La de los tristes destinos/XXXVII

De Wikisource, la biblioteca libre.

XXXVII

La última visión de Madrid en la retina de Santiago fue un ciclo de rápidas imágenes, que le resultaban gratas por la reciente placidez de su espíritu. Le causó risa el ver a Maltranita hinchado de fatuidad en la Junta de su distrito, y asaltando con radicalismos de última hora un puesto en Gobernación... Malrecado, asido a los faldones del inaprensivo joven, se coló también en el Ministerio, mientras Segismundo Fajardo, hijo de Gregorio y sobrino de Beramendi, se filtraba en Hacienda, al arrimo del conspicuo señor de Oliván, que era de los técnicos, y por tanto insustituible... Ya se hablaba del Ministerio de la Revolución: Serrano, Presidente; Prim, Guerra; Sagasta, Gobernación; Ruiz Zorrilla, Fomento. Los demás serían unionistas. La inmensa grey desheredada del Progreso y Democracia aprestábase a invadir los nacionales comederos.

A Leoncio encontró Ibero en la calle del Arenal; rápidamente hablaron; citáronse para la tarde. Aquel día, 1.º de Octubre, repitiéronse las ruidosas expansiones populares en la Puerta del Sol. Una de las Zorreras, la más joven según versión digna de crédito, arrebatada de patriotismo y de ardoroso frenesí revolucionario, se dejó decir, moviendo caderas y arremolinando faldas, que para celebrar el triunfo de la Libertad se ofrecía gratis para todo el que quisiera. Con igual esplendidez hubo taberneros que brindaron gratuitamente al público libre sus bautizados vinos... Recobró Santiago en aquel venturoso día la paz de su alma, porque a más de recibir el telegrama de que se ha hecho mención, tuvo la dicha de ver en Madrid a Lucila y Vicente Halconero con toda la familia. La carta de Teresa que en sus manos pusieron fue un celestial aviso para el pobre aventurero, que ya iba viendo claro en la obscura mentira frívolamente acogida y divulgada por Tarfe.

Demente con la Revolución, en la cual veía esplendores y maravillas sin cuento, Vicentito se pegó a su amigo Ibero y no lo dejaba a sol ni sombra. Lucila, embelesada con la sabiduría de su hijo, soñaba con que este llegase a ser en el nuevo Régimen el águila de la Historia. Cordero no se apeaba de su montpensierismo. «Al fin y a la postre -decía-, tendrán que ponerle en el Trono, pues no hallarán rey más económico y administrativo». Y maravillado del pacífico advenimiento de la Revolución, repetía con orgullo esta frase pescada en el mar revuelto de la Prensa: «Las naciones extranjeras nos admiran».

Llamado por conducto de Leoncio (que iba a ser colocado con pingüe destino en el Museo de Artillería), fue Ibero a casa de Tarfe, el cual le abrazó con franqueza cordial, y pidiole perdón por la gran sofoquina y trastorno que le había ocasionado en el viaje, repitiendo con ligereza opiniones de los amigos, que consideraba erróneas. «Pensé yo pagarte con un destinillo -añadió- los servicios que has prestado a la Revolución en París y Londres, en Cádiz y en Alcolea; pero como no quieres empleo, según me asegura Leoncio, yo me permito poner en tu mano (sacando un bolsillito con monedas de oro y contando algunas)... en tu mano, digo... estos cien duros, para que con ellos compres lo que te sea más necesario, o los gastes en divertirte y en echar al aire las canas que aún no te han salido».

Por la expresión que vio en el rostro de Ibero, pensó Tarfe que su amigo, echando por delante algunos melindres o quijotescos escrúpulos para cubrir la dignidad, aceptaría la remuneración. Pero no fue así. Poniendo en su negativa una sequedad cortés y delicada, el riojano salió del paso con estas razones: «Lo agradezco, señor... Destine esa cantidad a recompensar a otros más dignos. No soy yo tan pobre como usted cree... Casi, casi soy rico... No insista, don Manuel...». Y con esto y reiterando las gracias, se despidió del aristócrata revolucionario... Ya lejos de la casa y divagando solo, pues Leoncio se fue por otro lado a sus quehaceres, comentó Ibero su negativa, sazonándola con cierta ironía salobre y con los granos dulces de su naciente optimismo: «Yo, caballero sin caballo, aventurero desengañado de las grandezas, soñador perdido tontamente en el camino de las glorias políticas y militares, quiero darme el tono de rechazar los cien duros que me ofrece este caballerete de la Unión Liberal por mis vanos servicios. Es un orgullo como otro cualquiera, es la nueva grandeza que me nace en el alma para llenar el hueco que dejaron las otras... Aventurero desventurado, voy en busca de aventura nueva... y a ella quiero ir pobre y desnudo... Además, desprecio los favores del hombre que calumnió a Teresa... Teresa y yo somos ricos. Nuestras almas se llenan de ambiciones doradas, y de ideas... contantes y sonantes... ¡Oh, amor... vea yo tus milagros!».

Decidido a largarse sin demora, por telégrafo avisó Santiago a Teresa su salida, y sin despedirse de nadie, se recluyó en su casa hasta la hora de partir. Sólo con el gran Confusio, su más inmediato vecino, se entretuvo algunos instantes. «¿Ha visto usted, señor Conde -le dijo-, la elegante Revolución que hemos hecho? Es un lindo andamiaje para revocar el edificio, y darle una mano de pintura exterior. Era de color algo sucio, y ahora es de un color algo limpio; pero que se ensuciará en breves años... Luego se armará otro andamiaje... llámele usted República, llámele Monarquía restaurada. Total: revoco, raspado de la vieja costra, nuevo empaste con yeso de lo más fino, y encima pintura verde o rosa... Y el edificio cuanto más viejo más pintado. Pasarán años, y aquí estoy yo para derribarlo antes que se desplome y aplaste a todos los que estamos dentro. Sobre las ruinas armaré yo el gran andamiaje lógico-natural, para edificar de nueva planta sobre el basamento secular ¡oh!, que nunca necesitó revoco ni pintura. No respetaré más que el basamento, que es del mejor granito... ¿Se entera usted? Pues adiós, y hágame el favor de dar memorias de mi parte a las naciones extranjeras».

Partió Santiago en el Expreso de las tres. Adormilado pasó la tarde y gran parte de la noche, y en los claros de su modorra oía retazos de la conversación de los viajeros que iban en el coche: «Ministro de Hacienda, Figuerola... de Estado, Lorenzana, el autor de los célebres artículos Misterios, Meditemos. Para Ultramar, el indicado es López de Ayala; para Gracia y Justicia, Romero Ortiz... Y en tanto, Prim de triunfo en triunfo en su viaje por el Mediterráneo... Hermosa revolución... Todo como una seda... Yo confío mucho en Serrano... Y yo en Olózaga y Cantero... Yo confío más en los demócratas Rivero y Martos».

Como a todo se llega, llegó el tren a San Sebastián... Teresa en la estación: abrazos, besuqueo... «¡Qué flaco estás!...». «¡Y tú qué hermosa!».