La Revolución de Julio/XXI

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XXI


Estábamos en un terreno polvoroso que no sé si era camino, plaza, o ejido. Sentado yo en un trozo de construcción de adobes, que lo mismo podía ser resto de un edificio que principio de él, a mi espalda veía las chozas que se arman en las eras para guardar la mies en gavillas; frente a mí, casas mezquinas agrupadas, como si quisieran formar calles; a mi derecha, la de La Panadera, grande y con letreros, en que se distinguían las palabras Salvados, Harinas... Ningún árbol vivo alcanzaban a ver mis ojos; había, sí, frente a mí uno muerto, tronco y ramas en completa desnudez esquelética. Los tejados y el árbol se destacaban con trazo vigoroso sobre un cielo limpio, sin ninguna nube en su concavidad majestuosa, alumbrado por una luna menguante, tuerta, con un solo carrillo y un ojo solo, bastante luminosa para que palidecieran las estrellas, quedando las de primera magnitud muy rebajadas de categoría. Frente a mí, de espaldas a mí, sentado en una piedra, estaba el hojalatero encorvado sobre su violín, pasándole el arco, ahora con suavidad, ahora con brío... Cuando rozaba en la prima, el arco apuntaba al cielo con su contera, y a la tierra cuando rozaba en la cuarta. Tocó Rodrigo aires del Pirata, de Beatrice di Tenda, de Maria di Rudenz, de otras óperas en boga. Sin duda por el estado de mi espíritu, más que por la destreza del violinista, la emoción que sentí fue muy honda, de esas que remueven lo más quieto y despiertan lo más dormido del alma. Y alguna parte tendría en esta emoción el mérito del artista: cuanto más yo le oía, más me admiraba la perfecta afinación, el juego elocuente del arco, su fuerza, su delicadeza, según los pasajes y diseños que atacaba. Llegué a sentirme encantado de aquella música, deseando que durase todo el resto de la noche, y que ésta fuese muy larga. Tocaba el muchacho con devoción y fe, poniendo la mitad de su alma en los dedos de su mano izquierda, y en la derecha la otra mitad. Quería serme grato, y mostrarme su afecto en el lenguaje que mejor conocía... Con la palabra no habría podido expresar ni aún mínima parte de lo que sentía, gratitud, esperanza. De mí esperaba medios para ser un artista eminente, de universal renombre.

En lo más solemne de la serenata, cuando yo me hallaba en pleno éxtasis, oí que las mulas del coche, situado como a veinte pasos de distancia, detrás de mí, redoblaban las manifestaciones de su inquietud, pateando con más fuerza y sacudiendo las colleras, que arrojaban al aire la tintinabulación de sus cascabeles, como un espolvoreo de notas metálicas. Este ruidillo no turbaba la dulce melopea del violín, sino, antes bien, la exornaba con un comentario gracioso, de cómica elegancia... Volví mis ojos hacia el coche, y vi que por la portezuela asomaba la cabeza de Sebo, como un mascarón lívido, que lo mismo podía ser de clerizonte que de rufián. La bella música le atraía, le embelesaba, como a mí. Aprobaba con un movimiento expresivo de la cabeza, y luego lanzó esta frase, rasgo de poeta y de crítico: «Anda, hijo, no sabía yo que fueras tan buen profesor... Toca, toca: las estrellas te oyen».

Cortaron bruscamente los músicos la bella serenata, presentándose con ruidosa premura cargados de sus paquetes. Calló el violín maravilloso, y los viajeros se ocuparon de colocar sus bultos en el pescante o dentro del coche. Subimos: Ansúrez pidió al dueño del instrumento nuevo permiso para seguir tocando por el camino, y obtenido lo que deseaba, se encaramó en el pescante. Entramos los demás, acomodándonos en aquella estrechez como pudimos, y las impacientes mulas no aguardaron la intimación del cochero para emprender la marcha. Por el camino, el hojalatero, sentado al borde del pescante junto a Zafrilla, con una pierna colgando, tocaba todo lo que sabía, himnos patrióticos, mazurcas y valses, tiernas melodías de Bellini y Donizetti. En el curso del viaje hasta las inmediaciones de Madrid, no dejé de sentirme embelesado con la música, adormeciéndome en un vago ensueño. Las notas patéticas del violín flotaban sobre el pesado ruido del coche, como una cabellera dorada y vagarosa que el viento agita sin desprenderla del cráneo en que se arraiga. La cabellera se daba al viento como una idealidad que vuela, sin abandonar la realidad que la sustenta y la produce. Las propias mulas parecían adaptar su paso al ritmo de las tocatas... Yo me adormecí... Todo era música... música también el son continuo de los cascabeles y los ronquidos de Sebo.

6 de Julio.- Dos días con parte de sus noches tardé en contar a María Ignacia lo que había visto en mi excursión, desviada de su primordial objeto por el Acaso, más poderoso que mi voluntad. No estaba conforme mi costilla con el quiebro que di a mis planes, y sentía que no hubiese persistido en la busca y captura de Mita y Ley. Propuse nueva salida; pero Ignacia no aprobaba la repetición del viaje, sin duda por notar que del primero había vuelto yo muy melancólico, con tendencias a dormirme o amodorrarme encima de una sola idea. ¿Se reproducían en mí las tristezas o saudades que años atrás alteraron gravemente mi salud? ¿Volveré a sentir mi pensamiento balanceándose sobre aquella línea, sobre aquel lindero que separa la razón de la sinrazón?... Mi mujer me interroga con cierta prolijidad, al modo facultativo, que me pone en cuidado. Yo, sondeando cuidadosamente mi interior, le respondo que lo que ahora siento es... ganas de vomitar toda la historia contemporánea que tengo en el cuerpo, y que se me ha indigestado formando un bolo: necesito expulsar este bolo. María Ignacia se ríe; yo me explico mejor diciéndole que mis ilusiones de ver a España en camino de su grandeza y bienestar han caído y son llevadas del viento. No espero nada; no creo en nada... Me hastía el recuerdo de la batalleja que vi en Vicálvaro. Me figuro a los niños de Clío jugando con soldaditos de plomo... En cuanto a las ambiciones que han movido esta trifulca las considero semejantes por su altura moral a las ambiciones de mi amigo Sebo... La página histórica tras la cual corrí, resúltame ahora como pliego de aleluyas o romance de ciego. ¿Será que mi mente ha caído en la dolencia de remontarse y picar muy alto, o que los hechos y los hombres son por sí sobradamente rastreros y miserables?

A cuantas noticias vienen a mí de sucesos ocurridos en Madrid, o en el camino que llevan los que se llamaron libertadores, les doy carpetazo. ¡Quién pudiera disponer del olvido, como de un pozo en el cual se arrojara todo lo que no se quiere saber! Olvidar las cosas ingratas en el mismo punto en que suceden, sería la mejor reparación de las sofoquinas a que diariamente está sujeta nuestra alma. Pero el maldito tiempo no permite al olvido andar solo, y hemos de conformarnos con la insufrible lentitud del presente, y su resistencia a convertirse en pasado...

¿Me pide la Posteridad referencias históricas? Pues allá va una que juzgo en extremo interesante. Sabed que el gran Sebo se aposenta en mi casa, confundido con mi servidumbre, conservando su figurada estampa de clérigo. Por las noches, con el aditamento de anteojos verdes y de un raído traje, sale y visita sin recelo a su familia. El sostenimiento de ésta corre ahora de mi cuenta, y ello ha de ser hasta que Clío nos depare la total ruina del polaquismo y el triunfo de los de Vicálvaro. Yo le rezo devotamente a Santa Clío, pidiéndole que apresure este negocio, porque pesa sobre mí como un mundo el hambriento familión de mi huésped.

10 de Julio.- Sabed, ¡oh generaciones venideras!, que los sublevados, ni victoriosos ni vencidos en Vicálvaro, tomaron el camino de Aranjuez. Tratan de despertar a su paso a la Nación dormida. Diríase que la Nación abre los ojos, se despereza, vuélvese del otro lado y recobra la plácida quietud del sueño. En Madrid, el Gobierno echa furibundas roncas subido a la Gaceta, y continúa alimentándose con niños crudos, que le dan malas digestiones. A los sublevados da el nombre de traidores y otros no menos infamantes, y en sendos decretos exonera y pone en la picota a Dulce, O'Donnell, Messina, Ros de Olano, y a los ilusos que van con ellos... Noto en el pueblo de Madrid cierta depresión de la fiebre revolucionaria. En los cafés sigue la gente despotricando contra Sartorius, y denominando simplemente ladrones, turba de lacayos y rufianes, a los personajes más empingorotados de la situación. Todo esto ha venido a representárseme como vocinglería de gitanos. La flojedad del acto militar que lleva el nombre de Vicálvaro ha producido el enfriamiento de la temperatura política. Las revoluciones, como las tiranías, acaban en ociosas algaradas cuando no son robustecidas por la fuerza.

Más importancia que estas manifestaciones de la vida pública tenía en mi ánimo lo que a contar voy, con permiso de la señora Posteridad. Pues sepan que compré al hojalatero un violín excelente para estudio, y que el pobre chico no halló mejor manera de mostrarme su gratitud que ofrecerse a darnos en casa cuantos conciertos quisiéramos oír. A mi mujer le encantaba la música, y le hacía gracia el fervoroso entusiasmo con que Rodrigo tocaba en nuestra presencia. Afectado yo de tristezas grises, me sentía en situación semejante a la de Felipe V, buscando su consuelo en el arte de Farinelli. Para distraerme con más eficacia, el buen chico estudiaba cada noche nuevas piezas, y de esta variedad resultaba para Ignacia y para mí mayor deleite. Tanto ha llegado a interesarnos este incipiente artista, que hemos decidido ponerle un buen maestro, el mejor que hoy tenemos en Madrid. Bajo la férula del anciano don Juan Díez, adquirirá seguramente la perfección de estilo que ha de ser el mejor adorno de sus prodigiosas facultades... «Y a todas éstas, ni por el hojalatero violinista, ni por otro conducto, nos llegan noticias de Mita y Ley. ¿Cómo no escribe la salvaje? ¿Será menester que salgamos por segunda vez en su busca? A repetir la suerte me inclino yo; pero mi mujer no me deja: quiere retenerme; confía en que el reposo y las emociones dulces han de serme más provechosas que el traqueteo de un viaje y las caminatas en pos de lo desconocido.

15 de Julio.- Despierto una mañana con la idea de que... Vamos, creo haber descubierto el verdadero sentido y fundamento de estas mis nuevas murrias, parecidas, si no iguales, a las de antaño. Fue muy consoladora para mí la convicción de que mi dolencia no es más que Ansia de belleza. Parece que no, y ello es que todo enfermo siente algo parecido al alivio cuando escucha de boca de su médico el nombre del dolor o molestia que sufre. En las alteraciones nerviosas principalmente, cualquier denominación técnica suele hacer veces de calmante. ¡Ansia de belleza, que por el reverso es el desdén y hastío de las vulgares cosas que me rodean! Anhelo lo grande y hermoso, la poesía de los hechos humanos, así del orden privado como del público. El recuerdo de una batalla de aficionados en campo casero, me lleva al ardiente afán de presenciar un Austerlitz, o algo semejante; y para que se me quite el mal gusto de boca que me dejan estas peleas por un puñado de garbanzos, miro hacia las ambiciones de un César, de un Cromwell, de un Bonaparte.

Desdeño las tintas medias, la clase media, el justo medio y hasta la moral media, ese punto de transacción o componenda entre lo bueno y lo malo. No me gusta nada que sea medio; me seduce más lo entero. Váyase mucho con Dios el buen sentido, y tráiganme la sinrazón, el desenfreno de la inteligencia y de la voluntad. ¡Bonito se va poniendo el mundo desde que nos ha entrado esta bárbara invasión de lo práctico, desde que los hombres de pro se consagraron a desterrar la exageración, y a recortar y reducir a estrechas medidas los alientos humanos! Hemos vuelto del revés la fabulilla del asno vestido con piel de león, y ponemos todo nuestro empeño en que los leones se vistan de borricos... Hablo de esto con mi mujer, y ella me exhorta blandamente a tomar las cosas como son, a combatir el Ansia de belleza, aspiración insana, y a conformarme con la única realidad accesible a nuestros deseos, el gracioso engaño de la fealdad pintadita y retocada, que nos dice: «soy bella». Creámosla y admirémosla sin discutirla.

16 de Julio.- ¿Qué pasa en Madrid? Oigo ruido, pisadas de un pueblo que ha roto la silenciosa quietud en que vivía, y se agita buscando armas y posiciones para combatir. Perdóneme mi dulce amiga la Posteridad: con esto de mis murrias, que a nadie interesan, he olvidado contar las pequeñeces del vivir público, que usurpan un puesto en las filas históricas. Allá voy. Los Generales que a sí propios se denominan libertadores, y que el Gobierno llama facciosos, se fueron al Real Sitio de Aranjuez, y de allí enfilaron las planicies manchegas, adelante siempre, reclutando mozos, requisando caballerías, y requiriendo amorosamente cuantos fondos guardaban las administraciones subalternas de los pueblos... Tras ellos han ido Blaser y Vistahermosa, despacito, persiguiéndoles sin querer alcanzarles, a la distancia que marca el compadrazgo fraternal, norma constante de toda esta gente.

Me cuenta el gran Sebo que en Madrid quedó un Comité revolucionario, del cual son alma Cánovas del Castillo, Fernández de los Ríos, y no sé si Tassara o Vega Armijo. Ello es que los dos primeros cogieron muy calladitos el camino de la Mancha hasta dar con O'Donnell, y charlaron con él largo y tendido, diciendo que Madrid no se levanta y los polacos no se rinden, porque las promesas de los libertadores, harto vagas, hablan poco a la inteligencia del país, nada a su corazón. No se hacen las revoluciones por las ideas puras, sino por los sentimientos, revestidos del ropaje de las ideas. Los libertadores ofrecen cosas muy buenas, de esas que forman el tejido artificioso de todo programa político y revolucionario. Veámoslas: Pureza del régimen representativo, Mejora de la legislación electoral y de imprenta, Rebaja de los impuestos. ¿Te parece poco, infeliz Nación; te parece vano, retórica de quincalla, de la de a dos cuartos la pieza? Pues allá va otra cosa: ¡Moralidad! Esto sí que es bonito. ¡Moralidad! Vamos a tener en el Gobierno esa preciosa virtud. Y por si es poco, ahí va también otra joya incomparable: ¡Descentralización! ¿Qué tal? Descentralización y todo, y para completar tanta ventura, también os damos Economías. No queremos pecar de cortos en el ofrecer. Economizaremos, moralizaremos y descentralizaremos... ¿Qué?, ¿no nos creen?

En efecto: el pueblo no da valor ninguno a tales pamplinas, y alza los hombros viendo a unos pasar hacia la Mancha, viendo al Gobierno inmóvil en su inmoralidad, en su despilfarro y en su centralismo. Cánovas y Fernández de los Ríos, bien pulsada la opinión en Madrid, ven clara la vacuidad de ese programa; corren a la Mancha, y en los polvorosos caminos encuentran a O'Donnell. Paréceme que les oigo: «Mi General, dé por abortada su revolucioncita si no cambia esas monsergas por otras, o no les añade un tópico resonante, de esos que hablan, más que al entendimiento, a la fantasía, o si se quiere, a la vanidad del pueblo español; algo que sea o que parezca ser garantía de las libertades públicas, y aparato político de pura figuración externa, y de ruido y colorines...». Paréceme que veo al irlandés rebelde al convencimiento. No cede; se aferra con terquedad al plan primero de su revolución, exenta de toda concomitancia con las muchedumbres; revolución cómoda, casera, cambio de nombres y de personas nada más... Es como un calzado viejo, holgadito, con el cual andará el hombre por casa sin ninguna molestia. Nada de calzado nuevo, que aprieta y chilla... Pero tanto le dicen sus amigos, y tanto machacan, que al fin llevan a su ánimo la convicción. No concede que sea bueno lo que le proponen; pero reconoce que, de no admitirlo, él y sus compañeros y su ejército corren a una triste desbandada y al amargo destierro... No había más remedio que ceder. O'Donnell cede; los de Madrid redactan un nuevo programa, en el cual, después de estampar las consabidas monsergas de Moralidad, Descentralización, etc., añaden otras sugestivas monsergas. En el programa debieron poner esta frase: «Caballeros, se nos había olvidado lo principal, lo más importante. Perdonad el error, que en este pueblo de Manzanares subsanamos, escribiendo en nuestra bandera el mágico lema de Milicia Nacional».