La bella malmaridada/Acto III

De Wikisource, la biblioteca libre.
La bella malmaridada
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Sale LEONARDO y LISBELLA, con una cadena asidos.
LEONARDO:

  Soltad, Lisbella. No deis
lugar a algún disparate.

LISBELLA:

No he de hacello, aunque me mate
vuestra mano.

LEONARDO:

¿Qué queréis,
  dar lugar a que me enoje,
con resistir la cadena?
Daisme a entender que es ajena
con eso.

LISBELLA:

Que así se arroje
  vuestra lengua para hablar
cosas contra vuestro honor.
Soltadla, por Dios, señor,
que sí la quiero guardar.
  No fue por daros pasión,
ni porque a mí se me diera
nada de que se perdiera;
mas téngole yo afición,
  que quien nos daba sin pena
sortijas, manillas, broches,
estas tres o cuatro noches,
diera también la cadena;
  que si yo la he resistido
fue por ser la primera cosa
que hizo fe de vuestra esposa
cuando fuistes mi marido.
  Y así quise guardar esta,
por tener el fundamento
que hizo fe de un casamiento
que ya tan caro me cuesta.

LEONARDO:

  Soltadla, que ya sé yo
por qué tanto la guardáis.

LISBELLA:

¡Cómo!, ¿pues no os acordáis
que vós me la distes?

LEONARDO:

No.

LISBELLA:

  ¿No, decís?, ¿pues no sabéis
que vós propio la trujistes
y al cuello me la pusistes?,
¿ya olvidado lo tenéis?
  Y cáusalo la pasión
desas indomables iras.
¡Ay, Dios!, que en el cielo miras
la propria imaginación.
  Mira mi honor afrentado.

LEONARDO:

No digo que no sois buena.
Dadme agora la cadena,
Lisbella, que estoy picado.

LISBELLA:

  Ya os digo por qué la guardo,
que no es por el valor della.

LEONARDO:

Acabad, quedaos con ella,
que yo os prometo...

LISBELLA:

Leonardo,
  a un hombre de tanto peso,
es justo que así le ciegue
un vicio vil, y que juegue
su hacienda con tal exceso.
  ¿No veis vuestros hijos dos?,
¿y no veis vuestra mujer,
que lo habrá bien menester?

LEONARDO:

Andad, mal os haga Dios,
  que cuando me entretenía
de noche con un amigo,
pongo al cielo por testigo,
que sufriros no podía.
  Que si en una casa entraba,
dábades voces al cielo
y venganza a todo el suelo
diciendo que os afrentaba;
  y yo entraba honradamente,
y vuestra rabia y furor
me hizo con vuestro rigor
mal casado con la gente.

LISBELLA:

  ¿Yo, señor?, ¿pues qué os hacía?
¿En mi casa no me estaba?
¿A mis solas no lloraba?
¿Quitábaos vuestra alegría?

LEONARDO:

  Sí, y perdíades el juicio
diciendo que yo os dejaba.

LISBELLA:

Luego, si un vicio se acaba,
comenzáis por otro vicio.
  ¿No puede un hombre casado
tener su gusto y favor,
sino siendo jugador
y dando en amancebado?
  Pues de aquí, Leonardo, os ruego
que si algún vicio ha de haber,
deis el alma a una mujer,
y no se la deis al juego;
  que a los ratos oportunos
de gozar vuestros favores,
de tanto decirle amores,
quizá me diréis algunos.
  Que cuando allá fuera andaba
vuestro gusto entretenido,
o por ser vós mi marido,
o porque yo me quejaba,
  entre mil requiebros bellos,
vuestros brazos tuve asidos,
y aunque para mí fingidos,
yo me engañaba con ellos.
  Y aunque por esto engañada,
gozaba de vuestro lado,
y con nombre regalado,
era de vós regalada.
  Y agora que estáis conmigo,
como el sueño no es pesado,
más espaldas me habéis dado
que un cobarde a su enemigo.
  Dormís con poco sosiego,
coméis poco alborotado,
andáis desasosegado,
y abrasaisme en puro fuego.
  Y agora, si os digo «muero,
mi bien», luego se alborota
vuestra alma, y dice «una sota
me quitó todo el dinero».
  No quiero competidor
tan grande, que una mujer
otra la podrá vencer
con industria, o por amor;
  mas contra un naipe no sé
treta que pueda valerme.

LEONARDO:

Todo eso es entretenerme.
La cadena se me dé,
  Lisbella, que ya sabéis
lo que es un hombre picado.

LISBELLA:

Basta lo que habéis jugado
y lo que holgado os habéis.
  Mirad que os está muy mal,
señor, que de vós se diga
que ayer dejastes la amiga
y hoy jugáis vuestro caudal.
  Que el que es, cual vós, caballero,
Leonardo, debe atender
a lo que ha de padecer
su honra entre el vulgo fiero.

LEONARDO:

  Lisbella, el aconsejarme
solo tiene de servir
de enojarme y de reñir,
y sobre todo, picarme;
  que oyendo vuestros consejos,
y viendo lo que queréis,
y que con ellos ponéis
estos remedios tan lejos,
  he perdido en quince días
más de cuatro mil ducados.

LISBELLA:

Están, señor, bien jugados,
pero no las joyas mías.

LEONARDO:

  ¡Acabad, soltadla ya!

LISBELLA:

La vida podéis quitarme.

LEONARDO:

Vós pretendéis enojarme.
¡Soltadla!

LISBELLA:

Tarde será.

LEONARDO:

  ¡Oh pese a tal con la loca!

LISBELLA:

Vós ponéis en mi mano,
padre, señor, primo, hermano.

LEONARDO:

No más. Cerrá aquesa boca.

LISBELLA:

  Por mujer, nunca me diste,
y ahora por el juego sí.

LEONARDO:

No más

(Vase LEONARDO.)
FABIA:

¿Cómo estás así,
señora, con penas tristes?
  ¿Cómo estás así?

LISBELLA:

Mi Fabia,
muero de un dolor temprano.

FABIA:

Mira que sale tu hermano.

LISBELLA:

Pues disimula, cual sabia.

(Entra CLAVELIO.)
CLAVELIO:

  Leonardo, descolorido,
y no hablarme cuando entré...
Y vós en el suelo... ¡A fe,
hermana, que habéis reñido!
  Vós estáis desta manera,
¡vive Dios!, si tal pensara,
en la puerta lo clavara
antes que della saliera.

LISBELLA:

  Hermano, en toda mi vida
nunca más contenta estuve
que agora.

FABIA:

Una mujer sube.

CLAVELIO:

¿Qué fue, Lisbella querida,
  la causa deste interés?

LISBELLA:

Quería, hermano querido,
darme Leonardo un vestido,
que tú lo verás después.
  Y faltándole dinero,
lleno de cólera y pena,
tomó, hermano, una cadena
que yo, como un hijo, quiero.
  Yo, como le vide airado,
a tomársela corrí,
caí y un pie me torcí,
y de aquesto iba enojado.

CLAVELIO:

  ¡Por tu vida!, ¿aqueso fue?
Huélgome de haber venido
y que tan poco haya sido.

FABIA:

No es poco torcerse un pie.

LISBELLA:

  Dame tú, Fabia, la mano.
¡Ay, qué dolor he sentido!
El chapín se me ha torcido;
otro me den. ¡Ay, hermano,
  y qué gran dolor me dio!

CLAVELIO:

No, Lisbella, ya lo entiendo,
y que estás de mí encubriendo
lo que entre los dos pasó.
  No me contenta, Lisbella,
la envidia de vós vengada,
creo que malmaridada
quiere añadir a la bella.

LISBELLA:

  Hermano, no hay que dudar
que lo que he dicho ha pasado,
y no hay que tomar cuidado
dello.

(Entra MARCELA.)
MARCELA:

Hija, ¿podré entrar?

LISBELLA:

  ¿Quién es?

FABIA:

Aquella mujer
que suele traer las tocas.

MARCELA:

Ya las mías, hija, a pocas,
como no te dejas ver.
  Linda estás, guárdete Dios.
¡Qué deseo que tenía
de verte ya!

LISBELLA:

¡Madre mía!

CLAVELIO:

Dadle una higa.

MARCELA:

Y aun dos.

LISBELLA:

  Muestra a ver. ¡Qué pobres son!
¡Qué viejos y sin donaire!
Aqueste tiene algún aire,
mas es vieja la invención.

CLAVELIO:

  ¿Qué quiés, Lisbella, comprar?,
que todo pagarlo quiero.

LISBELLA:

Tente, no saques dinero.

CLAVELIO:

Todo lo quiero pagar.

LISBELLA:

  Para mayor ocasión
quiero tus cosas, hermano.

CLAVELIO:

Como hermano y cortesano
quiero pagar.

MARCELA:

No es razón.

CLAVELIO:

  ¿De que yo te pague huyes?
No traes gana de vender.

MARCELA:

Antes me echas a perder,
y mis intentos destruyes

CLAVELIO:

  ¿No quiés vender?

LISBELLA:

Los tocados
son de labor enfadosa.
¿No traes, Marcela, otra cosa?

MARCELA:

Sí.

LISBELLA:

¿Qué?

MARCELA:

Guantes estremados.

LISBELLA:

  No ibas a decir eso.
¿Qué cosa es? Dilo llano.

MARCELA:

¿No ves que está aquí tu hermano?

CLAVELIO:

Nunca lo dejes por eso.

MARCELA:

  Las cosas de las mujeres
no se tratan con los hombres.

CLAVELIO:

Ya yo sé todos sus nombres,
del peine a los alfileres.

LISBELLA:

  Vete, hermano, por tu vida.

MARCELA:

Vete y volverás después.
  Al fin, cualquiera me agrada.
Bien dijo el otro: «por Dios,
solo le enfadaban dos».

JULIO:

¿Cuál?

TEODORO:

La monja y la pintada.

(Cantan dentro.)


LEANDRO:

  ¿Cantan?

JULIO:

Bien es que repares.

TEODORO:

Si es música, quiero oílla,
que es de Lope la letrilla
y el tono de Palomares.

ARTANDRO:

  ¿No murió?

TEODORO:

Sí, ya murió.

JULIO:

El fue músico excelente.

TEODORO:

Poco su falta se siente,
adonde Juan Blas quedó.

JULIO:

  Gente viene, al parecer.

(Entra LEONARDO.)
LEONARDO:

¿Es Teodoro?

TEODORO:

Sí, yo soy.

LEONARDO:

Leonardo soy.

TEODORO:

Aquí estoy.
¿Soy en algo menester?
  Mas pues a tiempo has venido.
Siéntate, que luego iremos,
que quieren cantar y oiremos.

LEONARDO:

¡A qué tiempo me has cogido!
  Anda acá, vente conmigo,
que vengo para espirar.

TEODORO:

Señores, dadme lugar
para servir a un amigo.

JULIO:

  ¿Somos menester allá?

TEODORO:

No, señores, quedá a Dios,
solos nos vamos los dos,
luego soy de vuelta acá.

(Vanse TEODORO y LEONARDO.)
LEONARDO:

  ¿Royó el cabestro Teodoro?

JULIO:

Un amigo le llamó.

ARTANDRO:

En efecto las tomó,
no tiene más ley que un moro.

JULIO:

  Acabemos de oír cantar.

ARTANDRO:

Vamos, y grita les demos.

LEANDRO:

Belardo dijo: «escuchemos».

JULIO:

Que aun no se quiere olvidar.

ARTANDRO:

  Será vieja la canción,
que eso está muy olvidado.

JULIO:

¿Hay nuevo gusto?

ARTANDRO:

Estremado.

JULIO:

Si es Fabia, tiene razón.

(Vanse todos. Sale TEODORO y LEONARDO.)
LEONARDO:

  Pasa como te lo digo.

TEODORO:

Más que lo sientes lo siento.

LEONARDO:

Hago aquí a tu entendimiento
y a tu gran valor testigo,
  que mi alma está turbada.

TEODORO:

Confuso, Leonardo, quedo,
mas solo creer no puedo
que esté Lisbella culpada.
  Y esto me hace entender
verla siempre tan honrada,
y en su honra recatada.

LEONARDO:

¡Ah, Teodoro, que es mujer!
  Pero, al fin, queda de suerte
que si es que culpada está,
esta mancha sacará
a mi honra con su muerte.
  Porque ella queda encerrada,
y previne la invención.

TEODORO:

Estremada discreción,
y la invención estremada.
  ¿Tú has hablado a aqueste hombre?

LEONARDO:

Sí, ¿ya no te lo he contado?

TEODORO:

Lo que me tiene espantado
es que hombre de tanto nombre,
  de aquesa manera trate
conquistar una mujer.

LEONARDO:

A donde entra el buen querer,
el pensar es disparate.

TEODORO:

  En efeto, esta es su casa.

LEONARDO:

Pues preguntemos por él,
que ya por verme con él
el corazón se me abrasa.

TEODORO:

  ¿Sabe que yo estoy aquí?
Que aunque sea gente romana,
echaré por la ventana
a cuantos viven allí.

LEONARDO:

  Teodoro, nuestra amistad
pide todas esas veras.

TEODORO:

Cuando no me conocieras,
fuera eso.

LEONARDO:

Dices verdad;
  que con llevarte a mi lado
cree que estoy tan satisfecho
que se sosiega mi pecho,
cual si estuviera vengado.

TEODORO:

  El conde viene de fuera.
¿Habemos de hablarle aquí?

LEONARDO:

Sí, que mejor es así,
y si lo negare muera.

(Sale el CONDE, MAURICIO y TANCREDO.)
CONDE:

  ¿Partió Marcela, Mauricio?

MAURICIO:

Luego que vio tu embajada
partió muy determinada
de morir en tu servicio.
  Y no dudes, señor, de ella,
de que saldrá con la empresa.

CONDE:

Si aquesta tormenta cesa
en el mar de mi querella,
  prometo dar un tesoro
al templo del dios de amor,
de inestimable valor.

LEONARDO:

Llega y háblale, Teodoro.

TEODORO:

  Tú puedes llegar, Leonardo,
que en efeto te conoce,
y si ahora te desconoce,
yo llegaré, que aquí aguardo.

LEONARDO:

  Dame, señor, esas manos.

CONDE:

Los brazos, dirás mejor.

LEONARDO:

Ya remedian tu dolor
hoy los cielos soberanos;
  ya, la que se ha resistido
a tu valor tantos días,
hoy, con cien mil alegrías,
a tu valor se ha rendido.

CONDE:

  Amigo, ¿tal es posible
que la rindió mi porfía?

LEONARDO:

Y a mí, por ella, te envía
a llamarte.

CONDE:

Es increíble.
  Toma, amigo, mi tesoro,
dello manda, veda y gasta,
que a mí Lisbella me basta.

LEONARDO:

Bueno va aquesto, Teodoro.

CONDE:

  Aquesta joya recibe,
que será señal de paga,
hasta que otra mejor haga.

LEONARDO:

Para venir te apercibe,
  y déjate deso aquí,
que no es parte el interés
a servirte.

TEODORO:

Que sí es.
Tómala y dámela a mí.

CONDE:

  ¿Quién es quien viene contigo?

LEONARDO:

El que te ha de abrir la puerta.

CONDE:

¡Oh, tú, de mi gloria cierta
portero, llave y amigo!
  ¡Abre mi alma con ella,
pues por ella libre soy;
aquí vivís desde hoy,
y yo vivo con Lisbella!
  ¿Iremos a verla luego?

TEODORO:

Cuando quisieres podrás,
que mientras te tardas más,
ella pena en mayor fuego.
  Mas ¿cuándo la habéis hablado,
que tanto habéis merecido,
pues tan presto habéis venido
a mitigar el cuidado?

CONDE:

  Yo, amigos, nunca la hablé,
que, aunque pené y padecí,
nunca tal bien merecí,
ni aun a mirarla alcancé.
  Siempre viví despreciado
de su infinito valor;
nunca mereció mi amor
este lugar levantado.
  Siempre a mí me aborreció,
y lo que he, por mí, perdido,
he por los dos merecido.

LEONARDO:

¿Que vós no la hablastes?

CONDE:

No.
  Que hoy, amigos, le envié
a hablar con una mujer,
y fue de tanto poder,
que este favor alcancé.
  Que es, amigos, muy famosa
en materia de un hechizo,
y ésta con un papel hizo
entrada a su vista hermosa.
  No os pese que haya empezado
hoy aquesto que acabé:
entrada a su pecho hallé
cuando vivía descuidado.

LEONARDO:

  Hoy he ganado mi bien,
dando a mis temores fin:
que te ofendí, serafín,
con tanta fuerza y desdén.
  Arrepentido, Teodoro,
estoy de mi falso exceso.

TEODORO:

Leonardo, no digas eso.

LEONARDO:

¡Oh, mi celestial tesoro!

MAURICIO:

  Mira bien, que podrá ser
que te vengan a engañar,
que veo a estos dos hablar
y no los puedo entender.
  Asegura bien tu pecho
con el negocio que intentas,
para que no te arrepientas
cuando ya esté el daño hecho.

CONDE:

  ¡Ya, cobarde, sé lo que es!

MAURICIO:

Yo, señor, iré contigo.

CONDE:

¿No irá un criado conmigo?

TEODORO:

Y bien puedes llevar tres.

CONDE:

  ¿Veslo cómo está seguro?

MAURICIO:

Yo, por tu bien lo decía.

CONDE:

No perturbes mi alegría.

MAURICIO:

¡De morir contigo juro!

CONDE:

  ¿Podemos ir luego?

TEODORO:

Ven.

CONDE:

Venme, amigo, a acompañar.
¿Podemos armas llevar?

TEODORO:

Y un pistolete también.

(Vanse todos, y sale CLAVELIO, y su PADRE, y BELARDO.)
PADRE:

  ¿Que los hijos le ha quitado?

BELARDO:

Ya te digo
adónde los dejé, aunque él me decía
que los llevase en cas de don Rodrigo.

PADRE:

Bien, hija, te bastó ser prenda mía,
que, por darte a Leonardo mi enemigo,
te di, en dote, la hacienda que tenía,
y más dote te di, que no de oro.
Tu pena siento y mi desgracia lloro.

CLAVELIO:

  ¿Qué lloras porque tienes un mal yerno,
si tienes una hija tan honrada
y un hijo, que la espada que gobierno
espera de su sangre ver manchada?
Sabía yo, desde el pasado invierno,
cómo era del infame regalada,
que, después de las doce, o casi al día,
a ver sus hijos y mujer venía.
  Dejó de amancebarse, y dio en aqueso,
que es más vicio jugar que amancebado,
y perdiendo la hacienda, y aun el seso,
se juega ya el honor que le ha quedado.

PADRE:

¿Quién duda que la ha muerto o queda en eso?
¿Qué dice que es la causa?

BELARDO:

Haberla hallado
en la manga un papel de cierto Conde.

PADRE:

¡Bien todo a mi desgracia corresponde!
  ¿Pues qué dice Lisbella?

BELARDO:

Dice que era
cierto papel de resplandor dorado,
que aquesta tarde la solimanera
le dio.

PADRE:

No está Leonardo tan culpado,
porque si ello pasó desa manera,
Leonardo por sí vuelve, como honrado.
Lleva a los niños luego algún regalo,
que a fe que no es Leonardo solo el malo.

BELARDO:

  Voy a servirte.

PADRE:

Ve, y los dos iremos.

CLAVELIO:

¿Quieres que vaya, padre, a la posada,
para que gente con los dos llevemos?

PADRE:

No, porque si Lisbella está culpada,
un padre y un hermano la tendremos,
para que pase entre los dos la espada;
que si ella nos ofende, ¿qué más honra,
que quede entre nosotros la deshonra?

(Vanse, y sale TEODORO y MARCELA.)
MARCELA:

  ¡Jesús, Teodoro! ¿A aquesta hora
me buscas? Gran temor tengo.

TEODORO:

Marcela, a esta hora vengo,
porque me conviene agora.

MARCELA:

  Si yo no te conociera,
pudiérasme perdonar,
que ya yo me iba a acostar.
El jarro a la cabecera,
  que éste es mi reloj, Teodoro,
y éste es todo mi regalo.

TEODORO:

¿Y no será de lo malo?

MARCELA:

¿Malo? ¡Que vale un tesoro!

TEODORO:

  ¿Pues tan presto te acostabas?

MARCELA:

¿Qué quiés, Teodoro? Ya ves:
soy vieja, torpe de pies,
y descanso. Tú llamabas
  cuando ya estaba en manteo,
con mi jarrico de vino
de lo bueno.

TEODORO:

Y, al fin, vino
a estorbarlo mi deseo.
  ¿No tienes calentador?

MARCELA:

Este, amigo, me calienta;
este a mi mesa se sienta,
a éste sólo tengo amor.
  A éste quiero lo que puedo,
con él me voy a acostar,
luego comienzo a rezar,
hasta que dormida quedo.
  Si me despierta el humor,
el olor que me provoca
me lleva a besar su boca,
que tiene un divino olor.
  Doyle un beso, y dos, y tres;
vuelvo otro poco a rezar;
si no puedo sosegar,
vuelvo a calentar los pies.

TEODORO:

  Mejor dirás la cabeza.

MARCELA:

Todo lo caliento junto.

TEODORO:

Marcela, en aqueste punto
te he menester.

MARCELA:

¡Buena pieza
  eres tú, Teodoro amigo,
para que contigo vaya!

TEODORO:

Ponte, Marcela, la saya,
y escucha lo que te digo.
  Ya sabes que tengo humor
alegre, soberbio y bravo.

MARCELA:

¡Ya estoy de tu humor al cabo!
¡Di adelante, pecador!

TEODORO:

  Tengo un amigo en el lazo,
y habremos de apercebir
una moza de servir,
porque es esta noche el plazo.

MARCELA:

  Al cabo estoy de tu intento:
tú me pides una moza,
que sea de toda broza,
metida en un aposento.

TEODORO:

  Antes no me has entendido.

MARCELA:

Pues, Teodoro, ¿qué deseas?

TEODORO:

Quiero que tú misma seas.

MARCELA:

Teodoro, ¿estás sin sentido?
  ¿Pues con mi edad he de hacer
eso? ¿Qué es lo que pretendes?

TEODORO:

¡Marcela, que no lo entiendes!,
que esto a escuras ha de ser;
  yo tengo de estar allí.
No tengas ningún temor.

MARCELA:

Yo iré a servirte, Teodor.
Mas...

TEODORO:

¿Que no te fías de mí?
  ¿No ves que éste es un morlaco,
y quiero burlarme dél?

MARCELA:

Ponme, Teodoro, con él,
y verás lo que le saco.
  ¿Hay moha?

TEODORO:

Lindo doblón.

MARCELA:

Pues ponme en el aposento,
que yo le pescaré ciento
y haré después la razón.

TEODORO:

  Pues aquí es donde has de entrar.
Entra presto.

MARCELA:

Tus locuras
son éstas. ¿Déjasme a escuras?

TEODORO:

Sí.

MARCELA:

¿Y quiéresme encerrar?

TEODORO:

  Aquí quedo yo a la puerta.
¡Bien va de aquesta manera!
Ya está dentro la hechicera:
¡la caza tenemos cierta!
  ¡Oh, si viniese Leonardo!
Mas, ya viene. ¿Quién va ahí?

(Entra LEONARDO, el CONDE y los criados.)
LEONARDO:

¡Yo soy!

TEODORO:

¿Quién? ¿Leonardo?

LEONARDO:

Sí.

TEODORO:

Dos horas ha que te aguardo.
  ¡Quedo, no hagas rüido!
Entra en aquese aposento,
donde espera tu contento.

CONDE:

Cielo, ¿tan dichoso he sido
  que aquí dentro está Lisbella?

TEODORO:

Aquí está, señor, cerrada.

CONDE:

¿Que gozo de ti, casada,
sin temor?

TEODORO:

¡Ya está con ella!
  Mueran estos dos que ves
cuando estén más descuidados,
que después, a los criados,
yo te los pondré a tus pies.
  ¡Para eso son los amigos:
para saber socorrer
al que los ha menester!

(Entra CLAVELIO y su PADRE.)
TEODORO:

¿Quién va allá?

PADRE:

Dos enemigos.

TEODORO:

  Tu suegro son y cuñado.
¡Vive Dios, que lo han sentido!

LEONARDO:

Teodoro, yo estoy perdido.

TEODORO:

Y yo no estoy muy ganado.

PADRE:

  Leonardo, ¿dó está Lisbella?

LEONARDO:

Aquí está, en este aposento.

PADRE:

Llámala luego, al momento.

LEONARDO:

¡Lisbella!

PADRE:

¡Traidor! ¡Sin ella,
  me dirás qué es el papel
que en la manga le has hallado!

LEONARDO:

Si en algo estuve engañado,
de hoy más confieso ser fiel.
  Yo la sospecha formé,
pensando que era culpada;
mas Lisbella es más honrada
agora que nunca fue.

PADRE:

  Llama a todos tus criados.

(Sale LISBELLA y BELARDO.)
LEONARDO:

Ya están con Lisbella aquí.

CLAVELIO:

Hermana, abrazadme a mí,
que de brazos tan honrados
  todos se pueden preciar.

LISBELLA:

¿Es mi padre?

PADRE:

¡Sí, yo soy,
que miro tus cosas hoy
desde más alto lugar!
  Hoy mereces mis regalos,
pues te hallo honrada aquí.

TEODORO:

Pues yo solo el mal os vi;
que todos fuesen tan malos,
  quiero contar lo que ha sido,
como quien está informado:
Leonardo estaba engañado,
desengañose, y corrido,
  de poner culpa en Lisbella,
a la hechicera y al Conde
tiene encerrados adonde
han de morir él y ella.

PADRE:

  ¿Dó están?

TEODORO:

En este aposento.

PADRE:

¡Salgan, que los quiero ver!

LEONARDO:

Muertos.

PADRE:

¿Qué quieres hacer?
¡Sáquenlos luego al momento,
  que quiero apaciguar yo
el fuego que está encendido,
pues tan bien ha sucedido!

MAURICIO:

¿Tú entiendes aquesto?

TANCREDO:

No.

LEONARDO:

  Hoy gozan por tus regalos
vida, que es gran maravilla.

MAURICIO:

Ello ha de haber linda astilla.

TANCREDO:

Yo me contento con palos.

(Salen el CONDE y MARCELA juntos.)
PADRE:

  ¿Sabéis adónde estáis?

CONDE:

No.

PADRE:

¿Quién es quien os trujo aquí?

CONDE:

A quien yo crédito di,
y ahora sé que me engañó.

PADRE:

  Agradeced que quedéis
con vida haber yo venido.

CLAVELIO:

Igual dama habéis tenido
de la que vós merecéis.

PADRE:

  ¡Este es Leonardo, mi yerno,
y ésta, Lisbella!

CONDE:

¡Señor...!

PADRE:

¡No más!

CONDE:

¡Perdonad mi error!
¡Merezco un castigo eterno!
  Esta mujer me engañó.

TEODORO:

¡Eso mismo dijo Adán!

PADRE:

Esta vez no pagarán
ninguno lo que pecó.
  ¡Andad con Dios!

CONDE:

Y obligado
a serviros cada instante.

PADRE:

Acordaos, de aquí adelante,
de aquesto que aquí ha pasado.
  ¡Andad con Dios!

CONDE:

Ven, Tancredo.

PADRE:

¿Quién son éstos?

CONDE:

Mis criados,
caballeros tan honrados
como yo; deciros puedo.
  Que aquesto sabrán servir.

LEONARDO:

¡Y cuando no lo hagan ellos,
me sabré matar con ellos!

PADRE:

No hay de aqueso qué decir.
  ¡Andad en paz!

CONDE:

Y quedad.

(Vanse LEONARDO y criados.)
PADRE:

Solos quedamos agora.
¿Y paréceos bien, señora,
que hagáis tan grande maldad?

MARCELA:

  Engañome la codicia
y el decírmelo Teodoro.

PADRE:

Hoy, por guardar mi decoro,
no pagáis vuestra malicia.

CLAVELIO:

  ¿Cómo no? ¿Aquesta hechicera
ha de vivir?

PADRE:

¡Déjala!
¡Váyase, Clavelio, ya,
viva!

CLAVELIO:

¡Mejor es que muera!

MARCELA:

  Tú me has traído a este punto.

TEODORO:

Otro pensó que llegara
a escapar de aquí sin cara.
Por el Conde te pregunto.

MARCELA:

  Gozome, ¿qué quieres más?
Buena burla se ha pasado.

(Vase MARCELA.)
TEODORO:

¡Donoso chiste!

PADRE:

¡Estremado!
¡Ea, Lisbella! ¿En qué estás?
Abraza allí a tu marido;
  trae mis nietos: cenaremos.

LEONARDO:

Nuestra amistad confirmemos.

LISBELLA:

¡Vuestra soy, seré y he sido!

LEONARDO:

Quede con esto acabada
la amistad que había empezado.

TEODORO:

Y aquí se acaba, senado,
La bella malmaridada.