La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 13

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Capítulo XIII

Medidas higiénicas.-Creación de los canales de Rubango.-Invención del jabón.-Establecimiento de un lavadero público y del lavado obligatorio nacional.

Uno de los puntos en que la nación maya dejaba más que desear, era el de la higiene pública y privada. Fuera de los edificios jamás se había adoptado medida alguna de aseo, y dentro de ellos la limpieza tenía lugar muy de tarde en tarde. En cuanto a las personas, algunas acostumbraban a bañarse, y había también mujeres que, no pudiendo hacer esto, se lavaban de vez en cuando; pero en general se huía el contacto del agua. Las túnicas servían sin interrupción meses y años, y sólo en contadas casas se tenía la buena costumbre de lavarlas, aunque con resultados muy deficientes por escasear el agua en las ciudades. Los siervos la recogían del río, de los arroyos o de las lagunas en vasijas de barro, y la traían a domicilio para el gasto diario; los sobrantes eran vertidos en un hoyo o pilón abierto en el patio de los harenes, en el que las mujeres mojaban las telas, para secarlas después al sol.

Era, por lo tanto, de urgente necesidad traer a las ciudades agua corriente; en algunas no era posible por no haber otra que la de las charcas; pero en la mayor parte bastaba desviar el curso de los arroyos, y en casi todas las de la margen izquierda del río, y en Maya, podía tomarse el agua de éste. Me parecía imposible que ni los incendios, ni las sequías, ni las molestias de ir y venir continuamente con los ganados o con las cazuelas, hubieran abierto los ojos de los indígenas y les hubieran hecho ver la conveniencia de una operación tan fácil como abrir boquetes en el río y dejar que el agua por sus propios pasos viniera a las ciudades cuando fuere menester. La razón de ello era, sin embargo, muy fuerte, y para dominarla tuve yo que sostener una lucha gigantesca. Decía la tradición que en el Unzu había existido en el tiempo una gran ciudad, cuyos habitantes intentaron, hace ya muchísimos años, robar las aguas del río; por lo cual éste, irritado, desbordándose, la destruyó en una sola noche y se quedó dormido encima de ella para que jamás volvieran a verla ojos humanos. Tal vez en el fondo de esta leyenda se oculte algún hecho histórico; los mayas la aceptaban como artículo de fe y sentían invencible temor a tomar aguas del río. Aunque las cosechas se perdieran por falta de lluvias, no se atrevían a abrir tomaderos ni canales para regar sus sembrados.

Yo acudí al supremo recurso de decir que las aguas serían conducidas debajo del cadalso donde se celebraban los afuiris y que Rubango se las bebería. Así se aplacaría su furor y sería más benigno con los hombres. Mi intento era encauzar las aguas por la colina, hacia los lugares sagrados, para darles después la salida, aprovechando el desnivel del terreno, por debajo de la catarata. Después, cuando se familiarizaran con el agua y perdieran el miedo a las inundaciones, abriría a la derecha de la acequia primitiva una secuela que penetrara dentro de la misma ciudad. No faltaron profetas de males, y el día de la apertura de la acequia, que fue día muntu, la población en masa seguía mis pasos y observaba mis últimas maniobras llena de cobarde curiosidad. Tales maravillas me habían visto hacer, que, dominando sus temores, todos querían asistir a la realización del nuevo milagro. Las aguas, sumisas, siguieron el curso previamente trazado en la colina, entraron bajo la plataforma de Rubango, y salieron después más negras, según el testimonio unánime de los espectadores, para continuar su camino y precipitarse al pie de la gran catarata. Y no sólo ocurrió esto, sino que después anuncié que iba a suspender el curso de las aguas, y subiendo hasta el tomadero eché la compuerta preparada para el caso, la retapé con broza y dejé el cauce en seco. Estos acontecimientos produjeron un pasmo general.

Al cabo de algún tiempo conseguí abrir el segundo canal, al que se llamó pomposamente, así como al primero, canal de Rubango; era una atarjea o canalizo de dos palmos de profundidad, por cuatro de anchura, que atravesaba la ciudad por el centro, y describía después una curva hacia la izquierda, para juntarse con la acequia madre bajo el mismo altar de los afuiris. Las ventajas de tener agua corriente a mano eran tales, que hubo que abrir cinco nuevos canalizos como el primero para surtir todos los barrios. En las plazas públicas hice grandes estanques, que sirvieron de abrevaderos públicos y de escuelas de natación, donde los negrillos ensayaban sus fuerzas, sin peligro, antes de lanzarse a nadar en el Myera.

Como mi pensamiento era acostumbrar a los mayas a la limpieza del cuerpo, preparación muy conveniente para limpiar después sus espíritus, la conducción de las aguas no era más que la mitad del camino que había que recorrer, si bien una mitad no despreciable. Sin ir más lejos, se había conseguido purificar la corte, centro del poder y albergue de las instituciones más altas del país, de muchas inmundicias que antes atormentaban los ojos y las narices, y que ahora las benditas aguas arrastraban en su carrera. Para los indígenas, sin embargo, este detalle valía bien poca cosa, porque carecen del importante sentido del olfato. Ven muy bien y oyen regular, pero huelen y gustan muy imperfectamente. Se había conseguido también adelantar algo en el aseo de los hogares, no habiendo ya miedo a gastar agua sin medida, y, por último, se habían generalizado los baños. Cerca del templo, del Igana Nionyi las aguas formaban un tranquilo remanso, agrandado más cada día, y el muntu, una de las distracciones favoritas, fue con el tiempo bañarse las mujeres y verlas los hombres nadar y hacer juegos acuáticos. Esta diversión no era inmoral, como pudiera creerse, porque los hombres están habituados a ver a las mujeres desnudas en sus harenes, y las mujeres están acostumbradas a ser vistas de los hombres; se mira allí una mujer desnuda con menos malévola intención que en Europa la mano o la cara de una mujer vestida, y la mujer se exhibe sin malicia, a lo sumo deseosa de que su figura agrade y le atraiga un buen esposo.

Lo que seguía sin enmienda era el abandono pesimista de las túnicas. Estas eran muy resistentes, y la práctica más general era apurarlas sin lavarlas. Aunque las lavaran, como era con agua sola y con mucho retraso, no se conseguían mejoras sensibles. Agréguese a esto que el alumbrado era de teas muy resinosas, cuyo humo tiznaba tanto como el hollín, y se comprenderá que con estas costumbres los mayas debían estar sucios y asquerosos, siendo necesaria mucha grandeza de alma para vivir entre ellos y para amarles como a hermanos. Yo no desesperé de mejorar su exterior, como tampoco desesperaba de mejorarlos por dentro, y lleno de fe emprendí la fabricación de jabones. Los hice duros y blandos, de sosa y de potasa; comunes para el lavado de la ropa, y finos para el lavado de las personas; los hice también de esencias para mis mujeres, cuyo olor me mortificaba fuertemente, y más tarde para otras personas que aprendieron a olfatear. Hay en el país muchas vides silvestres, cuyos pámpanos dejan cenizas muy cargadas de potasa, de las que me serví con preferencia para fabricar el jabón, pues con ellas se hacen lejías excelentes; como grasas, utilicé varios aceites, en primer término el de palma, que abunda por todas partes. La clase común la hacía de ordinario con una mezcla de sebo y de aceite de palma. En una sesión nada más hice próximamente quince arrobas de pasta suave y acaramelada, con la que se podía lavar todas las túnicas de la nación.

Pero lo más importante era organizar el lavado. Los hombres no sabían lavar, y de las mujeres, contadas eran las que habían tenido en sus manos una túnica para zapatearla. Y en este punto, la dificultad eterna era la incomunicación del sexo femenino. Era muy complicado repartir agua corriente a domicilio, porque los canales abiertos llevaban muy poca y no se disponía de aparatos elevadores; el único que introduje mucho después, fue la noria para facilitar los riegos; la conducción del agua a mano exigía depósitos para conservarla, lavaderos de madera o piedra, y caños de agua sucia. Lo más sencillo hubiera sido que las mujeres salieran a la calle a lavar en los canales; pero en esto no había que pensar, porque la experiencia me había demostrado que las reformas que alteraban en el fondo las costumbres estaban condenadas a un seguro fracaso.

Por todos estos motivos, antes de emprender la apertura de los canales y la fabricación de los jabones, había yo compuesto mi plan, que abarcaba varios extremos y que resolvía de plano todas las dificultades. Mil veces me había entristecido el espectáculo de las pobres mujeres condenadas a trabajos forzados en las haciendas del rey. Su delito era por lo común la holgazanería, la esterilidad o el adulterio, y más que todo, el ser feas, puesto que, siendo bellas, nunca carecían de protectores que las adquiriesen como esposas. Muchas de ellas eran ancianas, y arrastraban penosamente los últimos años de su vida bajo los rayos del sol, con el punzón de hierro en la mano abriendo agujeros para la siembra; las más fuertes manejando un largo almocafrón, que sirve para cubrir los agujeros y remover un poco la capa laborable, o el cuchillo corvo, en forma de hoz, empleado para la siega, o acarreando al palacio real gavillas y haces de leña. Aunque el rey cedía a estas pobres mujeres por muy poco precio, yo no me atreví a libertarlas, porque la faena que juntamente con los accas cumplían era utilísima e indispensable para la vida nacional, y si no iba a cargo de ellas, recaería sobre otras personas tan infelices como ellas mismas; pues siempre el buen orden de la república exige que haya quien trabaje por los que, ocupados en las altas cosas del espíritu, en los manejos del gobierno, en las ciencias y en las artes, en sostener la guerra y en negociar la paz, en presidir el orden de sus palacios y en ser ornamento de las ciudades, no tienen tiempo libre para procurarse los elementos materiales de la vida.

Por fortuna, la laboriosidad de los accas era ejemplar, y desde su llegada, los pedagogos habían podido aflojar la mano y condenar menos mujeres a los trabajos agrícolas; antes sí era preciso condenar, a veces sin motivo, para que la hacienda del rey no padeciera. Yo concebí el noble propósito de acabar para siempre con el rudo trabajo de las mujeres delincuentes dedicándolas a una tarea más dulce, al lavado de la ropa sucia de las ciudades. Por lo que toca a la corte, Mujanda no era muy favorable a mis ideas en este punto; pero yo le acallé asegurándole que el nuevo trabajo le produciría tantos beneficios como el antiguo. Hacía falta un local para lavadero público, y yo había pensado desde luego en el vacío palacio de los uagangas, que me pareció que ni pintado para el caso. En primer término, lo recomendaba su situación céntrica y despejada; después su mismo orden arquitectónico, que permitiría al público presenciar las faenas desde la calle, y sobre todo, la proximidad de una de las escuelas de natación, de donde fácilmente podría tomarse el agua necesaria. El rey no opuso reparo a mi proyecto, y la única objeción partió del consejero Asato, que, por lo que vi, deseaba destinar el local para alojamiento de las caballerías de los numerosos uagangas que el día marcado para las reuniones llegaban de todas las partes del reino; pero el rey manifestó que en su inmenso palacio cabían (y esto era exacto) todas las del país, y mi propuesta fue aprobada.

Auxiliado por el listísimo Sungo, yo mismo me encargué de transformar el palacio de la manera conveniente. Se respetaron los bancos adosados a las paredes para que en ellos pudieran descansar las fatigadas lavanderas, y el dosel, debajo del cual pusimos el remojadero de la ropa sucia; se abrió una zanja en forma de herradura, y ancha, para que pudieran lavar arrodilladas las mujeres, por dentro y por fuera de ella, y se colocaron cien piedras inclinadas, como es costumbre ponerlas en los lavaderos. El agua limpia entraba por la puerta principal, desde el estanque de la plaza, y se repartía por los dos callos de la herradura, y la sucia escapaba por la curva, para caer en el canal primitivo de Rubango. Las cuatro puertas debían permanecer abiertas para la mejor ventilación, y las operaciones serían públicas, para que las personas interesadas pudieran presenciar el lavado de sus prendas.

El consejero y calígrafo Mizcaga se encargó de redactar el edicto estableciendo el lavado nacional. Cada jefe de familia estaba obligado a entregar, por turnos mensuales, su ropa sucia, que le sería devuelta en el mismo día convenientemente lavada. Todas las mujeres condenadas a trabajos forzados en la actualidad y en lo sucesivo serían lavanderas públicas, alimentadas a expensas del rey, y éste, en cambio, recibiría de seis en seis muntus una cabeza de ganado por cada casa de la ciudad; las casas pobres, aunque albergaran varias familias, darían sólo una cabra; las ricas una vaca. Los que cumplieran estos preceptos serían gratos a Rubango, y evitarían enfermedades y miserias.

Este edicto circuló por todo el país, y los reyezuelos se apresuraron a cumplirlo por la cuenta que les tenía. Los efectos se sintieron, sin embargo, muy poco a poco, porque las ventajas para el público eran imperceptibles; sólo la costumbre de ver a los más avanzados con túnicas lavadas, sobre las que resaltaban mejor los colores y dibujos, y la satisfacción con que en tiempo caluroso se notaba la frescura de la ropa limpia, decidieron lentamente el triunfo del aseo personal. Cierto que algunas tinturas se perdían con el lavado, que otras bajaban de color y que había que repetir las operaciones del tinte; pero éstas se habían vulgarizado, todos tenían prensas estampadoras, y lo único costoso, las tinturas, seguían saliendo de mi laboratorio. El tropiezo, por lo tanto, no fue de gravedad. En muchas ciudades dirigí yo personalmente los trabajos de apertura de los canales o de desviación de las aguas, y las instalaciones de lavaderos, y para enseñar a lavar fueron enviadas algunas maestras de la corte.

En ésta, la acción inmediata de las instituciones apresuró la victoria del jabón. El día de la apertura del lavadero público, que coincidió, por cierto, con el segundo alumbramiento de la flaca Quimé y la venida al mundo del séptimo de mis hijos, fue de gran expectación. Ochenta mujeres eran entonces las condenadas, y las que entraron en el lavadero, abierto de par en par por los cuatro costados, a las miradas del público. Muchas de ellas no habían cogido jamás un trapo en sus manos, y ninguna tenía la más ligera noción de lo que allí iba a ocurrir. Bajo el antiguo dosel estaba en remojo la ropa que había de lavarse: la de la casa real. El rey, los consejeros y las demás autoridades ocupaban las primeras filas de la numerosa asistencia. Yo cogí una túnica del rey, que fue de color de caña, y que ahora, después de usada a diario durante los seis meses de viaje (fuera de los momentos solemnes, en que se ponía la verde y roja), parecía una negra sotana, y descendiendo de las alturas de mi pontificado para enseñar a las que no sabían, tomé una pellada de blando y acaramelado jabón, y enjaboné la túnica para comenzar a desmugrarla. Bien pronto el jabón levantó espuma, hasta cubrir por completo la tela; los espectadores observaban maravillados el fenómeno, y noté que no cesaban de mirarme a la boca.

Mientras daba esta primera vuelta, las futuras lavanderas ponían especial cuidado en aprender el modo de sacar espuma, que, según les dije, era lo esencial de la operación. Tres enjabonaduras distintas di a la túnica, porque, no pudiendo pasarla por la colada, había que cargar la mano en el jabón, y, por último, la zapateé con agua sola y la ondeé con gravedad, para imprimir cierto carácter litúrgico a mi labor. Cuando la ondeaba cogí una pompa de jabón, y, soplándola, la puse del tamaño de una naranja; la pompa se escapó de mi mano, y, por raro azar, antes de deshacerse ascendió un breve espacio. Entonces les dije que así habían hinchado a Igana Nionyi para que volara al firmamento, y paréceme que por primera vez los que me escucharon creyeron con verdadera fe en la ascensión del hombre-hipopótamo y en las aventuras que, según Lopo, le habían sucedido. Así, por la trabazón natural que entre sí tienen los hechos reales y los ideales, mi maniobra grosera e indigna de ocupar la atención de un legislador, servía para enaltecer las ideas religiosas de todo un pueblo y para consolidar sus vacilantes creencias. Quitando la suciedad de sus ropas, limpiaba de dudas sus entendimientos.

Al cabo de media hora de trabajo, que me hizo sudar copiosamente, di por terminada mi faena. No quedó la túnica de Mujanda blanca como el armiño, mas para los indígenas debía parecer de una blancura inmaculada, pues de seguro, ni por obra de la naturaleza ni por obra de la industria, se presentó jamás a su vista nada comparable. En estos países no nieva, y la leche, por la calidad de los pastos, es de color muy amarillento. Puesta la blanca túnica sobre la negra piel, realzaba vigorosamente la belleza de los indígenas por el vivo contraste de los colores y les alegraba con ese estremecimiento espontáneo de alegría que produce la blancura, símbolo de la vida. Los poetas caseros sacaron gran partido de este contraste, y se valieron para representarlo de mil comparaciones caprichosas; la más exacta y la más poética fue original de un joven siervo de Mujanda, que para celebrar al día siguiente la aparición de su señor con la túnica lavada por mí, compuso una canción en que le llamaba «árbol de fuerte tronco, envuelto en una nube blanqueada por la luz de la luna llena».

Para la segunda parte del ensayo, cada mujer tomó una túnica y ocupó su sitio, de rodillas, junto a las piedras de lavar, con las cazuelas del jabón al lado. Todas a un tiempo comenzaron a untar el jabón y a restregar las telas, demostrando poca memoria pero no común habilidad. Yo recorría las filas, exhortándolas a apretar bien los puños, a volver las prendas por todas partes, a distribuir la espuma equitativamente, para que la mugre desapareciera por igual, y ellas obedecían con prontitud y aprovechaban bien mis lecciones. Una joven condenada por glotona, según supe después, no sólo aprendió en el acto a lavar con perfección, sino que daba lecciones a sus compañeras como una maestra consumada, por donde yo vine a entender que quizás en el fondo de la naturaleza de las mujeres haya cierta particular o innata aptitud para el lavado, ya que tan sin esfuerzo lo dominaban. Ciertamente, si en lugar de mujeres hubieran sido hombres mis discípulos, no habría triunfado yo con tan poca molestia. Como premio a la precocidad de la joven glotona, llamada por el bello nombre de Matay, «la bebedora de leche», la rescaté en el acto por dos cabras, y, además de elevarla a la dignidad de esposa, la nombré mi lavandera familiar. Aunque yo estaba, como todos, sometido a la ley, y debía entregar mis ropas a las lavanderas públicas, esto no se oponía a que para el aseo de mi persona tuviera una mujer hábil que lavase a diario las ropas de mi uso, siquiera fuese a costa de un excesivo derroche de alimentos.

De esta manera se inició en la corte de Maya el lavado con jabón, una de las glorias más puras del glorioso reinado de Mujanda.