La de los tristes destinos/VIII

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VIII

¡Ávila al fin!... ¡Alegre parada de veinticinco minutos! Hacia la fonda se precipitaron caballeros y damas, atraídos del vaho de una sopa caliente, turbia y aguanosa... Después de acechar la entrada del vejete en el comedero, acudió Santiago a la cita, llevando herramientas que le dio el buen Polop. Salió Patricia cuando él entraba en la berlina... Teresa le cortó el saludo con rápida frase y fuertes manotazos, que dieron con el cuerpo de él sobre los cojines. «¡Ingrato, ingrato, bandido, perverso, mal hombre!... Al fin has caído en mis manos... ¿Qué?, ¿te avergüenzas de verme? ¿La conciencia no te dice nada?». A este aluvión de palabras, que a despecho de su sentido literal eran intensamente cariñosas, Ibero contestó: «Déjeme que le explique... No alcanzo qué quejas puede tener usted de mí». Y ella, temblorosa, húmedos los ojos de un llanto discreto, le echó mano al pescuezo, diciéndole: «Tutéame, bandido, tutéame, o te ahogo, te mato ahora mismo. ¿Ya no te acuerdas de la noche de Urda?... Habíamos convenido en ser amigos, en que te dejarías guiar y proteger por mí, y a la madrugada, cuando yo dormía, echaste a correr sin despedirte... ¿Merecía yo ese desprecio?».

-No fue desprecio, Teresa; desprecio no.

-Pues fuera lo que fuese, ya has vuelto a mí, Santiago. El Destino, la Providencia, o los espíritus que andan al cuidado mío, al cuidado tuyo, nos han juntado en este camino, en este tren que vuela... Dime pronto, pronto, pues hay que aprovechar los minutos: ¿a dónde vas?, ¿estás empleado en el tren?... Me parece que no. Dímelo, cuéntame todo.

Con rápida frase, como el caso requería, la informó Ibero de su situación en el tren. Iba a Francia fugitivo, disfrazado... «Ya... -dijo Teresa-. ¿Crees que no te vi con Moriones una noche... antes del 22 de Junio? Bandido, ¿por qué no fuiste a que yo te escondiera, a que yo te aconsejara, a que los dos juntitos gritáramos: 'Prim... Libertad'?».

-Porque... no puedo decirlo en pocas palabras, Teresa... Sosiéguese usted... digo, tú... Sosiégate... Ya hablaremos.

-¿Cuándo, fementido; cuándo, pirata cruel y sanguinario? -gritó Teresa en un estado, más que nervioso, epiléptico-. Pues si tú vas a Francia, yo me voy contigo. ¿Tú emigrado?... Emigradita yo.

Confuso y aturdido el pobre muchacho, no supo qué contestar.

«Piensa lo que haces, Teresa» indicó al fin por no estar mudo.

-¡Pensar!... ¿Y qué sacamos de pensar, tonto?... Hagamos lo que nos manda el corazón, que es el amo. Los pensamientos, ¿qué son más que unos pobres criados suyos?... ¡Ay, Santiago, amigo del alma!, si tuviera yo tiempo de contarte... sabrías lo desgraciada que soy, y me tendrías lástima... (Llorando con pena honda y sincera.), me tendrías mucha lástima... Y si después de saber lo desgraciada que soy, no tuvieras tú ni siquiera lástima de mí, no podría vivir, créelo, no podría vivir.

-Ya me contarás -dijo Santiago, compartiendo con alma piadosa la emoción de su amiga-. Me lo contarás... Ya veremos dónde.

-Tú sigues a Francia; yo pararé en Zumárraga para tomar el coche de Arechavaleta... No necesito yo esos baños... es él, es don Simplicio quien ha de tomarlos... Después iremos a San Sebastián... Pero yo puedo disponer que vayamos a otra parte. Nada... me pongo malita, pido aguas de Cambo, barros de Dax, y amenazo con morirme si a Francia no me llevan... Santiago, ¡qué tonta soy poniéndome a llorar... cuando debiera estar contentísima! (Secando sus lágrimas.) Tanto como deseaba verte, y ahora... ¿Verdad que ya no seré desgraciada? ¿Verdad que tú...? Pero explícame bien. Vas disfrazado de mozo de la estación... ¿Prestas algún servicio?

-Yo propuse al conductor que me dejase subir a la garita para dar freno; pero no ha querido. Lo único que haré, después de media noche, será cantar: Señores viajeros, al treeen...

-¡Ay, qué bonito! Ya estaré yo con cuidado para oírte. No dormiré en toda la noche... Haz cuenta que estoy oyéndote, y cántalo por mí, para mí sola...

-Y en Zumárraga volveremos a vernos.

-Antes... En Miranda me has de ver. ¿Qué crees tú?, ¿que no sabré yo hacer cualquier diablura para que podamos hablarnos siquiera dos minutos? Allí pararemos bastante tiempo para tomar el desayuno... Accede a llevarme contigo a Francia, y verás qué pronto resuelvo yo la parte que me toca.

-Teresa, juicio... No vas sola... Algún lazo de afecto, de gratitud, o siquiera de interés, tienes con ese caballero anciano tan respetable...

-Todos los lazos quedan rotos cuanto tú quieras, y al anciano estafermo respetable le dejo yo plantado en cualquiera estación, y me voy tan fresca, con mi conciencia bien tranquila... Más te digo: me iré orgullosa y sintiendo en mí la dignidad que ahora no tengo, porque es digno, Santiago, es honroso para una mujer pasar de cosa vendible a persona que no se vende, se da... ¿Te asusta lo que digo? Yo doy mi corazón: lo doy a la pobreza, al vivir íntimo... No me digas que no lo comprendes, que no lo estimas, vagabundo mío, bandido mío... Ya que eres tú de los que piensan mucho estas cosas para decidirse, piénsalo de aquí a Miranda...

-No sería noble en mí darte una respuesta desdeñosa, Teresa -dijo Ibero, que en su aturdimiento veía ya clara la obligación de ser galante-. Tú mandas, Teresa; yo... obedezco como amigo y como caballero... Pero tengo que decirte, tengo que explicarte...

-Ahora no... -replicó vivamente Teresa, que atisbaba por la ventanilla-. Patricia, que está de guardia, me avisa que ya... Sal por la otra portezuela. Hasta Miranda.

Despidiéronse con apretones de manos y con un ligero estrujón, que fue como bosquejo de un abrazo. De las tres herramientas que Ibero llevaba, y que naturalmente no había usado, Teresa le quitó una, la llave inglesa, diciéndole: «Esta te la dejas olvidada. Vienes por ella después de amanecer y antes de llegar a Miranda. Fíjate bien... Adiós, locura mía... adiós...».

De regreso al furgón, Ibero encontró a su jefe comiendo tranquilamente con los acomodos más primitivos: por mesa, un baúl; por mantel, un periódico... Ternera, merluza, botella de vino. «Siéntate donde puedas, chico -le dijo el gran Polop-, y participa, que no se vive sólo de amor... ¿Con que tenemos enredito con señoras de la grandeza en la berlina?... Bien, bien. Dichoso tú, que estás en edad de merecer. Yo, aunque me esté mal el decirlo, también tuve mis veinte... y no me faltó una conquista de esas que recuerda uno toda la vida... Mil enhorabuenas... Bebamos ahora por la Libertad, porque sin libertad no hay conquistas, ni amor... Lo que yo digo: España para los españoles... y vivan las mujeres bonitas».

Con estas agradables expansiones, se les fue la prima noche. No tardó Ibero en trabar amistad con los demás sirvientes del Express, y pasada Medina, hizo ejercicios de gimnasia, recorriendo de un extremo a otro el tren en marcha, los pies en el largo estribo y las manos en los asideros de los coches. En la cantina de Valladolid conoció a un maquinista francés que le ofreció hospedaje barato en Bayona, y en la fonda de Venta de Baños le convidó a un café un revisor, que resultó protegido del Marqués de Beramendi, a quien debía su destino. Iba, pues, el muchacho contentísimo, y no tenía poca parte en su gozo la singular aventura Teresiana, que consideraba como un fugaz triunfo juvenil sin consecuencias graves en su vida ulterior. Y más interesado en aquel enredo con su imaginación que con otras partes del alma, después de media noche actuó de trovador, cantándole a su dama, al pie de la berlina, ya que no de la torre, la endecha quejumbrosa de Señores viajeros, al treeen... En ello ponía un sentimiento dulce y toda su voz potente y bien timbrada, que se había fortalecido cantando en los sublimes conciertos del viento y la mar.

Teresa en tanto, despabilada por el ardimiento cerebral y afectivo en que la puso el hallazgo de Ibero, no hacía más que mirar al cielo estrellado, y esperar de una estación a otra la cantinela del amante trovador, en quien cifraba la ventura de una nueva vida, más soñada que real. Y cuando en el paso por la Bureba, la claridad del nuevo día despuntó sobre las cumbres pedregosas, iluminando pálidamente lo distante y lo próximo, la pecadora sacó de su cabás un lapicito y papel, ansiosa de fijar con vaga escritura sus arrebatados sentimientos. Se sentía en soledad plácida, porque el Marqués y Patricia dormían profundamente. Ved lo que escribía en cláusulas sueltas, en truncados rengloncitos, a los que sólo faltaba el ritmo para ser versos:

«¡Qué bien ha cantado mi ladroncito bonito!... ¿A que no me adivinas lo que estoy pensando? Pienso que eres mi niño, un niño que yo he criado... Pillastre, déjame que te dé azotes y que te bese los ojos... ¿Sabes una cosa? Que a mi parecer estoy loca perdida. Loca era yo, loca triste, y ahora soy loca alegre, porque Dios me ha dejado encontrar al loquero de mi alma... No te escapas ahora: ven a tu cárcel, ven a mi corazón, donde nos cargaremos de cadenas amorosas. Yo seré tu carcelera, tú mi esclavitud... Ya es de día: canta, canta otra vez, y vuelve a pasar por debajo de este vidrio para que yo te vea... Aciértame ahora lo que pienso... Pues la luz del día me ha despejado la cabeza; ya veo claro que tienes razón cuando me recomiendas prudencia y juicio. No me robes con escándalo, ni con escándalo me iré yo contigo... Tú sigues a Francia, yo a donde me lleva este cataplasma... Espérame en Bayona. ¿Dónde te escribo? ¿A la lista del Correo? Pero si vas emigrado y perseguido, tendrás que cambiar de nombre. ¡Ay, Virgen del Carmen, qué contrariedad!... Bandolero mío, por todo el Universo, y por la salvación de todos los espíritus vagantes en los aires, dime dónde y con qué nombre te escribo... dímelo en Miranda... Bajaremos a la fonda. De algún modo te facilitaré yo que puedas hablarme... San Antonio bendito, ¿qué inventaré?».

En Pancorbo visitó Ibero discretamente la berlina para recoger la herramienta olvidada. Al ruido de la portezuela y a la bocanada de aire fresco, remusgó el Marqués desembozándose de la manta de viaje. Pero esto no fue obstáculo para que Teresa diese a Santiago, con la llave inglesa, el papelito que escrito había. En la soledad del furgón leyó el joven aventurero lo que le decía su ferviente señora. Las delirantes expresiones trazadas por el lápiz eran signo cierto de la extremada exaltación del ánimo de Teresa. Y quedó además el pobre chico en gran perplejidad por no saber qué señas darle de su residencia en Bayona, donde tenía que vivir con nombre supuesto. De estas dudas le sacó el bueno de Polop, con quien consultó el caso, recomendándole un hospedaje barato y seguro, donde podría confiar sin ningún peligro su verdadero nombre a la patrona más española, más liberal y discreta que en aquella fronteriza ciudad existía. Ya en la estación de Miranda, apuntó Ibero en un papel: La Guipuzcoane. Rue des Basques, y satisfecho de llevar a Teresa una solución lisonjera, entró en la fonda, donde los viajeros, extenuados por la mala noche, la emprendían con los tazones de leche caliente y de café recalentado. Imposible ponerse al habla con Teresa, porque a su lado estaba el que ella en su libre y nervioso estilo había llamado cataplasma. Pero en sus ojos puso la enamorada mujer, mirándole de lejos, tal fuerza de expresión, que Ibero se dio por informado del pensamiento de ella. Comprendió que Patricia le esperaba en la berlina. Allá fue... No se había equivocado. Recogido el papelejo por la muchacha, esta le dijo: «Mi señorita quiere que en la estación de Zumárraga se coloque usted donde ella le vea bien... vamos, que se ponga en el furgón de cola y nos eche muchos adioses... a mí no, a mi señorita, que está dislocada por usted...».

Y era verdad que Teresa padecía en grado máximo la dolencia de amor, para la cual no hay otra medicina que el amor mismo. A la salida de Miranda no faltó el flecheo de noviazgo entre furgón y berlina, y Santiago se dio el gusto de recorrer todo el tren por el estribo, que era como medir la calle haciendo el oso, y una vez y otra pasó rozando con la ventanilla tras de la cual penaba la dama cautiva... Y en Zumárraga infringieron tan descaradamente los novios o amantes las reglas del disimulo, que su muda despedida patética, con adioses mímicos a distancia, fue notada y reída por algunos viajeros y empleados del tren; que estas tonterías de amor siempre causan regocijo a los que ya no las gozan, o a los que las quisieran para sí... No se sabe cómo se las arregló la muy pícara para escribir en un margen de periódico las tiernísimas notas de la despedida. Ello fue hacia Vitoria, aprovechando una dormidita del cansado viejo. Patricia entregó la apuntación, que así decía, en Zumárraga, donde hubo tiempo para todo por la mucha descarga de baúles, y corriendo hacia Ormáiztegui leyó el galán estos frenéticos renglones: «Salvaje mío, me conozco y no tendré paciencia, ni prudencia, ni juicio... El mejor juicio es la locura... Yo pierdo el tino... me precipitaré, me perderé pronto. Benditos sean estos carriles que me llevarán a donde brillan tus ojos... Permita Dios que estos hierros se vuelvan oro... Tus ojos son el sol... y yo la luna de tus ojos... No me esperarás muchos días... Quien ha esperado una vida entera, no se detiene por una hora... Ya no estoy en mí... Prontísimo estará en ti tu... Teresa».

Camino de la frontera iba Santiago enteramente poseído de las inquietudes y mentales goces de aquella sin igual aventura. Si por una parte se sentía contagiado del amoroso desvarío de Teresa, y vencido de su hermosura y tentadores hechizos, por otra temía la interposición de aquel suceso en el camino del ideal a que consagraba su existencia. Cierto que no había de extremar su devoción al ideal hasta el punto en que la llevara don Quijote, sacrificando todo comercio de amor al respeto y fidelidad de la siempre lejana y apenas vista Dulcinea; pero tampoco debía entretenerse demasiado en el oasis que el azar le presentaba en su camino, porque corría el riesgo de no poder salir de él cuando compromisos y fines más altos se lo ordenasen...

Reflexionando en ello, vino a tranquilizarse con esta idea: «Bien haré en tomar el recreo del alma y de los sentidos que ahora me depara la suerte. Teresa inspira ternura, lástima; es hermosa y amante; es débil, es desgraciada; venga, venga pronto, y su soledad y la mía se consolarán una con otra. No veo ningún peligro para el porvenir, porque ello ha de ser breve. Estas mujeres tan corridas aman con arrebato, pero varían como las veletas... No pueden vivir sin lujo... Bien sabe Teresa que soy pobre, que de mis padres poco puedo esperar por ahora... Ya veo a mi conquista dando media vuelta en busca de la nueva ilusión...».

Entretenido con estos pensamientos, que llegaron a cautivarle más que los de la política, pasó la frontera sin tropiezo alguno, y poco después dio con su cuerpo en la hospitalaria Bayona, que era para muchos como una penetración de España dentro del suelo francés... y para que todo fuera buena suerte en aquel viaje, apenas puso Ibero el pie en la estación, le salió un amigo...