La de los tristes destinos/XXXIII

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XXXIII

Acercose Ibero, aunque desde el primer instante hubo de conceptuarla borracha o loca, abordó ante ella la cuestión magna. Para su información y consulta no tenía más que aquel triste documento, escrito con garabatos ininteligibles. «Soy Santiago Ibero -le dijo-. ¿No me conoce usted? ¿No recuerda haberme visto dos años ha en la casa de su amiga Mauricia Pando?... Vengo de Andalucía, y quiero que usted me dé noticias de Teresa, óigalo bien, de Teresa...». Soltó doña Manuela una risilla entre burlona y dolorida, y estas palabras incoherentes: «Vos, el salvaje negro... preguntáis por mi hija... ¡Oh! Teresa, Duquesa... hija del alma... Llevadme, si gustáis, a la casa grande, ¡oh!... Veréis que ha sido ella, ella sola, sin mi consejo, la que ha tomado por querindango al Duque... ¡ah, el Duque!... Ahí le tenéis en el Regio Alcázar... Es de los Muñoces de Tarancón, que tienen una pata en el Trono de España y otra en Flandes de las Asturias». El encendido color del rostro de la vieja, que echaba lumbre de sus mejillas, la peste a vinazo que iba delante de las palabras abriendo paso hacia el oyente, confirmaron a Ibero en la idea de que se las había con una pobre mujer alcoholizada.

Sintió el joven un impulso fiero de estrangularla o segarle el pescuezo... A la fiereza sucedió instantáneamente la compasión, y el deseo de un informe cierto volvió a ganar su alma. Tiró del brazo de la vieja; la llevó al pretil que da frente al Arco de la Armería, y con palabras cariñosas trató de sacar de aquel turbado cerebro la verdad que buscaba: «Serénese, doña Manuela, y respóndame a esta sola pregunta: ¿está Teresa en San Sebastián?... ¿Ha tenido usted carta de ella?... Contésteme, y no mienta. Tengo mal genio, y el que me engaña una vez no me engañará la segunda. Soy bueno para el que me dice la verdad». Doña Manuela, pasándose la mano por la cara, exhaló un gran suspiro. Los muchachos que la rodeaban prorrumpieron en chillidos burlones. Evocando toda su paciencia, Ibero procuró aislar a Manolita de la chusma que la toreaba. Una mujer dijo a Santiago: «No le haga caso, señor. Los días que se entrega al vicio, su cabeza es una pajarera...». «¿Es usted vecina de esta pobre señora? -preguntó Santiago a la mujer desconocida-. ¿Puede decirme si sabe algo de lo que acabo de preguntar?».

«Sí, señor -replicó la mujer-: sé que la Teresita está en San Sebastián. He visto la carta fechada en aquel pueblo, en que dice a su madre que está buena, y le manda diez duros...». Interpúsose entonces doña Manuela con este nuevo chispazo de su incendiado cerebro: «Venid vos, gallardo negro y salvaje, a mi casa... No es casa opulenta, sino más bien de vecindad... de las de tócame... Tú, don Roque, busca a Teresa en la casa de enfrente... piso segundo... pregunta por los Muñoces de Tarancón, Duques ellos, Príncipes ellos... Yo aquí mirando... yo aquí viendo pasar la España con deshonra... Hijos, ¡viva la Libertad que habéis conquistado con vuestro sudor! ¡Viva el sudor del pueblo!...». Volviéndole la espalda, Ibero miró a la calle, y vio que al frente de un grupo pasaba Rivas Chaves. Con repentino júbilo le llamó por su nombre dos, tres veces. Pero el patriota iba ya lejos en dirección de la Puerta del Príncipe, y no oyó la voz clamante. Pensaba Ibero que el primo de Manolita podía darle la luz que en vano quiso obtener del inflamado entendimiento de la vieja. Sin hacer ya ningún caso de esta, que seguida de su coro angélico tiró hacia la calle del Factor, bajó por la de Requena en persecución del amigo, perdido entre la multitud estacionada frente a Palacio. Abriose paso con dificultad, y por fin, entre tantas cabezas allí aglomeradas, alcanzó a ver la de Chaves, que fácilmente de las demás se distinguía. Con fuertes voces le llamó hasta conseguir que se fijase en él. Alzando los brazos, el patriota le gritó con alborozo: «¡Hola tú, Iberillo, ven... Libertad tenemos!». A fuerza de codos pudo Santiago llegar hasta él, y sin entretenerse en saludos, le dijo: «Don José, quiero entrar en Palacio; ya le diré por qué». El ardiente revolucionario, hecho a mandar al pueblo, empezó a dar voces: «Caballeros, abran paso, que este señor viene de parte de la Junta». Luchando con la onda humana llegaron a la Puerta del Príncipe, que estaba entornada. Chaves empujó, diciendo: «Abre, Muñocito: soy yo; vengo con este amigo, que es de los de ley, y podemos confiarle una guardia». Tuvo tiempo Santiago de ver un papel de doble folio pegado en la puerta con obleas, en el cual se leía en letras gordas:

En este edificio existen delegados de la Junta Provisional.

Hallose Ibero en el largo zaguán que conduce al patio, y lo primero que llamó su atención fue un joven de levita y sombrero de copa, que daba órdenes a una veintena de hombres del pueblo, armados unos, otros por armar. Con los instrumentos de guerra que allí se repartían, podía formarse un pintoresco museo militar... Próximo al joven del alto sombrero, un caballero de mediana edad, vestido con elegancia y descubierto, hacía discretas indicaciones para organizar la custodia del edificio: era un empleado de la Intendencia. Un paisano joven de gallarda estatura, armado en toda regla con fusil, correaje, sable y canana, colaboraba en aquellas disposiciones salvadoras: era un empleado en la Fábrica Nacional del Sello. Actuaba también allí en la Plana Mayor don José Chaves, que había salido poco antes con una urgente comisión para la Junta Suprema. Al volver con la respuesta, ocurrió el encuentro con Ibero. Entraron a un tiempo y...

Antes de referir la comunicación verbal que de la Junta Suprema trajo Chaves, conviene que se dé conocimiento del origen de aquella singular escena, tan contraria a la normalidad palatina. El joven de la levita y chistera (ambas prendas harto deterioradas, rugosas y polvorientas por el extremado roce que habían tenido con las multitudes populares en aquel agitado día) era un tipógrafo natural de Ciudad-Rodrigo, llamado Casimiro Muñoz, que trabajaba en el periódico de la tarde La Reforma, fundado por Manuel Fernández Martín, y que tenía su imprenta y redacción en la Plazuela de Lavapiés, esquina a la calle del Tribulete.

En la mañana del 29, hallábase el buen Muñoz laborando en las cajas de su periódico, cuando entró Fernández Martín con la noticia de la victoria de Alcolea, que era el Alleluia de la Revolución. Entre gritos de júbilo, se dispuso escribir, componer, imprimir y echar inmediatamente a la calle una Hoja extraordinaria. Todo se hizo con febril presteza. Los unos desde las cajas, los otros desde la redacción, percibían la efervescencia popular y el jaleo entusiasta de las muchedumbres. Casimiro no podía contenerse, y apenas terminada su tarea, quiso ver, oír y palpar la Revolución, y hacerse suyo en cuerpo y alma. Fue a su casa, un cuarto piso en la calle del Humilladero; se puso los trapitos de cristianar, sin darse cuenta de la oportunidad de lucir su mejor ropa en día de trifulca, y se lanzó a las calles con el vago presentimiento de que su Destino le asignaba un importante papel en los albores del nuevo Régimen...

En la Puerta del Sol vio Casimiro a don Amable Escalante arengando al pueblo; oyó que en el Parque de Artillería podían los ciudadanos proveerse de armas. Corrió a la Plaza de San Marcial; pero el excesivo cúmulo de gente impidiole ser caballero militante. Inerme y sin otra prestancia que la que le daba su alto sombrero, fue hacia la calle de Bailén y Plaza de Oriente; notó que por la Puerta del Príncipe entraban hombres y muchachos de mal pelaje; colándose entre los grupos, llegó al patio, donde unos cuantos bigardos y chulos indecentes, con palos y navajas, intentaban desarmar a los alabarderos. Algunos de Estos, sobrecogidos por las injuriosas amenazas y groserías de la plebe, entregaron sus picas; otros subieron a refugiarse y hacerse fuertes en el cuerpo de guardia llamado el Camón...

Contemplaba indignado el bravo cajista este desagradable espectáculo, cuando se le acercó un señor de aspecto distinguido que le dijo: «¿Es usted de la Junta?». Contestó Muñoz negativamente, doliéndose de no tener autoridad para enfrenar a la canalla... «Si no tiene usted autoridad, parece tenerla -dijo el desconocido sujeto, y esta manifestación fue el primer efecto de la ropa negra y sombrerote que el cajista llevaba-. Yo soy empleado de la Intendencia; pero nada puedo hacer. Esta gentuza la emprenderá contra mí si sabe que soy de la casa». Casimiro tuvo una idea luminosa, y con la idea brotó en su alma noble el propósito de ponerla en ejecución al instante.

«Proporcióneme usted en seguida -dijo al de la Intendencia- papel, pluma y tinta». Procediendo sin demora, como las circunstancias exigían, el caballero palatino le llevó a un entresuelo que daba a la Plaza de la Armería. Allí escribió Casimiro con letra gorda y en papel de barba el aviso que Santiago vio en la puerta del Príncipe. Dos más escribió, saliendo él mismo inmediatamente a fijarlos con obleas en las puertas de Palacio. Ordenó que fuesen cerradas las de la Plaza de la Armería, y sólo quedó abierta la del Príncipe. Fijados los cartelillos, volvió adentro el hombre, y encarándose con la pillería que en el patio y pie de la escalera tramaba el asalto de las habitaciones altas, soltó con enérgica voz esta conminación: «¡Eh, pronto... a la calle!... Soy de la Junta... Estoy encargado de la custodia del Palacio Real... Ya viene la fuerza... A la calle, digo».

Y sin detenerse salió a la Puerta del Príncipe con dos objetos: no permitir la entrada de más chulapería, y llamar a cuantos paisanos de honrado aspecto pasasen. ¡Nuevo y más admirable efecto de la levita y bimba, a que daban más autoridad las iracundas voces del atrevido tipógrafo! A muchos contuvo a empujones; a otros metió dentro, ofreciendo en nombre de la Junta dos pesetas por el servicio de guardia, y luego colocación en los trabajos del Ayuntamiento. Acertó a pasar Chaves, que era conocido y vecino de Muñoz, y con el refuerzo de tan buen ciudadano vio el cajista su obra coronada por el éxito. Otro de los que entraron a montar la guardia fue el empleado del Sello... Por fin, organizada una fuerza provisional honrada y de buena presencia, desalojaron a los gandules, y Palacio quedó en condiciones de defensa eficaz. En esto, el que se había hecho por su energía y audacia dueño de la situación, ordenó a Chaves que corriese al Gobierno Civil y notificase a la Junta lo que en Palacio ocurría. Fue allá el patriota, y acompañado de Ibero, volvió al poco rato, con esta desconsoladora respuesta: «Los señores de la Junta se están constituyendo... No pueden disponer envío de delegados ni de fuerza alguna hasta que se constituyan».

«¡Vaya con la pachorra de los señores junteros!». Contra ella protestó Casimiro, pisando fuerte en el patio y haciendo gala de la autoridad tan gallardamente conquistada. Entre tanto, Ibero y el paisano del Sello acabaron de limpiar el edificio de la gentuza que aún quedaba en las galerías y escalera. Presentose a la sazón un viejecito, que era el llavero de Palacio, y Muñoz, acompañado de Ibero y Chaves, determinó hacer una requisa en las habitaciones altas, para ver si los pilletes habían cometido algún desmán.

Precedidos por el llavero, que iba franqueando las puertas, los fingidos delegados de la Junta, recorrieron varias estancias lujosas, que a todos causaron maravilla. En las de la Infanta Isabel vieron y examinaron objetos curiosos, entre ellos un lindo libreto de rezos. Entre sus hojas había una carta autógrafa de Pío IX, aconsejando a Su Alteza que no vacilase en casarse con el Conde de Girgenti... En una gaveta hallaron una carta del Infante don Sebastián, que contenía un mechoncito de pelo... Terminada la requisa, se les comunicó por el empleado de la Intendencia que habían llegado tres caballeros preguntando por los delegados que indicaban los carteles fijos en las puertas. Acudió Muñoz, dio a los tres señores enviados por la Junta cuenta y explicación de lo que había hecho para salvar el edificio desamparado por la autoridad, y entre el fingido y los verdaderos delegados para defensa, vigilancia y administración del Real Palacio, reinó perfecta concordia. Los guardianes legítimos aprobaron sin reservas lo dispuesto y ejecutado por los intrusos, y estos, que tan gran servicio habían prestado a la Nación, quedaron agregados por aquella noche a la comisión oficial.

Dadas las nueve, algunos hablaron de descanso y cena. Ibero cogió a Chaves, y llevándole aparte, secreteó con él de este modo: «Dígame, don José, ¿este Muñoz es por ventura de los Muñoces de Tarancón, Duques ellos, Príncipes ellos...?». Soltó la risa el patriota, y con ella esta franca respuesta: «¿Te has vuelto tonto? ¡Si este es un pobre cajista de La Reforma! Le conozco... somos vecinos en la calle del Humilladero... excelente muchacho, de los charros de Ciudad-Rodrigo, buen liberal y ciudadano de ley, como has visto».

Suspiró Ibero; refirió su turbación y mortales ansias, añadiendo la poca substancia informativa que pudo sacar de la trastornada madre de Teresa. Cariñosamente le respondió el amigo que no se fiara de palabra alguna salida de la boca de la Manuela, pues la pobre mujer empinaba el codo más de lo regular, y de vez en cuando cogía unas turcas horribles que le duraban tres días. «Cierto es que cuando está peneque había del nuevo arreglo de la hija con un Muñoz de los de Tarancón; pero a mi ver, esta idea es tan sólo el vapor del vinazo y aguardentazo que se mete en el cuerpo... De si está Teresa en San Sebastián, nada puedo decirte. La suposición de que habite en este Real Palacio, ponla a la cuenta de la chispa que ha cogido Manuela estos días para celebrar a su modo la sublevación de la Escuadra. Y para más seguridad, requisaremos todo el edificio de abajo arriba... ¿Qué piensas?».

-Que con mi pena y mi cansancio, estoy tan borracho como mi suegra... y basta que una cosa sea disparate para que la piense yo... Mis dudas son peores que la muerte.