La campaña del Maestrazgo/XXII

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XXII

«No me negarás -dijo D. Beltrán, poniendo suavemente su mano en la rodilla de la santa-, que el hombre en cuyo corazón has encendido fuego de amor tan grande, es merecedor de tu cariño. Caballero leal en todas sus acciones, será para ti el mejor compañero que Dios podría depararte. ¿Lo niegas?...

-No señor -replicó Marcela mirando al suelo-; no puedo negar lo que es verdad: reconozco sus buenas partes, y por su rendimiento y constancia me veo precisada a tenerle estimación; la estimación que permiten mis estrechos votos...

-Por algo se empieza, hija mía. Y ahora te digo que a Dios no podría ofenderle que trocaras la vida religiosa por la que llamamos mundana. Dios hizo el mundo, hizo la humanidad para que en él viviese y de él gozara, y creó el amor para que la humanidad se prolongase hasta lo infinito, de padres a hijos...

-Y no sé yo -dijo Nelet con bárbara lógica-, que hiciera Dios conventos, ni mandase a hombres y mujeres que se apartaran de la existencia material... porque la existencia material es el fundamento de toda vida y hasta del amor de Dios; porque para amar a Dios tenemos que vivir, y para vivir tenemos que nacer, y para nacer...

-Aunque me ven ustedes silenciosa -indicó la penitente dando un suspiro-, no crean que me faltan razones para contestar a lo que uno y otro me dicen.

-¡Oh! Ya sabemos que silogismos y citas sagradas y profanas, no han de faltarte... Pero ahora nos harás el favor de guardar a todos los sabios en el archivo de tu memoria, y no consultar más texto que el de tu corazón. ¿Qué te dice este? ¿Que desprecies a Nelet?

-No me dice que le desprecie -replicó la monja sin mirar al interesado-; pero me persuade a no cambiar la vida de penitencia por otra vida.

-Pues yo he leído en no sé qué autor -dijo Nelet altanero-, que la primera penitencia es el matrimonio, y la mayor gloria humana criar una familia. Y si te decides a permanecer en el siglo, donde me encontrarás amante, esclavo fiel, no te pesará, Marcela, y verás cómo Dios te quiere más y te bendice... pues la vida que llevas no es vida de persona racional, ni Dios nuestro Criador puede querer eso.

-No creáis -repitió Marcela, inquieta y como azorada, sin mirarles, mascando el palito-, que porque callo me faltan razones... Mas no quisiera que las razones que se me ocurren las tomara Nelet a desprecio... No, no: desprecio no es... Y... no sé cómo decirlo... Es que aunque yo me propusiera arrancar de mí el amor de la vida religiosa y el gusto grandísimo de cumplir mis votos, no podría, no podría... Es más fuerte que yo mi devoción... Pero el afianzarme en ella no significa desprecio... no... Considero lo que Nelet merece... y yo pediría al Señor que le concediese, en criatura mejor que yo, la satisfacción de su fina voluntad... Que las hay mejores, sí, mejores que yo, de superior mérito físico y moral, así por la presencia como por las virtudes...

-No, no hay quien te supere -exclamó Nelet levantándose con furor de abrazarla-, ni siquiera quien te iguale. Marcela, en dos letras pronunciadas por tu boca está la ventura y la salvación de un hombre. Pronúncialas. Fácil, como el respirar, es decir ... El no es sentencia de muerte, y tus labios divinos no me condenarán».

Levantose Marcela, y poniendo en su rostro y en su acento una severidad que el menos lince habría tenido por afectada, dijo a los caballeros: «Con su venia subiremos a la iglesia, que yo tengo que rezar, y ustedes también, pues han venido a cumplir una promesa».

Sin esperar respuesta, echó a andar hacia arriba con grave paso, echándose al hombro la rama de espino que decoraba graciosamente su gallardo busto. Quiso Nelet avanzar tras ella para proseguir el coloquio interrumpido; pero D. Beltrán le detuvo vigorosamente por un brazo, y aguardando a que la santa se alejara, le dijo: «Tonto, ¿no has comprendido? Es nuestra, es tuya.

-Me ha parecido que su espíritu no es insensible al amor de hombre.

-Calla, hijo... Desde que comenzó a soltar filosofías y citas de autores, observé que viene transformada. ¿Qué eran aquellas sutilezas más que un coqueteo de arte mayor? Es mujer, es mujer; hemos triunfado.

-¡Mujer! -repitió Nelet como en éxtasis.

-Pero ¿no ves esos andares?... ¿No ves cómo se recoge la saya para andar cuesta arriba? ¿Y esa manera de llevar la rama florecida?... No es mala sofoquina la que le hemos dado con nuestro razonar irrebatible. Mírala, hombre, y dime si eso no es una mujer disfrazada de santa... El cuento es que está guapa de veras... La he visto muy de cerca; me he fijado bien. Los dientes son ideales; no extraño que hayas soñado con ellos. ¡Y qué perfil el de su cara! ¿Pues y los ojos?... Nelet, dame un abrazo... Estás de enhorabuena... Yo no la distingo ya más que como un bulto. ¿Va muy lejos? ¿No mira para atrás?

-Todavía no ha mirado.

-Ya, ya la veo. Allá va. Pues bien, Nelet, yo te apuesto lo que quieras a que antes de llegar a aquel peñasco negro... ¿No hay allí un peñasco?

-Es una encina.

-Pues te apuesto a que antes de llegar a la encina, se para y nos mira... a ver si la seguimos. No, no te muevas».

Resultó, en efecto, lo que el ladino viejo decía. Parose la penitente, y agitó la rama como diciendo con ella: «¿Pero qué hacen que no suben?».

Como el tardo paso de D. Beltrán no permitía la ascensión rápida, Marcela se adelantó largo trecho. De rato en rato miraba, y Nelet le hacía señas de que se detuviese; mas no hacía caso, y cuando los caballeros llegaron al santuario, ya la monja y sus viejos rezaban ante el altar con gran recogimiento. Arrodilláronse no lejos de la puerta, a distancia de Marcela, para poder hablar a su gusto. «Trastornadita y blanda la tienes ya -decía Urdaneta-. Y no debes atribuir esta mudanza a la constancia de tus manifestaciones amorosas. Obra es del contacto continuo con la Naturaleza, de la vida al aire libre, de la libertad, el campo, las montañas, los bosques sombríos y las fuentes cristalinas. Ya conocían el paño los que establecieron para penitencia de hombres y mujeres los recintos cerrados. La sociedad es gran conductora de amor; lo es también la Naturaleza... Por más que aún se defiende con sus sabidurías acartonadas, se ve que está vencida, tocada del mal de amor. En los andares lo conozco, en el metal de voz. A mí no me engaña queriendo hacer papeles de teóloga. Para rendir por completo su voluntad, y que nos largue un tan grande como esta iglesia, hemos de proceder con tino. Mucho cuidado, Nelet, con lo que ahora le digas...».

Nelet rezaba; el prócer hizo lo mismo, pidiendo a la Virgen que le mejorara la vista y que le sacara del cautiverio que tan injustamente sufría. Examinaron luego la iglesia, conducidos por la santera, pues allí no había sacristán ni hombre alguno; vieron también el camarín y la imagen, y se salieron al atrio a pasearse y fumar un cigarrillo... Marcela, terminados los rezos, apareció al fin, tras larga espera, y tomando de la mano a D. Beltrán, guió a los dos caballeros a un lugar abrigado junto a la hospedería, al pie de copudos robles. Sentados los tres sobre la hierba, continuaron su coloquio, siendo ella la que rompió con estas palabras: «He pedido a Dios y a la Virgen con todo fervor que me iluminen. No siento aún desgana de mis votos benditos, ni sombra de afición a otra vida. También he pedido al Señor que derrame alguna frialdad sobre ese fogoso afecto de Nelet, y espero que...

-Esto no lo enfría Dios -dijo el enamorado-. Lo que hace es avivar la lumbre, y cuanto más te miro, más me enciendo, Marcela. Yo he pedido a Dios que de este fuego que a mí me sobra te dé a ti algunas ascuas, infundiéndote el gusto de familia, de vida doméstica...

-Sí, hija mía: si te incitara Nelet a cosas impuras y pecaminosas, tus escrúpulos serían muy justificados; pero te propone, y yo con él, la unión bendita y santa ante el altar. ¿Qué sacas de esta vida errante? ¿A quién haces feliz con tus penitencias? ¿No es más cristiano y caritativo que libres de la muerte a un hombre honrado, y trueques sus martirios en dulzura, su infierno en cielo?

-¡Vive Dios -exclamó Nelet con insana vehemencia-, que lo ha expresado D. Beltrán como el mismo Evangelio! Quisiera yo ver a Dios, como os estoy viendo a vosotros, para preguntarle delante de ti: «Dios, ¿no es verdad que tengo razón y ella no la tiene?».

-Cálmate, Manuel -dijo D. Beltrán, alarmado de tanto ardor-. Yo veo en el mirar dulce de este ángel, que nuestras razones han ganado su entendimiento, que Dios pone el dedo en su voluntad y le dice: «Hija bendita, levántate y sigue a tu esposo».

Pausa. Nelet, pálido como un difunto, miraba al suelo, y con su temblorosa mano se agarraba los mechones menos cortos de su cabello. Marcela tenía el rostro encendido, la respiración anhelante. Dejando caer a un lado su cabeza en actitud de Dolorosa, arqueando las cejas y bajando los párpados, pronunció estas palabras, sin autorizarlas con sentencias de santos ni de filósofos: «Uno y otro, despiadados, me ponen en grande suplicio. Yo quiero ver a mi lado el bien y veo el mal; por causa mía inocente, enferma Nelet de la peor dolencia, de aquella para que no hay consuelo ni medicina, como no sea ella misma y las punzadas de su propio dolor; esto veo y no puedo remediarlo, que si en mi mano estuviera, pronto lo haría. Así, les ruego que no me atormenten más y me dejen partir.

-¡Partir! -exclamó Nelet suspenso, echando de sus ojos un siniestro rayo-. ¡Partir y dejarme en esta ansiedad! ¿Partir tú y no conmigo? ¿Es que no quieres verme más? Marcela, por Dios, no me lo digas; no quieras verme trocado de hombre en fiera... no ofendas a Dios convirtiendo en monstruo a una de sus criaturas... Si por otra causa o razón no te decides a quererme, hazlo por la santa obra de salvar un alma... ¿No te convenzo al fin?

-Si con que yo te vea y te hable, tu alma se sostiene en Dios -dijo la santa, bondadosa-, te veré siempre que gustes y haya buena ocasión de ello. Al decir que me dejarais partir, no quería, no, alejarme de ti para siempre... decía que es hora de que por hoy nos separemos. Y en esta ausencia, ofrezco yo a Nelet con toda lealtad que seguiré pensando en el grave caso, y pidiendo a Dios fervorosamente que me ilumine para resolverlo.

-Yo te aseguro -declaró Santapau con acento en que se revelaba el propósito de una resuelta acción-, que si al decir que partías lo hubieras hecho en son de despedida para siempre, antes de que te fueras me habrías visto arrojarme por aquel despeñadero que da al barranco de Vallivana.

-Hijo mío, Marcela te promete volver, y volverá -indicó Urdaneta conciliando voluntades con frase cariñosa-. Yo quedo de fiador. Tendremos otra entrevista dentro de pocos días, en el sitio que designaremos...

-Y no sólo he de consultar con Dios -agregó la beata-, sino con mi hermano Francisco; que es bien le dé cuenta de esta terrible novedad... De aquí me iré en busca de un confesor, a quien manifestaré las turbaciones hondísimas que han levantado en mí las palabras tentadoras de uno y otro; luego iré en busca de mi hermano, y hecho todo esto, les avisaré por Malaena para que nos reunamos.

-Y me des respuesta de vida o muerte -dijo el galán-. Está bien. Si me matas, mátame de un solo golpe. Si he de vivir, sépalo también pronto, para no vivir muriendo...».

Levantose Marcela, diciendo con gracia mujeril, que D. Beltrán apreció como síntoma felicísimo: «Me dan permiso para retirarme?

-¿Tan pronto? -murmuró Nelet.

-Me equivoqué, señores míos -añadió ella con nueva emisión de gracia, acompañada de sonrisa un tanto picaresca-. No debí pedirles permiso para retirarme, sino para suplicarles que se retiren... Perdónenme. Y para que nadie se ofenda, ustedes y yo nos retiraremos al mismo tiempo, por distintos lados... Yo me voy monte arriba, a salir a Bel.

-Y nosotros barranco abajo a salir a donde Dios quiera -replicó D. Beltrán-. ¿Ves?... Nelet no se conforma con que nos prives tan pronto de tu divina presencia... Pero yo le persuadiré a la resignación; descuida. Tiene en mí un aliviador de sus males de ánimo, y un atemperante de sus nervios.

-Me conformo, sí -dijo Nelet con noble ademán-. Propuesta por ti la separación con ese modo gracioso y... de mujer, la acepto... Más te quiero mujer que santa, y entre santa de todos y mujer mía, prefiero esto... porque la santidad no llega tan adentro del alma como el querer entre criaturas...

-Yo celebro verte en esa conformidad -afirmó ella, dando los primeros pasos hacia el sendero que había de seguir-. De las diferencias entre santicio y mujericio, mucho podría decirte; mas ahora no puede ser.

-¿Tardarás mucho en decírmelas?

-Dios es quien ha de fijar el cuándo. Él solo es el marcador de las ocasiones.

-Bueno: también me conformo. Esta mansedumbre que en mí ves no tiene otra causa que el haberte visto benigna... Has sonreído, Marcela, y sólo con eso me desconozco, me siento mejor de lo que fuí.

-Ahora... como si lo viera... -dijo la penitente, sonriendo con más gracia y viveza que antes-, irán ustedes caminando despacito, y parándose a cada instante para mirar hacia atrás.

-¿Y tú no harás lo mismo? -observó Nelet más vivo que la pólvora.

-Si alguna vez vuelvo la cara -replicó ella conteniendo la risa-, será por observar la tontería de los hombres, y porque no crean que es desprecio el no mirar alguna vez... Vaya, en marcha. Nelet, D. Beltrán, el Señor les acompañe».

Se separaron lentamente, y como a diez pasos gritó D. Beltrán: «Conste que no soy yo el que mira, sino este truhán, vicioso del mirar.

-Adiós», repitió la divina mujer.

A bastante distancia, hablaban así los dos caballeros: «¿Qué?... ¿Se detiene a mirarnos?

-Ahora... ¡Y que no haya tenido yo valor para darle un abrazo!

-Calma, hijo. Tiempo tienes. Y ahora, ¿vuelve la cara?

-Va despacito... alza los ojos al cielo. Ya no la veo. Pasa detrás de un grupo de árboles... ¡Qué figura, qué aparición celestial!... Yo estoy loco.

-Calma... Repito que tiempo tienes. A punto de completa madurez la verás pronto.

-Ahora reaparece otra vez.

-¿Y mira?

-Sí señor... Se ha puesto en la boca una ramita de hinojo. ¡Ay, qué delicia de hinojo!...

-Tiempo tienes... Anda, anda...

-No, no es de este mundo esa mujer.

-De este mundo o del otro... tuya es».