La de los tristes destinos/XXX

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XXX

Pasadas las efusiones del reconocimiento o anagnórisis, Lagier dijo a Ibero: «Acompáñame a unas diligencias, y luego te vienes conmigo a bordo, para que hablemos largo y tendido...». Así se hizo: pasó el riojano la noche en el Buenaventura, gozoso de platicar con su segundo padre. ¡Qué admirable coyuntura para hacerle confesión general de su vida en el tiempo que había corrido suelto por el mundo! Hablaron de política y de revolución, y Santiago abordó con valentía el magno asunto de su revolución propia, de sus amores con Teresa y de su firmísimo inquebrantable lazo de matrimonio libre, sin reparo ninguno de los antecedentes de ella y de sus pasados extravíos. Oyó Lagier la historia, sin reír como los anteriores oyentes, y vio toda la importancia y gravedad del caso, su fatalidad inevitable.

Apuró Santiago su dialéctica para obtener el exequatur de su maestro, y entre otras cosas muy pertinentes, dijo que no podemos ser revolucionarios en lo público y atrasados o ñoños en lo privado. Si se tira de la cuerda para lo de todos, tírese para lo de cada uno... Cierto que Ibero, al proceder de aquel modo, se ponía en desacuerdo con la sociedad, y levantaba un murallón infranqueable entre él y su familia. ¿Veía el sabio maestro alguna solución conciliadora? A esta pregunta contestó el buen marino, después de meditar en silencio acariciándose las luengas patillas, que si Santiago tenía medios de vivir en el extranjero con Teresa, trabajando los dos honradamente, diera un adiós definitivo a España, y se labrara una vida francesa del mejor modo que pudiese, con libertad y sosiego. Así, dejando pasar el tiempo, se vería libre de los disgustos que en España le ocasionaría el fanatismo. «Sí, hijo mío: el fanatismo tiene aquí tanta fuerza, que aunque parezca vencido, pronto se rehace y vuelve a fastidiarnos a todos. Los más liberales creen en el Infierno, adoran las imágenes de palo, y mandan a sus hijos a los colegios de curas... No sé hasta dónde llegará esta revolución que hemos hecho con tanto trabajo. Avanzará un poco, hasta que al fanatismo se le hinchen las narices, y diga: «Caballeros Prim y Serrano, de aquí no se pasa».

Muy del agrado de Santiago fue la exhortación a la vida en país extranjero, donde su doméstica revolución quedaría amparada de la tolerancia, y defendida del fanatismo español por los providenciales Pirineos... Elevando luego la cuestión a las esferas de la filosofía que profesaba, afirmó Lagier que si las almas de los fenecidos transmigran de uno a otro planeta, buscando nuevas encarnaciones, ya con el carácter remuneratorio, ya con el expiatorio, las almas de los vivos pueden y deben transmigrar dentro de la pequeñez de nuestro mundo, buscando su mejor estado y observando las leyes de la moral universal. Él no emigraba porque le tenían amarrado al terruño español su familia y el régimen de la Marina mercante.

«El que ande suelto -añadió-, haga efectiva su libertad, viviendo donde mejor le cuadre... Yo no hallo más inconveniente que la tristeza de tus padres por tu desvío. Siempre verán con cristales de fanatismo tu casamiento libre; nunca con los cristales de la ciencia eterna, que dan al amor su verdadero tamaño... ¿me entiendes?... Sed buenos, humildes, honrados, y puede que el tiempo os lleve a la reconciliación con tus padres y hermanos... Dificilillo es; pero quién sabe... Recordarás, Bero, lo que otras veces te he dicho. Nacemos como un libro en blanco, en el cual, conforme vivimos, vamos escribiendo una historia dictada por causas internas y externas, de que no sabemos darnos cuenta... Ocasión es esta de deciros una y otra vez a ti y a tu Teresa: 'Reconstruid vuestras personas con actos buenos, con actos independientes de los dogmas, y que arranquen de la pura conciencia'. Por mis lecciones sabes que en nuestra conducta influyen de un modo misterioso seres inteligentes e invisibles. Pon atención a lo que esos seres te digan... No te preocupes de las experiencias y comunicaciones. Los buenos espíritus vendrán a ti sin que tú los llames... En tus soledades y tristezas vuelve los ojos al mar, si tienes ocasión de verlo, y al cielo: ellos te darán la impresión de lo infinito. Ante lo infinito, eleva tu conciencia, y Dios será contigo».

De estas apacibles lecciones, dulcemente acogidas por el alma de Ibero, pasó Lagier a referir a su amigo las fatigas que había pasado en Tenerife para embarcar a los Generales. «A los tres días de navegación -dijo-, llegué al Puerto de la Orotava al amanecer. Paré la máquina; al poco rato vi una lancha que venía en demanda de mi barco. Esto no es nuevo en aquellas costas. A menudo pasa un vapor preguntando: '¿Hay cochinilla que embarcar?'. Y de tierra vienen a decirnos las condiciones de flete. El patrón de la lancha me trajo una carta anónima que decía: 'No estamos preparados para el embarque. Váyase de vuelta afuera hasta el lunes 14, a las doce de la noche, que se acercará con un solo farol, para que embarquemos... Aléjese mucho para no ser visto'. Yo contesté: 'Conforme: no faltaré a la cita'. Dos días estuve voltijeando mar afuera. En la fecha convenida, a media noche, me llegué al Puerto de la Orotava, con sólo la luz del tope, apagadas las de situación. La noche era obscura, el cariz de mal tiempo... Acerqueme a la farola con precaución, moderando... No tardé en oír el compás de los remos de varias embarcaciones... Eran los Generales. Larga y penosa, por el picado de la mar, fue la travesía del puerto a mi barco... El primero que subió por mi escala fue el Duque de la Torre, a quien recibí en el portalón con un abrazo. Él suspiró y me dijo: 'Yo no sirvo para esto. Me gustaría más estar al lado de mis hijos'. Tras él entraron los demás. Lancé un Viva la Libertad, que retumbó en las bóvedas del infinito, y sin perder un minuto puse rumbo Norte, cuarto al Este, y mandé dar avante a toda máquina. El viaje fue mediano, con un día malísimo. Yo bajaba de vez en cuando a charlar con el Duque en su camarote. El buen señor sufría del mareo, y gustaba de mi conversación. Hablábamos de política. Una noche le dije: 'Señor Duque, si salimos bien de esta, hemos de establecer el Matrimonio Civil...'. 'Hombre, hombre -me contestó-; eso no es cosa nuestra'.

»Ya ves: todavía creen que eso del casarse es cosa del Papa... La Revolución que traen quedará, pienso yo, en un juego de militares. Como no vayan al bulto, no harán gran cosa. Por eso me atreví a decir al Duque: 'Pues si no cortamos las alas a esa gente, trabajo perdido...'. En fin, avistamos Cádiz a las ocho de la mañana. Como Topete me encargó que entrase de noche, me aguanté fuera hasta que salió el vapor Vulcano, y supimos la sublevación de la Escuadra al grito de ¡viva la Soberanía Nacional!».

En los mismos sabrosos asuntos tratados por la noche, volvieron a picar a la mañana siguiente, al despedirse por tiempo indefinido, pues Lagier había recibido de Prim la orden de salir inmediatamente para Lisboa, con objeto de traer la gente que tenía en Portugal, y ciento once oficiales que estaban desterrados en la Madera. Terminó Ibero con esta consulta interesante: «Aconséjeme, don Ramón, pues dudo qué rumbo he de tomar ahora. Prim se va en la fragata Zaragoza a sublevar las poblaciones del Mediterráneo; Serrano va tierra adentro, llevándose todas las tropas que pueda, para formar con las de Sevilla un Cuerpo de ejército, y marchar sobre Córdoba y Madrid... ¿Con quién debo irme yo?». Sin vacilar contestó Lagier: «Incorpórate a los que van por tierra, que así llegarás pronto a donde quieres ir, y verás más notables peripecias».

Como Ibero a nadie conocía en el séquito de los Generales, Lagier le prometió recomendarle cariñosamente a Caballero de Rodas, Ayala o López Domínguez. Bajaron los dos a tierra, y anduvieron de un lado para otro. La oferta de Lagier quedó al fin cumplida. Por orden de López Domínguez, Santiago ingresó en la Maestranza de Artillería, donde se organizaba un convoy que había de salir aquella misma tarde. Despidiéronse con vivos afectos el capitán y su discípulo, no sin que aquel le diera, con el último abrazo, la síntesis de sus advertencias y sanos consejos.

«Hijo mío, encastíllate en la virtud, sin mirar al dogma, mirando a lo infinito, que verás reflejado en tu conciencia si sabes mirarlo... La conciencia es el espejo de lo infinito... Otra cosa debo decirte. Cuando te tuve a mi lado después de recogerte en medio del mar, tenías inclinaciones al heroísmo. El heroísmo no se busca; se acepta y se practica cuando la ocasión nos lo trae, cuando nos vemos obligados a ser heroicos... También en la vida obscura y laboriosa hay heroísmo; también es heroico hacer frente a los fanáticos y derrotarlos con el ejemplo de las virtudes que ellos no practican... y no te digo más... Adiós, hijo querido...». Despidiéronse con fuertes abrazos, casi con lágrimas en los ojos, y Santiago quedó en la Maestranza encomendado a un sargento de Artillería que le cambió de ropa, endilgándole chaquetilla de mecánica y gorra de cuartel. De allí fue a la estación, donde toda la tarde se ocuparon en embarcar material de artillería en plataformas, con las cuales y algunos coches de tercera se formó un tren especial que, restablecida la comunicación entre la Isla y Puerto Real, salió avanzada la noche y llegó a Sevilla dos horas después de amanecer. De allí pasó el tren al Empalme, quedando Ibero con algunos hombres en la ciudad, ya pronunciada por el general Izquierdo.

En medio del ardoroso trajín de aquellas horas, en que los hombres desconocían el descanso, tuvo Ibero la inmensa satisfacción de encontrarse de manos a boca con su amigo del alma Leoncio Ansúrez. Apenas tuvieron tiempo de cambiar las interrogaciones de sorpresa y alegría. ¿Cómo tú aquí?... ¿De dónde vienes? Bastoles por el momento saber que irían a Córdoba, y se concertaron para hacer juntos el viaje. Leoncio había llegado a Sevilla el día 15, con un mensaje reservado de don Manuel Tarfe para el General Izquierdo. Comunicáronse rápidamente sus impresiones y noticias, y siguieron trabajando con ardor incansable. Un día pararon en la Factoría de Utensilios, una noche al raso, vagando por las morunas calles, oyendo el habla graciosa del pueblo, y dando vueltas en torno de la Catedral y la Giralda... Vieron partir a Serrano y a Izquierdo despedidos por alegres multitudes, y al día siguiente partieron ellos en un tren militar. Todo era júbilo en el camino. Los pueblos salían a las estaciones con músicas y banderolas; el aire se componía de estos elementos: ojos lindos de mujeres, aroma de flores, himno de Riego...

Como Leoncio sabía muchas cosas que Ibero ignoraba, en el tren le informó de que al estruendo de los cañones de la Escuadra en Cádiz se desplomaron en San Sebastián González Bravo y todo el Ministerio moderado. Ministro universal era el Marqués de la Habana, que no tenía otra misión que reunir tropas y mandarlas a cortar el paso a Serrano. Al frente de ellas venía el General Marqués de Novaliches... «Yo creo -dijo Leoncio, profético- que no habrá batalla, y que cuando se encuentren en Despeñaperros, o donde sea, se abrazarán unos y otros soldados, diciendo como Ayala: ¡viva España con honra!». A la hora en que así discurrían, las poblaciones del litoral estarían sublevadas. La camarilla imperante, con Reina y todo, se desmoronaba y deshacía como un azucarillo en el agua...

Con estas ilusiones llegaron a Córdoba los dos amigos, donde se les dio boleta de alojamiento para una casa situada en el Potro. Tan corto fue su descanso en la patria del buen Séneca, que apenas dispusieron de algunos ratos para ver deprisa y corriendo la Mezquita o Catedral; que de las dos maneras la llaman los turistas. Sin respiro se ocupaban en el inventario y reparación de armamento, en la pirotecnia, en el servicio de acémilas y carros... De esta faena les sacó una mañana Caballero de Rodas, que salió con dos regimientos a tomar posiciones en Alcolea, porque, según noticias, Novaliches había franqueado ya Despeñaperros, y era forzoso cerrarle las puertas de Córdoba. En Alcolea comenzaron sin pérdida de tiempo los trabajos de atrincheramiento, así en la falda de la sierra como en la cabecera del puente, donde había un hostal muy apropiado para la defensa. Se dispuso el emplazamiento de la artillería, y se fortificaron dos excelentes posiciones en casas de labor llamadas Yegüeros y el Capricho.

Serrano, que en Córdoba se alojaba en la casa de los Condes de Gavia, iba todas las mañanas en coche a examinar los trabajos. El día 27 fue con él Ayala, que partió al campo enemigo a conferenciar con Novaliches. Días antes había salido con el mismo objeto el señor Vallín, que era gallardo jinete, y uno de los paisanos que con más ardor ayudaban a la Causa. El 28 fue Serrano más temprano que de costumbre, acompañado de sus ayudantes. En otro coche llegaron varios caballeros, entre los cuales Ibero y Leoncio vieron con gozo a don Manuel Tarfe. Hallándose Serrano en Alcolea, inspeccionando las obras de atrincheramiento y el estado de las tropas, llegó don Adelardo Ayala de su visita al campo de Novaliches. La respuesta que trajo no se dio a conocer fuera del círculo íntimo del General en Jefe. Corrió la voz de que en la contestación del caudillo de la Reina palpitaban el tesón caballeresco, el sentimiento del deber cumplido con leal firmeza, y una tristeza muy humana ante el espectáculo del sangriento inevitable choque entre dos esforzados grupos del Ejército nacional. No había razón ni afecto que impidiesen ya la formidable porfía entre las instituciones caducas y el pueblo que proclamaba con pujanza y estruendo sus derechos seculares. Muchedumbre de tropas habían llegado al amanecer, y bastantes cañones de batalla. El campamento ardía en animación bulliciosa. Soldados, jefes y paisanos respiraban júbilo y confianza.

Serrano y sus acompañantes, a los cuales se agregó don Adelardo Ayala, volviéronse a almorzar a Córdoba; mas no debieron de hacerlo con tranquilidad, porque poco después de mediodía, los confidentes o espías de Caballero de Rodas trajeron la noticia de la proximidad de las avanzadas de Novaliches, y despachó a Córdoba un propio con apremiante aviso para que el General en Jefe acudiese sin tardanza. Las dos serían cuando llegó Izquierdo. Media hora después, Serrano con su Plana Mayor, y diversa y heteróclita gente en carricoches o a caballo, desfile por la carretera como procesión fantástica, cuyas figuras se desvanecían en la nube de polvo que a su paso levantaban.

A las tres y minutos, hallándose Caballero de Rodas frente al Capricho, vastísima y opulenta casa de labor de un rico hacendado cordobés, vio venir tropas enemigas por la falda de la sierra, entre los grupos de olivos. Dispúsose a resistir el ataque. Apenas iniciado el tiroteo, fuerzas de Cazadores de Madrid se precipitaron a una embestida contra las que mandaba Caballero; error táctico bien visible, pues los combatientes revolucionarios aún no habían entrado en fuego, mientras los otros venían fatigados, y con prematuro ardor quebrantaban su energía.

Desastroso fue el resultado para las tropas de la Reina, que de un modo tan irregular iniciaban la lucha. Eran los Cazadores de Madrid uno de los Cuerpos más afamados por su bravura. Al encontrarse de improviso frente a los Cazadores de Simancas, de glorioso abolengo también, el estupor les dejó mudos y paralizados. Viendo la línea de tropas extendida entre Yegüeros y el Capricho, y tras ella la formidable artillería, los que habían venido por el bosque con idea de sorprender un destacamento, halláronse sin remisión copados.

Caballero de Rodas propone que venga a su presencia el Coronel de los de Madrid, y le dice que si estos retroceden les hará fuego; si dan un paso hacia adelante, también. Eran, pues, prisioneros. En esto se adelanta Serrano, que estaba frente a Yegüeros con Izquierdo y López Domínguez... pide una conferencia con el brigadier Lacy, que mandaba la fuerza enemiga; hablan este y Serrano; confiesa Lacy con sinceridad dolorosa que creyendo sorprender había sido sorprendido, y que su posición era en absoluto funesta. El Duque le invita con frase más patriótica que militar a unirse al ejército de la Revolución; protesta Lacy pundonoroso, aferrado al cumplimiento de su deber. La idea de que su aturdido movimiento pueda ser interpretado como ardid para pasarse, le subleva, le vuelve loco, le lleva a la desesperación. Prefiere la muerte a tal ignominia... Por fin, Serrano, que sabe emplear muy a tiempo la magnanimidad, termina la conferencia con un rasgo admirable. «Brigadier Lacy -dice a su contrario-, comprendo las dificultades militares y morales de su posición. Retírese usted con sus fuerzas, vuélvase a su campo, y yo le doy mi palabra de honor de no romper el fuego sin previa intimación».