La Revolución de Julio/XIII

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XIII


No le dejé concluir: ya el sonsonete de su voz, que había empezado festiva, volviéndose gradualmente cavernosa y lúgubre, retumbaba en mi cerebro como el insufrible aleteo del moscardón. Con un socorro pecuniario correspondí al ofrecimiento de sus servicios, y puse precio razonable a su filosofía policíaca, forma vaga de humanismo no disconforme con mis ideas... Para él sería yo el verdadero Gobierno, el Estado efectivo; y pues mi bolsa suplía las escaseces de la nómina oficial, a mí debía darme Sebo el fruto informativo de su trabajo, entendiéndose que jamás haría yo uso inconveniente de tan extraña subrogación. Retirose el hombre muy contento, y aquel mismo día por la tarde medio pruebas del entusiasmo y diligencia con que a mí se acogía, llevándome nuevos informes del Bartolomé Gracián, los cuales avivaron hasta lo indecible la curiosidad que aquel extraño conspirador había despertado en mí. Y el gran Sebo, como si su memoria fuese un canasto repleto de inútiles cosas cuya pesadumbre le estorbaba, vació en mis oídos estos fragmentos de Historia privada.

Es Gracián el más atrevido y el más afortunado mujeriego de España y sus dominios. Su extraordinaria guapeza de figura y rostro le dan las primeras armas; las completa y afina con su increíble atrevimiento y con su exquisita labia para trastornar el seso a las hembras. Desde que fue hombre, declaró guerra sin cuartel a dos principios fundamentales: la moral doméstica y la disciplina militar. Es éste en él un doble apetito, una doble pasión que le coge toda el alma, sin dejar espacio para más. No hay situación política que él no intente destruir con las armas, ni mujer bonita, casada, soltera o viuda, que no quiera conquistar por el amor. Aseguró Sebo que todas absolutamente se le rinden, y extendiéndose en este sabroso asunto, alargaba el hocico, erizando las cerdas de su bigote, y entornaba con picardía sus ojos vivarachos.

-Cuidado, Sebo -le dije-, que eso del rendimiento de todas no puede constarle a usted ni a nadie». Y él, afectando imparcialidad y moderación: «Pongamos casi todas, señor don José. Hay en la vida de este hombre un caso que sé por referencia, pues en aquel año, que era el 51, no estaba yo encargado de él, ni le había echado la vista encima. Andaba escondido; sobre él pesaba sentencia de muerte; vivía con una moza muy guapa, que le quería y le cuidaba como si fuera su esposo por la Iglesia, y de la noche a la mañana... No, no es que la abandonara, señor; no es eso... El abandono de la moza bella no tendría nada de particular. Fue un caso más raro y nunca visto. Otra mujer, a quien él no conocía más que de oídas, le robó... robó al Capitán, llevándosele a sitios escondidos para tenerle por suyo... No se ría, señor: es como se lo cuento. Se ven raptos de mujeres en el mundo muchas veces; en el teatro a cada momento. Pero raptos de hombres, así, cogiéndole en un camino, por manos de policías y cargando con él, como se carga a una doncella, no se ha visto, creo yo, más que en el caso del capitán Gracián.

-¿Y la otra, amigo Sebo, la que vivía con él?

-Buscándole estará todavía, pienso yo...

-¿Y él?...

-Un compañero mío que estuvo en el ajo me ha contado que el muy tunante hizo poca o ninguna resistencia... Vamos, que se dejó robar. O algún antecedente tenía ya de esa señora ladrona de hombres guapos, o por ser tan listo, le dio en la nariz olor de una barraganía de provecho.

-¡Vaya, que la mujer que tal hizo era de veras arriscada y jaquetona! ¿Y anduvieron policías en ese gatuperio? En él veo yo la mano experta de don Francisco Chico.

-El señor coge las cosas al vuelo, y así no tengo yo que decir nada malo de mi jefe.

-Es un travieso de marca mayor, y sin ningún escrúpulo. Pero la dama ladrona, sólo por idear el robo de un hombre y afrontar las consecuencias, tiene sus puntas de heroína. ¿Quién es, Sebo?

-Pues una solterona que por lunática fue arrojada del convento de Jesús; mujer de cuidado, que, según dicen, es un poco boticaria y un poco droguista. Compone aguas de olor para refrescar el cutis o para pintar el pelo, y bebedizos para echar del cuerpo los demonios, o meterlos en él si a mano viene. Entiendo yo que es bruja, señor, y de aquellas que, por criarse en conventos, saben más que Merlín y su hijo. ¿Me pregunta Vuecencia que qué cargo tiene en Palacio? Pues el de centinela, para ver quién entra y sale, quien priva y quién no priva, y contarle todo a la Madre. La Madre de las Llagas es su verdadera Reina y el amo a quien sirve... Vea el señor si tendrá poder la Boticaria, maniobrando entre dos Reinas, la de acá y la de Jesús...

Al llegar a este punto, se apareció en mi mente la figura que yo creí desconocida, y de pronto resultaba persona de mi particular conocimiento. ¡Acabáramos...! En la compleja vida social, sucede a menudo que oímos referir peregrinos hechos, y dudando de su certeza, los atribuimos a individuos fantásticos. Nuestro asombro se asemeja al infantil interés que despiertan los maravillosos cuentos de hadas. Mas por cualquier circunstancia descubrimos que el héroe, o la heroína, de tan singular historia es un ser vivo, le conocemos, le tratamos, y entonces nuestro asombro se concreta, se refuerza con la credulidad, y es clara percepción de la realidad humana. Lo que juzgábamos absurdo, sólo por ser impersonal, nos parece verídico en cuanto el caso se cristaliza en el rostro de una persona conocida.

«Señor Sebo -dije yo interrumpiéndole, no sin alegría-, ya estoy al cabo de la calle. La que usted llama Boticaria, no puede ser otra que doña Domiciana Paredes, hija de un cerero de la calle de Toledo, y amiga íntima de la que lo es de mi familia, doña Victorina Sarmiento. Mi mujer y yo la tratamos, la hemos recibido en nuestra casa, la hemos obsequiado con chocolate, no una sola tarde, sino dos y tres, y por venir en compañía de doña Victorina la hemos mirado como a persona de respeto. Ya sabía yo que en Palacio era embajadora o cónsula de la Madre. La gracia y amenidad de su conversación nos revelan a una mujer de talento. Ahora, oído el informe del rapto de Gracián, vemos en ella un entendimiento y un brío de voluntad que la igualan al mismo Napoleón.

-Eso he dicho yo, señor don José... doña Domiciana es un Napoleón... no éste que ahora gobierna en Francia, sino el otro, el que llamaban Primero y acabó sus días en una ínsula. Porque ha de saber Vuecencia que la Boticaria engañó a doña Victorina, haciéndole creer que el Capitán robado era su sobrino, y demostrándoselo con documentos que sacó no sabemos de dónde. Sabe imitar el papel de barbas antiguo, la tinta vieja, y las obleas y lacres del siglo anterior... Pues arrebatado el galán, le escondió en una casa de campo, radicante en el camino real de Aragón, un poco más acá del sitio donde arranca el senderillo de la Fuente del Berro... A poco del secuestro, se ocupó la ladrona de conseguir el indulto de su sobrino, pues ya he dicho que estaba dos veces condenado a muerte por Consejo de guerra... Ello no fue difícil, con las buenas agarraderas de doña Victorina...

-En las gestiones para ese indulto anduve yo también, amigo Sebo.

-Anduvieron muchos. O'Donnell se resistía. Una cartita de Su Majestad amansó los rigores del General. Indultado el Capitán, sus primeras salidas fueron para las conquistas de amor. En tres días hizo estragos en las afueras de la Puerta de Alcalá, cortejando y enloqueciendo a varias mujeres: una en el Parador de Muñoz, otra en la huerta de Retena, dos en las casas de Piernas y en el portazgo del Espíritu Santo... Doña Domiciana tocaba con sus manos el santo cielo. Para evitar escándalos, discurrió mandar al galán a Puerto Rico con el general Prim. Ya estaba todo concertado para este viaje; pero la noche en que Bartolomé debía marchar a Cádiz en silla de postas, desapareció como un duende, sin que por ninguna parte le pudiéramos encontrar... Por fin, a los tres días se delató él mismo, en casa del señor Toja... calle del Factor. ¿Y cómo se descubrió ese pillo? Pues rompiéndole la cabeza a un amigo suyo, Nicasio Pulpis... Allí se reunían... dicen que a jugar al tresillo: yo entiendo que a verlas venir. Para mí, Gracián cameló a la Rosenda, que antes fue querida de un tal Castillejo, también de la cáscara amarga, y conspirador de afición, como esos que matan por dar gusto al dedo... Las heridas del Pulpis desbarataron el tapujo del Gracián. Pero el señor Toja, más ciego que un topo, seguía defendiéndole, y entre él y la Rosenda nos le quitaron de las manos. Volvió a parar el hombre a las de la Boticaria, que esta vez en el mismo Real Palacio le aposentó, sin que doña Victorina se llamase a engaño: con tanta sutileza tramó el enredo aquella sabia Napoleona, o Napoleón de las mujeres...

«¿Qué más quiere Vuecencia que le cuente, ilustre señor? Si no se cansa, le diré que por Gracián enloquecieron y se trastornaron una tal Eduvigis, esposa de cierto carrerista, y la hija mayor de un gentilhombre, llamada Inés... Fue tal el desatino de ésta, que se propinó una toma de fósforos en aguardiente, porque el galán había faltado a una cita que le dio en la iglesia de la Encarnación... Pasaron días, muchos días, en los que perdí el hilo de estas cosas. Gracián desapareció de Palacio. No hace dos meses que doña Domiciana volvió un día a su casa con el cuerpo lleno de contusiones, un ojo hinchado y el morro enteramente torcido. ¿Qué le había pasado?... Por decir extravagancias, hasta se dijo que en el convento de Jesús anduvieron las monjas a trastazo limpio con una caterva de diablos rabudos y cornudos que entraron por las chimeneas. Y tan estúpida es la gente, y tan desleída en la sangre tenemos los españoles la superstición maldita, que no faltaron personas que creyeran estos disparates... Otras vieron en el rostro de la Boticaria la mano del Gracián. Pero ella se aguantó, y con sus alquimias se puso a la curación de las mataduras, quedándose en un santiamén como nueva. Digo que es bruja, señor, porque como santa no lo es... Gracián vivió algún tiempo en Caballerizas, durmiendo allí de día, y largándose por las noches a la vida de tertulias secretas, en la redacción de algún periódico, o en zahúrdas donde conspiran hasta los gatos... En estas idas y venidas, ya teníamos armada una trampa para cogerle, juntamente con el señor de Navascués, cuando se guarecieron los dos en esta casa... Yo pregunto: ¿por seducir mujeres se debe perseguir a un hombre? ¿Y por pronunciarse, qué? ¿De estas dichosas pronunciaciones no han salido todos los Generales que nos mandan? Pues los pronunciados de ayer ya llenaron bien el buche, dejen comer a otros, señor. Yo digo que debe haber turno en las mesas de los ricos, o que alternen, para que podamos alternar también los pobres. Bien nos dice la experiencia que cuando los Gobiernos duran mucho, todo el tráfico se paraliza, la clase menestrala no tiene qué comer, aumentan los robos, las patronas y pupileras están a la cuarta pregunta, la mendicidad crece, disminuye la caridad pública, el abasto de la plaza es malo y carísimo, la carretería se estanca, los taberneros echan más agua al vino, el pueblo se entristece, bajan las rentas de Tabacos y de Loterías, nacen más chiquillos, las calles se desaniman, los sastres perecen, y toda la Nación está como una novia desconsolada, a quien nadie le dice por ahí te pudras.

-Muy bien, muy bien, amigo Sebo. Estamos conformes. Los Gobiernos duraderos originan enormes calamidades. ¿No condenamos la pereza en las personas? Pues peor es en los pueblos. Progresar quiere decir moverse, renovarse, mudar de estado, de postura, de ideales, de ensueños, de vestido, de modas. Hasta los enfermos crónicos y aprensivos abominan del reposo, cambian de enfermedades, y cada día inventan una nueva. No basta variar de médico; hay que variar de dolores. «Ya no me duele aquí, sino aquí». Progresar es cambiar de amigos, de novias, de afeites, de juegos, de aires. España es un mendigo que se aburre de estar siempre pidiendo en la misma esquina. «Vámonos a la de enfrente, que por ésta no pasa nadie». España no necesita de la acción consolidadora del tiempo, porque no tiene nada que consolidar; necesita de la acción destructora, porque sus grandes necesidades son destructivas. Las revoluciones, que en otras partes desequilibran la existencia, aquí la entonan. ¿Por qué? Porque nuestra existencia es en cierto modo transitoria, algo que no puede definirse bien. Yo la veo como si el ser nacional estuviera muriendo y naciendo al mismo tiempo. Ni acaba de morirse ni acaba de nacer. Por eso apetece el movimiento, la variación de ambiente, de personal, el cambio de hombres públicos, a ver si éstos son menos sepultureros y más comadrones. ¿Me entiende usted, amigo Sebo?

-La verdad, señor: no lo entiendo muy bien.

-Digo que el ser nacional está en todo este siglo muriendo y naciendo. Los hombres públicos y cuantos de política se ocupan, incluso los militares, sepultan y al propio tiempo vivifican... La nación quiere mudanzas y revoluciones, para que el nacer sea fijo y se acabe el morir.

-Ahora lo entiendo menos, excelentísimo señor.

-Pues sí: húndanse los gobiernos, vengan revoluciones, para que el país se despabile y aprenda a vivir a la moderna, y salgan hombres de gran poder, y tengamos más medios de ganar la vida, y se acabe el morir lento de un pueblo.

-Ahora entiendo, porque... como dijo el otro: los pueblos no mueren.

-Se modifican, se refunden. España no ha encontrado el molde nuevo. Para dar con él tiene que pasar todavía por difíciles probaturas, y sufrir mil quebrantos que la harán renegar de sí misma y de los demás... Pero si el señor Sebo no tiene interés en que lleguemos a desentrañar este punto hondísimo de histórica filosofía, pasemos el rato en el examen de los hechos, alegres o tristes, patéticos o graciosos, más interesantes que esas peregrinas imitaciones de la realidad que llamamos novelas. Celebramos ver ensanchado el campo de la verosimilitud. Nada es mentira, amigo Sebo: la verdad se viste con los arreos de lo fabuloso para cautivarnos más, y cuando ve que la contemplamos embobados, suelta la risa, se quita el disfraz y nos dice: «Mentecatos, no soy arte: soy... yo».

-Quiere decir que estas cosas parecen cosas de poetas, y aquí el poeta no es otro que el mundo de Dios... Aún no he contado al señor todos los enredos del Gracián, ni los apuros de doña Domiciana para tenerle sujeto.

-No es conveniente, buen Sebo, que ahora prosiga usted relatando estas verdades que parecen mentirosas... Con lo referido basta por hoy, que la acumulación de pasajes interesantes en cualquier historia produce en el oyente un efecto congestivo... Economicemos el asombro, y sujetemos a medida el examen recreativo de los hechos humanos... Necesito comunicar a mi mujer estos descubrimientos, y que ella y yo, en íntima conversación, nos solacemos comentándolos. Los ricos que no tienen nada que hacer, se morirían de tedio si no alegraran su vida, en que todo está hecho, pasando revista a la vida de los demás... Vea usted en qué consiste la única felicidad de los ricos, precisamente por ricos, ociosos: son felices mirando y midiendo la infelicidad ajena... Mi mujer ha salido a visitas. Ya se me hacen largos los minutos que dure su ausencia más del término regular... Paréceme que siento abrir la puerta... Es ella... Haga el favor de ver...

-Es la señora Marquesa...

-Retírese, amigo Sebo, y venga pronto, que tengo que encomendarle un asunto...

-¿De mujeres, excelentísimo señor? -dijo Telesforo en voz baja, dulzona, después de aguardar a que los pasos de María Ignacia se perdieran en el pasillo.

-De mujer... pero no sola... que donde hay mujer hay hombre.