La campaña del Maestrazgo/XXX

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XXX

No fue el gozo de D. Beltrán, al abrazar a su amigo, proporcionado a una ausencia de tres días: fue como por ausencia de tres años, y de la fuerza del contento se le trastornó el sentido, viendo a Nelet más fuerte, más gallardo, restablecido de su reciente mal, la cara limpia del rojizo color de quemadura. Era ilusión del pobre viejo que veía lo que deseaba. Por su parte, Santapau encontró a su maestro más caduco, encorvado, jadeante, algo ido del cerebro, progreso de senectud excesivo para tres días. Mostrole muy satisfecho lo que traía: dos soberbios burros, pues caballos no los encontrara ni a peso de oro. Eran excelentes piezas, de cómoda andadura, y muy bien enjaezados. Traía también ropa para los dos, y un repuesto copioso de vituallas en una cesta barriguda. Despedido el criado del masovero que había venido en el segundo pollino con la cesta y equipaje, los dos caballeros pusiéronse a cenar. Tiempo hacía que Urdaneta no probaba cosas tan ricas: butifarras, diversas clases de suculentos embutidos, pollos asados, frutas escarchadas, chocolate, bollos de sartén... Más que en saborear aquellas viandas, gozaba D. Beltrán viendo a Malaena devorar, con atrasadas hambres, comidas tan finas en increíbles dosis.

«Pues he tardado tres días -dijo Nelet-, porque las grandes novedades que encontré en Cherta, y el barullo de gente y amigos, me imposibilitaron el despacho de mis diligencias en el tiempo que yo creí.

-Oí que estos días ha pasado hacia allá mucha tropa de uno y otro ejército. ¿Qué ocurre?

-Sí... tropas de Isabel, tropas de D. Carlos. Se ha batido bien el cobre... Vámonos pronto de aquí, antes que nos coja el paso de los míos, que ahora son en número mayor que antes. En una palabra: ya tenemos la expedición Real del lado acá del Ebro, en Cherta, gracias al talento militar de Ramón Cabrera y a su arrojo y prontitud. Está el hombre que no cabe en su pellejo de puro orgulloso... Sí, sí: no se asombre usted. Don Carlos ha pasado el Ebro. Yo le he visto... he visto al Rey, a nuestro ídolo, y le aseguro que me quedé como si hubiese visto a cualquiera que no fuese ídolo de nadie. Yo me figuraba otra cosa, otro empaque, otra representación de gran Monarca, hijo de reyes y ungido de Dios. De esta hecha, nuestro leopardo, como usted dice, ha puesto una pica en Flandes, porque gracias a su buen tino para ordenar las cosas, ha podido Don Carlos librarse de Borso y Nogueras, que le perseguían. Junto a Cherta dio Cabrera una batalla al Sr. de Borso, obligándole a retirarse. Nogueras cometió la mayor pifia que se puede cometer en la guerra, que es no llegar a tiempo. La guerra no es más que el arte de la oportunidad, y este lo posee D. Ramón como nadie, y lo completa con su diligencia y conocimiento del terreno. Pasó Carlos V tranquilamente el gran río de España, en lanchas al caso preparadas, y los gritos de entusiasmo de las tropas competían en estruendo con el instrumental de las músicas. Enronquecieron gargantas y trombones. Ayer, la Sacra Majestad y todo su séquito mataron el hambre en Cherta, que la traían atrasadilla, porque la batalla que ganaron en Huesca les dio más prisioneros que bucólica. El comistraje que se les preparó era de lo más opíparo, y para que hubiera de todo, hasta helados hubo... Cabrera, el día del paso, que fue anteayer, estaba como loco, demacrado, los ojos del tamaño de toda la cara, echando rayos y centellas. Daba sus disposiciones ronco de tanto gritar, vestido con su peor ropa, pues ni para engalanarse como acostumbraba tuvo tiempo. Cuando se presentó al Rey en la orilla izquierda para pasarle acá, no le conocían, y los cortesanos se preguntaban asombrados: «¿Pero ese es Cabrera?... ¿ese?». El Soberano le manifestó su Real agrado. No serán flojas envidias las que van a salir ahora, pues corre la voz de que S. M. quiere nombrarle Generalísimo, y poner bajo su mando todos los Reales ejércitos.

-Así tiene que ser, pues según tengo entendido, de los figurones que rodean al Infante, poco debe esperar este... Y dime otra cosa: ¿oíste o viste si con el Rey viene un italiano llamado Rapella, que es el correveidile entre cortes verdaderas y falsas para tratar de un arreglo por bodorrio?

-Creo haber oído algo de un italiano de campanillas, y de otros extranjeros que en la comitiva del Rey vienen, entre la turbamulta de empleados y gentileshombres. Pero como yo, por el estado de mi espíritu, no podía prestar a lo que allí veía una gran atención, no puedo asegurar nada de italianos ni correveidiles.

-¿Y qué se dice? ¿La expedición, con su Rey a cuestas, dirígese a Castilla o a Valencia? Puede que reforzada con Cabrera, y quizás mandada por este, no se detenga hasta Madrid. ¿Oíste algo?

-Oí, oí... no sé lo que oí -dijo Nelet aturdido-. ¿A usted le interesa saberlo?

-Absolutamente nada.

-Lo mismo que a mí. Que vayan, que vengan, que suban, que bajen. No me interesa ya más que un reino, el mío. Cada cual se arregle en su reino como pueda.

-Muy bien dicho. Peleáis por poner en el Trono a un buen hombre, cuya incapacidad es bien manifiesta. Si tus amigos triunfan, estableceréis un imperio caedizo, pues en los tronos disputados, el vencedor no lo será definitivamente si no posee estas cualidades: bravura, don de mando, ciencia militar. Gane quien gane en este pleito, querido Nelet, la Monarquía carecerá de fuerza y vivirá con vilipendio, entregada a las facciones. Ten presente que no se hace nada de provecho sin fuerza, entendiendo por esto, no el poder de las armas, sino una virtud eficaz y activa, que a veces reside en una persona, a veces en las leyes. Ni las leyes tienen aquí fuerza, o llámese energía gobernante, ni hay Rey o Príncipe que tal posea. Puede que nazca algún día; mas yo te aseguro que a la fecha no ha nacido. De modo que paz, lo que se llama paz, no la veréis en mucho tiempo los que sois jóvenes, ni quizás lo vean vuestros hijos y nietos... Con que lo que tú dices: cada cual a su reino... y en el reino chico de cada uno, que no falte una ventanita para ver pasar la Historia».

No prestaba Nelet a estos profundos juicios la debida atención, ni se extendió tampoco en pormenores de lo que presenciara en Cherta, porque sus impresiones eran confusas, como de quien ve muchas y abigarradas cosas en corto tiempo, sin interés ni recreo alguno de su ánimo. Mirando no más que a su reino, propuso que partieran a la mañana siguiente en busca de Marcela, pues por fidedignos informes que en Cherta adquirió, venía ya de vuelta de Gandesa, después de recoger el cuerpo de su desgraciado hermano y darle sepultura. Al capellán del 1.º de Tortosa, que la encontró una mañana junto al río Seco, dijo la monja que pensaba detenerse un día en el Santuario de San Salvador y encaminarse luego a Arenys de Lledó a visitar a un enfermo. Iba, pues, en busca de sus amigos, los cuales se apresurarían a salirle al encuentro. Para mayor seguridad, dispuso Nelet que partiera la embajadora aquella misma noche, con instrucción precisa de las etapas que los caballeros seguirían y puntos de descanso, y la consigna de que esperasen en Lledó los que primero llegaran.

Conforme con tan acertado plan, y admirando el tino con que Nelet lo concertaba, creyó D. Beltrán llegada la oportunidad de manifestar al discípulo el estado de su ánimo, y sin más exordio le dijo: «Durante tu ausencia, hijo mío, no he cesado de reflexionar en el caso de Marcela, complicado ahora con la desastrosa muerte del pobre Francisco, y, discutiendo la solución que debemos darle, me sentí acometido del mal tuyo reciente, el mal de conciencia. Dios ha entrado en mí. Como avisos o presagios de la naturaleza flaca, procedieron a mi mal miedos supersticiosos, la idea de una muerte próxima. Era Dios que llamaba a la puerta de mi alma: no entendía yo su llamamiento, hasta que te vi entrar y me iluminó con su divina gracia. ¡Ay! querido Nelet, no quiero en mis postrimerías comprometer mi alma. ¿Amo a Dios, le temo? Amor y temor por igual me consuelan y sobrecogen; amor y temor me infunden el anhelo de ser bueno en lo que resta de vida, de sostener con una conducta ejemplar la paz, mejor será decir la salud de mi conciencia... Reniego ya de aquel propósito y consejo mío de ocultar a Marcela la verdad de tu culpa, pues si con ese artificio ganaríamos bienes terrenales, perderíamos seguramente los eternos. No, no, Nelet: tú estabas en lo cierto y yo en lo errado; tú en la verdad, yo en la mentira; tú procedías como cristiano caballero, yo como un hombre vil... Pero ya no... Ahora te digo que la ocultación, o siquiera disfraz de la verdad, es gran pecado; me paso a tu partido, y en él te fortalezco.

-Pienso, amigo mío -dijo Nelet con gravedad-, que esta concordia de la voluntad de usted con la mía es cosa muy feliz. No hay duda: Dios o los ángeles han andado en ello. Hoy como ayer considero felonía el negar a Marcela mi culpa; mas, no teniendo yo valor ni cara para confesarla ante ella, convendría que usted le hablase antes, y de la sentencia que se sirva dar depende mi destino.

-Muy juicioso me parece lo que has discurrido. Yo le hablaré antes, yo le diré... ¡Oh, si te perdonara reconociendo que fuiste víctima de un arrebato!... ¡qué triunfo, hijo! Me da el corazón que así será, pues los caminos de la verdad siempre llevan al bien.

-¡Perdonarme! -exclamó Nelet clavando sus miradas en el suelo-. ¡Pues si así fuera...! Pero lo dudo... Ya no veo la cabeza de Francisco Luco diciendo que sí con aquel movimiento fuertísimo... la veo diciendo que no... así... así... que es decirme: no hay perdón.

-Basta ya de visiones, hijo. Tus desvaríos me contagian, y estas noches he soñado que también yo cabalgaba por el campo de niños... sólo que mis nenes, los nenes que yo destruía, no volvían a nacer.

-Pues los míos... en las noches últimas... ya no reían, sino lloraban... Vi a Marcela cogiéndoles a puñados y metiéndoseles en el seno... Pero, lo que usted dice: basta ya... No duermo, no quiero dormir: pasaré la noche pensando en que ella viene en nuestra busca y en que le salimos al encuentro. Descanse usted, y yo le llamaré cuando sea hora de partir. Voy a despachar a Malaena y a dar un pienso a nuestros burros».

Cumpliose con toda puntualidad lo que Santapau disponía, y antes del alba salieron ambos caballeros oprimiendo los lomos asnales, D. Beltrán algo remediado de ropa, Nelet bien provisto de armas, pues ignoraban qué clase de gente encontrarían. Anduvieron toda la mañana sin ver alma viviente, entreteniendo las lentas horas con el inagotable y pavoroso tema: «¿Me perdonará?». Llegados al caer de la tarde a una ermita en la derecha margen del río Seco, que era el punto de cita con la embajadora, recibieron de boca de esta las deseadas noticias. Había dejado a Marcela con sus viejos en el convento abandonado de San Salvador, y allí pasaría la noche en rezos y meditaciones; al amanecer recalaría en el castillo de Horta, donde los señores podían reunirse con ella para seguir juntos a Lledó, o al punto que de acuerdo fijaran. Aumentose hasta lo increíble la ansiedad de Nelet. ¡Ya estaba cerca! Sólo una noche y un breve espacio de terreno le separaban de la solución del temido enigma: «¿Me perdonará?». Incapaz de todo sosiego, acordó seguir hasta Horta, y en ello emplearon las primeras horas de la noche. Con no poco trabajo pudieron hallar albergue y pienso para los burros y Malaena en una reducida cuadra; descansó en el mismo recinto D. Beltrán algunas horas, mientras Nelet se paseaba suspirando, a la luz de la luna, en un próximo corral, como caballero que vela sus armas; y antes que fuera de día salieron los dos a pie hacia el castillo, distante sólo del pueblo veinte minutos de marcha cómoda, y situado en un mogote de mediana elevación entre el río y el camino de Bot. Esqueleto de muros despedazados, recompuestos y vueltos a despedazar por sucesivas guerras, era el tal castillo, festoneado de hiedras y jaramagos, y conservando en algunas de sus gastadas piedras cruces y escudos de San Jorge de Alfama. Ponían el pie los dos caballeros en el primer cerco de ruinas, cuando Nelet, asaltado de súbito terror, se paró y dijo a su amigo: «Pienso, señor D. Beltrán, que Marcela se nos habrá anticipado, llegando aquí por alguna galería subterránea que comunica esta fortaleza con el monasterio de San Salvador. La encontraremos más adentro, y es tal mi miedo de verla, o de que ella vea mi cara y mis ojos, que me clavo en tierra sin poder dar un paso hacia adelante».

Trató Urdaneta de devolverle la tranquilidad, negando que hubiese tales conductos por donde pudiera la monja presentarse, al modo teatral y fantástico, y le indujo a no ser temeroso y afrontar con varonil aplomo la entrevista. Mas advirtiendo en él señales de mayor pánico, antes que de entereza, le dijo: «Y en suma, si no puedes vencer tu aprensión, y persistes en que le hable yo primero y explore su ánimo, manifestándole la verdad que tanto temes, retírate a Horta y déjame aquí en espera de la señora penitente y de los viejos Zaida y Alfajar. Pero ten la bondad de conducirme a un sitio donde pueda yo sentarme, que apenas veo, y no acierto a llevar mis pobres huesos por entre tanto pedrusco». Condújole Nelet, evitando tropezones, a un lugar despejado con buen asiento, y más medroso cuanto más avanzaba, le faltó tiempo para escabullirse, diciendo a su amigo: «Parece que la siento ya... como si subiera por un pozo... Me voy al pueblo. Allí espero mi sentencia... Adiós...».