La de los tristes destinos/XV

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XV

En este punto, la Reina, contestando a la última frase de María Ignacia, decía: «Sí, sí: ya sé que sois muy religiosos. Es la tradición de vuestra casa... Más arraigada estará la buena doctrina en ti y en tus hijos que en tu marido. (Risueña, mirando a Beramendi.) Porque de la religión de ese no me fío yo... Está imbuido en las ideas que hoy enloquecen al mundo...».

-Permítame Vuestra Majestad -dijo con prontitud el aludido-, que me defienda de esa injusta acusación. Yo...

-No, no entremos ahora en esas honduras -indicó Isabel bondadosa, tolerante-. Los hombres... ya se sabe... o tienen bula, o se la toman, para ser un poquito incrédulos.

-Señora, yo aseguro a Vuestra Majestad que las libertades que me da esa bula no las utilizo más que para pensamientos y acciones en honor y provecho de Isabel II y de su Real Familia.

-Está muy bien. Sé que eres bueno, leal. Yo te cuento entre los mejores. Te quiero mucho, Beramendi. A ti y a todos los tuyos estoy muy agradecida.

Siguieron a esto palabras respetuosas de ambos cónyuges y un tímido murmullo de la niña. Doña Isabel, árbitra de los tópicos y giros de la conversación, la llevó a donde quiso, preguntando a los Marqueses por la educación de sus hijos, si eran aplicados, si adelantaban... Divagó María Ignacia; divagó también Felicianita, reseñando las prácticas de su colegio, y Fajardo, a quien la esposa echaba miradas terribles reconviniéndole por su silencio, habló con afectado calor de los sistemas educativos, concluyendo por ensalzar como más excelente el que se seguía y observaba con el Serenísimo Príncipe don Alfonso. Por creerlo así, pensaba ponerle a Tinito un profesor de Religión y Moral que fundamentara en el corazón del niño la fe, las virtudes...

Contra lo que todos creyeron, doña Isabel no dio importancia a esta piadosa idea, o se había distraído pensando en cosas distantes. Algo habló en voz queda con María Ignacia, y en tanto el marido de esta se despachó a su gusto, soltando diques, no a la palabra, sino al pensamiento, en esta forma cruel: «Pobre Majestad, las ridiculeces de la etiqueta que han inventado los adornados caballeros palatinos para incomunicar a los Reyes con el sentimiento nacional, me obligan a no decirte la verdad. Ninguno de los que venimos a rendirte acatamiento te ofrecemos la verdad, porque te asustarías de oírla. Ni aun los que más entran en tu intimidad entran con la verdad. A tu intimidad llegan mintiendo, puesta la imaginación en sus provechos... Recibe, pues, bondadosa Isabel, el homenaje de mis doradas mentiras. Cuanto te he dicho esta tarde es una ofrenda de flores de trapo, únicas que se reciben en los regios altares... Tú, más que otros reyes inclinada a lo familiar y plebeyo, dejas que llegue a ti la verdad española en cosas externas, decorativas y verbales; pero en las cosas de carácter público no quieres más que la mentira, porque en ella estás educada, y falsedad es la misma capa religiosa, mejor dicho, velo transparente, con que quieres encubrir tus errores políticos y no políticos, Reina descuidada y sin ventura».

Lo que se decían la Reina y María Ignacia llegaba muy apagado a los oídos de Beramendi. Más claramente percibía el murmullo de la conversación de los dos niños viendo y comentando las estampas, y el ruido de las luengas hojas de papel cuando la mano de Alfonso las volvía. Doña Isabel alzó la voz con esta frase: «María Ignacia, quiero darte la banda de María Luisa... No me perdonaré nunca no haberlo hecho antes. Ha sido un descuido... Soy muy descuidada, ¿verdad?». La Marquesa se deshizo en cumplidos y gratitudes, y Beramendi no tuvo más remedio que decir: «Señora, las bondades de Vuestra Majestad no tienen límite. ¿Cómo expresar a la graciosa Soberana nuestro agradecimiento?». Y mientras Isabel hablaba con Ignacia de otras mercedes para sus hijos, Beramendi soltó así el pensamiento: «Para nada nos hace falta ese cintajo... Lo tomamos, porque si tú admites nuestros homenajes mentirosos, de ti recibimos la mentira, o sea los signos de vanidad. Rey y pueblo nos engañamos recíprocamente, obsequiándonos con trapos pintados que parecen flores, y con honores pintados o escritos que parecen afectos».

Isabel decía: «Tengo que daros otro título, un titulito de Conde o Vizconde, que pueda lucir vuestro primogénito cuando llegue a la mayor edad...». María Ignacia no tuvo más remedio que coger el incensario y echar sobre la Reina este humo espeso y oloroso: «Señora, Vuestra Majestad nos abruma con sus mercedes. ¿Qué hemos hecho nosotros para merecer tales honores?». También sahumó de lo lindo el Marqués, y su mujer añadió: «Nuestra Reina es la misma bondad. Por eso la quieren tanto los españoles...».

-¡Ah!, no, no -exclamó Isabel con dejo de melancolía-: ya no me quieren... ya no me quieren como me querían... y muchos me aborrecen... no por culpa mía, pues bien sabe Dios que yo no he cambiado en mi amor a los españoles... Pero las cosas han venido a esta tirantez... ¡qué sé yo!... por acaloramientos de unos y otros... ¿Verdad, Beramendi, que no tengo yo la culpa?

Y el agudo Fajardo saltó y dijo con exquisita ficción cortesana: «Ninguna parte tiene Vuestra Majestad en esta situación embrollada y penosa. Ello es obra de los hombres públicos, movidos siempre de la ambición, del egoísmo...».

-¿Crees que esto se despejará, que se calmarán las pasiones?

-¡Oh, Señora!, yo espero que el Gobierno irá confirmando su autoridad, y que los que están en rebeldía reconocerán su error...

-Eso me dicen todos, ya, ya... -indicó Isabel con ligera inflexión picaresca en sus labios, hechos al concepto maleante-. Veremos por dónde salimos. Yo confío siempre en Dios, que creo no me abandonará.

Y mientras las Reina, volviéndose a María Ignacia, desarrollaba la misma idea en forma familiar, Beramendi le dirigió con el pensamiento estas graves razones: «No invoques el Dios verdadero mientras vivas prosternada ante el falso. Ese Dios tuyo, ese ídolo fabricado por la superstición y vestido con los trapos de la lisonja, este comodín de tu espiritualidad grosera, no vendrá en tu ayuda, porque no es Dios, ni nada. Te compadezco, Majestad ciega, dadivosa y destornillada. Los que tanto te amaron, ahora te compadecen... Has cometido la torpeza de convertir el amor de los españoles en lástima, cuando no en aborrecimiento. Yo reconozco tu bondad, tu ternura; mas no bastan esas prendas para regir a un pueblo... El pueblo español se ha cansado de esperar el fruto de ese árbol de tu bondad, que has entregado al fariseísmo para que lo cultive».

Y cuando Isabel, poniéndose en pie, señaló el término de la visita, y prodigaba sus afectos a María Ignacia y a la inocente Feliciana, Beramendi arrojó sobre la Majestad esta muda salutación de despedida: «Adiós, Reina Isabel. Has torcido tu sino. Empezaste a reinar con las caricias de todas las hadas benéficas, y esas hadas protectoras se te han convertido en diablos que te arrastran a la perdición... Como en tus oídos no sabe sonar la verdad, no puedo decirte que reinarás hasta que O'Donnell dé permiso a los Generales de la Unión para secundar los planes de Prim. ¡Pobre Reina!, ¿cómo decirte esto? Me tendrías por loco, me tendrías por rebelde y enemigo de tu persona, y asustada correrías a pedir consuelo a tus diablos monjiles, y a la odiosa caterva que ha levantado un denso murallón entre Isabel II y el amor de España... Y al separar de tu nombre mis afectos, te digo: 'Adiós, mujer de York, la de los tristes destinos... Dios salve a tu descendencia, ya que a ti no te salve'».