La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid: 16

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Capítulo XVI

La reforma religiosa.-Supresión de los sacrificios humanos.-Cómo fue iniciado el nuevo afuiri, y cómo nació de él un segundo día muntu y una fiesta genuinamente nacional.

Aunque la religión maya me pareciera irreformable en lo substancial, la experiencia me había descubierto en ella algunos puntos flacos donde, sin ofensa para las buenas costumbres, se podía romper con la tradición. Tamaña empresa hubiera sido descabellada en los primeros días de mi gobierno, mas ahora sería facilísima; porque el hombre se habitúa a los cambios continuos con tanto gusto como a la inmovilidad, y una vez extendido el contagio reformador, no hay peligro en innovar a diario. El peligro estará en que las innovaciones no arraiguen, en que los naturales apetitos, no satisfechos con lo nuevo y privados de lo viejo, se inquieten, se indisciplinen y se desborden; y este peligro a mí no me amedrentaba, porque jamás concebí idea tan torpe como la de privar a un pueblo de sus más legítimos desahogos.

En un punto estaba yo conforme con los mayas: en la necesidad de conservar los sacrificios humanos; ellos los apetecían por puras exigencias de su naturaleza, y yo los aceptaba sin gran dificultad. La historia maya no registraba un afuiri sin efusión de sangre, y los mayas, que no estudian casi nada, aprenden, como sabemos, la historia nacional de boca de sus pedagogos. Pero, dada la precisión de matar, hay muchas formas de hacerlo, las cuales reflejan distintos estados sociales; en bien de los mayas creía yo llegado el momento de transformar la matanza grosera sobre el cadalso, en algo más noble y artístico. Todos los pueblos bárbaros han pasado desde la barbarie a la cultura por grados intermedios que se caracterizan por la aparición de nuevos elementos artísticos. Los juegos públicos no han sido otra cosa que transformaciones de las crudas escenas de la vida en cuadros bien combinados, mediante elección de tipos y asuntos. Un pueblo que se recrea en la contemplación de estos cuadros está muy bien encaminado para crear otros superiores a los de la realidad, y para mejorarse tomándolos por guía y modelo.

En el pueblo maya habían ya aparecido los juegos públicos, los combates navales y las carreras de velocidad y resistencia; pero los juegos más bonitos, los coreográficos y mímicos, eran puramente domésticos. En general, la vida pública, reducida al comercio de los hombres, carecía de interés; sólo era digno de estudio el día muntu, único en que los mayas vivían socialmente; pero aun este día, como era uno solo cada mes, no creaba hábitos sociales, y sólo servía para dar suelta a las malas pasiones; no quedaba tiempo para que el contacto de sexos y clases produjera frutos variados; éstos eran siempre los mismos, los que produce el primer choque de los instintos contenidos: primero el encogimiento y la acción torpe y embarazada, después la desvergüenza y el desenfreno.

El detalle de los afuiris que más me molestaba, era, cuando se trataba de juicios extraordinarios, ir sobre el pacienzudo hipopótamo a las ciudades a administrar alta justicia. En tan perniciosa costumbre veía yo un riesgo constante para mi persona y una pérdida lamentable de tiempo para los graves menesteres de mi cargo; pero era muy difícil eludir este penoso deber, porque la justicia tenía un carácter marcadamente territorial, y los juicios debían celebrarse allí mismo donde el crimen era cometido. Sólo tratándose de reos ordinarios era corriente que se los prestasen unas ciudades a otras, para que nunca faltaran víctimas. No era posible delegar mis atribuciones en mis auxiliares; así como yo era el primer personaje después del rey, mis auxiliares eran de ínfima categoría, y estaban muy menospreciados de todo el mundo, porque en lo antiguo sirvieron también para recaudar los impuestos y para azotar a los delincuentes, y se habían hecho odiosos. Además, la suspensión de mis viajes hubiera irritado a los pueblos, y en particular a las mujeres, deseosas de verme, siquiera fuese de tarde en tarde, de recibir los dones a que yo consuma ligereza las acostumbré, y de gozar de un día de asueto fuera del muntu, que por tardío les parecía insuficiente.

Muy dolorosa me era también la asistencia a los afuiris ordinarios de la corte, obligado como me veía a condenar siempre por lo menos a una pareja de criminales y a presidir las degollaciones. El primer afuiri a que asistió la reina Mpizi con el príncipe Yosimiré, el mismo en que se consagró por primera vez la carretilla con los abonos, fue el vigésimo séptimo de los dirigidos por mí, incluido el que presidí antes de la revolución, y según aparecía de los rujus conservados en mi archivo, las víctimas sacrificadas eran ciento treinta, a las que debía agregar veinticinco de mis excursiones judiciales desde la famosa de Ancu-Myera, en que pereció el infeliz Muigo. Cierto es que en un día muntu, durante el reinado del fogoso Viaco o en diez días de gobierno provisional del dentudo Menu, el número de víctimas había sido doble del que arrojaba mi balance; pero de todas suertes me remordía la conciencia y me aguijoneaba el deseo de hacer algo contra estos cruentos sacrificios, de quitarles siquiera sus rasgos más horribles. Peor aún que las decapitaciones me parecía el entusiasmo popular que las acompañaba y el lúgubre epílogo que las ponía término; para que nada faltase al triste cuadro, los despojos de los afuiris no eran, como los demás, arrojados en lo hueco de los árboles, sino que quedaban sobre el cadalso, expuestos a la voracidad de las bestias necrófagas. Conforme se extendía, por mi acertada gestión, el bienestar público, se acentuaban más los instintos feroces y la afición a los sacrificios humanos. La naturaleza de estos hombres, exuberante de energías, no queriendo desfogarse en el trabajo ni pudiendo calmarse en la guerra, buscaba su expansión en las escenas fuertes. No he visto jamás alegrías tan puras y tan espontáneas como las de los mayas ante el cadalso cubierto de sangre caliente y de despojos palpitantes. Sin duda la civilización modifica la naturaleza humana, borrando estas tendencias innobles, que en los pueblos cultos quedan hoy reducidas a esa alegre e inocente curiosidad con que las masas se agolpan para ver cómo desciende la majestuosa guillotina sobre la cabeza del reo, cómo gira el tornillo que estrangula suavemente al condenado.

La brutalidad de los hombres tiene sobre la de los animales la ventaja (aparte de la de ser en éstos cuantitativamente superior) de poder variar de forma; de ello hay ejemplos en los mismos anales mayas; los antiguos pedagogos y soldados conquistaban sus puestos en combates singulares; desde Usana, los pedagogos ingresaron mediante la prueba de los loros, y fueron soldados los que se distinguían en la caza; bajo el gobierno de Mujanda, la creación de los escalafones dio aún aspecto más suave a la lucha por la vida. ¿Por qué no había de intentarse algo semejante en las ceremonias religiosas, purgándolas de la parte cruel? Con gran sentido político, el rey, aconsejado por mí, había ideado la degollación simultánea de los hombres y de la vaca. Si antes no era posible suprimir los reos, porque sin ellos faltaba al afuiri el principal atractivo, el derramamiento de sangre, ahora debía intentarse la prueba para ver si los indígenas se conformaban con la sangre de la vaca. No es que se pretenda poner aquí en irrespetuoso parangón, la sangre humana y la sangre de los rumiantes; pero sí cabe alegar que la diferencia entre una y otra, no era tan grande en Maya, como lo es entre nosotros, porque allí el precio de un hombre era muy poco superior al de una vaca. De ordinario se permutaba, el ruju de hombre por una vaca y una cabra, y el de mujer por dos vacas; éste fue siempre más apreciado por la belleza del dibujo y porque a la mujer iba aneja la idea de fecundidad, de que el hombre desgraciadamente carece.

No había, sin embargo, que pensar en la supresión de los sacrificios humanos, digno remate de la legislación penal maya. Si se conseguía reducirlos a las exigencias del buen orden social, y embellecerlos algún tanto, no era pequeño el triunfo; a las generaciones venideras correspondía perfeccionar nuestra obra cortándolos de raíz. Fue instituido, pues, el segundo afuiri. Después del primero, celebrado cuando el sol se colocaba sobre nuestras cabezas, no había más ceremonias sagradas; había, sí, bailes y banquetes, y más adelante baños y diversiones acuáticas. El nuevo afuiri tuvo lugar hacia las tres de la tarde, y fue una improvisación. Las ceremonias habían seguido su curso regular, y los concurrentes las presenciaban con muestras de impaciencia, deseosos de contemplar a sus anchas a la sultana Mpizi y al tierno príncipe Yosimiré, que, por un extraño fenómeno de precocidad, dejaba ver aquel día sus blancos dientecillos en número de cuatro. Llegó el momento critico del afuiri, y sobre el cadalso estaban la carretilla de los abonos en el centro, la vaca a la izquierda y tres reos a la derecha: un acca y una mujer indígena acusados de adulterio, y otra mujer cogida en el acto de robar una túnica del consejero mímico Catana. Ambos delitos eran de los más comunes; el de adulterio era muy frecuente en los días muntus, en que hombres, y mujeres se hallaban en contacto, y según la nueva jurisprudencia establecida por mí, se penaba con la muerte de los dos culpables sólo cuando el adúltero era enano. Tal disposición se enderezaba a proteger la pureza de la raza indígena. Los robos de ropas también menudeaban, y hubo que castigarlos con gran rigor en bien de la existencia y prosperidad del lavadero. Las dos mujeres habían confesado su delito, y el acca lo había negado, porque entre las virtudes de los enanos no se contaba la veracidad. Tres mnanis hablaron en defensa de los reos; limitándose, como de costumbre, a conmoverme, seguros de que no me conmoverían. Siguió la degollación de la vaca sobre la carretilla de los abonos, y con gran extrañeza de los verdugos, yo no pronuncié por segunda vez la palabra afuiri. Me dirigí al concurso para manifestarle que, antes de dar muerte a los culpables, era preciso someterlos a una segunda prueba, por exigírmelo así el severo Rubango.

Atónita quedó la asamblea escuchando estas palabras, y maravillada cuando presenció los hechos que las aclararon. Hice conducir a los adúlteros y a la ratera al redil donde los uagangas se reunían para bailar o discutir; los introduje en él, y después cerré la puerta. Dentro había dos bellos búfalos salvajes, traídos por orden mía desde Upala, donde hay muchos cazadores que se dedican a coger con lazos estos cornúpetos para domesticarlos si son pequeños, o para matarlos y vender sus despojos si son grandes. Entonces dije a los reos que combatieran cuerpo a cuerpo con los búfalos, y que si Rubango quería librarles de la muerte les concedería el triunfo. Comenzó una lucha feroz, que duró una hora y que mantuvo en tensión extraordinaria a los espectadores, asomados a aquella jaula legislativa transformada en plaza de toros o en circo romano. El miedo a la muerte hizo maravillas entre los gladiadores, y muchas suertes del arte taurino fueron inventadas en aquellos angustiosos momentos. Los búfalos atacaban con furor, y los infelices reos huían, se agachaban, se cogían al cuello de las bestias, hasta que, por último, eran enganchados y volteados, en medio del contento y de la gritería del público. El enano fue el primero que pereció en las mismas astas de una de las cornudas fieras, casi abierto en canal. La adúltera se defendió heroicamente: desgarrada la túnica, herida por seis partes, remontada tres veces por los aires, todavía tuvo fuerzas para abrazarse al pescuezo de la fiera y desgarrarle a mordiscos desesperados la garganta, haciéndole lanzar roncos bramidos de coraje. La ladrona fue la última víctima: ésta quería huir por lo alto de la verja, pero el público la impidió escapar, empujándola hacia dentro; ella no buscaba a los búfalos, pero los búfalos, irritados, después de destrozar a los otros dos gladiadores, se ensañaron contra ella y la remataron en el suelo.

Sólo en los días de grandes victorias ganadas en el campo de batalla he presenciado desbordamiento de pasiones semejante al que produjo esta primera corrida de búfalos, ideada por mí con fines tan loables. Yo, quizás obcecado por mi afición a las corridas de toros, rebosaba de contento, y creía de buena fe haber derribado de un solo golpe la tradición más arraigada en el alma de los mayas: la voz unánime era que el nuevo afuiri era preferible al viejo, y si esta creencia se consolidaba, y la ceremonia religiosa no exigía en adelante la decapitación de seres humanos, se quitaba a los sacrificios el firme sostén de la fe y se los reducía a una fiesta popular, que el tiempo y los buenos oficios irían depurando de su parte cruel y realzando en su parte artística. En la apariencia, nada se había ganado con mi ensayo; tres eran las víctimas de los búfalos, como tres hubieran sido las de los mnanis. Tal vez a un observador ligero y sentimental pareciera más suave la muerte sobre el cadalso, bajo las certeras cuchillas de los verdugos, que en el circo entre las formidables astas de los búfalos.

La única dificultad del nuevo afuiri era que descomponía la distribución tradicional de las horas. La corrida se había llevado toda la tarde, y quedó poco tiempo libre para los baños, los banquetes y para el amor; cuando los reos fuesen más, resultaría tan recargado el día muntu que no habría espacio para que todas las ceremonias y fiestas se sucedieran con la debida pausa. Yo anuncié que en las mansiones de Rubango, donde había visto por primera vez estos combates, que allí sirven para probar la culpa o la inocencia de los acusados, eran dos los días muntus y se celebraban dos fiestas diferentes: una religiosa, en el plenilunio, que comprendía el ucuezi y el afuiri, en el que sólo se sacrificaba la vaca y se preparaba la fecundación de las tierras, y otra judicial y que constaba de dos partes: la primera, el combate de los reos con las fieras; la segunda, la muerte de las fieras a cargo de hombres esforzados y justos, que, armados de todas armas, luchaban con las fieras hasta matarlas, para vengar la sangre humana vertida. Esta indicación se enderezaba a satisfacer un deseo que yo había adivinado en todos los rostros: es propio de quienes presencian un espectáculo hallar torpe y defectuoso cuanto hacen los ejecutantes, y creer que aventajarían a éstos si estuviesen en su lugar. Muchos de los que veían el desigual combate sentían impulsos, bien que sólo imaginativos, de entrar en el circo y pelear, seguros de vencer fácilmente. Ofreciéndoles el uso de armas y el animoso ejemplo de las victorias obtenidas por los súbditos de Rubango, todos ardían ya en deseos de ver a sus pies una fiera muerta en combate singular, en medio del asombro del público congregado, tal vez ante los envidiosos ojos de sus rivales, o bajo el blando y amoroso mirar de las más escogidas doncellas. La pasión de los mayas por la peligrosa caza en los bosques se acrecentaba con este nuevo aliciente de luchar en público, de recibir en el momento mismo de la victoria los homenajes debidos a la intrepidez y al esfuerzo.

Dos semanas después, en el novilunio, se celebró la primera fiesta jurídica según el nuevo estilo. Entre tanto se habían hecho importantes reformas en el círculo de los uagangas: se levantó y se espesó la reja para mayor seguridad; se colocaron fuera de ella varias jaulas, que hacían las veces de toril, donde las fieras permanecían aprisionadas hasta el momento de entrar en escena, y se construyeron cuatro grandes tablados, como de siete palmos de altura, sobre los cuales se encaramaba el público para dominar el redondel. Bien temprano, como en los días muntus, las familias acudieron a la pradera a divertirse y preparar el ánimo para saborear las maravillas y portentos que se anunciaban. Desde la salida del sol hasta la hora del afuiri eran seis las horas de vagar, en las cuales confiaba yo grandemente para refundir esta raza díscola; seis horas que para los demás eran un penoso retardo, y para mí lo esencial de la fiesta, a la que procuré yo mismo dar el tono disponiendo que mis mujeres tocaran el laúd, y cantaran, bailaran e hicieran juegos mímicos. Otras muchas familias, después de hacer coro para ver, siguieron el ejemplo; y lo que más llamó la atención fue que yo permitiera a algunos jóvenes mayas alternar con mis esposas en los bailes y mimos.

Mis esperanzas se realizaron con creces, pues, aparte de inaugurarse el nuevo muntu de una manera elevada y digna de una sociedad culta, me vino un refuerzo de donde menos lo esperaba. La noticia de las nuevas fiestas había corrido velozmente, y todo el país se moría de ganas de verlas antes que fuesen instituidas en las localidades; y como hasta el día que esto ocurriera, el segundo muntu era festivo sólo en la corte, acudieron de los pueblos cercanos bandadas de curiosos, ávidos de olismear lo que pasaba. De todos los pueblos ribereños venían por el río hasta la catarata, sacaban a tierra sus canoas, y se presentaban en la colina llenos de cortedad y de azoramiento. De Misúa y de Cari por tierra, y de Ancu-Myera, Ruzozi y Mbúa por los vados, llegaban a pie, trayendo algunos por delante las carretillas de mano con la merienda. Los reyezuelos Ucucu, Churuqui, y Nionyi y muchos uagangas, figuraban entre los concurrentes, y fueron recibidos y agasajados por el rey, por mí y por los consejeros. No faltaron murmuraciones contra esta invasión de gente forastera, pero la solemnidad del día no fue turbada por ninguna imprudencia, ni hubo crímenes que lamentar.

Yo estaba como sobre ascuas, temeroso de que hubiera colisiones entre los bandos, o de que mis planes quedasen en agraz a causa de alguna peripecia imprevista. En esta angustiosa situación de espíritu me sobrecogió la hora de dar principio a la fiesta. Seis eran las víctimas predestinadas: un acca, acusado de robo de tinturas de las que yo gratuitamente repartía a todo el mundo, y dos indígenas, sorprendidos en flagrante delito de robo en los campos del famoso innovador y ladrón Chiruyu. Todos éstos eran antes castigados con pena de azotes; pero ahora se les sometía a la nueva prueba judicial. Además había tres reos de muerte, tres profanadores enviados desde Upala, Mbúa y Ancu-Myera, como delicada atención de los tres reyezuelos que asistían al espectáculo. Los reos de muerte formaron el primer grupo, destinado a combatir contra dos búfalos, los mismos que inauguraron las corridas. Esta vez el combate fue más breve, pues los búfalos, con la primera lección, habían adquirido una notable maestría en el arte de dar cornadas certeras, mientras los reos eran novicios y no habían visto la corrida anterior. En cosa de un cuarto de hora los tres desventurados profanadores hallaron el fin de su vida, amargado aún por los insultos del populacho, que deseaba muriesen dando muestras de serenidad y de valor. Los otros tres delincuentes debían luchar uno a uno contra una pantera del Unzu, donde, según fama, se crían las más feroces de todo el país. Este combate fue más reñido y más animado. El enano pereció casi sin luchar, porque los accas no eran buenos cazadores; pero los indígenas, habituados a estos arriesgados ejercicios, acudían a mil tretas, ataques falsos, huidas, gritos y demás artimañas, de resultados seguros cuando van acompañadas de la lanza o del cuchillo. Aun sin armas, el último de los combatientes estuvo a punto de ahogar a la pantera entre sus robustos brazos, y la dejó por muerta sobre el césped. Una gritería enloquecedora saludó a este primer triunfador, que inmediatamente fue puesto en libertad, curándole yo mismo las numerosas heridas que recibiera en la lucha.

Sin embargo, la pantera se repuso poco a poco de su desmayo, se levantó, miró a todos lados con ojos imbéciles, y después de dar varias vueltas por el circo, aún tuvo fuerzas para ensañarse con los despojos inertes de los gladiadores que sucumbieron en la tremenda jornada, hasta que los laceros la encerraron en su prisión. Varios mnanis penetraron en el redondel y retiraron los restos de las víctimas, que en premio de su bella muerte no fueron ya abandonadas a las hienas, sino sepultadas al pie de un árbol, al son de los laúdes. Con tan varias y nuevas impresiones, los cortesanos y los forasteros estaban fuera de sí, subyugados por la grandeza y majestad del acto que presenciaban. Si grande era la satisfacción cuando los reos sucumbían, no fue menor cuando uno de ellos venció en el combate. De un lado se calmaba el apetito de ver brotar la sangre humana a la luz del sol; de otro, la vanidad de la especie. Las injurias contra los vencidos eran un desahogo benéfico de las malas pasiones que, por desgracia, sienten estos hombres unos contra otros; los aplausos al vencedor satisfacían otra necesidad muy urgente: la del engreimiento del hombre delante de todos los demás animales, sobrepujándoles por la fuerza o por la astucia. El reo victorioso fue aquel día un héroe popular; todos le admiraban y le envidiaban; se inventaron varias historias para probar que era inocente y que había sido injustamente acusado, y el rey le ofreció un cargo público local.

Después de un largo intervalo comenzó la segunda parte del programa. Más de veinte paladines, armados de lanzas y de cuchillos, pisaron la arena. Entre ellos estaba el valiente Ucucu, el joven y guapo consejero Rizi, mi hijo Mjudsu, notable por su corpulencia, y otros cuatro uagangas; los demás eran mnanis y personajes distinguidos de la corte, de Mbúa y Upala, patria de los más atrevidos cazadores. Tocó el rey el cuerno, y salió a la plaza la enardecida pantera, recelosa de verse entre tantos enemigos y turbada por el clamoreo de la muchedumbre. El bello Rizi se puso a cuatro patas, con el cuchillo en la boca, y, rápido como una saeta, partió contra la fiera, que, acorralada junto a la puerta de su jaula, se agachó y se apercibió para embestir. De repente, Rizi se incorporó, y, sesgando el cuerpo, le asestó una furiosa cuchillada; la pantera huyó a medias el golpe, que fue a herirla en un brazuelo, y revolviéndose contra su acometedor, le clavó una garra en el hombro y otra en la cabeza y le tiró una tremenda dentellada en la garganta. El valiente Ucucu acudió a socorrer a su hijo, y la pantera, al verle, soltó su presa; pero Ucucu, encegado, la persiguió alrededor del circo, la hirió por detrás con la lanza, y cuando la fiera se volvió para defenderse a la desesperada, se abalanzó sobre ella y la clavó el cuchillo hasta el mango en medio del pecho, recibiendo sólo una uñarada en el brazo izquierdo. Mientras tanto, el pobre Rizi yacía agonizante en el suelo, y no tardó en expirar en los brazos de su padre y rodeado de los demás combatientes. Retirado del redondel, Ucucu abandonó también el campo, llevando consigo la pantera, premio de un brillante triunfo, enturbiado tristemente por la malaventura de su hijo.

Quedaron los demás lidiadores distribuidos por la plaza, esperando la salida de los búfalos. El sol declinaba ya, y los espectadores contenían el aliento, temerosos de perder algún detalle del nuevo y más tremendo combate. Los dos búfalos se plantaron en medio del circo, como dudando entre atacar o defenderse. Un esforzado cazador de Upala fue el primero en romper plaza; desde la barrera, donde, como los demás, estaba resguardado, arrancó a correr por medio del ruedo, y al pasar por delante de uno de los búfalos, le tiró la lanza contra el testuz con tanto tino, que la bestia resopló ron-camente, dio un bramido e hincó la rodilla. Todos la creímos muerta, pero aún se levantó y anduvo, tambaleándose una buena pieza, e intentando acometer, hasta que con varias lanzadas sin arte la acabaron los demás campeones. El de Upala le cortó la cabeza, que fue el premio de la victoria.

El segundo búfalo tuvo la muerte más dura; aunque muchos intentaban repetir la suerte que tan buena cuenta había dado del primero, no fueron afortunados, y sólo conseguían irritar más al cornúpeto, que en sus carreras cogió y volteó a tres lidiadores, hiriéndolos gravemente. Uno de los mnanis, familiarizado con las decapitaciones de seres humanos, intentó dar muerte a su enemigo clavándole el cuchillo en la nuca; el búfalo le enganchó por un sobaco, y, a pesar de que le acosaban los demás lidiadores, le paseó por el ruedo, y después de soltarle y recogerle varias veces, le dejó muerto en medio de él. Entonces, sobreponiéndose al miedo que era natural sintiesen todos, mi hijo, el corpulento Mjudsu, el de la trompa de elefante, corriendo por detrás de la fiera, montose sobre ella, abrazándose a su cuello. El búfalo corría y bramaba, y se sacudía con tal fuerza y ceguedad, que fue a topar contra la verja, donde quedó enganchado por los cuernos; Mjudsu aprovechó hábilmente esta feliz coyuntura, y cogiendo el cuchillo que tenía sujeto entre sus dientes, le remató con el aplomo y arte de un puntillero de oficio.

Mujanda dio por terminada la función, y el público, gritando y vociferando, abandonó los tablados. Una vez en tierra, yo ordené que todos los hombres se pusieran en filas, y llevando entre ellos, en dos carretillas, los restos mortales del bello Rizi y del mnani, todos nos encaminamos al baobab funerario, donde les dimos sepultura, no sin que yo pronunciara un breve elogio de los finados. Mujanda nombró en el acto para la vacante de Rizi a mi hijo Mjudsu, uaganga del ala central, y concedió la dignidad de uaganga al diestro cazador de Upala. Este detalle de la fiesta no era el menos interesante, pues con él se demostraba que, aparte de otras ventajas, el nuevo afuiri tenía la de aclarar las filas de los pretendientes y aumentar las probabilidades de obtener bellos cargos. Con esto se me quitó un gran peso de encima, viendo el felicísimo remate que tantas y tan diversas y azarosas peripecias habían tenido, y el artístico equilibrio con que se habían ido sucediendo. El triunfo era total y definitivo. Mientras los de la corte nos quedamos apurando las últimas delicias del día histórico en la hermosa colina del Myera, los forasteros se marchaban a gran prisa, llevando por todo el país la buena nueva. Para el siguiente afuiri, no hubo pueblo que no tuviera su circo y que no lo utilizara como en la corte. Se acabaron las excursiones judiciales; cayó en desuso el antiguo enjuiciamiento criminal; mis auxiliares, al perder gran parte de sus atribuciones, adquirieron mayor realce e influencia. Las artes, el espíritu de sociabilidad, el entusiasmo caballeresco, adelantaron mucho.