La bruja (Gógol)

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Páginas eslavas: Cuentos y narraciones de Gogol, Puschkin, Wagner, Marlinsky, Sagoskin, Gorki, etc. traducidos directamente del ruso por Julián Juderías (1912)
de Nikolái Gógol, Máximo Gorki, Mikhail Zagoskin, Aleksandr Bestúzhev, Nikolai Wagner, Aleksandr Pushkin, Anton Chejov y León Tolstói
traducción de Julián Juderías
La bruja de Nikolái Gógol
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LA BRUJA



I

A

penas se extinguían en el ambiente matutino los sonoros tañidos de la campana que colgaba sobre el ancho portalón del monasteri Kief, donde entonces instalado el Seminario, acudían presurosos de los distintos barrios de la ciudad, compactos grupos de escolares. Gramáticos, retóricos, filósofos y teólogos, clases en que se dividian los estudiantes de la época á que nos referimos, penetraban en el monasterio con los cuadernos bajo el brazo. Los primeros eran todavía muy jóvenes, tropezaban unos con otros y se increpaban con atipladas vocecillas. Tenían la ropa destrozada y sucia y los bolsillos llenos de tabas, huesos de albaricoque, silbatos, dulces incomibles y á veces metían en ellos, pacíficos gorriones que, al piar en el aula acarreaban á sus dueños las ásperas caricias de la palmela cuando no las de una vara de acebuche.

Los retóricos caminaban con más formalidad: solían tener la ropa más decente, aunque no sus rostros, que siempre ostentaban á modo de figuras retóricas, ora un ojo acardenalado, ora un labio partido, ora una contusión de buen tamaño. Estos caballeros conversaban con voz de tenor.

La de los filósofos tenía una octava más. Su rasgo distintivo era, entre otros, el de llevar en los bolsillos hojas de tabaco y el de no hacer nunca provisiones de boca por cuenta propia, devorando, eso sí, con la mayor presteza, lo que caía en sus manos. Además de ésto les distinguía un cierto olor a aguardiente merced al cual los pobres con quienes tropezaban se detenían con la boca abierta y paladeaban el aire que por ella les entraba.

Los escolares acudían al seminario precisamente cuando era mayor la animación en el mercado y las placeras provistas de tortas, pasteles, petitas de melón y otras golosinas por el estilo proclamaban desaforadamente las excelencias de sus productos y detenían por los faldones á los transeuntes, sobre todo si los faldones eran de paño fino, ó, á lo menos, de algodón.

—¡Señorito! ¡Señorito!—gritaban— Venid aquí.

¡Mirad qué pasteles, qué tortas, qué pastas rebozadas en miel! Yo misma las he hecho...

Y mientras una lanzaba este pregón, otra exhibía en triunfo un objeto hecho con pasta en forma de espiral y exclamaba con no menores bríos que los de su compañera:

—¡Aquí está la susulka! ¡Compren susulkas!

—¡No compradle nada á esal—vociferaba una amiga. ¿No veis lo fea que es y la nariz que tiene?

Esa engaña á los parroquianos...

A los señores filósofos y teólogos se guardaban muy bien de azuzarles, sabedoras de que empezaban queriendo probarlo todo y concluían por llevárselo todo á puñados... sin pagarlo.

Llegados al Seminario, repartíanse los estudiantes por las aulas, habitaciones bajas de techo, pero bastante espaciosas, con vontanas pequeñas, auchas puertas y manchados bancos. Al punto retumbaban las paredes con el murmullo de las voces. Las lecciones se repasaban. El agudo timbre de los gramáticos hacía vibrar los verdosos vidrios de las ventanas ,los cuales, sometiéndose á las leyos de la acústica, despedían sones idénticos. En un rincón, un retórico repasaba las lecciones con voz tan ronca que parecía un abejorro. Los labios de aquel joven los hubiera podido lucir sin desdoro un teólogo, tan gruesos eran.

Los bedeles registraban á los escolares para ver si los bolsillos no ocultaban golosinas.

Así solían desarrollarse los acontecimientos, pero á veces el curso pacífico de los mismos se aſteraba, soore todo cuando llegaban temprano ó cuando sabían que los profesores llegarían más tarde que de costumbre. Entonces se procedía á librar una batalla en la cual tomaban parte activa hasta los mismos bedeles encargados de mantener el orden y velar por las buenas costumbres de la respetable clase escolar.

Dos teólogos decidian la forma en que debía llevarse á cabo el combato; os decir, si cada grupo había de proceder con independencia ó dividirse todos los presentes en dos poderosas huestes. De todos modos, eran siempre los gramáticos los que daban los primeros coscorrones y también los primeros que se retiraban del campo, encaramándose en los bancos y convirtiéndose en meros espectadores de la lucha. Al punto entraban en fuego los bigotudos filósofos y después hacían su aparición los teólogos con sus pantalones á la turca.

La lucha terminaba siempre con una monumental paliza propinada por la teología á sus adversarios, y los filosofos, restregándose las costillas entraban á empellones en su aula para descansar. Los profesores, que allá en sus mocedades tomaron parte en batallas parecidas, deducían al contemplar los sofocados rostros de sus discípulos, que no había sido malo el último combate y, empuñando la palmeta, dejaban los unos imperccedero recuerdo en las manos de la Retórica, mientras en la aula próxima, el profesor competente le ponía los dedos hinchados á la Filosofia.

Con los teologos se conducían de un modo distinto: se les daba una ración de guisantes secossegún ingeniosa frase del maestro, es decir, una buena mano de latigazos con una disciplina cuyas correas tenían bolitas de hierro en las extremidades.

En los días solemnes del año, iban los semina—ristas de casa en casa representando comedías ó misterios en cuya ejecuciónsolía distinguirse siempre algún filósofo poco más bajo que el campanario de Kief, haciendo el papel de Herodiada ó el de la esposa de Putifar.

Como premio de sus trabajos les daban un retazo de paño, un saco de harina ó medio pavo asado.

Los estudiantes, ya fueran seminaristas ó colegiales, grupos que se odiaban profundamente desde épocas remotas, no disponían de medios suficientes de nutrición y el hambre solía roerles las entrañas siendo como eran de condición glotona y capaces de embaular enormes cantidades de carnero y de legumbres. Las generosas dádivas de los señores á cuyas casas acudían no eran siempre bastante á poner paz en sus estómagos y así sucedía con harta frecuencia que un sonado estudiantil, reunido para arbitrar recursos enviase á los retóricos y gramáticos como más jóvenes, á merodear con el saco al hombro por las huertas vecinas, aunque no fuera más que para hacer acopio de hortalizas. Los respetables senadores se atracaban de sandías, melones y calabazas de tal modo y manera que al siguiente día los maestros, al tomar las lecciones oían dos ruídos distintos el de la voz de sus discípulos y de las revueltas tripas de los mismos.

El acontecimiento más importante para los escolares de aquel tiempo eran las vacaciones del mes de Julio durante las cuales marchaban á sus casas. Poblábase entonces el camino real de gramáticos, filósofos y teólogos pues el que no tenía casa donde pasar los calores marchaba á la de un compañero o iba á dar lecciones á los hijos de familias ricas, á cambio de un par de botas ó de un traje.

Al modo y manera de los gitanos, comían y dormían á campo raso, llevando el saco al hombro. Los más económicos eran los filósofos que se quitaban las botas para no estropearlas y las llevaban atadas á un palo, sobre todo cuando había barro, porque entonces se remangaban los pantalones hasta la rodilla y se metían en los charcos sin temor á las salpicaduras.

Tan luego divisaban un caserío, abandonaban el camino y aproximándose á la vivienda que mejor apariencia tenía, poníanse á cantar á voz en cuello. El dueño, que solía ser un cosaco, les escuchaba asomado á la ventana y al poco rato lanzaba grandes y lastimeras voces. «Mujer, exclamaba; eso que cantan los estudiantes debe ser muy verdad. Anda y dales tocino ó cualquier otra cosa que tengamos.»

Y una fuente llena de pastelillos de carne, unas cuantas lonjas de tocino, cuatro ó cinco panes y hasta una gallina, iban á parar á las alforjas estudiantiles, cuyos amos, conseguido su objeto se alejaban.

A medida que aumentaba la distancia iba disminuyendo el número de escolares porque la mayoría se quedaba en las casas que se alzaban á uno y otro lado del camino. Solo seguían adelante losque no tenían casa ó los que la tenían más lejos.

II

Una vez, en la época en que se veriticaba esta emigración escolar, tres respetables colegiales se apartaron dela carretera por donde caminaban con ánimo de proveerse de viandas en el primer cortijo que encontrasen. Llamábanse: Jallava, Tomás Brut y Tiberio Gorobez y eran respectivamente teólogo, filósofo y retórico.

El primero era alto y fornido; su caracter era sombrío y taciturno, sobre todo cuando abusaba de la bebida porque entonces se escondia en lo más enmarañado de la estepa de donde no lo sacaban sus amigos sino después de largas pesquisas y de muchas razones. Pero su carácter distintivo consistía en una tendencia irresistible á apoderarse de todo lo que llegaba al alcance de sus .manos, fuera lo que fuera.

El segundo era, por el contrario, do carácter alegre, amigo de estar tendido con la pipa en la boca, y cuando bebía demasiado, lejos de ir á ocultarse donde nadie le viera, se entregaba á los más desaforados ejercicios coreográficos. Los guisanles secos los probaba con harta frecuencia, pero siendo fatalista decía que era inútil evitar el destino.

El tercero, muy niño todavía, no gozaba del derecho de usar bigote, ni de la perrogativa de fumar en pipa, y llevaba los cabellos en trenza, circunstancias todas ellas que si bien ponían de manifiesto lo temprano de su edad, no eran bastantes á eclipsar los cardenales que her noseaban su frente, buena prueba de que sería con el tiempo honra y prez de la Teología de Kief.

Empezaba á oscurecer cuando nuestros estudiantes se apartaron del camino. El sol se había ocultado, pero el calor de sus rayos caldoaba todavía la atmósfera. El teólogo y el filósofo caminaban en silencio, y el retórico se entretenia en descabezar con un palo los cardos que crecían á los lados de la senda por donde marchaban, y que serpenteando entre grupos de encinas y nogales, á través de la pradera, ora subía, ora bajaba por las colinas que á modo de cúpulas rompían la monotonía del paisaje. Los campos de labor que á cierta distancia se divisaban cubiertos de doradas mieses indicaban la proximidad de una granja.

Fiándose de las apariencias, prosiguieron la marcha cosa de media hora sin columbrar vivienda al guna. Las sombras de la noche habían invadido buena parte del cielo y solo hacia el poniente se veía un resplandor rojizo cuya fuerza iba poco á poco amortiguándose.

13 ¡Vive Dios! cxeclamó el filósofo. ¿No estábamos á dos pasos de un cortijo?

El teólogo no contestó; miró el paisaje, dió una chupada á la pipa y echó á andar nuevamente.

—¡No se vé absolutamente nada! exclamó otra Voz Tomás Brut, deteniéndose.

El teólogo, sin soltar la pipa, dijo con voz pausada.

—Tal vez encontremos pronto un cortijo.

A todo esto habia cerrado completamente la noche y la obscuridad era grande. Las nubes, aunque pequeñas, acrecentaban las tinieblas y á juzgar por las apariencias no había que contar con la luz de la luna ni con el resplandorde las estrellas.

Los escolares repararon en que ya no caminaban por la senda; iban á campo traviesa. El filósofo tanteó el suelo y exclamó con voz no muy segura:

—¿Y la vereda?

El teólogo reflexionó.

—La noche es algo obscura, dijo con sn serenidad acostumbrada.

El retórico anduvo á gatas buscando la vereda, pero no descubrió más que madrigueras de zorros. Una llanura inmensa por la que no parecía que nadie hubiese transitado jamás se dilataba por todas partes. La soledad reinaba á la par del silencio. Tomás Brut dió voccs que, sin respuesta, ni eco, se apagaron en el espacio. Lo único que oyeron fuó un aullido.

¿Qué vamos á hacer? preguntó el filósofo.

—Quedarnos aquí y pasar la noche á campo, raso; no veo otra solución, le contestó el teólogo encendiendo la pipa de nuevo.

Tomás no pudo adherirse á lo propuesto por su compañero. Tenía la costumbre de devorar todas las noches un pan de dos libras y un par de libras de tocino y su estómago empezaba á reprocharle su negligencia. Es más, los lobos le desagradaban.

—No, Jallava, se apresuró á replicar. ¿Cómo quieres que hagamos semejante cosa? ¿Acaso te cabe en la cabeza que tres cristianos se tiendan sobre el santo suelo á estilo perruno sin tomar el más ligero refrigerio? Más vale seguir andando; quizá topemos con una choza donde nos den aunque no sea más que una copa de aguardiente.

Esta palabra produjo un efecto mágico en el teólogo: escupió y dijo:

Tienes razon; aquí no podemos quedarnos.

Echaron, pues, á andar y grande fué la alegria que experimentaron el oir un ladrido. Cobraron ánimos y dirigiéndose hacia el sitio de donde procedía vieron una luz.

ə —¡Granja tenemos! — exclamó Tomás Brut.

Así, en efecto, aunque pequeña, formada por dos edificios situados en el centro de un rústico vallado. En las ventanas había luz.

Las siluetas de unos cuantos árboles se destacaron de entre las sombras, y á través de las grietas del portalón que estaba hecho de tablas, vieron que en el patio había grandes carromatos. En el cielo brillaban algunas estrellas.

— Hermanos — dijo uno de los estudiantes—, aquí no hay que andarse con molindres. Cueste lo que cueste pasamos aquí la noche.

Y los tres aporrearon la puerta, gritando:

—¡Abrid!

15 El portalón se abrió rechinando, y una vieja, que vertía amplio chaquetón de pieles, sepresentó ante los estudiantes.

—¿Qué se os ofrece?— — preguntó.

—Danos albergue por esta noche, abuela. Nos hemos extraviado, y el campo á estas horas es tan antipático como un estómago vacío.

—¿Qué clase de gente sois?

—Gente de paz. Sómos el teólogo Jallava, elfilósofo Tomás Brut y cl retórico Tiberio Gorobez.

—¡Imposible! exclamó la vieja. Tengo la casa llena de gente; están ocupados hasta los rincones.

¿Dónde os voy á alojar? Sois tan robustos y grandotes que se vendría la casa abajo si entráseís en ella. ¡Buenos están los tales filósofos y teólogos!

Si admitiese á tamaña gentuza me quedaría con las cuatro paredes. ¡Fuera, fuera, aquí no hay sitio!

—¡Abuela, enternécete! ¿Quieres acaso que á tres cristianos les suceda una desgracia? Pónnos donde quieras, y si te hacemos el menor daño, permita Dios que se nos sequen las manos ahora mismo.

La vieja se ablandó.

—Bueno—dijo—. Hágase como queréis. Os Ilevaré á sitios distintos. No estaría tranquila si os quedaseis juntos.

—Hágase tu voluntad, abuela.

El portalón se abrió del todo y los escolares entraron en el patio.

Oye, abuela—dijo el filósofo adelantándose á los demás; no podrías, tal vez, darnos algo que mascar, como vulgarmente se dice? ¡Caracoles! Me parece que un hombre se está paseando en coche por mi estómago. Has de saber, abuela, que desde esta mañana no he probado alimento...

—En mi casa no hay nada que comer, exclamó la vieja interrumpiéndole. Hoy ni siquiera sc haencendido el horno.

—Si lo dices por lo del pago, añadió el filósofo levantando la voz, mañana mismo te pagaríamos como es debido, es decir, en moneda contante y sonante. ¡Mal palo te daria yo!—repuso entre diente —Entrad, entrad, y daos por muy satisfechos con no pasar la noche al sereno. Habráse visto damiselas como éstas...

El filósofo se estremeció y bajó la cabeza, pero de repente dióle en la nariz cierto olorcillo á caldo salado y mirando hacia el teólogo reparó en que del bolsillo de su pantalón salia una tremenda cola de pescado. Era que Jallava, fiel á la costumbre, había arrebatado un pez de los contenidos en los carros, y, una vez cometido el delito, no por afán de lucro, sino por hábito, dando al olvido el objeto robado, paseaba la mirada por el patio buscando alguna otra cosa que llevarse aunque fuera un pedazo de hierro ó el eje de una rueda. Entonces el filósofo, introdujo la mano en el bolsillo de su amigo como hubiera podido hacerlo en el suyo y se apropió el cuerpo del delito.

La vieja separó á los estudiantes. Al retórico le encerró en una de las casuchas del patio; al teólogo en el desván de la casa y al filósofo en un establo de ovejas.

No bien se quedó solo, procedió Tomás Brut á comerse el pez, cosa que hizo en un abrir y cerrar de ojos y luego examinó detenidamente las paredes de la cuadra que eran de trenzados mimbres; castigó con el pie la curiosidad de un cordo que desde el vecino establo se permitía introducir el hocico á través de un agujero, en la improvisada alcoba y, por último, tendiéndose cuán largo era en el suelo, se dispuso á dormir porque el cansancio le rendía.

De pronto, abrióse la puerta del establo y la vieja entró agachándose.

—¿Qué se te ofrece, abuela? preguntó el filósofo.

La vieja marchó hacia él con los brazos abierto3.

—¡Eres demasiado vieja!—cxclamó el estudiante incorporán lose.

La vieja no lo hizo caso." —Estamos en época de abstinencia, señora mía, prosiguió cl filósofo y soy demasiado devoto para quebrantarla.

La vieja sin replicar le estrechó entre sus brazos. Tomás tuvo niedo. Los ojos de aquella mujer despedian extraños fulgores.

—¡Vete! exclamó pugnando por desasirse.

La vieja le sujetó las manos. Tomás dió un salto y trató de huir, pero la huéspeda le cerró el paso y clavando en él los centelleantes ojos, se le acerco de nuevo.

El estudiante quiso huir, pero observó con asombro, que ni sus manos ni sus pies podian moverse. Palabras que no sonaban es ronse de sus labios. Los latidos de su corazón eralo único que percibía con claridad. La vieja se le acercó, le cogió las manos, le obligó á hajar la cabeza, se encaramó sobre sus hombros con agilidad felina y dándole con una escoba lo hizo brincar como un corcel.

Todo esto sucedió con tal rapidez que el filósofo no se dio cuenta de ello. La vieja lo lanzó á la carrera como se hace con los caballos cherqueses, y cuando ya labian dejado muy atrás la granja y ante ellos se dilataba una planicie monótona, limitada por un bosque negro como el carbón, el filóso se dijo:

—¡Pero, si es una bruja!

En el cielo brillaba laluna como una hoz de plata.

La tibia claridad de la media noche caía sobre el campo como á través de un tamiz esparciéndose á modo de niebla luminosa. El bosque, las praderas, las colinas, el mismo firmamento, parecían dormir con los ojos abiertos, El viento susurraba de euando en cuando á lo lejos. En el ambiente se notaba cierto calor húmedo. Las sombras proyectadas por los árboles y arbustos parecían estar trazadas con tinta y las de aquellos que se erguían junto á los barrancos caían rectas como lanzas hasta el fondo de los mismos.

Tal era la noche en que Tomás galopaba llevando á cuestas tan extraño jinete.

El estudiante sentía una angustia indefinible pero, cosa rara, con esta angustia se mezclaba una sensación inexplicable de dulzura. Bajó la cabeza y miro hacia el suelo. ¡Qué espectáculo más raro se ofreció á su vista! La hierba de la pradera parecía estar muy leios, cubierta con una capa de agua transparente como la de un arroyo y servir de tapiz al fondo profundo de un misterioso ocćano, y no era esto solo: en el cielo no brillaba la luna, sino un sol resplandeciente y en el suelo, las azules campanillas de la pradera sonaban como si fucran de plata. De las misteriosas aguas salía una ninfa cuyo flexible cuerpo ondulaba como si estuviese hecho de chispas de luz. La ninfa se volvía hacia él mostrando un rostro iluminado por rasgados y resplandecientes ojos y cantaba con voz que llegaba al alma. Llegada que fué á la superfieie se alejó de nuevo lanzando alegres risotadas, para ir mas lejos á nadar, flotando, sobre la espalda. Su cutis parecía de nacar, y rodeaba su cuerpo una aureola luminosa. Temblaba y se sonreía en las aguas.

¿Lo vió esto ó no lo vió? ¿Estaba despierto ó dormía? ¿Y aquello qué era; era el viento ó era una música cuyos acordes melodiosos le llegaban al alma?

Tomás se preguntaba la razón de aquellas maravillas. El sudor caía de su frente como granizo. Su angustia se iba convirtiendo en punzante dolor.

Parecíale que el corazón le faltaba y de cuando en cuando se llevaba la mano al pecho. Extenuado, medio muerto púsose á recordar cuantas oraciones sabía, prefiriendo los exorcismnos. Al punto sintió alivio y notó que la bruja se sostenía con menos vigor sobre sus hombros; que la rapidez de su carrera disminuía, que la hierba aparecía tal y como era en realidad y que la luna brillaba de nuevo en el cielo —¡Bueno! pensó, y diósc á recitar casi en voz alta los exorcismos. Por último, saltó con la velocidad del rayo y montó sobre la bruja. Esta corría tan deprisa que su jinete apenas podía respirar.

La tierra desaparecía bajo sus pies. La luz de la luna, aunque no era llena, lo iluminaba todo, más la velocidad era tan grande que todas las desigualdades del terreno se confundían ante sus ojos.

Cogió una rama que yacía en el suelo y comenzó á medir con ella las espaldas de la bruja. Esta prorrumpió en gritos salvajes y amenazadores primero, gritos que poco a poco fueron debilitándose hasta terminar en sones parecidos á los tañidos de argentinas campanillas. Aquellos sones tenían tanta dulzura, que el filósofo se preguntó involuntariamente: ¿Será de veras, una bruja?

Al cabo de un instante la anciana exclamó: ¡No puedo más! y cayó al suelo desplomada.

Tomás se puso en pie, la miró, pues ya la mañana comenzaba á enrojecer el Oriente y las doradas cúpulas de las Iglesias de Kiew relampagueaban en lontananza y vió que á sus pies yacía una hermosa joven, que movía los brazos y se quejaba, levantando hacía el cielo los hermosos ojos preñados de lágrimas. Tenía los luengos cabellos en desorden y parecía haber perdido el conocimiento.

Tomás se estremeció. Sintió compasión y temor. Echó á correr lo más deprisa que pudo, sin querer regresar a la granja y llegó á Kiew pensando siempre en el extraño suceso.

III

En la ciudad no había ningún seminarista. Todos se habían repartido por las granjas ó marchado á dar lecciones ó tomado las de Villadiego sin más objeto que vagabundear y hartarse de gatuschki, de queso, de smetana y de barennikis tamaños como sombreros, sin pagar un cuarto. El inmenso edificio en que habitaban los seminaristas yacía silencioso y abandonado y por más que escudriñó detenidamente los rincones y hasta pasó revista á las grietas y agujeros de las paredes, lugares que á veces servían de desponsa á los estudiantes, no halló en ninguna parte un pedazo de tocino, ni siquiera un trozo de queso rancio con que apaciguar el estómago: ¡todo había desaparecido!

Pronto halló el medio de aliviar aquella necesidad. Se fué al mercado, dió dos ó tres vueltas silbando, hizo una seña á una viuda joven, vestida de verde, que vendía objetos tan hetereogéneos como cintas, perdigones y ruedas y aquel día se harto de bariennikis, de pollo y de otros no menos suculentos manjares en una casita de adobes que se alzaba en un jardincillo plantado de cerczos, á orillas del Dnieper.

Después del banquete se fué á la taberna y allilo vieron tendido en un banco, fumando su pipa y vaciando lentamente un jarro que tenía delante.

Miraba á los que entraban y salían con ojos satisfechos sin acordarso siquiera de la aventura de la vispera. Antes de salir, le pagó al tabernero, judío de nación, con una moneda de oro.

Mientras Tomás comía y bebía, habíase esparcido por la cindad el rumor de que la hija de ano de los propietarios rurales más ricos de la comarca, residente á unas cincuenta verstas de Kiew, había enfermado en circunstancias muy raras. Según se decía, había salido, la joven á dar un paseo por la campiña y había vuelto á su casa tan rendida de cansancio, que de allí á poco agonizaba. Antes de caer en el letargo que precede á muerte, manifestó la desgraciada doncella el deseo de que las oraciones por la salvación de su alma las dijese durante los tres días siguientes al de su muerte un seminarista de Kiew, llamado Tomás Brut.

Todo esto lo supo este último de labios del Rector, que habiéndolo mandado llamar á su presencia le ordenó que, sin dilación alguna se aprestase á la marcha, para cuya más rápida realización había enviado el padre de la moribunda criados y un vehiculo.

El filósofo se estremeció á impulsos de un temor inexplicable. Lúgubres presentimientos lo asaltaron, y sin saber por qué respondió que no iría.

—Oye, dómine Tomás, exclamó el Rector, cuyos modales y expresiones al hablar con sus subordinados solían ser extremadamente corteses: ¿Quién diablos te ha preguntado si quieres ir ó no? Una cosa te advierto y es, que si ta carácter asoma la oreja y te pones á filosofar, haré que te den tantos latigazos en la espalda y en lo demás, que en un mes no tendrás necesidad de ir al baño...

El filósofo se rascó suavemente la oreja y se retiró sin decir palabra, pensando en aprovechar la primera ocasión que se presentase para confiar su salvación á las piernas. Sumido en estas meditaciones bajó la tosca escalerilla que conducía al patio pero aun no habia llegado á éste, cuando oyó clara y distintamente la voz del Rector que daba órdenes á su intendente y á alguien más que pertenecía, sin duda, á la servidumbre del propietario.

—Le darás las gracias á tu amo por la harina candeal y los huevos que me ha mandado—decía el Rector, y le dirás que en cuanto estén listos los libros de que me habla me apresuraré á enviárselos, pues le he dicho á mi escribiente que los copie. No te olvides, de decirle, alma mía, que sé que hay en su finca unos peces que saben á gloria, especialmente ucetrinas, de las cuales bien podía mandarme unas cuantas ya que aquí en la plaza no son buenas y cuestan caras. Y tu, Yabtuj, dale á los muchachos una copa de aguardiente á cada uno y que aten bien al filósofo no se os vaya á escapar.

¡Hijo de Satanás! murmuró el filósofo. ¡Qué listo es!

El filósofo vió que en el patio había una kibilko, ó sea un coche de campo, más parecido á un horno de cocer tejas puesto sobre ruedas que á un vehículo destinado á transportar personas. Era un carruaje al estilo de Gracovia y semejante á los que omplean los judíos para trasladarse en número de cincuenta ó sesenta con sus mercancías á todas las poblaciones donde saben que hay feria.

Esperábanlo media docena de cosacos gruesos y coloradotes y ninguno joven, cuyos sbitkis de paño fino adornado con pasamanería demostraban que el amo á quien servían era noble y opulento, y cuyos rostros, cubiertos de cicatrices, revelaban ser gente guerrera y amante de la gloria militar.

—Lo que está escrito, está escrito, murmuró el filósofo al ver á los cosacos y volviéndose hacía ellos exclamó en voz alta: ¡Salud hermanos!

—¡Dios te la conserve, señor filósofo! respondieron.

—¿De modo, añadió Tomás, que voy á tener el gusto de ir con vosotros? ¡Caramba, que coche! exclamó encaramándose en la britchka. ¡Aquí para poder bailar no falta más que la música!

—Algo grande es, en efecto, respondió uno de los oriados, tomando asiento junto al cochero el cual se había amarrado un pañuelo á la cabeza por haberse dejado la gorra en la taberna.

Los otros cosacos, juntamente con el filósofo se acomodaron en el interior del vehículo y se tendieron sobre sacos de objetos comprados en la ciudad.

—Interesante scría saber cuantos caballos tendrían que tirar de este coche si lo cargasen de sal ó de clavos, dijo el filósofo.

El cosaco sentado junto al cochero se puso á reflexionar y dijo: ¡No serían pocos! Después de haber dado respuesta tan satisfactoria se creyó obligado á guardar silencio durante todo el camino.

Grandes cran los deseos que tenia el filósofo de averiguar quién era el propietario á cuya residencía lo llevaban, qué condición tenía, qué se sabía de la joven que en el trance de la muerte se encontraba y qué se decía acerca de su propia persona. No menos deseaba saber cómo se pasaba el tiempo en aquella casa, y así volviéndose hacia sus compañeros de viaje, comenzó á hacerles preguntas. Más ellos, que eran también filósofos, dieron la callada por respuesta y siguieron fumando sus pipas echados sobre los sacos. El único que abrió la boca lo hizo para decirle al cochero:

—Oye, animal, cuando pases por delante del ventorrillo que está al mediar el camino, acuérdate de parar los caballos y de despertarnos, si es que nos hemos dormido.

Decir esto y ponerse á roncar fué la misma cosa.

En honor de la verdad hay que decir que semejante advertencia era del todo inútil, pues apenas se acercó la brilchka al lugar en que se hallaba la venta, todos á una gritaron: ¡Para! Es más, los co ballos estaban tan bien enseñados, que se detenían instintivamente delante de todos los establecimientos de éste género.

A pesar del calor, pues corría el mes de Julio, bajaron todos del coche y se encaminaron con paso alerta hacía la única habitación del misero ventorro de la cual salía en aquel momento el dueño con alborozado semblante para recibir á sus consecuentes parroquianos. Entraron todos y se sentaron alrededor de una mesa sobre la cual colocó el tabernero unos cuantos chorizos de cerdo (de cuyo manjar se apartó al punto, por ser judio de uación) y sendas jarras de vino.

El filósofo se vió en la necesidad de tomar parte en el banquete y como los nacidos en la pequeña Rusia se suelen aturdir muy pronto con la bebida y tan luego sucede esto comienzan á llorar y abrazarse, tuvo que presenciar escenas tiernísimas.

La habitación resonó, con el estrépito de losabrazos y el rumor de los besos y se ofun exclamaciones del tenor siguiente:

—¡Dáme un abrazo, Spirid! ¡Ven que quiero abrazarte, Dorosch!

Uno de los presentes, cosaco de cabellos blancos, el más viejo de los que allí estaban ocultó el rostro en las manos y se puso á sollozar desconsoladamente al recordar que no tenía ni padre ni madre y que era huérfano por los cuatro costados. Otro que tenía condición de polemista lo repetía: ¡No llores, hijo, por amor de Dios! ¿A qué viene oso? ¡Sabe Dios lo que nos podrá pasar aún!

Otro cosaco, Dorosch, fué presa de la curiosidad y volviéndose al filósofo le preguntó:

—Quisiera saber que es lo que os enseñan en el seminario. ¡Es lo mismo que lee el diácono en la [glesia ó es otra cosa?

—¿A qué preguntas? exclamó el polemista. A tí que te importa lo que les enseñan? ¡Dios sabe lo que nos hace falta, pues lo sabe todo!

—Déjame, replicó Dorosch. Yo quisiera saber lo que está escrito en esos libros. Puede ser que digan cosas diferentes de las escritas en los libros del diácono.

—¡Dios mío! le respondió con tono lastimero el polemista, já que viene hablar de semejante cosa? Cúmplase la voluntad de Dios. ¡Cuando Dios quiere una cosa, esa cosa sucede!

—Es que quiero saberlo todo, hasta lo que no está escrito. ¡Te juro que entro en el Seminario! ¡Vaya si entro! Qué te crees que no soy capaz de aprender nada? ¡Pues lo aprenderé todo!

—¡Dios mío, Dios mío! murmuró su contradictor dejando caer la cabeza sobre la mesa por la sencilla razón de que no tenia fuerzas para sostenerla sobre los hombros.

A todo esto, los demás cosacos hablaban del amo ó discutian por qué brillaba la luna.

Tomás Brut al reparar en el estado en que aquellas cabezas se encontraban determinó aprovechar la ocasión para escaparse. Lo primero que hizo fué dirigirse al cosaco de cabellos blancos, que lloraba por sus difuntos padres y preguntarie.

—¿Porqué lloras, amigo? Yo también soy huérfano. Dejadme en libertad, hijos míos, añadió volviéndose hacía los demás. ¿De qué os sirvo?

—¡Pongámoslo en libertad! exclamaron algunos.

Es un pobre huérfano. Dejémosle que se vaya á donde le parezca —¡Dios, mío! balbuceo trabajosamente el polemista levantando un poco la cabeza. Déjemosle que se vaya á donde mejor le parezca.

Ya querían, los mismos cosacos ponerle en libertad, cuando el que tanta curiosidad había demostrado en punto á instrucción, los detuvo con estas palabras:

¡No lo soltéis, que quiero hablar con él acerca del Seminario! ¡Ya he dicho que quiero entrar en el Seminario!

Aunque el curioso cosaco no hubiese formulado tan inoportuna exigencia y cl filósofo hubiese quedado en libertad de tomar las de villadiego, no le hubiese sido posible realizarlo, pues cuando quiso ponerse en pie le pareció que tenía de palo las piernas y que las puertas de la habitación se multiplicaban prodigiosamente hasta el punto de ser imposible dar con la verdadera.

Ya empezaba á caer la tarde cuando los cosacos comprendieron que era hora de proseguir el camino. Subieron trabajosamente en el vehículo que los había traído; arrearon los caballos y tendiéndose cuan largos eran, se pusieron á cantar coplas cuyas palabras y sentido era imposible de todo punto averiguar.

Después de haber caminado, saliéndose constantemente de la carretera, por más que se la supiesen de memoria, hasta mny mediada la noche, la britchku descendió por la escarpada ladera de una colina hasta el fondo de un valle donde scgún pudo observar el filósofo se alzaban de trecho en trecho hileras de estacas que alternaba ncon raquíticos árboles detras de los cuales se veían !

las techumbres de las casas. Era el pueblo que pertenecia al propietario cosaco.

Ya habrían pasado algunas horas desde la media noche. El cielo estaba oscuro y aquí y acullá brillaban pequeñas estrellas.

En ninguna casa había luz. A uno y á otro lado del camino se veían granjas y casuchas con techos de paja.

En medio del pueblo había una casa mayor que las demás, que servía, al parecer de residencia al dueño.

La britchka se detuvo ante una pequeña granja, dentro ya de la cerca de estacas que rodeaba la casa señorial y los viajeros se fueron á dormir.

Bien hubiera querido el filósofo echar un vistazo á lo que lo rodeaba, pero al abrir los ojos lo vio todo confuso y en vez de una casa creyó tener delante un oso y las chimeneas le parecieron otros tantos rectores y así haciéndo un gesto de desagrado imitó la conducta de los que le habían traído.

IV

27 Cuando se despertó, hallábase en movimiento toda la casa. La hija del dueño había muerto durante la noche y mientras los criados corrian de un lado á otro y las viejas lloraban, un grupo de curiosos contemplaba el patio á través de la valla como si fuese posible que desde allí viese algo.

El filósofo aprovecho aquellos momentos de confusión para contemplar á sus anchas los lugares que no había podido ver la víspera.

La casa señorial era un edificio de escasa altura y pequeño como los que se construyen generalmente en la Pequeña Rusia. Tenía el techo de paja y en el centro de la fachada un pequeño frontis pintado de azul y amarillo con medias lunas, el cual sobresalía bastante y estaba sostenido por postes de madera de encina cilíndricos en la parte superior y cuadriláteros en la inferior. Bajo este frontis, que servia de marquesa, había una pequeña terraza con blancos. Delante de la casa se erguía un peral de alta y frondosa copa y á ambos lados del patio se alzaban los almacenes, formando un callejón que conducía al portalón de entrada. Detrás de los almacenes se veían dos bodegas triangulares, una enfrente de otra, con techos de paja, cuyas paredes, provistas de pequeñas puertas, estaban adornadas con diferentes pinturas que representaban un cosaco sentado sobre un tonel levantando en alto un jarro. Debajo de la pintura había este letrero: Me lo beberé todo.

Otra de las pinturas representaba botellas, vasos, pipas, cartas y hasta un caballo con las patas por alto. Debajo se leía: El vino es la diversión de los cosacos.

Del quicio de una ventana, situada junto al tejado de la casa señorial colgaban un tambor y una corneta. En la puerta del patio había dos cañones.

Todo indicaba que el amo era amigo de divertirse y que el ruido de los banquetes y los gritos de los comensales habían hecho estremecer con freeneneía los muros de su vivienda.

Más allá de la cerca, se veían dos molinos de viento y á espaldas de la casa señorial se dilataba un jardin cuyos árboles la ocultaban.

El pueblo estaba edificado sobre la ancha y lisa vertiente de una colina que cerraba el horizonte hacia el Norte y cuyas ondulaciones terminaban en el patio mismo. Contemplándolo desde abajo parecía más alto y más abrupto. En su cumbre se erguían enclenques arbustos cuyas ramas se destacaban sobre el azul resplandeciente del cielo como trazadas con tinta. La aridez y el color som.brío de aquel monte causaban penosa impresión en el ánimo del que por vez primera lo contemplaba.

Todo él estaba surcado por barrancos. Sobre su inclinada pendiente se alzaban en dos lugares distintos pequeñas casas. Sobre una de éstas últimas abría sus ramas un manzano cuyas raíces iban á buscar el sustento en la tierra vegetal que sostenían unos postes de madera. Sus frutos arrancados por el viento iban á caer en la misma casa señorial. Una estrecha vereda culebreaba por cl monte pasaba delante de la morada del propietarío y descendía hasta el pueblo. Cuando el filósofo midió con la vista la pendiente de aquel monte y recordó el viaje de la víspera dedujo que el propietario tenía caballos dotados de razón ó servidores con cabezas muy dura s cuando á pesar de los vapores del vino, no rodaron por los aires con las piernas por alto, juntamente con la britchka y los sacos de mercancías.

El filósofo contemplaba todas aquellas cosas desde el lugar más elevado del patio mirando hacia el norte. Cuando se volvió para ver lo que había en el lado opuesto se ofreció á sus ojos un cuadro completamente distinto. El pueblo se deslizaba por la suave pendiente en que se hallaba construído hasta el llano y una inmensa pradera cuyos tonos iban oscurecióndose en proporción á la distancia se dilataba á sus espaldas. Numerosos pueblecillos blanqueaban en lontananza por más que se hallasen á más de doce verstas. Hacia la derecha ondulaba una sierra y más lejos se columbraba la faja de oro de las sementeras y la anchurosa corriente del Dnioper que centellaba á los rayos del sol.

—¡Hermoso sitio! exolamó el filósofo. ¡Aquí se podría vivir pescando en el Dnieper ó en los estanques y cazando á lazo ó con escopeta las avutardas y los conejos! Además, creo, que no serán malas tampoco las codornices en estas praderas.. También podrían cogerse las frutas de estos árboles y venderlas en la ciudad ó lo que es mejor, convertirlas en aguardiente, bebida que no puede compararse con ninguna otra. Pero ahora, menester es que pensemos en escaparnos.

El fillósofo observó que detrás de la valla había una senda oculta casi por completo por las ramas de los árboles que en aquellos parajes crecían. Maquinalmente puso el pie en ella con ánimo, primero de pasearse un poco y después de deslizarse por entre las casas del pueblo, salir al campo y escaparse por último, cuando sintió que una mano asta se posaba sobre su hombros. Detrás de él estaba el cosaco que tan amargamente había llorado la víspera por sus difuntos padres y condolidose de su triste horfandad.

—En vano piensas en escaparte señor filósofo, dijo el recien llegado. Aquí no hay medio hábil de huir y aunque lo hubiera, no son los caminos á propósito para los que andarí á pie. Mejor harías yendo á presentarte al amo que ya hace buen rato to espera.

—¡Cómo! exclamó Tomás. Yalo creo.Con mucho gusto. Y echó á andar detrás del cosaco.

El sotnik[1] tenía los cabellos blancos y su semblante reflejaba un dolor profundo. Hallábase en la sala, sentado junto á una mesa y tenía la cabeza apoyada en las manos. Su edad seria aproximadamente de unos cincuenta años, pero la amargura de su mirada y la palidez y demacración de su rostro, demostraban que su espíritu había recibido uno de esos golpes que agostan los ánimos y hacen que desaparezcan para siempre el buen humor y la alegre despreocupación. Cuando Tomás Brut y el cosaco penetraron en la estancia apartó una mano del rostro y contestó con ligera inclinación de cabeza al respetuoso saludo de ambos. Los recien llegados permanecieron en el ambral.

—¿Quién eres, de dóndo vienes y cuál es tu profesión? buen hombre, preguntó el sotnik con entonación, ni amable ni brusca.

—Soy el seminarista Tomás Brut.

— ¿Quién fué tu padre?

31 —No lo sé, poderoso señor.

¿Y tu madre?

—Tampoco lo sé. Pensando con lógica, fuerza es que crea en la existencia de mi madre quién fué, cuando vivió? Eso lo ignoro magnífico pero señor.

El sotnil guardó silencio, permaneciendo bre yes instantes sumido en reflexiones.

Como conociste á mi hija?

No la he visto jamás, poderoso soñor. No he tenido nunca nada que ver con señoritas. Y no quiero hablar no sea que la lengua se me vaya...

Entonces ¿porque te ha designado á ti y no á otro cualquiera para rezar por su alma?

—Sábelo Dios, respondió el filósofo encogiéndose de hombros. Sabido os que á las señoras se les ocurren cosas que no acierta á explicar el más sabio. Bien dice el proverbio: Quien inanda manda y cartucho en el cañón.

—¿Será cosa que mientas, señor filósofo?

—¡Pártame aquí mismo un rayo si lo que digo no es cierto!

—Si tu vida se hubiese prolongado no más que un instante, exclamó con voz enronquecida por por las lágrimas el sobnik averiguara yo el porqué de todo.No dejes que nadie rece por mi alma, sino liaz que venga de Kiew el colegial Tomás Brut. Ese será el único que rezará durante tres noches consecutivas por la salvación de mi alma pecadora. El sabe... Pero ¿qué es lo que sabes?

eso no llegué á oirlo. La pobre, apeuas pudo decir estas palabras, murió. Tú, buen hombre, tendrás fama de santo por la pureza de tu vida y por tus buenas obras. Quizás llegase tu nombre á sus oídos por esta razón.

—¿Quién?, ¿Yo?, exclamó el filósofo retrocedinedo poseído de asombro. Yo.., Yo, vida santa?, repitió mirando fijamente al sotnik. ¡Dios os tenga en su santa guarda, poderoso señor! Buena cosahabéis dicho. ¡Yo, vida santa, cuando, aunque me esté mal el decirlo fuí á ver á una panadera en Viernes Santo!

—Bueno, en todo caso, por algo te habrá designado y desde hoy mismo empezarás á cumplir tu misión.

—Me permitiré hacer observar á vuestra magnificencia, que por más que toda persona conocedora de las Sagradas Escrituras puede hacer lo que de mí se exige, en el caso presente sería mejor llamar á un diácono y si no lo hubiese á un sacristán por ser éstas, personas ilustradas, que saben como hay que hacer esas cosas sin que les falte un detalle. Yo por no tener, ni siquiera tengo voz y mucho menos presencia.

—Será todo lo que quieras, pero mi hija me encargó que fueses tú el que rezara y yo lo cumpliré sin reparar en nada. Si á contar de esta noche pasas tres, rezando como se debe por su alma, te recompensaré; si no, al mismo demonio no le aconsejo que me enfade.

La entonación de estas últimas palabras fué tal, que el filósofo se dió cuenta perfecta de lo que significaban.

—¡Ven! —dijo el sotnik.

Ambos salieron de la sala y penetraron en una habitación contigua. Tomás se detuvo en el dintel para sonarse y lo cruzó con inexplicable temor.

El pavimento estaba cubierto de seda roja. En un ángulo, bajo las sagradas imágenes, y sobre una alta mesa, yacía el cadáver de la hija del sotnik, sobre un tapete de terciopelo azul con fajas y borlas do oro. Altos blandones, en torno de los cuales se enroscaban guirnaldas de romero, se alzaban en los cuatro ángulos de la mesa, esparciendo una claridad turbia que se mezelaba con la del día. El sotnik levantó el velo que cubría el rostro de la muerta y se sentó junto á ella volviendo la espalda á la puerta.

Las palabras que pronunció entonces emocionaron profundamente al estudiante.

—No me queiaré, amada hija mía, exclamó, de que en la flor de tus años y sin haber gozado de la vida, me hayas abandonado en la tierra y héchome presa del dolor y de la desesperación. ¡Quéjome sí, de no saber quién fué el crucl enemigo mío que ocasiono tu muerte, pues si yo averiguase quién pudo pensar siquiera en agraviarte ó en soñar con decirte algo que te desagradara, entonces voto al ciclo, que el tal no volveria á ver á sus hijos si era lan viejo como yo, á á sus padres si se hallaba en la flor de los años y que su cadáver serviría de pasto á las aves y á las fieras de la estepa! ¡Mi dolor procede, encanto mio, de que á partir de ahora he de vivir solo, llorando amargas lágrimas, mientras mi enemigo se regocija y hace secreta burla de un anciano achacoso!

Calló el sotnik El nte dolor se desbordaba en lágrimas.

El flósofo, conmovido, tosió para aclararse la VOZ.

El sotni se volvió hacia él y le indicó un atril con libros, colocado á la cabecera de la difunta.

—Pues, señor, pensó Tomás. Trabajaré tres noches de cualquier modo y por ello me llenará el sotnik los bolsillos de buenos ducados. Así diciendo se acercó al atril, tosió otra vez y se puso á leer oraciones sin prestar atención á cuanto le rodeaba, sin mirar siquiera el rostro de la muerta.

Reinó profundo silencio. El solnik se había retirado. Despacio, muy despacio, volvió la cabeza y miró el cadáver...

Tomás se estremeció: ante sus ojos yacía una joven cuya hermosura no había padecido con el supremo tránsito. Parecía imposible que hubiesen podido existir rasgos tan bellos, tan regulares, tan armónicos, como los de aquel rostro. La joven aparentaba estar dormida. La frente, espaciosa y blanca como la nieve, parecía albergar aún los pensantos. cejas, noche en pleno día, se dibujaban finas, elegantes, orgullosas y sobre los cerrados ojos. Las largas y negras pestañas caían como flechas sobre las mejillas enrojecidas aún por el calor de ocultos y ardientes deseos, y los labios semejaban rubíes prontos á entreabrirse y á sonreir de placer. Tenían empero aquellos rasgos algo sobrenatural y al contemplarlos, sintió Tomás impresión semejante á la que hubiese experimentado si en el bullicio de un baile, cuando todos se entregasen poseidos de gozo á la danza, alguien hubiose entonado un himno fúnebre. De repente noto en el rostro de la difunta algo raro, medroso, que despertó sus recuerdos.

—¡La bruja! exclamó con voz alterada, y apartando los ojos del catafalco, púsose á leer oraciones, pálido como un muerto.

La hija del sofnik y la bruja á quien había dado muerte eran una misma persona.

V

Al caer la noche transportaron el cadáver á la Iglesia. Tomás ayudó á los que llevaron el féretro y creyó sentir en el hombro durante todo el trayecto una sensación semejante á la que hubiera producido un pedazo de hielo. El solnik iba delante á la cabezera del fóretro.

La iglesia estaba hecha con tablas ennegrecidas y cubiertas de musgo. Tenía tres cúpulas y se alzaba, lúgubre, al final del pueblo. Sabíase que en ella no se celebraban desde hacía mucho tiempo los oficios divinos, pero aquel día habían encendido velas ante todas las imágenes.

El féretro se colocó en el centro, frente al altar.

El sotnik depositó un boso en la frente de su hija, se inclinó profundamente y salió con los que habían transportado el cadáver, ordenando que die sen bien de comer al filósofo y que después de la cena lo llevasen á la iglesia.

Así que llegaron á la cocina, todos los que habían formado parte de la comitiva, fueron á poner las manos sobre la estufa, cosa que siempre hacen los pequeños—rusos cuando ban visto un nuerto.

El hambre que el filósofo experimentaba le obligó, por el momento, á olvidar las impresiones sufridas. Pronto comenzó la servidumbre á acudir á la cocina. La del sotnik era una especie de casino adonde acudian todos, hasta los extraños, incluyendo entre estos últimos á los perros que, meneando el rabo venían hasta la misma puerta en busca de los huesos y las sobras. Cuando el amo le mandaba á un criado que fuese á hacer tal ó eual cosa, por muy importante ó urgente que ésta fuese nunca dejaba el aludido de entrar en la cocina para descansar un rato tendido en un banco ó para fumar tranquilamente una pipa. Todos los solteros que habitaban en la casa y llevaban traje cosaco, se pasaban la mayor parte del día tendidos en los bancos ó debajo de los mismos ó junto á la estufa ó en cualquier otro sitio á propósito para tenderse. Después de haber descansado un buen rato se dejaban olvidada en la cocina unas veces la gorra, otras el látigo para los perros.

La hora en que solía ser más numerosa la reunión era la del almuerzo y la de la cena, pues entonces formaban parte de ella los mozos de cuadra que habían logrado meter en ellas á los caballos y los vaqueros que habían llevado las vacas á los establos, es decir, cuantos por sus ocupaciones no podían parecer por la cocina durante el día.

Una vez que comían, soltábanse hasta las lenguas más reacias y la conversación se hacía general contándose queFulanose había mandado hacer un par de pantalones, que debajo de la tierra se suelen encontrar muchas cosas raras ó que Zutano había visto un lobo, asuntos que daban lugar á frases ingentosas, siempre frecuentes entre los pequeño—rnsos.

El filósofo tomó asiento en el círculo que todos formaban al aire libre junto á la puerta de la cocina. Pronto apareció en el dintel de ésta una mujer vestida con un corpiño encarnado y colocó en medio del círculo de criados una cazucla llena de albóndigas. Todos sacaron sus cucharas de palo ó á falta de ellas un pedazo de madera con que pinchar las albóndigas. Apenas comenzaron las bocas á moverse con alguna lentitud y á apaciguarse el hambre canina de los estómagos, los comensales pusiéronse á charlar, y claro os, la conversación recayó sobre la difunta.

—¿No es verdad? dijo un pastor de escasa edad, que ostentaba en la correa que le cruzaba el pecho tantos botones y colgantes que parecía la tienda de un mercero; ¿no es verdad, que la señorita, que en paz descanse, tenía tratos con el Malo?

—¿La señorita? dijo Dorosch, antiguo conocido de nuestro filósofo. ¿Cómo no había de tenerlos, si era una bruja de cuerpo entero? ¡Palabra que era una bruja!

—Basta, basta, Dorosch, dijo uno de los presentes, el mismo que en la venta había demostrado tan gran capacidad para consolar á la gente. Eso no nos importa. Dios la tenga en su gloria.

Pero Dorosch tenía ganas de hablar. Momentos antes de la cena había ido á ver al encargado de la bodega para hablarle de un asunto importante y saludar de paso dos ó tres toneles y había salido de la visita con tantos ánimos que no parecía dispuesto á dejar que metiesen baza los demás.

¿Qué quieres? ¿Que me calle, no es eso? ¡Que me calle cuando la señorita se ha paseado á caballo sobre mis espaldas! Por mi salud que no miento.

—Diga V. Dorosch, preguntó el pastor joven de los botones y colgajos, ¿tienen las brujas algún signo por el que pueda distinguirselas?

—¡Ninguno! replicó Dorosch. Ninguno! Aunque te pongas á leer el psalterio de cabo á raho!

—No digas eso, Dorosch; no digas eso, exclamó el cosaco de antes. No en vano dió Dios á cada uno costumbres diferentes. Los que entienden de ciencia dicen que las brujas tienen rabo.

—Todas las viejas son brujas, dijo friamente un cosaco de cabellos blancos.

—¡Bueno está V! le replicó la viela que llenaba de albóndigas la vacía cazuela. ¡Si las viejas son brujas, los hombres son jabalíes!

El cosaco aludido que se llamaba Yabtuj y de apodo Kobton se sonrió placenteramente al observar el efecto de sus palabras y el vaquero soltó una carcajada tan estrepitosa que parecía el mugido de un rebaño de bueyes.

La conversación iniciada determinó en el filósofo el invencible deseo de averiguar algo conereto acerca de la hija del sotniky así, volviéndose hacía su vecino, preguntó:

—¿Por qué decís todos que la señorita era bruja?

Acaso ha hecho daño á alguien ó ha perdido el alma de alguno?

—Detodo hubo, respondió uno de los presentes, cuyo rostro parecia una pala.

¿Quién no se acuerda de lo del Mikita el perrero y de aquello de?..

—Callarse que voy á contar lo del perrero Mikita, exclamó Dorosch.

—¡Deja, que lo contaré yo, por que era compadre, mío, dijo el mozo de cuadra!

¡No, lo contaré yo! dijo Spirido.

—¡Que lo cuente Spirido! gritó la asamblea.

Spirido comenzó á usar en esta forma de la palabra que le había sido concedida.

—Tú, señor filósofo, no conociste á Mikita. Hombres como él caen pocos en libra, A cada perro lo conocía como si fuese su padre. El actual perrero Mikola, que está sentado el tercero después de mí, no le llega ni á la suela de los zapatos y aunque conoce su oficio es como si dijéramos una basura al lado suyo gentiendes?

—Muy bien hablado, muy bien, gritó Dorosch moviendo la cabeza en señal de aprobación.

—Veía las liebres más pronto que un rayo, prosiguió Spirido. Solía silbar y gritar: eh Rasbaya!eh Wistrayal y se lanzaba al galope con tal furia que no era posible saber quien corría más, él ó los perros. Se bebía los cuartillos de aguardiente en un abrir y cerrar de ojos como nadie, ¡Qué hombre aquel! Pues, señor, hará poco tiempo de esto, le dió por mirar y remirar á la señorita. ¿Se enamoró de ella ó lo embrujaron? No se sabe, pero el hecho fué que se perdió. Se afeminó. Se convirtió... ¡fu! ni decirse puede!

—¡Muy bien! dijo Dorosch.

—Apenas lo miraba la señorita las riendas se esapaban de la mano y á Razboya, lo llamaba Brobki.

Tropezaba y no sabía lo que hacer. Un día, entró la señorita en la cuadra, mientras él lavaba un caballo. ¡Mikita, te voy á poner el pie encima! le dijo.

Y el muy memo se sonrió y le dijo: No solo el pie si no el cuerpo, si quieres sentarte. La señorita levantó la pierna y al verla él, tan blanca y tan bonita perdió el juicio, bajó la cabeza, cogió las piernas de la señorita y echó á correr llevándola encima... ¿Adónde fueron?, eso ni él mismo lo pudo decir después, pero volvió medio muerto y desde aquel día se puso más seco que un esparto y un día fueron á la cuadra y en vez de Mikita se encontraron con un montón de cenizas y un jarro vacío. ¡Se había quemado del todo: se quemó el mismo! Y cra un perrero como no volveremos á tenerlo.

39 Al terminar Spirido su relato, todos alabaron al difunto perrero.

—¿Y de lo Schepchija, no sabes nada? preguntó Dorosch volviéndose hacia Tomás.

—¡No!

—¡Ja, ja ja! Por lo visto, en el Seminario no os enseñan nada que tenga sentido común. Pues escucha. En nuestro pueblo vive un cosaco, llamado Scheptun, un buen cosaco. Le gusta, alguna vez que otra robar y mentir sin necesidad, pero es un buen cosaco. Su casa no está lejos de aquí. Pues verás cierto día, en hora parecida á esta se acostó Scheptun, terminadas las faenas del día y como el tiempo era bueno, su mujer se tendió en el patio y Scheptun dentro de la casa en un banco ó Scheptun en el patio y Schepchija en la casa...

—Y no en un banco, sino en el santo suelo, estaba Schepchija, exclaró una vieja que escuchaba el relato desde el dintel de la cocina con una mano puesta en la mejilla.

Dorosch la mirú, clavó los ojos en el suelo, volvió á mirarla y tras corto silencio, dijo:

—Si delante de todos te quitasen la falda no sería muy bueno el cuadro.

Esta advertencia hizo su efecto; la vieja se calló y no volvió á despegar los labios.

—En la cuna, que estaba colgada del techo de la habitación, prosiguió Dorosch, habia una criatora, no se de qué sexo. Schepchija se acostó y al cabo de un rato oyó un ruido parecido al de un perro que se restricga contra una puerta y unos aullidos tales que era preciso echar á correr. Se asustó porque las mujeres son tan tontas que en cuanto cae la noche con sólo sacarles la lengua se desmayan. Sin embargo, pensó: Le voy a dar á ese perro un palo en los hocicos á ver si calla. Cogió una estaca que tenía á mano y fué abrir la puerta.

Apenas la entreabrió le pasó el perro entre las piernas y se fué derecho á la cuna del niño.

Schepchija observó que lo que ella creía perrono cra tal perro, sino la señorita. Después de todo, si la señorita quería ir de paseo nadie tenía que impedirselo pero el hecho era que estaba toda azol y que le ardían los ojos como carbones. Cogió al niño, le mordió en la garganta y bebió la sangre.

Schepchija gritó: ¡Dios mío! y salió corriendo del cuarto. Abajo, la puerta estaba cerrada. Se metió en la despensa, se sentó en el suelo y se puso á temblar. Entonces llegó la señorita, se acoreó á ella y empezó á comérsela.

Por la mañana Scheptun encontró á su majer medio comida y toda negra. De allí á dos días se murió la muy tonta. Cosas de esta indole las habia á cada paso. ¡Aunque se trate de una familia noble cuando se es bruja, se es bruja!

Una vez terminada su relación Dorosch paseó la satisfecha mirada por el auditorio y encendió la pipa.

El tema de la bruja se hizo interminable. Cada cual se apresuró á decir algo. A uno se le había aparecido en forma de haz de trigo en las mismas puertas de su casa. A otro le había robado la pipao la gorra. A más de una muchacha Ic había cortado la trenza. A otras les había chupado la sangre por libras.

41 Por último, la asamblea volvió en su acuerdo y reparó que había charlado demasiado, pues ya la obscuridad era completa. Los criados fueron á tenderse on los camastros colocados en la cocina, en las granjas ó en medio del patio.

—Ahora señor Tomás, razón es que vayamos á donde está la difunta, dijo al filósofo uno de los cosacos y dicho esto encamináronse á la iglesia.

Formaban parte de la comitiva del estudiante, Dorosch, Spirido y dos cosacos más. Durante el trayecto hubieron de apartar á latigazos los canes que pululaban por el pueblo, animales de tan mala condicion que por tal de morder hincaban los dientes en los palos.

A pesar de que el filósofo con un buen jarro de aguardiente había hecho acopio de valor, la cobardía que se aposentaba en su ánimo aumentaba á inedida que se acercaban al templo cuyas luces brillaban en lontananza. Los horripilantes relatos que acababa de escuchar contribuían á excitar todavía más su imaginación.

Las tinieblas que reinaban al pie de las empalizadas y debajo de los árboles del camino comenzaron á esclarecerse y este se hizo más despejado y más cómodo. Transpusieron por último la añosa valla de la iglesia y penetraron en un pequeño patio más allá del cual no había árbol alguno, sino campos yermos y praderas envueltas en las sombras profundas de la noche.

Los cosacos subieron la tosca escalinata de madera que daba acceso al templo y penetraron en éste. Una vez allí, desearon al filósofo que llevase á feliz término su cometido y lo dejaron solo, no sin haber echado la llave á la puerta conforme á la orden expresa del solnik.

VI

El filósofo se quedó solo. Primero, bostezó; estiróse después; á continuación se sopló en las manos y por último paseó la mirada alrededor suyo.

El féretro yacía en medio del templo. Ante las ennegrecidas imágenes ardían velas que iluminaban el presbiterio, pero cuya luz apenas llegaba al centro de la iglesia, dejando sus apartados ángulos envueltos en profundas tinieblas.

El alto y vetusto presbiterio mostraba á las claras el abandono, y sus tallas doradas brillaban solamente en algunos sitios por haberse ennegrecido en otros y caídose completamente el oro en los demás. Los rostros de los santos habían sufrido idéntica transformación y aparecían sombrios y medrosos.

El filósofo paseó de nuevo la mirada por la Iglesia.

—¿De qué voy á tener miedo? murmuró. Nadie puede entrar aquí y por lo que hace á los muertos y á las apariciones sé plegarias que con solo recitarlas no me tocarán ni al pelo. ¡Leamos!

Llegado que hubo al coro reparó en unos paquetes de velas.

—¡Magnifico! exclamó. Voy á iluminar la iglesia de tal suerte que se verá en ella como si fuese de día. ¡Ja! ¡ja! ¡qué lástima que en la mansión del Señor no pueda fumarse una pipa!

El filósofo colocó velas en todas las cornisas, en los facistoles, delante de todas las imágenes, sin reparar en el número, de modo que la iglesia se llenó de luz. En lo alto, las sombras tomaban tonos azuJados y los santos miraban desde sus mareos dorados con lúgubre expresión.

Tomás se acercó al ataud; lo consideró con temor, primero, más después no pudo apartar los ojos del rostro de la muerta, tan lerrible y fascinadora era su hermosura.

Tomás quiso alejarse, pero llevado de ese sontimiento extraño é inexplicable que á sí mismo se contradice y que jamás abandona á los poseídos por el miedo, al retirarse miraba, al mirar temblaba y, sin embargo, no apartaba los ojos del objeto de su horror.

La belleza de la muerta era tan pura que parecía sobrenatural. Quizás no hubiese infundido al filósofo tal terror si hubiese estado menos hermosa más su fisonomía no era la de un cadáver sino la de un ser vivo y al estudiante le parecía que aquellos ojos cerrados lo miraban y que del párpado derecho se escapaba una lágrima que al resbalar por la mejilla resultó ser una gota de sangre.

Con paso rápido marchó al presbiterio, abrió el libro y, para infundirse ánimos, se puso á leer en voz alta cuyos ecos se deslizaron por las paredes mudas desde hacía luengos años, esparciéndose por los ámbitos de la iglesia en medio del mortuorio silencio.

¿De qué voy á tener miedo? pensó. Nadie puede entrar aquí, ni ella se levantará de su ataud al oir la palabra de Dios ¿Qué me importa que esté ahí? ¡Buen cosaco sería yo si me dejase dominar por el miedo! De seguro he bebido demasiado y por eso me asusto. Tomaré rapé. ¡El tabaco es una gran cosa; un descubrimiento magnifico!

Apesar de todo, cuando terminaba una página miraba á hurtadillas hacia el féretro y le parecía oir una voz que decía:

¡Mira, mira! ¡Ya se levanta! ¡Mira, ya sale del féretro!

Pero no; el silencio era fúnebre, el féretro yacía inmóvil y las velas derramaban torrentes de luz.

¡Lúgubre era, en verdad, aquella iglesia iluminada en medio de la noche y encerrando á un vivo y á una muerta!

Tomás levantó la voz y se puso á cantar en diferentes tonos para ahuyentar el miedo, pero á cada instante volvía los ojos preguntándose involuntariamente: ¿Y si se levantase?

Pero no, el ataúd no se movía. ¡Si al menos se hubiese oído algún ruido que delatase la presen cia de un ser viviente, aunque no fuese más que canto de un grillo! Pero no, alli no había nadie, ni se percibía más ruido que el chisporroteo de las velas ó cl rumor apenas perceptible de las gotas de cera que caían al suelo.

¿Y si se incorporase?

La muerta comenzó á erguir la cabeza.

El filósofo lanzó una mirada de terror y apartó la vista.

No, no era ilusión de los sentidos. La muerta no yacía, estaba sentada en la caja. Tomás, que había apartado los ojos de aquel cuadro los clavó en él, de nuevo poseído de horror. La difunta se había puesto en pie y andaba por la iglesia con los ojos eerrados y los brazos abiertos como si quisiera aprisionar á alguien en ellos. Iba derecha hacia donde estaba Tomás el cual aterrorizado trazó un círculo entorno suyo y para reforzarlo, comenzó á recitar oraciones y conjuros, entre ellos uno que le había enseñado un monje que se había pasado la vida luchando contra las asechanzas de los espíritus malignos. La muerta se detuvo ante aquel oírculo; veíase que no podía transpasarlo y su rostro se volvió azulado como de una persona muerta hacía días. Tomás no tuvo valor para mirarla, tac horrible se había vuclto. Los dientes del cadáver castañeteaban y sus ojos se abrían, pero nada podía ver y así, poseido de rabia, como lo revelaba el temblor de su rostro púsose á recorrer la Iglesia con los brazos extendidos, cogiendo las columnas y buscando á Tomás en todos los rincones. Por úllimo se detuvo hizo un gesto de amenaza y se tendió en el alaud.

Tomás, poseído de terror no cesaba de mirar.

De repente, el féretro se levantó y echó á volar con terrible silbido por la iglesia, cruzándola en todas direcciones. El estudiante lo vió pasar casi sobre su cabeza, más reparó que no podia tocar el círculo que había trazado ní sobreponerse á sus conjuros. El cadáver se tornó vorde.

El canto del gallo se escuchó á lo lejos y la muerta se desplomó en la caja, cuya tapa se cerró con ruido.

Sudoroso, con el corazón palpitante, pero alentado por el canto del gallo, leyó Tomás las hojas que le faltaban.

Apenas rayó el alba vinieron á buscarlo el diácono y Yabtuj que aquella vez ejercía las funciones de sacristán.

VII

Llegado que hubo al lecho el filósofo tardó largo tiempo en dormirse, más cuando lo hubo conseguido, gracias al cansancio que lo abrumaba, no despertó hasta la hora del almuerzo y entonces los sucesos de la víspera le parecieron sueños. Para que reparase las fuerzas le sirvieron un cuartillo de aguardiente y mientras duró la comida tomó parte en la conversación y devoró buena parte de un no pequeño marranillo.

De lo que le había acaccido durante la noche no se atrevió á hablar, obedeciendo á un sentimiento extraño que él mismo no pudo explicarse y contestó á las preguntas de los curiosos diciendo que, en efecto, le habían acaecido todo género de maravillas.

El filósofo era de las personas que cuando comon bien se muestran extraordinariamente filantrópicas y así se recostó, encendió la pipa y se puso á mirar los comensales con ojos muy húmedos, sin cesar de escupir.

Después del almuerzo recobró toda su energía.

Se paseó por el pueblo, trabó amistad con la mayor parte de los vecinos, lo echaron de dos casas en que penetró y una muoza de buen ver le midió las espaldas con una pala por haber querido enterarse de qué tela era el corpiño que llevaba.

Poco le duró el buen humor, pues á medida que se acercaba la noche fué poniéndose pensativo y cabizbajo.

Mientras llegaba la hora de la cena pusiéronse los criados á jugar á los bolos y á la cascha, que es este mismo juego con la diferencia de que el vencedor tiene derecho á pasearse á horcajadas sobre el vencido. El juego adquirió interés. Unas veces cl vaquero, que era ancho de espaldas y grueso, montaba sobre los hombros del porquero que era pequeño y débil y con la cara arrugada. Otras veces era Dorosch el que montaba sobre el vaquero exclamando: ¡Este si que es un buey!

En la puerta de la cucina se habían sentado los más formales y contemplaban el cuadro con mucha seriedad sin soltar la pipa de la boca aun cuando la juventud los increpase con palabras inconvenientes. En vano procuró Tomás mezclarse en el juego. Las ideas más lúgubres le atormentaban como clavos que tuviese hundidos en el cerebro y por más que hacia por desecharlas y por animarse, el terror se iba apoderando de su espíritu á medida que las sombras de la noche se dilataban por el cielo.

—Señor filósofo, ya es hora, le dijo el viejo cosaco amigo suyo levantándose. Vamos á trabajar.

Dorosch se levantó también y ambos le condujeroná la Iglesia en la misma forma que la víspera, y allí le encerraron.

Al contemplar de nuevo las ennegrecidas imágenes, los resplandecientes marcos y el atand inmóvil en el medroso silencio de la iglesia, el filósofo fué presa del terror.

—¿Y qué? Esto no es ninguna maravilla para mí. Esto impone la primera vez pero la segunda parece la cosa más natural del mundo, murmuró, y marchando presuroso al presbiterio, trazó un círculo al rededor suyo, recitó un conjuro y se puso á leer en voz alta resuelto á no levantar los ojos y á no distraerse por nada de este mundo.

Una hora o poco más llevaba leyendo cuando se detuvo un instante para toser y para tomar um polvo de rapé. Entonces se le ocurrió mirar hacia el féretro... El corazón se le heló. La muerta estaba de pie en el borde mismo del círculo y clavaba en él la mirada de sus ojos vidriosos. Tomás se estremeció. Fijó los ojos en el libro y tornó á sus oraciones y á sus conjuros notando, como la víspera, que la difunta rechinaba los dientes y abría los brazos procurando cogerlo. Pero no lo yeia y lo buscabá en sitio distinto al que ocupabaurar palaEntonces la muerta comenzó á mur bras misteriosas, cuyo rumor semejaba al de la pez que hierve á gruesos borbotones. ¿Qué significaban? El filósofo no lo sabía, pero comprendió que entrañaban terribles amenazas y que tendía á desvirtuar sus conjuros. Como obedeciendo á una señal, el viento penetró en la iglesia produciendo un ruido semejanto al batir de innumerables alas. Tomás creyó percibir el choque de éstas contra las vidrieras de las ventanas y los marcos de hierro, el chirrido de aceradas garras al deslizarse por los zócalos y un ruido confuso, como el que hubiesen producido los esfuerzos de un ser poderoso é invisible por forzar la puerta y penetrar en el templo.

A Tomás le latía desenfrenadamente el corazón relampagueábanle los ojos y sus labios se agitaban murmurando oraciones.

El canto del gallo se escuchó en lontananza. Tomás se detuvo y respiró.

Los que fueron á buscarlo lo hallaron medio muerto. Tomás los miró fijamente, recostado en la pared, y durante el camino tuvieron que sostenerlo para que no diese con su cuerpo en tierra.

Llegado á la casa del sotnik, pidió un cuartillo de aguardiente y después de beberlo se mesó los cabellos exclamando:

—En este mundo se ven cosas de todas clases..y á veces, se pasan tales sustos que... Movió las manos y calló.

Los que lo rodeaban bajaron la cabeza al oir esto y hasta un mozuelo á quien los criados concedían el derecho de sustituirlos cuando se trataba de limpiar la cuadra ó de acarrear agua, hasta este mozuelo abrió la boca.

Acertó en esto á pasar por allí ayudanta de la cocinera, vistiendo un corpiño bordado que dibujaba las redondeces de su talle. Era la tal ayudanta coqueta hasta la exageración y por tal de componerse, capaz de prender a su corpiño lo mismo una cinta que un clavel ó un pedazo de trapo, cuando no había otra cosa.

—Buenos días, Tomás exclamó al ver al filósofo, ¡Ay, ay! ¿qué te ha pasado? añadió dando una palmada.

—¿Por qué, majadera?

¡Dios mío! ¡Si se te ha puesto el pelo blanco!

—¿Eh, eh? ¡Pues no ha dicho más que la verdad!

exclamó Spirido mirando atentamente al estudiante. Se te ha puesto el pelo tan blanco como al mismo Yabtuj.

El filósofo a! oir esto corrió como un loco hacia la cocina, donde había visto pegado á la pared un pedazo de espejo manchado por las moscas, pero rodeado de claveles y otras flores que demostraban que su destino era auxiliar la coquetería de las damas, y vió con horror que era cierto lo que decían. La mitad del pelo se le había puesto blanco. Tomás bajó la cabeza y se puso á reflexionar.

— Voy á ver al amo, dijo de allí á poco; le contaré todo y le diré que no quiero rezar más. ¡Permita Dios que me mande ahora mismo á Kief!

Animado de este propósito se dirigió hacia la escalinata de la casa señorial.

El sotnik, se hallaba en su sala sentado é inmóvil, como la primera vez. Su rostro revelaba el mismo punzante dolor: las enflaquecidas mejillas denotaban no haber probado bocado y la extraordinaria palidez le daba cierta inmovilidad marmorea.

—Buenos días, dijo al ver al estudiante que se había parado en el dintel con la gorra en la mano.

¿Qué tal te va? ¿Bien?

—Bien, bien. Se ven en este mundo tales diablerías, que más vale coger la gorra y echar á correr hasta donde lo lleven á uno las piernas.

—¿Cómo?

—Si señor! Vucstra hija... Al parecer era de linaje no cosa que nadie pretenderá negar, pero no en vano hay que rogar á Dios porque tenga misericordia de su alma.

—¿Qué pasa con mi hija?

—¿Qué pasa? ¡Pues que ha hecho pacto con Satanás! El terror que infunde es tal, que no puede describirse...

—¡Reza, reza! No en vano te designó á tí. La po—brecilla se preocupaba de su alma y quiso que por medio de las oraciones que tu dijeses se marchasen las malas ideas que pudo tener.

—Será lo que queráis, señor, pero yo no puedo seguir rezando.

—¡Roza, reza! exclamó el sotnik con tono que no admitía réplica. Ya no te queda más que una noche. Con ello harás una obra de caridad y obtendrás una buena recompensa.

—¡Sca la que quiera la recompensa! ¡No rezarć más, aunque así lo queráis! exclamó Tomás con energia.

—Escucha filósofo, le replicó el sotnik, con tono duro y amenazador. Tus salidas de tono no me gustan. ¡Allá en el Seminario podrás permitirtelas pero en mi casa, no! Yo también se dar azotes á la gente pero no como el Rector. ¿Sabes lo que es un buen látigo de enero?

—¿Cómo no? respondió el filósofo bajando la voz. Todo el mundo sabe lo que es un látigo de cuero. Cuando loslatigazos son muchos no pueden soportarse.

—¡Eso es! Pero lo que seguramente no sabes es la maña que se dan mis criados para manejarlos, añadió el sotnik poniéndose en pie y dando á su fisonomía la expresión de arrogancia y crueldad propias de lo indómito de su carácter agobiado por el dolor que lo embargaba. En mi casa, se pega primero, después se rocían las espaldas con aguardiente y luego se vuelve á pegar. ¡Anda, anda, y concluye lo que tienes que hacer! ¡Si no me obedeces no volverás á andar en dos pies; si concinyes tu tarea te daré mail escudos!

—¡Caracoles! pensó el filósofo al salir; no es poco listo el hombre; con él no se puede jugar. ¡Espera, espera, amigo, que de tal modo voy á tomar el por tante que ni tú, ni tus criados, ni tus perros podréis dar conmigo!

Tomás resolvió huir. Espero que llegase la hora siguiente á la del almuerzo, durante la cual la servidumbre se agrupaba en las puertas de las granjas y abría la boca dejando escapar tan grandes ronquidos y silbidos tan penetrantes que el patio se parecía al de una fábrica durante el trabajo.

El tan deseado instante llegó por fin. El mismo Yabtuj parpadeaba tendido al sol... Asustado y tembloroso se dirigió muy quedo hacia el jardín señorial, desde donde le pareció que sería obra facil y cómoda el salir al campo sin que nadie lo vicse, tan abandonados se hallaban aquellos lugares y tan á propósito eran para cualquier empresa misteriosa. Excepto una vereda por la que pasaban los criados, todo lo demás estaba cubierto por..las ramas de frondosos cerezos silvestres y de una infinidad de plantas que crecían libremente, ofreciendo á los atrevidos, nudos y ramas á propósito para trepar y escaparse. La hiedra cubría como una red la pintoresca colección de diversos árboles y de matorrales salvajes, formando á modo de techo del que pendían gruesas campanillas y enroscados tallos. Detrás de la valla que servía de límite al jardín, sc dilataba un verdadero bosque de matajos por nadie curioseado y donde una hoz se hubiera hecho polvo al herir con su filo los leñosos troncos de aquellas plantas silvestres.

Cuando el estudiante quiso transponer la valla le castañeaban los dientes y el corazón le latía con tal fuerza que él mismo se asustó. Los faldones do su levitón se agarraban alsuelo como si alguien los clavase en el mismo y una vez que puso la vnlla le pareció oir un murmullo extraño parecido al de una voz que murmurase: ¿Adónde vas?

¿Adónde vas?

El filósofo se hundió en aquel mar de plantas salvajes y echó á correr, tropezando constantemente con las añosas raíces y dando con las cañas de los pies en las ramas que arrastraban por el suelo. Al salir de aquella maleza tenía que cruzar un campo á un extremo del cual había un zarzal espeso donde pensó estará cubierto, tanto más enanto que según sus cálculos uo debía estar á lejos del camino de Kiew.

Atravesó rápidamento la explanada y llegó al zarzal deslizándose por entre las espinas no sin dejar en ellas pedazos de su sotana y dió con su cuerpo en un barranco. Las ramas de los árboles formaban allí una espesa bóveda y tocaban el suelo en algunos sitios. Un arroyuelo, cruzaba el barraneo, brillando como si fuera de plata líquida.

Tomás al verlo se inclinó y satisfizo la sed, acrecentada por la impaciencia que sentía.

¡Qué agua nás hermosa! exclamó secándose los labios. Aquí quizás se podría descansar.

—No, más vale que sigamos adelante, pues si no, la persecución va á ser muy desigual, replicó una voz á sus espaldas.

El estudiante se volvió. Delante de él estaba Yabtuj.

¡Llévente los diablos! murmuró. Si lo hubiera sabido tomo las de Villadiego. ¡Lástima de vara de acebuche con que romperte la cara!

—En vano has dado todo este rodeo, dijo Yabtuj, mejor hubiera sido venir por el mismo camino que yo, pues pasa por delante de las cuadras; así no te hubieras estropeado la ropa. ¡Lástima de paño, era buenísimo! ¿A cuanto pagaste la vara? Vaya, nos hemos paseado bastante, volvamos á casa.

El filósofo se rascó la nuca y echó á andar detrás de Yar tuj.

—Ahora, murmuró, la maldecida bruja hará conmigo lo que le venga en gana. ¡Después de todo, porqué he de toner miedo, no soy cosaco?

Ya he rezado dos noches, pues rezaré la tercera con la ayuda de Dios. Por lo visto la dichosa bruja ha pecado muy regularmente cuando así la proteje el diablo.

Pensando en estas cosas penetró en el patio de la casa señorial. Habiéndose animado algún tanto con las reflexiones de que hemos hecho mención rogó á Dorosch (el cual merced á la amistad que le unía al encargado de la bodega entraba en ésta enando le venía en gana) que le trajese nn frasco de aguardiente y habiéndolo traido, se sentaron bajo un cobertizo y despacharon cosa de medio pellejo de tan preciado licor.

De pronto se puso el filósofo á dar grandes voces diciendo:

—¡Eh! ¡músicos! ¡Qué vengan los músicos! Y sin esperarlos siquiera se fué á un lugar despejado y se puso á bailar no parando de moverse, con gran contento de la servidumbre que formaba círculo alrededor suyo, hasta la hora de la cena. Cuando se detuvo, escupió y fuese diciendo á cuantos lo miraban:

—¡Así baila un hombre!

Después se tendió y se quedó tan dormido que para despertarlo tuvieron que rociarlo con agua fría. Cuando cenó se puso á decir que él era cosaco y que no tenía miedo á nada ni a nadie.

—Ya es hora, dijo Yabtuj. Vayamos.

—Permita Dios que se te seque la lengua, maldito! murmuró cl estudiante. Vamos allá, añadió en voz alta.

Durante el camino miraba á derecha y á izquierda y charlaba alegremente con sus acompañantes, pero Yabtuj guardaba silencio y Doroschi no parecía tener ganas de contestarle.

La noche era infernal; los lobos aullaban á lo lejos en bandadas y el ladrido de los perros era medroso.

—¡Parece que los que aullan son bichos raros y no lobos! exclamó Dorosh. Yabtuj no replicó ni el filósofo encontró cosa que respon lerle.

VIII

Llegados que fueron á la vetusta iglesia, Yabtuj y Dorosch dejaron solo al estudiante y cerraron la puerta.

Todo estaba lo mismo, todo tenía el mismo aspecto, sombrío, medroso y amenazador. Tomás se quedó parado un instante en el centro de la iglesia.

—No tendré miedo, no, se dijo.

Trazó un círculo, como las otras noches y se puso á recitar los conjuros que sabía. El silencio era lúgubre, las llamas de los cirios vertían su luz oscilando lentamento. El filósofo volvió una página, después otra y observó que leía cosas que no estaban eseritas. Se santiguo y comenzó á cantar.

La lectura progresó y las páginas se sucedieron rápidamente.

De repente, saltó la tapa del féretro y la difunta se levantó. Estaba aún más horrorosa que la víspera; los dientes le castañeteaban; los labios torcidos por el furor proferían tremendas amenazas y sus brazos se movían convulsivamente.

Un torbellino penetró en la iglesia. Las sagradas imágenes cayeron al suelo y los cristales de las ventanas llovieron hechos añicos. La puerta se salió de sus goznes y una multitud innumerable de monstruos penetró en la casa del Señor. El templo trepidó al batir de las alas y al chirrido de las garras que resbalaban ó se posaban. Infinidad de seres infernales revolotearon buscando al filósofo.

Los últimos vapores del aguardiente se disiparon on el cerebro de Tomás el cual se santiguó y prosiguió rezando.

Los diablos lo rodeaban aunque sin tocarlo ni siquiera con las extremidades de las alas ó la punta de las colas. No tuvo valor para mirarlos. Vió solamente que el muro del fondo se hallaba oasi oculto por un ser monstruoso cuyos largos cabellos semejaban un bosque y cuyos ojos miraban á través de aquella red. Detrás del monstruo se veía algo parecido á una burbuja enorme, de cuyo centro partían millares de tentáculos de patas como las de escorpión á cuyas uñas se adherían terrones de negruzca tierra.

Todos los diablos miraban hacía el estudiante sin poder verlo, defendido como se hallaba por el misterioso círculo.

¡Qué venga Wy! ¡Poneos detrás de Wy! gritó la bruja.

.... Reinó en la iglesia un profundo silencio. Ofúse en lontananza el aullido de los lobos. Sordos pasos resonaron sobre el pavimento. Tomás miró á hurtadillas y vió que traían á un hombro bajo de cuerpo, ancho de espaldas y torcido de piernas, Cubríalo por completo una capa de tierra. Sus piernas y sus brazos eran semejantes á raíces musculosas recién arrancadas del suelo. Caminaba despacio y á cada instante se detenía. Las pestañas de aquel monstruo eran tan largas que le llegaban al suelo. Tomás notó que tenía el rostro de hierro.

Lo trajeron hasta donde estaba Tomás.

¡Levantadme las pestañas! ¡que no veo! exclamó Wy con voz cavernosa y todos se precipitaron á levantarle las pestañas.

El filósofo escuchó una voz que le decía:

—¡No mires!

No supo contenerse y miró.

Hélo aquí! gritó Wy, dirigiendo hacia él su dedo de hierro. Todos los diablos sin excepción se precipitaron hacia él. El espanto del aludido fué tan grande que cayó al suelo y exhaló el ánimo.

Se oyó el canto del gallo. Era ya la segunda vez que cantaba; la primera no la oyeron los diablos. Asustados, dirigiéronse hacia las ventanas y las puertas para escaparsc, más ya era tarde: allí se quedaron.

Al llegar el sacerdote, apenas rayó el alba, se detuvo al contemplar aquella profanación de la casa de Dios y no se atrevió á decir la misa de difuntos.

La iglesia se quedó en aquel estado por los siglos de los siglos, con los demonios caídos junto á las puertas y al pie de las ventanas. Plantas salvajes crecieron alrededor del templo formando espeso bosque, defendido por enormes zarzales y hoy día nadie puede dar con el camino que á ella conduce.

IX

Cuando el rumor de este suceso llegó á Kicf y el teólogo Jallava se enteró del triste sino de su compañero Tomás, se entregó por más de una liora á la meditación. Grandes cambios habían sobre—venido en su vida durante aquel tiempo. La felicidad le sonreía pues al termiñarsus estudios científicos, habíanlo hecho campanero de la torre más alta de la ciudad y casi siempre lo veian con la nariz estropeada, pues la escalerilla de la susodicha torre estaba construída con singular descuido.

—¿Has oído lo que le ha pasado á Tomás? dijo llegándose á él Tiberio Gorobez, á la sazón filósofo y bigotudo.

—Díos lo ha dispuesto así, contestó el campanero. Vamos á la taberna y honremos su memoria.

El joven filósofo, que llevado del entusiasmo que su nueva posición le producía, usaba de los derechos anejos á ella hasta el punto de que sus pantalones, su levitón y hasta su gorra apestaban á aguardiente y á tabaco, se mostró al punto dispuesto á seguirlo.

—¡Qué hombre más notable fué Tomás! exclamó el ex—teólogo, cuando el lisiado tabernero le puso delante el tercer jarro de vino. ¡Qué notable era!

13 decir que se perdió por una simpleza!

—Ya sé yo por qué se perdió, dijo el filósofo; so perdió por que tuvo miedo, que si no llega á tenerlo nada le hubiera podido hacer la bruja. Basta y sobra con santiguarse y escupirles en la misma punta del rabo para que nada suceda. En Kief todas las viejas que venden en el mercado son brujas.

El campanero asintió á las razones de Gorobez y al reparar que su lengna no podía pronunciar una sola palabra se levantó de la mesa y fué tambaleándose á ocultarse en el lugar más apartado que halló, en medio de la maleza, no sin haberse llevado antes por no faltar á su antigua costumbre, una suela vieja que encontró rodando por el suelo.

  1. Jefe cosaco.