La buena guarda/Acto II

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Acto I
La buena guarda
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

FÉLIX y el hermano CARRIZO.
CARRIZO:

  Sin sentido me has dejado.

FÉLIX:

Yo te he dicho la verdad.

CARRIZO:

¡Que sufras, Suma Bondad,
tan espantoso pecado!
  Mira, Félix, que del cielo
bajarán rayos de furia
si haces tan grave injuria
a su castísimo velo.

FÉLIX:

  Deja aparte hipocresías,
loco, que ella me ha contado
que tú la has solicitado
con papeles estos días
  de un caballero de aquí.

CARRIZO:

¿Yo?

FÉLIX:

Tú.

CARRIZO:

Serán de su hermana.

FÉLIX:

Pues que contigo se allana,
ella te conoce a ti;
  y abreviemos. O esta daga
te ha de pasar ese pecho
(pues si te quedas, sospecho
que mayor daño me haga),
  o conmigo has de venir.

CARRIZO:

Ten la daga, que te juro
que con el alma procuro
a ti y a Clara servir.
  No es mi miedo ni cumplimiento,
sino que mi propio humor
me lleva a cosas de amor
el alma y el pensamiento.
  Soy retozón de mi gusto,
tierno de mi natural:
un chapín, un delantal,
me causan notable susto.
  No hay cofia o cabello suelto
que no me lleve tras sí;
que vive un pimiento en mí,
en esta sotana envuelto.
  En oyendo yo un cheriba,
me desato en pura miel,
porque soy tan moscatel,
que de sentido me priva.
  Cuanto aquí me has visto hacer,
todo ha sido fingimiento;
que no hay centro en lo violento,
y es mi centro una mujer.
  Pueden con mi corazón,
en oyéndolas hablar,
como con manteca, dar
lardo a un asado capón.
  No hay almíbar que me iguale
en tratándome de amor,
porque el placer y el color
al rostro y ojos me sale.
  Vaya fuera la sotana,
no haya más hipocresía;
humana condición mía,
declarad que sois humana.
  Venga espada y vengan plumas,
rompan el mundo estos pies.

FÉLIX:

Huelgo que por tu interés
a servirme te resumas.
  Clara vistiéndose está
para el camino un vestido:
lindas joyas ha cogido:
a punto las tiene ya;
  yo las mulas a la puerta
de la ciudad, que un villano
guarda.

CARRIZO:

¿Quién?

FÉLIX:

El hortelano
desa mi heredad o huerta:
  no hay más de hacer una seña.

CARRIZO:

Y yo, ¿no me he de mudar?

FÉLIX:

Sí; mas fuera del lugar.

CARRIZO:

Aun pienso que Félix sueña.
  Félix, ¿es esto de veras?
¡Clara tan loca por ti,
que quiere salir de aquí!
¡A un ángel tan santo esperas!
  ¡A una mujer que por santa
la dieron este gobierno!

FÉLIX:

Un amor lloroso y tierno,
Carrizo, un mármol quebranta.
  Mi trabajo me ha costado;
tres veces la combatí...
mas no tratemos aquí
lo padecido y pasado,
  pues dello surtió el efecto
que ves. Yo he vencido; basta.

CARRIZO:

¿Qué mujer habrá tan casta,
donde no quepa un defecto,
  si este enemigo porfía,
y el principio no remedia?

FÉLIX:

Temí que fuera tragedia,
Carrizo hermano, la mía,
  y hase convertido en boda.
Doy un silbo... Mira bien
si hay alguien.

CARRIZO:

Agora, ¿quién?
Porque está la ciudad toda
  envuelta en tiniebla y sueño.

(Silbe FÉLIX, y salga DOÑA CLARA, de seglar, muy gallarda.)
DOÑA CLARA:

¿Eres tú?

FÉLIX:

¿Quién puede ser?
Dame esos brazos, mujer,
esposa y eterno dueño.

DOÑA CLARA:

  ¡Ay, día de mi esperanza,
hoy en tus brazos cumplido!
¡Jesús! ¿Con quién has venido?

CARRIZO:

¿No me ves?

DOÑA CLARA:

¡Qué buena lanza!

CARRIZO:

  Lanza o lanzón, cuando aquí
sales a casarte, Clara,
Carrizo sólo repara
en que se pierde por ti.
  La sacristía me dan
desta casa, e imagina
que si la imagen camina,
no se queda el sacristán.
  La manga voy a llevar
en aquesta procesión.

DOÑA CLARA:

Yerros por amores son,
a quien dio el alma lugar.
  Retiraos los dos allí,
que un poco tengo que hacer.

FÉLIX:

Presto, que deben de ser
las doce.

DOÑA CLARA:

¿Las doce?

FÉLIX:

Sí.

(Retírense los dos, y ella diga:)
DOÑA CLARA:

  ¡Virgen, que estáis sobre esta puerta santa,
por donde salgo a tanta desventura,
engañada de amor con fuerza tanta,
que no repara el alma en mi locura;
vara de Arón, divina, fértil planta,
que distes al Criador, siendo criatura,
por cuyo fruto os echan bendiciones
las más fieras y bárbaras naciones;
  hermosa Virgen, cándida cortina
de aquel Sol de justicia soberano;
Raquel del gran Jacob, Ester divina,
salud eterna del linaje humano,
preciosa piedra imán, que al Norte inclina,
que nos enseña siempre vuestra mano,
yo rompo la palabra que había dado
a vuestro Hijo y a mi Esposo amado!
  Con lágrimas lo digo, Virgen bella:
adúltera soy ya; yo soy perdida;
que un ciego amor me arroja y atropella,
y una pasión en vano resistida.
¡Qué vergüenza que tengo, clara estrella,
divina fuente de la eterna vida,
de alzar mis feos ojos a miraros,
siendo los vuestros más que el cielo claros!

DOÑA CLARA:

  Mas ya el demonio, envuelto en mi flaqueza,
a desesperación tan grande incita
mi loca y femenil naturaleza,
que a matarme o salir me solicita.
Por vuestra intacta virginal pureza,
entre todas santísima y bendita,
María celestial, Madre piadosa,
os pido hagáis por mí sola una cosa.
  No sé cómo me atrevo, cuando intento
tan gran maldad; pero por ser tan justo
lo que os suplico, tengo atrevimiento,
que no lo hiciera yo si fuera injusto;
y es que, pues yo, con loco pensamiento,
llevada de la infamia de mi gusto,
voy a perderme en tanto vituperio,
quedéis en guarda deste monasterio.
  Aquí tuve el gobierno, y voy perdida;
guardad estas ovejas, Virgen santa,
pues su pastora, con infame huida,
las deja al lobo, que el ganado espanta.
No se pierda ninguna, aborrecida
de mi maldad, ni caiga en la garganta
del hambriento león, a ejemplo mío.
¡Guardaldas, Virgen; que de vos las fío!

CARRIZO:

  Paréceme que llora.

FÉLIX:

No lo entiendo.
¿Si se arrepiente ya?

DOÑA CLARA:

¡Virgen hermosa,
y vos, Esposo mío, aunque os ofendo,
y el hombre pierdo aquí de vuestra esposa,
guardad estas ovejas!

FÉLIX:

¿Si temiendo
la justicia del cielo rigurosa,
no se atreve a partir?

CARRIZO:

Eso sospecho.
Llega, y esfuerza su medroso pecho.

FÉLIX:

  ¿Qué es esto, Clara? ¿Quieres que amanezca,
y nos hallen aquí? ¿Qué estás llorando?

DOÑA CLARA:

Despedirme de aquí; no te parezca
mucho sentirlo, el daño imaginando.

FÉLIX:

No hay cosa que el temor, Clara, te ofrezca,
que no la venza el amor. ¿Qué estás dudando?

DOÑA CLARA:

Vamos.

FÉLIX:

¿Agora el miedo te acobarda?

DOÑA CLARA:

¡Virgen, en vos les dejo Buena Guarda!

(Vanse.)
(Una VOZ, dentro, diga así:)
VOZ:

  Ángel, escucha.

(Un ÁNGEL salga.)
ÁNGEL:

¡Oh, Reina de la vida!
¿Qué me mandáis?

VOZ:

Al punto te transforma
en esta miserable, que, perdida,
a su Esposo desprecia desta forma.
De su rostro y sus hábitos vestida,
sirve su oficio, y las demás informa
de consejos divinos.

ÁNGEL:

Obediente
haré su oficio mientras vive ausente.
  ¡Oh poderoso Señor,
que los hombres tanto estimas!
¡Que tu justicia reprimas
y detengas tu furor!
  ¡Que quieras que los sirvamos
y que en su lugar quedemos,
que a los buenos los honremos
y a los malos defendamos!
  Das en el desierto a Agar
en tal desdicha consuelo,
bajando un ángel del cielo;
tres haces también bajar
  en el valle de Mambré,
que Abraham a adorar viene,
y otro el cuchillo detiene
por tanta obediencia y fe.
  Cuando bendición le dan,
Jacob los vio por la escala,
que el cielo y la tierra iguala,
y al partirse de Labán.

ÁNGEL:

  Ya en la zarza que no ardía,
ya en la columna de fuego,
ya prometiéndole luego
el ángel que a Moisés guía;
  ya puesto contra Balán,
ya en favor de Josué,
y ya Gedeón le ve
al huir de Madián;
  ya dándole pan a Elías,
y a los asirios agravios,
ya purificando labios,
poniendo fuego a Isaías;
  ya en el horno a Misael,
dándole a Dios bendiciones,
ya enfrenando los leones,
sustentando a Daniel;
  y ya en Betulia guardando
a Judit, casta y valiente,
ya con Tobías ausente,
su camino acompañando;
  ya a Josef santo durmiendo,
y cuando a Egipto camina,
ya moviendo la piscina,
ya las cárceles abriendo;
  ya en el monte Sinaí,
ya a Felipe y Pedro santo;
pero no es mucho, que tanto
les diese favor allí,
  si viene a comparación
con aquesta miserable
que a su Esposo venerable
ha hecho tan vil traición.
  Maitines tocan; yo quiero
ir a estar en su lugar,
pues me le manda ocupar
aquel celestial lucero.
  ¡Cuán mejor gobierno aguarda
su casa del que tenía!
Que después de Dios, María
fue siempre la Buena Guarda.

(Váyase, y entren DON CARLOS y GINÉS, lacayo.)
DON CARLOS:

  Yo lo tengo averiguado;
no hay que replicar en esto.

GINÉS:

¿Don Juan?

DON CARLOS:

Don Juan.

GINÉS:

¿Quién te ha puesto
con don Juan en tal cuidado,
  que siempre te ha sido amigo?

DON CARLOS:

No hay amigos cuando es
sobre este vil interés,
y este ejemplo es buen testigo.
  Dame que llegue ocasión
que pique la voluntad;
que la mayor amistad
viene a parar en traición.
  Hay hombre que por su gusto,
en materia de mujer,
a su padre sabrá hacer
cualquiera engaño y disgusto.
  Si saber, por dicha, quieres
quién es tu amigo, y su intento,
pruébale con mucho tiento
en dineros y mujeres,
  que allí se pierden los más.

GINÉS:

Mejor será no proballos,
que no quiero ocasionallos
para perdellos jamás.

DON CARLOS:

  Yo sé que me ha hecho tiro
en esta ocasión don Juan,
porque, de Elena galán,
le cuesta más de un suspiro.
  Con siniestra información
a don Pedro ha persuadido,
por quien a Elena he perdido,
mi honor y reputación,
  que pienso que en sangre mía
ha puesto falta; y si en ella
la dejo, vendrá a tenella
toda manchada algún día;
  que de engaños de este modo
tantos peligros resultan,
que un hábito dificultan,
y se pierde el honor todo.
  ¡Cuántos, por mala opinión
que han puesto los enemigos,
son, Ginés, falsos testigos
en más de una información!
  ¡Cuántas honras hay quitadas,
cuántas noblezas perdidas
por pasiones no entendidas,
de enemistades pasadas!
  Dios te libre de quedar
una opinión asentada,
que no puede ser lavada
con toda el agua del mar.
  No ha de sucederme ansí,
porque jurara mañana
alguna gente liviana
que esto se dijo de mí.
  Hoy ha de morir don Juan,
y venga lo que viniere.

GINÉS:

Si quitarle el honor quiere,
aquí estos brazos están,
  que a sesenta mil como él
desharán y harán pedazos.

DON CARLOS:

Esos brazos o estos brazos
tomarán venganza dél.
  ¿Quién es éste?

GINÉS:

Éste es Carrizo,
el sacristán desta casa,
hombre que por santo pasa,
o trae el nombre postizo.
(Otro CARRIZO entre con el traje que traía el que se fue con FÉLIX y CLARA.)
  Éste se entra en los zaguanes
a reñir a los que juegan,
y si los naipes le niegan,
finge dos mil ademanes.
  Y para mí, por la pinta,
conoce mejor la suerte
que un tahúr.

DON CARLOS:

Calla y advierte.

GINÉS:

Algunas flores despinta.

CARRIZO FINGIDO:

  Deo gracias, señor don Carlos.

DON CARLOS:

¡Oh, hermano!

CARRIZO FINGIDO:

Por siempre, diga.

DON CARLOS:

Por siempre.

CARRIZO FINGIDO:

Dios le bendiga.
A los dos quiero abrazarlos,
  y déles el Sumo Bien
de sus bienes celestiales.

GINÉS:

No tiene aquellas señales
que en el hermano se ven.
  Es el mismo y no es el mismo;
más modesto y más compuesto
trae el hábito y el gesto.

DON CARLOS:

Calla, que es todo un abismo
  de pureza y santidad.

CARRIZO FINGIDO:

Mi señora la abadesa,
que, como sabe, profesa
tanta virtud y humildad,
  le suplica que se llegue
un rato a la portería.

DON CARLOS:

¿A la noche o por el día?

CARRIZO FINGIDO:

No es justo que se lo niegue,
  que le ha mucho menester.

DON CARLOS:

¡Jesús! Hermano, aquí estoy.
Indigno de verla soy:
novedad debe de haber.

GINÉS:

  Doña Clara, ¿no es hermana
de Elena?

DON CARLOS:

¿Agora lo sabes?

GINÉS:

Estos negocios tan graves,
siempre un santo los allana.
  Ella debe de querer
conformaros.

DON CARLOS:

¡Quiera Dios!

GINÉS:

Hablad primero los dos,
que este mal vayas a hacer.

DON CARLOS:

  Hermano, ¿hay lugar agora?

CARRIZO FINGIDO:

¡Pues no! Véngase conmigo.

GINÉS:

Sepa que le soy amigo.

CARRIZO FINGIDO:

Diga, ¿con don Carlos mora?

GINÉS:

  Sí, hermano.

CARRIZO FINGIDO:

¿Qué oficio tiene?

GINÉS:

Lacayo dicen que soy;
pero yo delante voy,
que mi amo detrás viene.

CARRIZO FINGIDO:

  Si sirve a Dios muy de veras,
y promete desde luego
dejar mujeres y juego,
juramentos y quimeras,
  seremos grandes amigos.

GINÉS:

Ruégueselo a Dios.

CARRIZO FINGIDO:

Sí haré.

GINÉS:

¡Juego y mujeres!... No sé...

CARRIZO FINGIDO:

Son terribles enemigos.

(Vayanse, y entren DOÑA CLARA y FÉLIX.)
FÉLIX:

  En este verde prado,
donde compiten tan hermosas fuentes,
que su cristal helado,
dividido por lazos diferentes,
la hierba lisonjea,
porque jüez apasionado sea;
  aquí, donde las flores
parece que se esfuerzan diligentes
a vencer tus colores,
aunque las desengañan las corrientes,
espejos de sus hojas,
contigo menos blancas, menos rojas,
  puedes, hermosa Clara,
pasar aquesta siesta calurosa,
si no es que el sol se para
a verte entre estas flores, más hermosa
que Dafne y que Jacinto,
rompiendo aqueste verde laberinto.
  Mira las dulces aves,
cantándote motetes acordados
con los picos süaves;
mira por los vivares los pintados
conejuelos medrosos,
del esparcido plomo sospechosos;
  mira en la verde cama
la liebre temerosa, y por la selva
la presurosa gama,
que está esperando que su esposo vuelva,
y por aquesta orilla,
gimiendo en soledad, la tortolilla;
  mira cuán abrazados
están aquestos chopos destas vides,
y que, como casados,
se enredan en los árboles de Alcides.
Mas, pues papel me ofrecen,
libros serán del bien, que me enloquecen.

DOÑA CLARA:

  Pues ¿qué intentas en ellos,
dulce esposo del alma que te adora?

FÉLIX:

Fiar mi gloria dellos,
porque me vino a la memoria agora
lo que escribió Medoro
cuando gozó de Angélica el tesoro.

DOÑA CLARA:

  Detente, no lo escribas,
que no es Orlando el que leerlo puede,
de quien seguro vivas
con el anillo que a la vista excede,
sino quien todo es ojos,
y se podrá vengar de sus enojos.
  No donde se escondía
Angélica en la India, de su furia
segura viviría,
si quisiese vengar su injusta injuria,
porque hasta el mismo infierno
abre su centro a su Jüez eterno.
  Escribe, Félix mío,
tus glorias en tu pecho, que dél solo
estos secretos fío.

FÉLIX:

No pienso que del uno al otro polo
hay hombre tan dichoso:
Eres mi esposa.

DOÑA CLARA:

¿Y tú, mi amor?

FÉLIX:

Tu esposo.
  Aquí te sienta un poco;
dormiré en tu regazo.

(Siéntese.)
DOÑA CLARA:

Aquí te acuesta.

FÉLIX:

¡Que no se vuelva loco
quien goza un bien une tanto mal le cuesta!

DOÑA CLARA:

Para mayor descanso,
ya con las hojas juega el viento manso.

(Un PASTOR.)
PASTOR:

  ¿Hay tal desdicha mía,
si yo puedo llamarme desdichado?
Pensaba que tenía
seguro de los lobos mi ganado,
y llevóme la oveja
de más hermosa y cándida pelleja.
  Daré silbos mortales,
daré gritos, que atruene monte y selva
por entre estos jarales:
tanto deseo que a su pasto vuelva.
¡Hola, pastores míos!
¿Habéis visto mi oveja entre estos ríos?
  Montes altos, cubiertos
de antiguos robles y robustas hayas,
de mis ovejas puertos
cuando se escapan de mis blancas playas,
¿habéis visto una oveja,
que, por ir con el lobo, el pastor deja?
  ¿Qué digo? ¡Hola, vaqueros!
¡Hala! ¡Aho! Montañeses cabrerizos,
celosos ganaderos,
cubiertos con espinas, como erizos,
¿habéis mi oveja visto?

DOÑA CLARA:

Parece que el pastor imita a Cristo.
  Despertaré mi esposo...
Mas él duerme cansado, no es bien hecho.
¡Hola! Pastor celoso,
que por tu oveja se te abrasa el pecho,
parece que tu queja
se imprime en mí, con no ser yo tu oveja.
  ¿Qué buscas afligido?

PASTOR:

Una ovejuela pobre desmandada,
que ha poco que se ha ido,
de la voz de los lobos engañada.
¿Habéisla acaso visto?

DOÑA CLARA:

¡Tiemblo como si viera al mismo Cristo!

PASTOR:

  Lindas señas tenía:
toda era blanca, aunque en la frente sola
una mancha tenía;
mas no hay lirio en el prado ni amapola
en trigo, ni aun estrella,
que se pudiese comparar con ella.
  Yo le puse una esquila
en un collar de más valor que el oro;
silbé, llaméla y dila
sal en mis manos por mayor decoro;
que aun por ella entre espinas
andar juzgan mis pies por clavellinas.
  Hice yo mi cabaña
de tres palos, por ella, en ese monte
para que a la montaña
no se vaya perdida, y se remonte
de mi sabroso pasto,
en compañía de un cordero casto.
  Mas no sirvió de nada
ni amalla ni querella ni servilla;
que cuando más guardaba,
se me fue con los lobos de la villa,
Dios sabe cómo vengo,
la sed, el ansia y el calor que tengo.

DOÑA CLARA:

  Pastor, que tan celoso
vienes buscando tu querida oveja,
mira ese soto umbroso;
que si la sed con la calor la aqueja,
al agua vendrá luego.

PASTOR:

No hará, porque ya tiene muerto el fuego.

DOÑA CLARA:

  Yo, pastor, a lo menos
no la he visto pasar por este prado.

PASTOR:

Teniendo vos tan llenos
los ojos del marido regalado
que tenéis en los brazos,
haciendo al cuello suyo tantos lazos,
  no lo habréis advertido.
Quedad con Dios.

(Váyase.)
DOÑA CLARA:

¡Qué hermoso y lindo talle!
¡Con qué galán vestido
andan los ganaderos deste valle!

(Despierte FÉLIX.)
FÉLIX:

Clara, ¿con quién hablabas?

DOÑA CLARA:

Con un pastor, mientras durmiendo estabas.

FÉLIX:

  ¿Qué buscaba?

DOÑA CLARA:

Una oveja;
que te moviera a lástima la suya,
pues que por ella deja
todo el ganado, sólo porque arguya
el amor que la tiene.

FÉLIX:

Quien tiene amor, con tales ansias viene.

DOÑA CLARA:

  Sudaba, de cansado,
por un rostro que a un rey honor le diera.
Echado en el cayado
miraba selvas, montes y riberas,
a ver si parecía,
y a silbos la campaña estremecía.
  Una honda de seda
de tres lazos, que en uno remataban,
porque llamarla pueda,
se pendía del cinto, que adornaban
un pasador y hebilla
labrados por extraña maravilla.
  Las abarcas de pieles,
asidas con lazadas encarnadas,
a guisa de claveles
entre azucenas blancas deshojadas,
puestas me parecieron
en los pies, que este prado florecieron.

FÉLIX:

  Sin duda que soñabas.

DOÑA CLARA:

Yo así lo creo, y todo ha sido un sueño.

FÉLIX:

Como acaso pensabas
en los amores de tu nuevo dueño,
soñabas hermosura,
y el alma fue el pincel de la pintura.

(CARRIZO entre de soldadete, con espada y plumas.)
CARRIZO:

  ¿Habemos hoy de acabar
de dormir y de partir?

FÉLIX:

Si al partir daña el dormir,
ya le comienza a dejar.
  ¿Has dado bien de comer
a esas bestias?

CARRIZO:

A esas bestias,
que sufren nuestras molestias,
les di a comer y a beber.
  He comprado dos capones,
que pueden servir a pavos
los remates de los cabos,
con un par de perdigones.
  Éstos van en el arzón.

FÉLIX:

Dios te haga bien.

CARRIZO:

Cada día
la bucólica me fía,
y tú verás que no son
  las de Virgilio tan buenas,
aunque por lisonja estén
con aquellos versos bien
Galo, Títiro y Mecenas.
  Pero falta lo mejor.

DOÑA CLARA:

¿Cómo?

CARRIZO:

Todo es cosa vil
adonde falta un pernil;
que escribe cierto dotor
  que, tomado por jarabe
cada mañana, es la cosa
más cordial y más sabrosa
que de Hipócrates se sabe.
  Yo estoy muy bien con él
por una cosa.

FÉLIX:

¿Y será?

CARRIZO:

La diferencia que va
del agua, Félix, a él.
  El agua, para ser buena,
ni color, sabor ni olor
ha de tener. ¡Qué rigor!
Sólo nombrarla da pena.
  Y el tocino, en competencia,
tiene, para ser mejor,
buen color, sabor y olor.
¿Cuál es mejor diferencia?
  Color, lo magro que exceda
la grana, sabor que llame
al vino, olor que derrame
ámbar que vencerle pueda.
  Todas estas condiciones
confortan y recuperan
la vida, más que pudieran
boticas ni confecciones.
  Tome un poeta al aurora
dos tragos sanmartiniegos,
con dos bocados manchegos
desto que Mahoma ignora
  (Belcebú le lleve presto
a Argel o a Constantinopla),
y podrá de copla en copla
henchir de versos un cesto.
  Beba agua, aunque sea endibia,
con azúcar o rosado
o blanco; y, el día pasado,
hará una copla tan tibia,
  que parezca que ha salido
por boca de cantimplora.

DOÑA CLARA:

Notable vienes agora.

CARRIZO:

Alegre traigo el sentido.

FÉLIX:

  ¿Adónde habemos de ir?

CARRIZO:

Vamos a la gran Toledo;
que en nombrándola, no puedo
ni tengo más que decir.
  Gente noble, entendimientos
raros, damas siempre hermosas.

DOÑA CLARA:

¡Qué cosas tan enfadosas!

CARRIZO:

¿Celos?

DOÑA CLARA:

No.

CARRIZO:

¿Qué?

DOÑA CLARA:

Pensamientos.

CARRIZO:

  Digo que no vamos ya;
y si buscas gente fea,
pasémonos a Guinea,
que no habrá celos allá,
  porque en Mandinga y en Zape
nunca han entrado los celos,
si no es que quieran los cielos
que dellos nadie se escape.
  ¡Pardiez, vamos a Sevilla!

FÉLIX:

¡Oh, qué famosa ciudad!

CARRIZO:

Y de mayor libertad
que las que tiene Castilla,
  porque la gran confusión
de grandeza y forasteros,
de naves y de extranjeros,
causa de tenerla son.
  Es bellísima en extremo.

DOÑA CLARA:

Apresta, y vamos allá,
aunque en toda España habrá
el mismo temor que temo.

CARRIZO:

  A Valencia puedes ir,
que es un jardín en la tierra.

FÉLIX:

Notable grandeza encierra;
mas no podremos vivir
  sin que quién somos se entienda.

CARRIZO:

Pues vamos a Barcelona,
ciudad que la mar corona
por su mas querida prenda;
  y podéis por Vinarrós
pasar a Italia, o por ella.

DOÑA CLARA:

Todo el amor lo atropella:
muramos juntos los dos.
  Vamos a cualquier lugar.

FÉLIX:

Hacia Toledo camina...
o Valencia, si imagina
Clara que la han de buscar.

CARRIZO:

  Las mulas están a punto
y la cena.

FÉLIX:

Pues ¿qué esperas?

CARRIZO:

Que partas, y que tú quieras.

DOÑA CLARA:

Por el lugar te pregunto.

CARRIZO:

  Habrá dos leguas no más.

DOÑA CLARA:

Pues pica.

CARRIZO:

¡Lindo camino,
adonde pernil y vino
no pueden faltar jamás!

FÉLIX:

  ¿No vas contenta, mi amor?

DOÑA CLARA:

¿Pues no?

CARRIZO:

Caminemos presto.

DOÑA CLARA:

Algún cuidado me ha puesto
lo que me dijo el pastor.

(Váyanse.)


(Entren el ÁNGEL, ya en figura de DOÑA CLARA, y DON CARLOS.)
ÁNGEL:

  Yo os prometo hacer mi diligencia
y persuadir mi padre a vuestro gusto;
mas la palabra habéis de darme luego
de no poner las manos ni la espada
en ese caballero.

DON CARLOS:

¿Quién o cómo
os ha dicho, señora, que quería
castigar a don Juan de aqueste agravio?

ÁNGEL:

Basta que yo lo sepa.

DON CARLOS:

Mal he dicho
en preguntaros cómo lo supistes;
que vuestra santidad es tan notoria
en toda la ciudad, que sólo un hombre
tan malo como yo fuera ignorante
y peregrino de virtud tan rara,
y cómo lo sabéis os preguntara.

ÁNGEL:

Carlos, no, quiere Dios que los agravios
venguen los agraviados; y así, dice
que no busquéis venganza, en el Levítico,
ni os acordéis de la pasada injuria:
suya la llama en el Deuteronomio.
Judit dice que esperen los humildes;
David le ruega a Dios que se levante,
y que le vengue de sus enemigos.
Que no se olvida, dicen los Proverbios,
y que es Dios de venganza, en quien es justo
que espere el hombre libertad y honra.
El que pidiere a Dios de quien le ofende
satisfacción, nos dice el Eclesiástico
que la hallará sin duda, y a Idumea
promete Dios por Israel castigo,
por quererse vengar de su enemigo.
Tres veces llama a Dios Nahúm, profeta,
vengador, y aun el mismo Señor dice,
por San Mateo, que volváis el rostro
a quien os diere en él, y a los romanos
y hebreos Pablo escribe estos consejos.
Diego y Pedro nos muestran esto mismo,
y de las almas de los justos dice
Juan en su Apocalipsique pidiendo
están a Dios venganza de su sangre.
Pedilda, pues, a Dios, señor don Carlos,
y a mí dejadme el cargo de abonaros,
si hoy me viere mi padre, como pienso,
aunque siempre me ve mi Padre inmenso.

DON CARLOS:

Clara, más clara y pura que el sol claro;
Clara, que las estrellas obscureces,
no sólo con oírte y con mirarte,
piedad infundes en mi duro pecho,
pero me obligas que a tus pies echado,
pida perdón de mi pasado intento
a Dios y a ti, por quien sus voces siento.
Verdad es que matar a don Juan quise;
mas ya, si quieres que perdón le pida,
haré lo mismo que contigo hago.

ÁNGEL:

No, que será advertirle, pues no sabe
la ofensa que intentabas a su vida.
Yo te prometo de cobrar tu honra,
aunque ninguna en esto aventuraste,
y de pedirle que te vuelva a Elena,
como al principio fue su pensamiento,
para que llegue a efecto el casamiento.

DON CARLOS:

Señora, con mirarte estoy de suerte,
que ya no sólo quiero que le pidas
me vuelva lo que tanto he deseado;
pero si quieres que de aquí me vaya
a Salamanca, y que con un pobre hábito
me ponga en un recluso monasterio,
lo haré sin detenerme: tales rayos
me da sólo mirarte.

ÁNGEL:

Cuando fuera
de Dios la vocación, yo me alegrara.
Agora trata de tomar estado,
que mi hermana te quiere, a lo que pienso,
y en fin es sacramento el matrimonio,
en que podéis vivir como Tobías
vivió con Sara tan alegres días.
Guárdate, si se hiciere este concierto,
de llegar, como aquellos desdichados
y lascivos mancebos que a las manos
murieron del demonio; sino ofrece
a Dios humilde tu oración, y pide
que sea aquella junta sólo a efecto
de su servicio.

DON CARLOS:

Si por ángel, Clara,
te llevo en el camino de mi intento,
¡oh, qué honesto será mi pensamiento!
Sé tú mi Rafael, ve tú conmigo.

ÁNGEL:

Vete con Dios, que Dios irá contigo.
(Váyase DON CARLOS.)
  ¡Oh, soberana piedad,
qué de cosas que te deben
los hombres, y no los mueven
a agradecida humildad!
  ¡Cuánto sufre, cuánto aguarda,
pues por quien le despreció,
hace que su Madre y yo
sirvamos de buena guarda!
  ¡Cuán altos son tus secretos,
sin que se entienda a qué fin!
¿Qué abrasado serafín
penetrará tus conceptos?

(La PORTERA.)
PORTERA:

  Haga vuestra caridad
que llamen al mayordomo.

ÁNGEL:

También su defensa tomo.
No está agora en la ciudad,
  que es ido a cierta cobranza.
Mejor diré perdición.

PORTERA:

Pues he pensado que son
dineros de una libranza.

ÁNGEL:

  ¿Libranza? Yo los daré.
¡Ay, Dios! ¡Si la suya fuera,
y Félix libre se viera
del pecado en que se ve!

PORTERA:

  Cien ducados se han de dar
también para la madera
del cuarto nuevo.

ÁNGEL:

¡Ah, sí! Espera,
que no les han de faltar.

PORTERA:

  ¿Para qué en esta ocasión
el mayordomo enviaste,
que no hay leña que se gaste,
y se ha acabado el carbón?

ÁNGEL:

  Todo se ha de proveer;
Félix ocupado está;
si hay alguna falta acá,
decid lo que es menester.

PORTERA:

  Hay una y muchas.

ÁNGEL:

Pues yo
acudiré a todas luego.

PORTERA:

Que hables al hombre, te ruego,
que el monumento pintó.

ÁNGEL:

  Pues ¿cómo no le han pagado?

PORTERA:

Por faltar Félix de aquí.

ÁNGEL:

Ahora bien, pídanme a mí,
pues Félix anda ocupado.
  A Vísperas han tañido.

PORTERA:

Después dellas es costumbre,
si no te da pesadumbre
(que para ti no lo ha sido),
  barrer tal día como hoy
el coro y claustro de afuera,
la abadesa la primera.

ÁNGEL:

La menor de todas soy;
  apercíbeme una escoba.

PORTERA:

¡Qué humildad! ¡Qué perfección!
Por cierto que el corazón,
a cuantos la tratan, roba.

ÁNGEL:

  Pues ténmela apercibida.

PORTERA:

Yo lo haré. ¡Qué alegre parte!
de unos días a esta parte
está en ángel convertida.

(Váyanse, y entren FÉLIX y CARRIZO.)
FÉLIX:

  Y ¿duerme Clara?

CARRIZO:

Vestida,
sobre la cama está echada.
¿De qué suspiras? ¿Qué tienes?
Responde. ¿Enmudeces? Habla.

FÉLIX:

No sé qué tengo, Carrizo;
vete, no me digas nada,
que no quieren mis tristezas
que nadie sepa la causa.

CARRIZO:

¡Tú secreto para mí!

FÉLIX:

Si he de decir verdad clara,
Clara me ofende, Carrizo;
Clara me enfada y me cansa.

CARRIZO:

¡Clara, más bella que el día!

FÉLIX:

Pues en las cosas humanas,
¿piensas tú que están los bienes
seguros de sus mudanzas?
Con la furia que la amé,
ha caído en mi desgracia,
y ella lo va conociendo;
que ya se lo dice el alma.

CARRIZO:

¿Por qué?

FÉLIX:

Yo te lo diré.

CARRIZO:

En lo público no hay falta;
si las tiene en lo secreto...

FÉLIX:

Oye, que es otra la causa:
desnudándose una noche,
le vi encima de la faja
un habitillo pequeño.
Preguntéle por qué andaba
con esas reliquias ya,
y díjome: «¿Qué te espanta?
Que como el primero Esposo,
me dio, Félix, estas armas,
y nunca el amor primero
de todo punto se acaba,
ansí estimo aquestas prendas,
porque éstas son las del alma,
como las tuyas del cuerpo.»
En diciendo estas palabras,
temblé como si estuviera
donde el azogue se saca.
Dormí mal aquella noche,
imaginando la espada
de Cristo sobre mi cuello,
del adulterio en venganza.
Fuime a la iglesia otro día,
que aun no era bien de mañana,
y quitándole el sombrero
a un crucifijo que estaba
sobre los arcos del claustro,
le vi volver las espaldas,
de suerte que los dos clavos
que tenía por las palmas,
quedaron por lo de encima
las dos cabezas sacadas.
Miré abajo, y vi hacia mí
de los pies vueltas las plantas,
donde los clavos también
las cabezas remataban.
Erízaseme el cabello
de imaginar tales ansias
como entonces recibí.
Yo pienso que si tomaran
cada cabello, pudieran
pasar con él una tapia.
No me atreví a hablar, Carrizo,
ni a oír misa.

CARRIZO:

¡Cosa extraña!
Muriéndome estoy de miedo.

FÉLIX:

A Clara he escrito esta carta,
aunque breve de razones,
de pesadumbres bien larga.

CARRIZO:

Pues ¿dónde te quieres ir?

FÉLIX:

Pienso dar la vuelta a Italia
con el dinero que queda.
Llama, amigo, al huésped, llama.

CARRIZO:

Él viene, no te apasiones.

(Un HUÉSPED.)
FÉLIX:

Huésped, yo traía hurtada
esa señora, que ahora
mi esposa y mujer llamaba.
El temor de la justicia,
de su presencia me aparta
con este mozo también,
que fue cómplice en sacarla.
Decilde que adiós se quede,
y daréisle aquesta carta,
que no hay derecho en la fuerza,
ni en las desdichas palabra.

HUÉSPED:

Mucho me pesa, señor,
que de esa suerte se vaya;
háblela, por Dios, primero.

FÉLIX:

No hay que tratar, esto basta;
no me puedo detener.
Ven, Carrizo.

CARRIZO:

¿A dónde?

FÉLIX:

A Italia.

CARRIZO:

Vamos a romper el mundo,
ya segura la garganta;
que esto de sacar la lengua
y andar por sogas tan altas,
es burla de volatines:
ellos esas vueltas hagan.

(Váyanse FÉLIX y CARRIZO.)
HUÉSPED:

¡Ah, señora! ¡Ah, mi señora!

(DOÑA CLARA.)
DOÑA CLARA:

¡Jesús! ¿Qué es esto? ¿Quién llama?

HUÉSPED:

El huésped.

DOÑA CLARA:

¿Qué quiere el huésped?

HUÉSPED:

Que recibáis esta carta
de aquel gentilhombre
que ayer os trujo a mi casa;
y porque es de poco gusto,
y lágrimas no me agradan
donde no he de ser remedio,
sola os quedad a llorarlas.

(Váyase el HUÉSPED.)
(DOÑA CLARA abra y lea.)
DOÑA CLARA:

«Clara, yo sé que nos siguen
y que ya toma venganza
tu Esposo, del adulterio
que habemos hecho en su casa.
Yo te dejo, y voy tan triste...»
No más, letras desdichadas.
¿Ésta es la fe de los hombres?
¡En viento y palabras pagan!
¡Ay, miserable de mí,
perdida y en tierra extraña,
sola, sin Félix!... ¿Qué digo?
Sin Félix no fuera nada;
mejor dijera sin Dios,
a quien he vuelto la cara,
y sin mi querido Esposo,
a quien rompí la palabra.
¿Qué menos me prometían
tan malas obras, que paran
siempre en tan míseros fines?
Cansóse, que todo cansa.

DOÑA CLARA:

¡Oh, gustos del mundo loco,
flores hermosas al alba,
marchitas al mediodía,
y a la noche derribadas!
Gigantes, imaginados,
son los deleites, que pasan
como sueño, y quien los goza,
muy diferentes los halla.
Recelos desto tenía.
Engañóme la esperanza:
púsela en un hombre vil,
baja sangre, obscura casta;
pero quitéla de Dios:
¿A dónde en el mundo hallara
en quien segura estuviera?
¿Qué haré? Toda estoy turbada.
Ya tiemblo mi airado Esposo,
y no sé por dónde vaya
a buscarle, aunque jamás
cerró sus puertas al alma
que le llamase contrita.
Mas ¿cómo alzaré la cara
que le negó tan vilmente?
Afuera desconfianza,
que yo no ofendí marido
de la tierra, que se baña
espada y mano en la sangre
de quien la fe le quebranta.
A Dios ofendí. Pues, Dios,
si a nadie cierras tus llagas,
a ti voy; piadoso eres,
yo sé, Esposo, que me aguardas.
¿Esposo dije? ¡Ay de mí!
Adúltera soy. Desata,
corazón, estas dos fuentes,
y a la Reina de la gracia
toma por madrina, y dile...
Pero no le digas nada
hasta confesar tus culpas,
pues conoces que son tantas.

FIN DEL ACTO SEGUNDO