La apuesta del esparrelló
La apuesta del esparrelló
La oía una tarde de invierno, tumbado en la arena, junto a una barca vieja, sintiendo en los pies los últimos estremecimientos de la inmensa sábana de agua que espumaba colérica bajo un cielo frío, ceniciento y entoldado.
Nazaret, con su extenso rosario de blancas casuchas, estaba a nuestras espaldas, y a mi lado un viejo pescador, momia acartonada, que parecía bailar dentro de su traje de bayeta amarilla, hinchado de aire. Echábase la gorrilla de seth sobre una oreja y chupaba su pipa con la gravedad de un moro, en cuclillas, trazando con la mano, como un manojo de sarmientos, complicados arabescos en la arena.
Había llovido fuerte allá por las montañas de Teruel: el río arrojaba en el mar su agua arcillosa fría, y todo el golfo teñíase de un amarillo rabioso, que a lo lejos debilitábase hasta tomar tonos de rosa. La estrecha faja verde que recortaba el límite del horizonte delataba que era un mar lo que parecía inundación de tisana.
Y mientras mirábamos la rojiza extensión, en cuyo límite se marcaba como ligera nubecilla el cabo de San Antonio, la arremangath gente de Nazaret tiraba de los bolichones o se arrojaba en el agua sucia.
El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquél era un buen día. Iban a caer los esparrellóns como moscas.
Y eso que el esparrelló era el bicho más ladino y malicioso que paseaba por el golfo.
¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las gastaba el tal animalito, iba a contarme un cuento, que indudablemente sería un sucedido, pues de no ser así, no se lo habría contado a él su padre.
Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa, comenzó a contarme un sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las desdentadas encías.
También aquel día había crecido el río, y cerca de la orilla resbalaba el bolichó traidoramente por entre las turbias olas, arrastrando hacia la arena seca a los incautos peces, atraídos por la frescura del agua dulce y sucia.
El esparrelló del cuento, panzudo, pequeñito y vivaracho. Un pilluelo que correteaba por los escondrijos y rincones del golfo con grave disgusto de su familia, acababa de ver caer a todos los suyos entre las mallas de una red. Se salvó él por ligereza, y como era un perdis y los sentimientos de familia no están muy arraigados en su especie, sólo se le ocurrió huir mar adentro, moviendo graciosamente la colita, como si quisiera decir:
-Sálveme yo y perezca la familia; mejor es el agua turbia que el aceite de la sartén.
Pero cerca de la entrada del puerto oyó un poderoso ronquido que conmovía las aguas, como si el suelo del mar se estuviera desgarrando.
El esparrelló dejóse caer en línea recta, y en una hondonada abierta, por las dragas en el fango, vió tumbado como un canónigo a un reig corpulento, que por lo menos pesaba cuatro arrobas; un animalote insolente y matón que cobraba el barato en todo el golfo, y apenas movía una agalla hacía temblar a todo el escamado enjambre.
Vaya un modo de dormir. Cansado de las aguas verdes y tranquilas cargaths de calor y de luz, le placía la frescura y la semioscuridad del barro líquido que arrastraba el río, y roncaba como si estuviera en una alcoba con las cortinas corridas.
El esparrelló quiso pasar un buen rato con el terrible personaje; pero sus malas intenciones no iban más allá del deseo de divertirse a costa ajena, y se limitó a pasar y repasar por las jadeantes narices del coloso, haciéndole cosquillas con las finas púas de su cola.
Pero bueno era el reig para inquietarse por tales caricias. A fuerza de sufrir cosquillas cesó de roncar, y se incorporó un poco, moviendo su poderosa cola; pero tumbóse sobre el otro costado, y siguió bramando con la tranquilithd del que, seguro de su fuerza, no teme peligros.
-¡Animal! -le gritaba el pececillo junto a una agalla-. ¡Animal, despiértate!
-¡Eh! -exclamaba el reig entre dos ronquidos con su bronca voz de borracho.
-Que te despiertes. Hay por ahí un belén de mil demonios. La gente de Nazaret ha roto hostilidades, y a miles se lleva prisioneros a los nuestros.
-Allá vosotros. Eso va con la morralla y no con personas de mi clase.
-Es que para ti también hay. Por arriba va la barca del Toto explorando, y si ha oído tus ronquidos, ahora mismo tienes aquí el bolichó de cuerdas, y mañana estás en la pescadería hecho cincuenta cuartos.
-¡Cincuenta demonios! -roncó con furia el reig, y dando un furiosos coletazo, abandonó la cama de barro, poniéndose en facha de escapar, mientras al ladino esparrelló le temblaban todas las escamas con la convulsiones de una risita aguda e insolente.
El reig se amoscó al ver que tomaban a broma su prudencia, y avanzando el cuerpo hacia el diminuto bicho quiso reconocerle en la semioscurithd.
-¿Eres tú, granuja? Tú acabarás mal; y si no fuera porque me tacharían de ingrato, lo que no corresponde a una persona de mi edad y mi peso, ahora mismo te tragaba. ¿Crees tú, mocoso, que me dan miedo todos esos pelambres que vienen a buscarnos en el fondo de las aguas? Soy demasiado guapo para dejarme coger. Pregúntale a ese Toto, de quien hablas, cuántas veces de una morrá le he roto el bolichó de cuerdas. Si repito muchas veces la fiesta, le arruino. Pero tengo conciencia; antes que hacer daño a un padre de familia prefiero huir a tiempo, y me va tan ricamente con este sistema, que mientras los de mi familia han ido a morir, faltos de respiración, en la playa, yo escapo siempre, y aquí me han de caer las escamas de puro viejo.
-Lo mismo soy yo -dijo con petulancia el pececillo-; los míos se han dejado arrastrar; pero a mí no me falta ligereza, y aquí estoy. Es gran cosa el ser pequeño.
-Quita allá, bicho ruin. Lo que vale es ser grande como yo, con más fuerzas que un caballo y capaz de llevarse por delante de un empujón todas las redes de esos pelagatos.
Y para demostrar su fuerza, en menos de un segundo dió dos o tres coletazos, con la aviesa intención de pillar desprevenido al esparrelló, y con tanto empuje, que si lo alcanza lo revienta.
Pero el granuja se echó a un lado oportunamente, amoscado por tan villanas caricias.
-Fuerte, sí que lo eres; convenido. Si no salto, me partes, y eso no está bien entre personas decentes, que deben ser agradecidas. Pero, en cambio, soy más ligero: corro más que tú. Mira, cómo tu cola no me alcanza.
-¿Tú correr más?... ¡Jo, jo, jo!
Tan graciosa era la afirmación del petulante pececillo, que el reig se revolcaba con convulsiones de risa, y sus carcajadas, sonoras como ronquidos, hacían hervir el agua.
-Calla, condenado, que el Toto debe de andar por arriba.
La advertencia devolvió al reig su seriedad; pero le cargaba que aquel bicho insignificante sacara a colación a cada momento el nombre del pescador, y quiso vengarse.
-¿Que tú corres más? -dijo con su expresión de jaque testarudo-. Eso pronto se verá. Hagamos una apuesta: a ver quién llega antes al cabo de San Antonio. Apostaremos..., ¡vaya!, ya está. Si yo llego antes, te dejarás comer en castigo a tu fanfarronería, y si quedo rezagado, te protegeré siempre y seré tu siervo. ¿Conviene, chiquitín?
¡Pobre esparrelló! Le temblaban todas las escamas al verse metido en porfía con tan peligroso bruto; pero, entre ser devorado al momento o de allí a pocas horas, optó por lo último.
-Conforme, grandullón -contestó con risita forzada-. Cuando quieras, empezaremos.
-Vamos a las aguas verdes, que esto está turbio.
Y lentamente, moviendo con indolencia la cola, como dos buenos amigos que salen a tomar el fresco, el reig y el esparrelló llegaron al sitio donde se aclaraban las aguas con un dulce tono de esmeralda líquida.
El gigante dió unos cuantos coletazos alegres, roncó, haciendo hervir el agua con sonoras burbujas, y se puso en facha para correr.
-Mira, chiquitín: sé que te quedarás atrás; pero no pienses en huir, porque te buscaría por todo el golfo. Aunque grandote, no soy tan bruto como crees.
-Menos palabras, y al avío.
-¿Va ya, chiquillo?
-Cuando quieras.
-Pues ¡va!
¡Caballeros, y qué modo de correr! Aquel reig era una tempestad. Al primer coletazo salió como un rayo, envuelto en espuma, moviendo un estrépito de todos los demonios. Tan ciego iba, que casi se estrelló los morros contra la proa de una fragata inglesa cargada de guano que había naufragado veinte años antes y estaba hundida en la arena, como una carroña carcomida por los miles de pececillos que se albergaban en su vientre.
Pasó adelante sin sentir el encontronazo, jadeante, enfurecido, moviendo a un tiempo cola, aletas y agallas, de un modo vertiginoso, con un ruido y un hervor que conmovía todo el golfo.
¿Y el esparrelló? ¡Pobrecito! Quiso seguir a su corpulento enemigo; pero el hervor de la espuma lo cegaba, la violenta ondulación producida por cada coletazo del reig le hacía perder camino, y a los pocos minutos se sentía rendido por una carrera tan loca.
Pero el animalito panzudo era un costal de malicias. Esforzándose, llegó hasta cabeza del reig, y, fijándose en las grandes agallas que se abrían y cerraban con movimiento automático, hizo una graciosa evolución y se coló por una de ellas.
No se estaba mal allí. Viajar gratis, a doble velocidad y acostadito en aquel nido forrado de suave escarlata, era una dicha.
-¡Je, je, je! -reía socarronamente el pececillo, sacando la cabeza por la ventana de su guarida.
Y el reig daba un salto, murmurando:
-Ese bicho ruin me da alcance. Oigo su risita burlona. Corramos, corramos.
Y cada carcajada del esparrelló era como un espolazo para el pescadote.
¡Qué loca carrera! Aquella cola poderosa batía los profundos algares, y en el verdoso espacio flotaban arremolinados los pardos hierbajos, mientras que las larvas, las indefinibles mucosidades que vivían misteriosamente en el seno de los estercoleros submarinos, salían escapadas, huyendo del brutal azote.
Después de los algares, las colinas sumergidas, aquellos peñascales, en cuyas cuevas, jugueteaban los peces recién nacidos, transparentes y diáfanos como sombras.
¡Qué espantosa revolución llevaba el reig a estos tranquilos lugares!
Le conocían bien por sus brutales majaderías, por sus caprichos de matón, que alarmaba todo el golfo; y las plantas submarinas que tapizaban los peñascos agitaban sus puntiagudas y verdes cabelleras, como si quisieran gritar con angustia: «Atención, que llega ese loco.»
Las almejas, gente tranquila que huye del ruido, al ver aproximar-se el torbellino de espuma y furiosos coletazos, replegábanse medrosicas, cerrando herméticamente las dos hojas de su negra vivienda; los erizos apelotonábanse, formaban el cuadro, presentando por todos lados sus haces de agudas bayonetas; los calamares sentían tal miedo, que se envolvían en su diarrea de tinta; los gato s de mar sacaban por entre las piedras sus chatas cabezas y vientres atigrados con trémula inquietud; las lapas agarrábanse a la roca con más fuerza que nunca; los langostinos ocultaban su transparencia de nácar bajo el brillante fanal de alguna caracola hueca; los salmonetes huían en bandadas, e spar-ciéndose como el brillante chisporroteo de una hoguera aventada; y en aquel mundo verdoso e inquieto, el paso veloz del enfurecido animalote producía entre los torbellinos de la espuma un hervor de carmín y plata, de escamas que despedían al huir fantásticos reflejos y colas que se agitaban con la ansiedad del pánico.
Una rozadura del reig bastó para arrancarle dos patas a una langosta, y la pobrecita, apoyada en un salmonete que se prestaba a ser su procurador, emprendió la marcha hacia las Columbretas para pedir justicia y venganza a algún tiburón de los que rondan aquellas islas.
Dos alegres delfines, que estaban acabando de merendarse un atún putrefacto, levantaban sus morros de cerdo y se burlaban de su amigote, gritando:
-¡A ése, a ése, que está loco!
Y decían verdad: si no estaba loco, poco le faltaba. Aquella maldita risita del esparrelló la tenía siempre en los oídos, y el pobre animal corría y corría, espoleado por la vergüenza de ser vencido. Por fortuna, en el verdoso y confuso horizonte comenzaron a marcarse las masas negras de las estribaciones submarinas del cabo, con sus profundas cuevas, donde las señoras del golfo en estado interesante iban a depositar sobre el tapiz de hierba fina sus innumerables huevos.
El jadeante reig, que no podía ya con su alma, llegó junto a las rocas, y dijo con angustioso ronquido: -Ya llegué.
Pero la vocecilla cargante contestó con timbre de falsete:
-Yo, primero.
El muy granuja acababa de saltar desde el interior de la agalla y se pavoneaba ante el hocico del cansado reig, como si hubiera llegado mucho antes.
El sencillo animalote no sabía qué hacer. Sintió tentaciones de darle un trompis al insolente bicho que lo convirtiese en papilla; pero, encorvándose, se llevó varias veces la cola entre los ojos y se rascó con expresión reflexiva.
-Bueno -roncó al fin-. En esto debe de haber trampa; pero la palabra es la palabra. Mocoso, manda lo que quieras; seré tu criado.
Y el viejo pescador, terminado su cuento, sonreía y guiñaba los ojos maliciosamente.
Aquello era de los tiempos en que los pececillos hablaban; pero tenía intríngulis.
¿Que no lo adivinaba? Pues era sencillo: que en este mundo puede más el listo y el astuto que el fuerte, que todo lo fia al corazón y a la acometida. Que vale más ser esparrelló pequeño y malicioso que reig enorme y sencillote. Que acometiendo de frente y arrollándolo todo sólo se consigue ser vehículo del listo, que se esconde en la agalla para salir a tiempo.
Y el vejete me miraba con tal expresión de malicia y lástima, que me ruboricé, murmurando para adentro: «Este tío me conoce.»