La Miraflores/IV

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IV[editar]

Cuando Cayetano quedó a solas en su habitación, sentóse en el borde de la cama, y

-¡Por vía e Dios -dijo con acento malhumorado-, cudiao que esto es más grande que el día del Corpus! ¡Pero, en fin, qué se le va a jacer! A ese charrán de Joseíto yo no pueo negarle na que me pía, y como no pueo negárselo, pos paciencia y a barajar, y que sea lo que Dios quiera.

Terminado su monólogo, se tumbó Cavetano en el revuelto lecho, y Dios sabe a qué hora hubiese dejado de atronar la estancia con sus ronquidos, a no haber penetrado en ella como penetró dos o tres horas después Joseíto el Cardenales, gritando con enérgico acento de protesta:

-Pero, chavó, ¿qué jaces? ¡Valiente mo de roncar! ¡Pos ni que fueras un órgano!

El de Écija volvió cortésmente las espaldas a su primo, el cual zamarreándolo bruscamente, continuó:

-Anda ya, hombre, anda ya, por tu salucita que andes ya. Mira que yo he quedao en que a las seis en punto pases tú por la reja de Paca la Miraflores.

Comprendió aquél que no había escape posible, y se lanzó fuera del lecho y dio principio, adusto y silencioso, a su personal aseo y decorado.

Representaba el de Écija algunos años más que su primo, y era de regular estatura, de talle largo, de piernas robustas, de pecho arrogante; su rostro oval era de correctas facciones ligeramente acentuadas; su tez, limpia y fresca; su boca, juvenil; sus ojos, grandes y oscuros, de dulce mirar, velados por larguísimas pestañas; su pelo, castaño, rizoso y reluciente.

Aconsejado por su vanidad, se engalanó con un traje de alpaca negra y brillante, pañoleta grana, brodequín de becerro blanco y amplio pavero gris, el cual se colocó de modo que dejara libre alguno de los rizosos mechones que se le encaracolaban sobre la tersísima frente.

Cuando su primo lo vio ya listo del todo

-¿Sabes tú -le dijo- que estás pa que te chillen, salero?

Cayetano sonrió, y

-Pos vámonos a que yo mate ya de una vez a esa paloma -le repuso dirigiéndose hacia la puerta de la sala.

-Yo no voy contigo; ahora te vas tú solito, que yo me iré a esperarte a la taberna del Tulipa.

Cayetano se separó del Cardenales en la puerta del parador y se dirigió hacia la calle donde tenía que flechar y ser flechado por la novia de Antonio el Cartagenero.

No dejó nuestro mozo de sentir acariciado su amor propio durante el camino al notar alguna que otra vez cómo tal o cual hembra ponía en sus ojos lo que hacía el debido recato enmudecer en su boca.

Ya en la calle, merced a las indicaciones de Joseíto, no vaciló un punto respecto a cual podía ser la casa habitada por la Miraflores. Era la más riente de la calle; en su ventana tendía una dama de noche sus perfumados verdores. Al pasar por delante de ella quedó sorprendido Cayetano al ver destacarse sobre el fondo a medio iluminar de la habitación la figura gentil de Paca, su rostro de nieve y rosa; de ojos y labios que sonreían con maliciosa expresión, y de frente tersa y nítida, sobre la cual relucía el grecaje de oro de sus cabellos adornados con algunas flores carmesíes.

Cayetano, repetimos, se detuvo sorprendido contemplando aquel cuerpo más elástico, más elegantemente ondulado que el cual no recordaba haber visto ningún otro; aquella tez que herida por la luz del sol, antojábasele a él que tenía opalinas irisaciones; aquellos ojos en cuyas luminosas profundidades parecía nadar un tropel de dulcísimas promesas; aquella boca en que la gracia y la malicia hacíanse sonrisas entre tintas carmesíes; aquel pelo espléndido, áureo y sedoso en que cada cabello parecía una hebra de sol, y al ver aquel conjunto inmutóse ligeramente, puso un tono pálido en sus mejillas, una vaga sensación que recorrió su cuerpo como un ligero escalofrío, y

-¡Virgen Santísima! -exclamó con acento sordo, y-: ¡Virgen Santísima! -repitió mientras Paca sonreía halagada por el asombro que había visto pintarse en los ojos del primo del Cardenales.

Cuando llegó Cayetano a la taberna, le aguardaba ya en ella aquél en compañía del señor Paco el Silguero, el más vivo de los chalanes de toda España.

-¿De aónde vienes tú ahora? -preguntó el Cardenales a su primo con acento indiferente.

-Pos ahora -le repuso Cayetano- vengo de mi casa. Pero, ¡camará!, me dio la mala tentación de venirme por calle del Refino y creí que me queaba en ella marnetizao... ¡Jesús, y qué gachí que he visto en una ventana!

-¿Y qué señas tiée esa señora? -le preguntó el señor Frasquito el Silguero.

-¿Que qué señas tiée? Pos supóngase usté una chavalilla con talle que es un mimbre, con un cuerpo al que no se le puée quitar ni poner ni lo que aburta un garbanzo; con una carita catorce veces más blanca que el armiño, con ojos más azules que er cielo, con un pelito más rubio que el oro, con un...

-No siga usté, compadre- exclamó con expresión convencida el señor Frasquito-. Por las señas que usté da no puée ser otra esa mujer que Paca, la novia de tu amigo Antoñico el Cartagenero.

Y esto lo dijo el señor Paco dirigiéndose a Joseíto el Cardenales.

Este se puso serio, y

-Sí- dijo con acento grave-; por las señas debe ser esa que usté dice; pero si es ésa ya te puées está jaciendo la cuenta de que esa gachí es la luna u la estrella polar o el lucero matutino.

Y esto lo dijo mirando con expresión casi amenazadora a Cayetano.

-¿Y eso por qué? -preguntó éste mirando con expresión de asombro al Cardenales.

-Pos por una razón mu sencilla- le repuso Joseíto, encogiéndose de hombros-: porque a esa gachí le habla un gachó que es pa mí como si fuera mi hermano.

-Pos lo será pa ti; pero ¿a mí qué me cuentas tú con eso?

-Es que yo no pueo consentir en que tú quieras jacerle un pie agua a un amigo mío.

-Pos si no lo puées tú consentir, ve y cuéntaselo a Santiago Apóstol, porque güeno que si fueras tú, yo le diera contravapor a mi gusto; pero en no tratándose de ti, en mi gusto nadie manda.

-Güeno, por si a ti te gusta la Paca -dijo el Cardenales-, se lo cuentas al mismo Verbo Divino.

-Pero, hombre -exclamó el señor Paco dirigiéndose a Joseíto-, si la cosa no merece la pena. ¡Pos ni que este caballero le hubiese quitao a esa paloma, con sólo haber puesto los ojos en ella, toas las plumas de las alas.

-Güeno, pos no platiquemos más de esto y que traigan más bebía.

-¡Y pa qué más bebía! -refunfuñó el señor Frasquito.

-Porque es mucha la sé que me ha entrao de pronto. Con que a ver tú, Tulipa, tráete pa acá dos cañeros.