La Miraflores/VI

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VI[editar]

Cuando Paca vio detenerse delante de su ventana a Cayetano y retratarse en los ojos de éste la impresión que en él causaran sus hechizos, acariciada por aquellos ojazos elocuentes y de adormecido mirar; al escuchar aquella invocación a la Virgen, hecha por el de Écija con una voz tan dulce y tan varonil en una explosión de entusiasmo; cuando se enteró, para lo cual bastóle una sola mirada, de que el primo del Cardenales podía rivalizar en gallardía y en elocuencia con el mozo de mejor empaque del barrio, quedó meditabunda, y al siguiente día apenas logró quedar a solas con la Pinturera en el patio de su casa, exclamó dirigiéndose a su amiga, con acento entusiasmado:

-¿Sabes que ayer tarde vi al primo de Joseíto? ¿Y sabes tú que es un real mozo, con la mar de rocío, y sabes tú que creí que le diba a dar algo cuando me vio? Porque ¡vaya si sabe hacer sus papeles el mocito!

Cuando más engolfadas estaban en su diálogo ambas amigas, un tropel de muchachas alegres y alborotadoras penetró en el patio y una granizada de besos crepitó durante algunos instantes bajo el dosel formado por el parral y a modo de las verdes enredaderas.

-¿A que no sabes a qué venimos en comisión la flor y nata del barrio? -preguntó, dirigiéndose a Paca, la que parecía acaudillar el gracioso grupo.

-Como tú no nos lo digas...

-Pos venimos pa que esta tarde se vengan ustedes con nosotras a mecerse en unos mecedores que han puesto en la huerta del Soniche.

-Yo, en consintiendo mi madre, ya mismito.

-Tu madre acaba de decirnos que está conforme.

-Pues entonces no hay más que hablar.

-Bueno, pues nosotras vendremos aluego a recoger a ustedes, que ahora vamos a decírselo a Lolita la Campechana.

Y acaudillado por Pepita la Caperuza huyó aquel tropel de muchachas como un alegre bandurrio de pájaros tropicales.

Mientras Paca y Lola seguían charlando en el patio, decíale la señora Pepa a su dignísimo esposo, el cual, en mangas de camisa, se entretenía en cuida su percha de camachos y trigueros que era envidia y desesperación de los aficionados del distrito.

-Pos lo que yo te digo, Pepe, es que me parece a mí que tenemos en la calle otro palomo de cola un montón de veces más de recibo que Antoñico el Pantalones.

-¿Y se sabe quién es ese caballero? -preguntó a su mujer el señor Pepe al par que llenaba de alpiste el casillero de una de las jaulas.

-Yo no lo sé, pero por la pinta me parece a mí que no es de los que empiedran las calles ni de los que apagan las luces.

-¿Y dices tú que es hombre más de recibo que el otro?

-Un puñao de veces más, como que es la mar de güen mozo y la mar de bien plantao.

-Pos lo siento, porque pudiera gustarle a la niña más ése que el de Ronda.

-Lo que no tendría na de particular; por más que a la niña no le sabe a azúcar cande ninguno como no sea Antoñico el Cartagenero.

-Un porvenir pa cualisquiera.

-¡Toma!, pos por eso sa menester dir quitándole poquito a poco eso de la cabeza. Pero me parece a mí que lo que es con el que nosotros querernos no transije la niña, ni pa Dios ni por su Santísima Madre.

-Y con razón. ¡Porque mira tú que ese hombre tiée un trago!

-Tamién lo tenías tú, y ya ves tú como to es jacerse.

-Pero ¿es que me vas a comparar tú a mí con el Pantalones? Acuérdate tú de que cuando éramos novios ponías mi retrato en la mesa consola y le ponías delante siempre un manojito de flores.

-Aquello de las flores era liria pa cogerte. Pero acuérdate también de cómo al siguiente día de haberte cogío ya no había ni retrato, ni flores ni na en la mesita consola.

En aquel momento fue interrumpido el diálogo por Paca, que llegó preguntándole alegremente a la señora Pepa:

-Oiga usté, madre, ¿es verdá que está usté conforme en que yo vaya aluego un ratito a la huerta del Soniche?

-¿Va también la Pinturera?

-Ya lo creo, corno que se ha dío ya a ponerse sus cuatro trapos de gala.

-Pos anda tú a ponerte los tuyos; pero mucho cuidao con tontear con nadie como no sea con el que tú sabes que es el que más nos conviene.

Media hora después se colocaba la Paca delante de su madre con un vestido de batista blanco, adornado de nítidos entredoses; un lazo de seda con un broche dorado le oprimía la esbeltísima cintura; un velo de tul celeste, salpicado de lentejuelas de plata arrollábase a su cuello y resbalaba por sobre su seno firme y redondo; sus pies aparecían primorosamente calzados con finos zapatos de charol, que dejaban ver las caladas medias oscuras; una pulsera con un caprichoso colgante de oro adornaba una de sus muñecas; un puñado de jazmines, que parecían prendidos por la mano de un artista, destacábanse entre los bucles de oro de su espléndida cabellera.

Contempló la Clavijo con muda delectación aquella obra maravillosa que ella, con el concurso del señor Pepe, hubo de traer a este valle de lágrimas, y después de dar una vuelta en torno de ella, dispuesta a enmendar cualquier olvido, yerro o torpeza, exclamó con acento complacido:

-Estás mu bien, pero que mu, bien, pero que mu requetebién; estás pa que esta tarde no haiga flor que se puea comparar contigo en el huerto del Soniche.