de su sacrílego botín.

-¿Y cómo pensabas vender las vinajeras, los sahumadores y el Santo Cristo? -le preguntó.

-A Dios gracias -respondió el Doctor tengo mis habilidades. Algunos barruntos poseo de ciencias y de artes. Ese Santo Cristo puede ser fundido para darle la forma de un tejo; y en cuanto a las piezas de plata, pueden convertirse en una piñita...