La Montálvez: II-08

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La Montálvez
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Parte II: Capítulo VIII

de José María de Pereda

Luz tenía diez y ocho años cuando su madre se decidió a sacarla para siempre de su escondrijo. A ésta le remordía algo la conciencia, por parecerle demasiado larga la prisión; a la prisionera le daba lo mismo irse que quedarse, si es que no prefería aquella vida de invernadero en que se había desarrollado, a las intemperies de un mundo que desconocía.

Grandes fueron los temores y sobresaltos de la marquesa, como ya se dijo, cuando por primera vez tomó en sus brazos a su hija; pero fueron mucho más grandes al trasponer las puertas de su encierro con ella, ya mujer, y mujer que parecía modelada en la mente de un escultor enamorado. Tan singular era su belleza. De niña la conocimos recibiendo las caricias de Guzmán; y también sabe el lector, bajo la fe de nuestra palabra, que tres años después todo había crecido en ella con prodigioso equilibrio: lo físico y lo moral, las perfecciones del cuerpo y las del alma. Pues a los diez y ocho era eso mismo, en las debidas proporciones.

Vida de invernadero hemos llamado a la suya, y es la verdad en casi todo el rigor de la frase: como lo es también que marquesa, atenta sólo a lograr determinados fines, acertó sin proponérselo, dando a aquella excepcional naturaleza el único medio en que podía desenvolverse sin deformarse. No a todas las plantas conviene el cultivo al aire libre y a cielo abierto. En lo humano, era Luz una de estas plantas. No es de extrañar que al salir de su estufa sintiera la impresión de otro ambiente más frío, y que esta impresión no le fuera agradable.

Hay que decir algo sobre la realidad envuelta en estos simbolismos de jardinería, para que el lector no extravíe su juicio sobre el carácter que debe conocer a fondo entre la hojarasca de las imágenes. Hablábamos del mundo al cual iba Luz a salir de pronto y por primera vez, y casi aseguraba yo que esta salida no era muy de su gusto, o, cuando menos, que no la necesitaba...-Y, entre paréntesis, quiero que valga este ejemplo, que es el que hallo más a mano, por otros cien que pudieran citarse para pintar el modo de ser de la hija de la marquesa de Montálvez en la ocasión de que se trata. -Por razones que se conocen, la habían dicho cómo era el mundo que a ella le convenía imaginar, no el que en realidad le estaba destinado: un mundo que no era bueno, aunque no tan malo como el que le ocultaban; pero, al cabo, era un mundo práctico, con sus hombres y sus mujeres, y sus cuestas abajo y sus cuestas arriba; el mismo que ella veía por los resquicios de su encierro, y en las historias que aprendía para instruirse, y en los pocos libros de imaginación que se le daban para entretenerse. Y todo esto sería verdad, pero le gustaba muy poco; no porque adoleciera de sensiblerías románticas, sino por razones bien opuestas: por obra de aquel equilibrio prodigioso que existía entre todos los elementos que la constituían, de cuerpo y de alma.

En aquel conjunto todo era paz, armonía y sosiego, y cabía el sentimiento de todo; pero no la pasión por nada sin el concurso de un agente perturbador que rompiera el equilibrio; el cual agente había de venir de afuera, porque dentro no había lugar para él. En otra criatura formada de distinto barro, el cultivo artificial o de invernadero, como hemos llamado al de Luz, hubiera producido contrarios efectos, porque en lo común de la naturaleza humana, las veladuras sobre los ojos son alicientes de los deseos y despertadores de la curiosidad; pero en una pasta tan dúctil y placentera como la de aquella niña, el artificio de su educación moral contribuyó grandemente a la perfección casi mecánica de la mujer; mecánica en cuanto a la estructura, digámoslo así, a la trabazón de las piezas componentes de su ser moral, no en cuanto a las funciones del conjunto, que éstas ya dependían de la pasta fundamental, del temple nobilísimo del alma, obra de un Artífice más alto.

Quiero decir, antes que nos extraviemos entre sutiles metafísicas, que aún me parecen más inextricables que los laberintos de la botánica, que Luz, con su equilibrio de agentes íntimos, no era un reló que andaba bien, ni una soñadora que bebía vinagre y suspiraba por «el reposo de la tumba», sino una mujer de carne y hueso, con muy pocas ambiciones y muy apaciguados deseos; porque había en los ojos de su imaginación unas lentes que le presentaban los objetos exteriores con un colorido sumamente dulce y a una luz suave y tranquila, como la de un crepúsculo de otoño. Habituada a este modo de ver, no es de extrañar que la repugnaran los colores vivos y todo linaje de desentonos y de aberraciones, lo mismo en el orden físico que en el orden moral. Y así era lo cierto. Esto no impedía que Luz estuviera dispuesta a tomar lo que la dieran; pero, autorizada para elegir, muy pocas veces se decidiría al gusto de las mujeres de su edad.

Apurando el ejemplo que tenemos entre manos, he de añadir que esto del mundo del que tanto se la hablaba y que ella hubiera adivinado aunque nada le hubieran dicho, porque la humana naturaleza es una parlanchina que todo lo descubre, y, más o menos recio, habla a la imaginación, aunque se la pongan candados en la lengua y se la confine a las soledades de un desierto; que esto del mundo, repito, la dio bastante que pensar desde que traspuso las fronteras de la niñez y entró con paso más firme y con doblados alientos de vida y con mayores fuerzas de visión, en los términos de la juventud.

¿De qué la servía, si no todo, la mayor parte del mundo que iba columbrando, y además le descubrían en libros y en advertencias de palabra?... De maldita de Dios la cosa para las especiales ambiciones que la dominaban y las cortas necesidades que sentía. Sí a ella la hubieran dicho: «Forma uno a tu gusto y para tu exclusivo recreo, donde vivas en cuanto salgas de aquí», ¡qué cosa tan distinta de lo que le esperaba hubiera construido!

Por de pronto, nada de multitudes humanas, ni de ruidos incómodos, ni de hacinamientos de casas formando calles sombrías y angostas; nada de ceremoniales mentirosos para cultivar amistades que no se necesitan entre personas que no se pueden ver; ni de espectáculos públicos, en los cuales se exhiben las gentes embanastadas de medio abajo, y en ringleras, como muñecos de escaparate; nada de sonrisas forzadas, ni de saludos maquinales, ni de corsés muy apretados; nada, en fin, de ese cúmulo de esclavitudes y de molestias en que viven las gentes «bien educadas», cuando se dice de ellas que hacen una vida regalona. Luz se hubiera contentado con muchísimo menos: con un pedacito del mundo, precisamente de la parte de él más desdeñada de las gentes mundanas; algo así como cuadro de primavera campestre: praderas rozagantes, copudos robles, matas de rosales, senderos blandos y retorcidos entre los árboles y los rosales y las praderas; un sol cernido a través de las espesuras; fuertes contrastes de luz y sombra; rumor de brisas en el follaje y de aguas fugitivas entre márgenes de madreselvas y laureles bravíos; pájaros cantadores, y en lo alto, pero no lejos del río, sobre una base de roca blanquecina medio envuelta entre carrascas, hiedras y escaramujos, una casita, no como la choza rústica y grosera de los idilios, no tanto: podía ser un chalet muy cómodo y muy lindo, hasta con su salita de estudio y un buen piano en ella, y un terradillo desde el cual se descubriera una gran parte del panorama y se entrara en tentaciones de recorrer lo que no se veía...

La segunda vez que se asomó Luz con los ojos de su imaginación a esta azotea (porque este cuadro primaveral no fue obra de un acaso ni contemplado un día solamente), descubrió, ¡extraño suceso!, al alcance perfecto de su vista, junto a un árbol de los más próximos al río, una figura que ella no había puesto allí. Se atrevía a jurarlo. Era la de un hombre en lo más verde y lozano de la juventud: gallardo de cuerpo y hermoso de cara; poco bigote todavía) pero muy negro, como los ojos y como el pelo, suelto y abundante; muy bien ataviado, pero no compuesto.

¿Debía Luz borrar aquella figura del cuadro, solamente por no ser obra suya? Fueran cuales fuesen su procedencia y su destino, el detalle inesperado componía muy bien donde estaba; y componiendo bien, no debía borrarse. Además, aquellos fondos, aunque bellos, eran demasiado para una mujer sola. Podía llegar a sentirse allí hasta el miedo, porque la soledad es imponente, por hermosa que sea; y aunque no se llegue al miedo, las impresiones recibidas en la contemplación de lo bello no se completan si no son comunicadas con alguien; y hasta se daba el caso entonces de que aquel mancebo, por ta expresión de su mirada intensa, la dulzura de su sonrisa y lo varonil de su persona, parecía la encarnación del sentimiento, de la bondad y de la fortaleza; como que metida ya Luz de plano en estas fantasías hasta se le antojó (salvando la irreverencia que creía cometer en la comparación) que el tal mancebo podía pasar, donde estaba, por algo así como arcángel guardador del misterioso paraíso. ¡Si compondría bien la figurita en el punto del cuadro en que había aparecido «de repente»!

A la tercera vez que se asomó Luz a la azotea, también vio al mancebo en el mismo sitio; pero ya no se contentaba, para dar entretenimiento a sus miradas, con el lujo de la naturaleza que le envolvía; también la miraba a ella, a Luz, y aun con mejores ojos que a las bellezas inanimadas del paraíso; y como el mancebo era, en opinión de Luz, «el sentimiento de la bondad y la fortaleza», y hasta «el arcángel guardador» de todo aquello, que ya era «de los dos», Luz bajó del terrado, sin miedo y sin escrúpulos, y el mancebo la salió al encuentro; y ella apoyó su brazo en el brazo que le presentó él, y se fueron juntos por el sendero adelante; y mientras andaban así, a Luz le parecía más radiante la del sol y que eran más olorosas las flores y más blandos los senderos; los ruidos más armoniosos, el ambiente más saludable y los pajarillos más alegres. Después, en la soledad de su casita, todo lo hallaba más cómodo y risueño; y al poner sus manos sobre el teclado del piano, le arrancaba del fondo notas de una vibración como jamás había arrancado de aquellas fibras de acero.

Pues bien: algo así, con este cuadro primaveral por base, podía ser la vida de una mujer como Luz, si la dijeran: «Escoge un mundo a tu gusto para ti sola, o para los dos a lo sumo». No pediría ella otra cosa. Y, sin embargo, se guardaría muy bien de descubrir estos deseos en medio de las realidades de su vida, porque estaba cierta de que habían de ser calificados de locura.

Pero, locura o no, soñó largo tiempo con el cuadro, no sé, ni ella lo supo, si despierta o dormida; y de tanto soñar con él, llegó a salir del colegio con grandes dudas de si aquellos fondos de la naturaleza y aquel mancebo guardador del paraíso de sus sueños, que tan conocidos le eran ya, los había visto ella en alguna parte.

No sé si el lector habrá comprendido bien todo cuanto llevo dicho, o si yo no habré sabido explicarme, para llegar a conocer el fondo del carácter de Luz; pero seguro estoy de que, por muy mal que me haya salido la tarea, se puede sacar de ella todo lo que se necesita para convenir conmigo en que la marquesa de Montálvez no tenía motivos para alarmarse al presentar en el mundo a su hija, hecha una mujer, por el lado de sus pensamientos y naturales inclinaciones. Y no se alarmaba por lo tocante a este lado. Pero por el otro, es decir, por el de su belleza, ¿cómo evitar los riesgos que temía? ¿Qué más daba que ella se fuera sola hacia el cenagal, o que el cenagal la buscara a ella, si lo importante era que el uno y la otra se pusieran en contacto inmediato? Pensar en recluirla de nuevo, teníalo hasta por inhumano, además de ridículo. Era de necesidad, no solamente «echarla al mundo», sino también lucirla en él. Y en este caso, ¿cómo impedir que aquella gentileza de Venus púdica, o mejor dicho, aquella realizada idealidad de virgen cristiana, atrajera sobre sí todas las voracidades de los hombres descorazonados y todos los venenos de las mujeres envidiosas, y que fuera esta lepra inficionando poco a poco a la inocente? ¿Cómo evitar, cuando menos, que con el continuado roce con tantas y tan diversas intenciones se destruyera el artificio y quedaran de manifiesto a los ojos de Luz las negras realidades que la marquesa le escondia hasta dentro de su misma casa?

Los temores de la madre no podían ser más fundados; pero había que cerrar los ojos y seguir adelante. Y adelante fue.

Luz hizo su entrada en el mundo con la serenidad de quien nada teme en una región que no le interesa. Todo cuanto iba viendo le parecía natural y corriente, porque cuando allí lo ponían, allí debería de estar. Tomaba las cosas en el valor que a sus ojos tenían, y a ese precio las pagaba; y como le sobraba en discreción mucho más de lo que le faltaba en experiencia, siempre salía muy airosa en estos tratos de su forzado comercio con las frivolidades mundanas.

A más de por hermosa en el grado especial en que lo era, por la historia que tenía, fue su aparición en los salones mucho más notada que otras semejantes: la mordieron las envidiosas con la saña de las grandes ocasiones; la compadecieron a gritos las pecadoras en secreto; los hombres la tuvieron quince días sobre el tapete en sus debates naturalistas, y los revisteros de salones soltaron toda la trompetería más sonora de sus órganos, en honra y gloria de la recién llegada al único mundo en que, según ellos, se podía vivir debajo de la luna. Aljófar, que todavía cantaba porque aún tenía estómago insaciable que se lo exigía, entonó en letras de molde una silva de media vara, en que hubo más juegos de luz que en un «cuadro disolvente». Ni de las murmuraciones a escondidas ni de las alabanzas en público, tuvo noticias Luz; porque las primeras no se oían, y cuidó mucho su madre de ocultar las segundas con el sabio propósito de que desconociera su hija, mientras esto fuera posible, aquella mala costumbre de poner a las gentes en ridículo queriendo hacerlas un favor.

Tomando por pretexto las pocas aficiones de la novicia a los estruendos mundanos, la marquesa se guardaba muy bien de empujarla hacia ellos; antes, la mantenía discretamente en sus inclinaciones al sosiego, y hasta las explotaba en cuanto la convenía para sus fines particulares.

Por ejemplo: Luz seguía fuera del colegio las prácticas cristianas a que se había acostumbrado en él. Iba a la iglesia a menudo y tenía sus rezos en casa. Pues a todos estos actos piadosos la acompañaba su madre. Algo la mordían sus amigas, y con gran donaire se sacudía ella de las zumbas; pero seguía yendo a la iglesia y rezando con su hija, muy a su placer.

Con todo esto y lo que ya se ha dicho en el capítulo precedente sobre oreos y desinfecciones, que continuaban en la necesaria medida, la casa de la marquesa, sin dejar ésta de ser la dama de distinguido y ameno trato, no era conocida ya. Aquellos profanados interiores de la Montálvez habían adquirido el honrado aspecto de un hogar de familia.

Algo retrasadas andaban estas medidas de regeneración; pero nunca es demasiado tarde para abrir a Dios la puerta de casa, después de haber barrido de ella al demonio.

Guzmán, que era ya Excelentísimo señor don José Celestino, senador del reino, columna del partido conservador, consejero de Estado, embajador probable, ministro posible y todo lo que quisiera, si lo quería con gran empeño, pasaba la pena negra desde que Luz había llegado a Madrid. Temblaba por ella, y a su lado se hubiera puesto para ampararla de día y de noche contra los peligros en que veía el tesoro de candor que se encerraba en aquel estuche primoroso; pero no alcanzaban sus derechos a donde llegaban sus impulsos. Era harto sabida en Madrid la leyenda de la semejanza, con todos sus antecedentes, y hubiera sido una profanación inicua someter aquel ángel a nuevas comparaciones y nuevos comentarios del público mordaz. Por eso se creía más obligado a alejarse de ella cuanto mayores eran sus deseos de acercarse. La admiraba y la protegía a prudente distancia; pero esta prudencia se parecía demasiado en sus tramites al desvío de un extraño, y él no podía conformarse con tan poco.

Ya sabemos que había vuelto a frecuentar la casa de la marquesa desde que se andaba en ella a escobazos con el diablo. En una de sus visitas, estando ya la desterrada joven en Madrid, halló a su amiga muy alarmada. Luz sabía desde muy niña que su madre era viuda, y de quién lo era y desde cuándo; pero en lo que jamás había dado, dio en las primeras conversaciones que tuvo con su madre, recién llegadas las dos de Francia: en pedirla noticias y pormenores íntimos de «su padre». ¡Figúrese el lector en qué aprietos no se vería la aristocrática viuda de don Mauricio Ibáñez para salir limpia y sin manchar a nadie, de aquel nuevo lodazal en que la arrojaba de pronto el natural deseo de su hija! Salió bastante mejor que hubiera salido otra pecadora con menos ingenio y serenidad que ella; pero salió muy dolorida y alarmada.

Refirió el caso a Guzmán, muy en voz baja y después de registrar hasta los rincones, temiendo que la oyeran, y también culpó a su amigo de este nuevo fruto de su vida de iniquidades y contubernios.

-No es ya hora -la dijo Guzmán- de liquidar esas cuentas tan envejecidas. Tomemos el caso como una advertencia más del celo que se necesita aquí para que no descubra Luz lo que jamás debe serle conocido, y eso nos baste, que no es poco en gracia de Dios. El bien de tu hija debe ser el móvil de todos tus actos y pensamientos. Yo te ayudaré con los míos, en cuanto me sea posible y lícito, a la distancia a que me hallo de vosotras. Olvido absoluto de todo lo demás..., hasta en sueños, si dable nos fuera; y desde este instante no se pronuncie una sola palabra entre nosotros que no pueda ser oída de Luz sin asombro de su ignorancia y de su inocencia; porque fuera caso peregrino que lo que tratas de ocultarla entre las desenvolturas de las gentes extrañas, se lo descubrieran en su propio hogar tus mismas imprudencias.

A la marquesa le pareció muy cuerdo el dictamen de Guzmán, y desde aquel día se acabó entre ambos el tratamiento llano de sus intimidades; quedó proscrita toda alusión a lo pasado, y no fue en la casa de Luz ni fuera de ella el antiguo amante de la hermosa Nica Montálvez, más que un amigo muy afectuoso y atento de la ajamonada viuda del arruinado banquero don Mauricio Ibáñez.


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