La de Bringas: 28

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XXVIII
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
Vagaban indolentes por la terraza, como si hicieran tiempo, Pez, Rosalía y la hermana del intendente. Ésta fue a la vivienda del sumiller, y la elegante pareja se quedó sola... El pobre don Manuel era en verdad digno de lástima. La monomanía religiosa de su mujer llegaba ya a tan enfadoso extremo que no era posible soportarla...
-¿Qué cree usted?, me incocoraba tanto oír a Serafinita el cuento, ya tan viejo y resobado de sus penalidades, que estaba deseando echar a correr... Aquella voz de canturria de coro y aquellos suspiros de funeral me atacan los nervios... Yo soy religioso y creo cuanto la Iglesia manda creer; pero esta gente que se acuesta con Dios y con Dios se levanta se me sienta en la boca del estómago. Esa Serafinita es la que le ha sorbido los sesos a mi pobre Carolina, es la autora de mi desgracia y del aborrecimiento que tengo a mi propio domicilio... ¡Oh!, amiga mía, no sabe usted qué enfermedad tan triste es esa del horror a la casa... Felizmente no la conoce usted... Yo quisiera estar fuera todo el día, y no parecer por allí... Insensiblemente me acostumbro a considerar como casa propia la casa de mi amigo, y ni un instante se me va del pensamiento la comparación entre el calor cordial de aquí y la frialdad seca de allá... Soy hombre que no puede vivir sin cariño. Es para mí tan necesario como el aire. Sin él me asfixio, me muero. Allí donde lo encuentro, armo mi tienda y allí me quedo...
Isabelita y Alfonsín pasaron corriendo. Iban sofocados, sudorosos, de tanto como habían bregado en la galería del piso tercero con Irene y las chicas del jefe de cocinas.
-¡Hija, cómo estás! -dijo Rosalía, deteniendo a la niña-. Tienes la cara como un cangrejo cocido... Ahora corre aire..., métete en casa; no te constipes... ¿Y este granuja...? ¿Ve usted cómo viene?, todo roto y hecho un Adán. Mire usted qué rodillas... Si se le pusiera traje de hierro lo mismo lo rompería...
-¡Qué gracioso barbián! Es de la piel del diablo... Éste será un hombre -indicó Pez besándole, y besando también a la niña.
-Dame cuartos -dijo el pequeño con descaro.
-¿Ve usted qué pillete?..., ¡chico!..., ¿qué es eso?... No haga usted caso. Tiene la mala costumbre de pedir cuartos a todo el mundo. No sé dónde habrá aprendido tales mañas. Es una risa... Una tarde que les llevé a que les viera Su Majestad..., ¡bochorno mayor no he pasado en mí vida! No había medio de hacerles hablar una palabra: de repente, este bribón se planta, mira a la Reina con la mayor desvergüenza del mundo, y alargando su manocita... «dame cuartos». Su Majestad rompió a reír.
-Bien, señorito precoz, toma cuartos.
-¿Qué hace usted? Si los quiere para comprar porquerías... Esta tonta no pide; pero cuando se los dan los toma. No crea usted que es gastadora. ¡Quia! Todo lo va guardando en su hucha y tiene ya un capital. Ésta sale...
-Sale a papá...
-Vaya, a casa, que os enfriáis aquí... ¡Cómo sudas, hija!... Allá voy en seguida.
De cuatro brincos se pusieron en la puerta de la escalera de Cáceres, y por allí pasaron a su casa. Pez dio un suspiro. Rosalía llevaba en su mano una rosa medio estrujada, olorosísima, en cuyo cáliz introducía la nariz de rato en rato, cual si quisiera aspirar de una vez todo el aroma contenido en ella. Tal flor era digna funda de nariz tan bonita.
-Porque usted -dijo Pez volviendo a su tema quejumbrón- tendrá al fin que echarme de su casa..., tan pegajoso e impertinente soy.
Ella debió de contestar que no había para qué expulsar a nadie, y él, animándose, pidió perdón de su apego a la familia Bringas... Privarle del consuelo de tales afecciones habría sido una crueldad; y hablando en plata, el foco de atracción... sí, ésta era la palabra, el foco de atracción... «no encuentro que esté tanto en mi buen amigo como en mi amiga incomparable. Usted me comprende mejor que él y que nadie. Es particular; el día en que no puedo cambiar dos palabras con usted parece que me falta algo, parece que no tienen jugo que beber las raíces de la vida, parece que se seca la savia del ser...». Tiraba Pez hacia lo poético y filosófico, y Rosalía, oyéndole con henchimiento de vanidad y de nariz, aplastaba contra ésta la rosa, cuya fragancia les envolvía a entrambos.
-Esta simpatía irresistible es más fuerte que yo. Prohíbame usted venir, y verá cómo se extingue una vida consagrada en otro tiempo a la familia, y siempre al servicio del país...; hará usted el mayor daño que se puede hacer a un hombre..., sin provecho de nadie...
No debió ella de mostrarse muy arisca, porque el otro expresó su deseo de que se vieran más a menudo... Cuando el pobrecito Bringas se curase, ¿por qué no habían de verse con frecuencia y de modo que pudieran hablar con alguna libertad...?
Aún había mucho que decir; pero no era posible prolongar el paseíto. Al llegar a la puerta de la casa, salió Isabelita al encuentro de su mamá gritando con inocente júbilo:
-¡Papá ve, papá ve!
Entraron apresuradamente Rosalía y Pez, poseídos de gozo por tan buena nueva, y vieron a don Francisco que se paseaba de largo a largo en Gasparini con la venda alzada, gesticulando, tan nervioso y excitado que parecía demente.
-Nada más que un poco de escozor, una penita... Pero todo lo veo... A usted, querido Pez, le encuentro más joven... Pues mi mujer se ha quitado quince años... ¡Por vida del sayo de las once mil vírgenes...! Estoy loco de alegría... Nada más que un borde rojizo en los objetos, nada más..., la claridad me ofende un poco... Cuestión de algunos días... Abrázame, mujer, abrazarme todos...
-No cantes victoria, no cantes victoria tan pronto -indicó Rosalía, flechada súbitamente por un pensamiento triste en medio de su alegría-. Hay que temer la recaída... A ser tú, yo no me quitaría la venda.
-¿Qué es esto? -dijo el médico, que entró sin anunciarse-. Jarana tenemos? ¿Qué correrías son ésas, amigo Bringas? La venda... No hay que fiar todavía.
-Claro es que no conviene. Un poco más de paciencia, hombre. Luego los baños...
-¿Qué baños?..., yo no voy a baños -aseguró Thiers dejándose poner la venda por las autorizadas manos del médico-. No los necesito. No me vengan con papas.
-Eso lo veremos -manifestó el doctor con bondad-. Ahora a la cárcel otra vez. No se me escape usted antes de tiempo, que podría suceder que la prisión se alargase más de lo regular. Vamos muy bien, vamos muy bien, y llegaremos si seguimos despacio.
La luz crepuscular con la cual nuestro querido Thiers había tenido el gusto inmenso de probar el restablecimiento de sus funciones ópticas, se desvanecía lentamente. Por fin, la habitación se alumbraba sólo con el resplandor que el sol había dejado en el cielo detrás de la Casa de Campo, y aquél era tan fuerte como el llamear de un incendio. Rosalía quiso encender luz, pero Bringas saltó vivamente con la observación de que la luz no hacía falta para nada...
-Eso es, lamparita para que nos asemos de calor... Dispense usted, señor don Manuel; pero me parece que estamos mejor a oscuras... Paquito, abre toda la ventana. Que entre el aire, aire, aire...
Poco después, Bringas, cansado de oír las anécdotas universitarias que su hijito le contaba, dijo en voz alta:
-Señor de Pez... ¿No está?
-No está -observó Paquito.
-¡Rosalía!
-¡Mamá! -gritó el joven llamando.
Poco después apareció Rosalía. Su majestuosa figura, fantasma blanco en medio de la sombra, traía como un misterio teatral a la solitaria habitación en que el padre y el hijo estaban, rodeados de tinieblas e invisibles.
-¿Se ha marchado don Manuel?
-No, está en el balcón de la Saleta, contemplando..., siento que no lo puedas ver..., contemplando el resplandor que ha dejado el sol hacia Poniente... Es como si se estuviera quemando medio mundo.
-Ve, no le dejes solo... Hoy le hice una pequeña indicación acerca del ascenso del niño, y me parece que no lo ha tomado mal. Dijo un veremos que me ha olido a sí... ¡Ah!, no olvides que a las nueve menos cuarto hemos de cenar.
A dicha hora despidiose Pez, y Rosalía, trocando su galana bata por otra de trapillo y sus zapatos bajos por unas zapatillas de suela de cáñamo, empezó a disponer la cena. Quejábase de un fuerte dolor de cabeza y no tomaría más que un poco de menestra. Su marido le rogaba que se recogiera; más ella «tenía harto que hacer para acostarse tan temprano...». ¡Ay!, la tertulia de doña Tula y aquel charla que te charla de Pez y Serafinita, habíanle puesto su cabeza como un bombo... Luego el don Manuel era capaz de dar jaqueca al gallo de la Pasión con la cantinela de sus lamentaciones. Ya eran tantas sus calamidades que Job se quedaba tamañito.
-En fin, hija, acuéstate, para que descanses de toda esa monserga... Es preciso oír con paciencia todo lo que Pez nos quiera contar, porque... ya ves lo que dice. Somos su paño de lágrimas, y aquí viene el pobre a desahogar sus penas.
Hizo al fin Rosalía lo que su esposo le ordenaba. Levantados los manteles, se apagaron las luces, y encargado Paquito de dar a su papá las medicinas que tomaba más tarde, la cabeza de la ilustre dama buscó descanso en las almohadas. El sueño, no obstante, vino tarde, tras un largo rato de cavilación congestiva.
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