La de los tristes destinos/XXVI

De Wikisource, la biblioteca libre.

XXVI

Clavería dijo a don Manuel que los dos hombres allí presentes eran de los que enviaba Ramón Lagier para tripular el barco misterioso; y como Zorrilla manifestase que aquel asunto no estaba en sus manos, y no podía darles hasta el siguiente día indicación clara de lo que habían de hacer, soltó Nonell con la bocina de su ronca voz estas estridentes razones: «Yo estoy bien enterado, señor Ruiz, pues Ramón Lagier me dio en Marsella completa guía para todo lo que tengamos que hacer aquí. En el forro de mi sombrerete llevo apuntación con las señas de la correduría que despacha el vapor, Billiter street, y las señas de nuestro alojamiento en las Minories, cerca de la Torre de Londres y de los diques de Santa Catalina, donde amarrada está la embarcación. Yo iré de piloto, y este joven de marinero. Somos partidarios frenéticos de Prim, bien probados en Barcelona y en Madrid con el peligro de nuestra pelleja».

Con esto se retiraron los tres muy contentos, dejando a don Manuel no menos gozoso y animado. Al día siguiente, quiso Clavería que Ibero le acompañase a pasear por Picadilly, Pall Mall y los parques; pero Santiago, con fogosa querencia de las aventuras, prefirió lanzarse al conocimiento de lo que en su imaginación se representaba con descomunal grandeza y atractivos: los diques de flotación, los inmensos trasatlánticos, el Támesis, la Torre de Londres... Salió, pues, tempranito con el fantástico Nonell; en el Puente de Waterloo metiéronse en uno de los vaporcitos que hacen el servicio urbano en ambas orillas, y se fueron río abajo, admirando la acumulación de maravillas que en ninguna otra parte del mundo se pueden ver. Iba Santiago con la boca abierta; no hablaba para no quitar espacio ni tiempo a su asombro. Después, paseando en tierra, los diques de Santa Catalina y London, la muchedumbre y variedad de barcos de todos tamaños y de diferentes banderas; los inmensos almacenes abarrotados de cuanto Dios crió en las cinco partes del mundo; los trenes que sin cesar cruzaban, llevando y trayendo mercancías, diéronle la impresión de haber caído en un planeta esencialmente comercial, todo carbón, fardos, máquinas, humo. Sus habitantes eran negros demonios benignos, que colaboraban en el bienestar universal.

Para concluir de embriagarle y enloquecerle a fuerza de admiración, Nonell le condujo al Túnel bajo el Támesis, con lo que quedó el pobre muchacho enteramente trastornado. «Si esa bóveda fuera de cristal -le dijo el catalán cuando se hallaban a la mitad del tubo-, veríamos el agua del río, y en el agua las quillas de los barcos. Esto viene a ser el mundo al revés, y más sorprendente que andar en globo por los aires...». Por fin, poco después de anochecer, uno y otro cayeron rendidos en sendos camastros del posadón en que se alojaban, situado en una calleja del arrabal de Minories.

Atendida la primera de sus obligaciones, que era escribir a Teresa, dedicó Ibero el nuevo día con ardor impaciente a ver Londres, que, a su parecer, era como una provincia con calles. Echando un vistazo al barrio donde vivía, Minories, advirtió en los rótulos de las tiendas apellidos de claro abolengo hispano: Guevara, Rodríguez, Mondéjar... Pronto comprendió que eran nombres de judíos, y que estos abundaban en aquellos lugares. Entró en un Rastro que allí había, mísero bazar de ropas hechas, nuevas y baratas, o usadas y en buen uso, y cuando examinaba un colgadizo de chaquetones de pana, con idea de hacer alguna compra, salió al trato un hombre de rostro cetrino y pringoso. No entendió Ibero lo que le dijo; comprendió el marchante que se las había con un español, por alguna palabra de él cogida al vuelo, y acercándose más con afabilidad humilde le soltó esta frase: «Señor, ¿topa lo que le place?».

Ibero le miró; creía escuchar una voz que venía del tiempo de los Reyes Católicos; y así era, en efecto. El judío siguió hablando con él en la jerga que llaman judeo-español. Había oído Santiago que existían en diferentes partes del mundo hebreos de procedencia hispana que conservaban en sus hogares como reliquia preciosa la lengua de Castilla, y alegrose de comprobar por sí mismo el fenómeno... Como tenía que aprovechar el tiempo, despidiose del mercader judío, ofreciéndole volver a comprarle algo, y tiró con rápido andar hacia el Oeste.

Cerca de Royal Exchange compró un planito de Londres, y púsose a estudiar brevemente las vías principales y las líneas de ómnibus. Lo primero que tenía que aprender era la situación de la casa Blanco Brothers, en la cual había de presentarse aquel mismo día. Pronto la encontró: era un pasadizo afluente a Lombard street, muy cerca del sitio donde a la sazón se hallaba examinando su plano; mas como no era hora de visitas, resolvió emplear el rato de espera en recorrer la City, el Strand, y algo más si había tiempo. Subió a la imperial de un ómnibus, que le llevó a Trafalgar Square. De allí recorrió a pie la espléndida vía Whitehall, formada en parte por monumentales edificios antiguos y modernos. La mañana era brumosa; el sol no había devorado aún todas las gasas en que Londres desde su temprano despertar se envolvía.

La ciudad dejaba ver sus formas tras un velo tenue, que solía conservar con cierto recato pudoroso hasta muy avanzado el día. El sol mismo atenuaba sus rayos tras aquel velo, para que los londinenses pudieran mirarle sin quemarse los ojos... Los de Ibero no se saciaban del hermoso espectáculo que le ofrecían las maravillas de aquel trozo de la ciudad. Y cuando vio la masa gótica del Parlamento, cuyas líneas verticales parecían ascender de la tierra al cielo, estirándose y adelgazándose en la subida; cuando vio la torre y su reloj, cuya esfera y agujas eran tal vez para marcar horas gigantescas, no nuestras comunes horas; cuando, siguiendo hacia el río, llegó al puente, y contempló la enorme conglomeración de masas ojivales, Parlamento y Abadía de Westminster, todo envuelto en el vaporoso velo que espiritualizaba la piedra y desleía sus contornos en el gris dulce del cielo, creyó tener delante la representación del mayor esfuerzo de los hombres para establecer el imperio de la paz en el mundo. Esta idea extraña brotó en su mente, y en ella hizo su nido. «Los que han labrado esta colmena -se dijo- son las abejas de la paz, del bienestar humano». Él mismo se maravillaba de que tal idea hubiese entrado en él, y la agasajó en su cerebro para que no se escapase.

Después de abarcar con rápido golpe de vista el conjunto de las dos orillas del Támesis, mirado desde el puente de Westminster, corrió a la Abadía, revistó con arrobamiento febril las tumbas de los grandes hombres de Inglaterra, y desandando aprisa Whitehall, tomó el ómnibus para la City. Por el camino iba pensando mil extravagancias, nacidas del ideísmo pletórico que en su mente levantaron las grandezas que sólo en dos días había visto. Primero el espectáculo de Long Shore al Este, los diques, las naves, el inmenso trajín de la industria y el comercio; luego los monumentos del Oeste que declaraban la pujanza y solidez del Estado británico, reconcentraron sus pensamientos en esta noble idea patriótica: «¡Quiera Dios que con la Revolución que haremos pronto los españoles consigamos fundar un Estado tan potente, ilustrado y feliz como el de esta tierra nebulosa y fuerte!». Y creyendo en la posibilidad de tanta ventura, entró en la casa comercial de Blanco Brothers.

Recibido fue por dos individuos, un inglés tieso y un español flexible, que ya debía de tener noticia, no sólo de su llegada, sino de su persona y antecedentes, porque le acogió muy cariñoso, y le invitó a traspasar la verja de madera con rejillas metálicas. Encontrose Ibero frente a un señor larguirucho que escribía en un pupitre, y otro muy anciano que en aquel momento entró renqueando, apoyado en un bastón. Llegose al joven, y saludándole con paternal afecto, le mandó sentar, sentándose también él con lenta caída sobre la blandura de un sofá. Las primeras palabras, en un castellano plagado de elipsis y con notorias inflexiones inglesas, fueron para España y su hermoso cielo y su alegría picaresca. El señor anciano se regocijaba con las memorias de una patria que había perdido de vista medio siglo antes, sin haber vuelto a ella ni una sola vez.

Era también emigrado; pero de larga fecha, de la gloriosa y fecunda emigración de 1824, la importadora del régimen constitucional, y como el famoso relojero Losada, y Carreras, el acreditado tobacconist, encontró en Londres, con la hospitalidad, medios de labrar una fortuna. El buen viejo, asaltado de añoranzas, se deshacía en preguntas: «Dígame usted, joven, ¿se ha muerto Alcalá Galiano?». No estaba seguro Ibero de la respuesta, y en la duda, por no quedar mal, respondió que sí... Ya no vivía... era una lástima... Y siguió el señor Blanco, que así se llamaba: «Hace mucho tiempo que no sé nada de Argüelles...». Respondió Ibero con ingenua veracidad que en el mismo caso estaba él... Dijo después el anciano: «De Toreno me acuerdo perfectamente... Me parece que le estoy viendo... Aquellos hombres valían mucho, joven. Ya no hay hombres como aquellos... Yo los traté a todos... Fuimos amigos entrañables».

Sin duda el pobre señor no regía bien de la cabeza, porque varió súbitamente de conversación, diciendo: «¿Es usted aficionado a la música, joven?... Porque convendrá usted conmigo en que no ha nacido otra cantante como la Malibrán. Soy muy amigo de su hermano, Manuel García. En mi casa come todos los domingos... Yo sostengo que todas estas Pattis y todas estas Pencos no valen lo que el zapato de María Malibrán... Dígame otra cosa: ¿Espartero está bueno? ¿Vive todavía en Logroño?». Sin esperar respuesta, cambiando súbitamente de conversación, le dijo que si se proponía visitar todo lo notable de aquella gran capital, no dejara de ver la parra de Hampton Court, y los instrumentos de tortura que se guardan en la Torre de Londres... y que, según parece, eran los regalos que a Inglaterra llevaba la Armada Invencible.

Despidiose Ibero del venerable y simpático viejecito. Inmediatamente, el caballero que al entrar le recibiera, español neto por el lenguaje y el tipo, le manifestó que podía disponer del crédito abierto a favor suyo por el señor Santa María. Pidió y tomó Santiago cuatro libras para ir viviendo, y se retiró muy satisfecho y agradecido. El resto de la jornada lo empleó en tomar su lunch, en ver San Pablo y recorrer después toda Oxford Street, en rodear Hyde Park dando la vuelta completa a la Serpentine, y admirando el lujo de los paseantes en coche, a caballo y a pie.

En los siguientes días no pudo el riojano evadirse de acompañar a Nonell en las diligencias para el alistamiento del vapor misterioso. Conoció en estas faenas a varios mareantes catalanes y mallorquines, que con el propio objeto estaban en Londres. Asimismo pudo observar la variedad de hombres y razas que hormigueaban en los apartados cantones del East End. La diversidad de lenguas en aquella Babel a flor de tierra era otro motivo de sorpresa y asombro. Oyó Ibero su lengua propia, la italiana y francesa, y otras que le sonaban como jerigonza ininteligible. Vio tipos griegos, turcos, egipcios, australianos; vio a los que traen las sederías y el té de China, las perlas de Ceylán, las plumas y pieles africanas, el oro de California, las quinas de Arauco, el tabaco de Cuba, las esmeraldas del Perú, y las fieras y alimañas que de todo el mundo vienen a ocupar su celda en el Arca de Noé llamada Jardín Zoológico.

Los amigos españoles o ingleses con quienes hubo de intimar aquellos días, iniciaron a Ibero en el pasatiempo de las tabernas, mas sin lograr que tomase afición a las fuertes bebidas que allí se usan. La ginebra le repugnaba, transigía con el small whisky, aumentando la dosis de agua para atenuar considerablemente la graduación alcohólica. En los bar y cantinas, más que con la bebida, se embriagaba con la conversación, si encontraba españoles, franceses o catalanes. A la charla de los ingleses atendía para habituar su oído al idioma británico, cuya fonética era para él una música bárbara... En aquellas sesiones tabernarias surgían a menudo disputas que alguna vez acababan en pendencias y choques violentísimos. Ibero, por lo común, no rehuía su intervención en estas trapisondas, movido de su carácter impetuoso y de las aficiones guerreras de su niñez, que en momentos graves casi siempre reverdecían. Nonell le atajó más de una vez, librándole de compromisos y lances peligrosos.

Una noche de sábado, en un tabernucho de Whitechapel, hallándose con amigos franceses y catalanes, y turbamulta de ingleses que bebían como cubas y vociferaban como demonios, estalló una cuestión entre un francés y un griego: la disputa empezó por nada, y rápidamente se trocó en furibunda trapatiesta. Intervino Ibero con ideas de paz; pero de improviso metiose en el ruedo un maldito irlandés que solía gallear con insolencia en aquellas reuniones, y al verle junto a sí, el riojano alavés perdió la serenidad. Aquel hombre, que noches antes había soltado palabras despectivas y canallescas en un castellano soez aprendido en los muelles de Gibraltar, le cargaba lo indecible; sentía ganas hondas, instintivas, de darle dos patadas.

Pues, señor... llegó el bravucón irlandés despotricando en bárbaro lenguaje híbrido... Algún brutal injurioso disparate dijo de los españoles; mas la frase quedó bruscamente cortada por el tremendo bofetón que Ibero le descargó en mitad del rostro... ¡Inmenso tumulto, greguería espantosa! El irlandés volvió contra Ibero esgrimiendo los puños como mazas de hierro; otros dos boxeadores se abalanzaron sobre el español, que se vio precisado a sacar su navaja, aprestándose a una defensa rabiosa... Sabe Dios lo que habría pasado allí si al estruendo no acudiese la policía que rondaba la calle. Un policeman echó la zarpa a Ibero, ordenándole que entregase el arma; otro agarró al irlandés, ligeramente herido de navaja en el brazo izquierdo. Los boxeadores quedaron también detenidos, y... ¡hala!, ¡todos a la cárcel!

La gran desdicha de Ibero aquella noche fue que no estaba presente su amigo. Este llegó minutos después del suceso. Corrió detrás de los policemen que llevaban a los delincuentes... fue al depósito de prevención... Enterose allí del caso legal, que era delicadísimo por la herida de arma blanca que ostentaba como un trofeo judicial el gandul irlandés. Salió consternado Nonell, diciendo para su capote: «¡Pobre Iberillo, ya tienes para un rato!».