La estafeta romántica/IX

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IX

De Valvanera a su fraternal amiga Pilar

Villarcayo, Marzo.

Amiga del alma: La carta de Juan Antonio a Felipe te habrá informado de la horrible desazón que por acá hemos tenido con la falsa noticia de la muerte de papá. El contento de verla desmentida no ha borrado los efectos de la consternación y amargura de aquel trance, y aquí me tienes sin levantar cabeza desde que nos fue comunicada la falsa tragedia. Espero que disculpes, por este motivo, mi tardanza en contestarte, y confío en que ahora y siempre la falta de carta mía no te inducirá a creer que descuido tus encargos, ni que dejo de cumplir la santa misión que en mis manos has puesto. Practico al pie de la letra tus teorías acerca de la sustitución del cariño legítimo por el prestado. ¿No puedes manifestarle tu amor públicamente? Pues yo le quiero como a mis hijos y se lo manifiesto a todas horas del día. ¿No puedes verle? Pues yo hago por traer a mis ojos los tuyos, a fin de que con los míos le veas. Si esto en la realidad no pasa de un vano deseo, entiende, amiga querida, que te sustituyo en la vigilancia amorosa, y que no haría más por Fernando si fuese su madre.

No creas: algún trabajillo me ha costado convencer a Juan Antonio de que ningún daño puede ocasionarnos esta buena obra, y sí el beneficio de salvar una vida preciosa. He logrado catequizar a mi marido, y ya conviene conmigo en que Fernando se lo merece todo. ¡Excelente corazón el de este chico, y qué hermosura de inteligencia! Se resiente de haberse criado solo, consumiendo su propia substancia, sin un cariño verdaderamente tutelar que le dirija. El brutal desengaño que acaba de sufrir le ha herido en la cabeza y en el corazón. No creas que las huellas de tal golpe se borrarán pronto. Tú cuentas poco con el tiempo, querida Pilar; es tu flaco. En el colegio eras lo mismo: te ponías furiosa, te golpeabas la cabeza cuando no dominabas en un día lecciones en que las demás empleábamos semanas enteras; entre el pensamiento y su realización pones siempre menos espacio del que pide la realidad. Tu inquietud loca es espuela de tu existencia, haciéndote vivir con demasiada prisa, ávida del mañana. Yo te llevo dos años, y según me ha dicho Carlota Cisneros, representas diez más que yo.

Pues sí: no esperes que a Fernando se le pase pronto el malestar causado por la conmoción reciente. A cualquiera le doy yo un trance de esta naturaleza. El pobrecito ha soportado su desairada situación con verdadero heroísmo; pero aún no le tenemos en los días de convalecencia, como tú crees... ¡tú siempre viviendo y sintiendo a escape!... Aún se ve atormentado por renovaciones de la ira, de la amargura y despecho que esas caídas suelen producir. Pero no temas nada; yo velo, yo no me descuido un instante; soy como el médico que consagra toda su ciencia a un solo enfermo y no le quita los ojos de encima a ninguna hora. Tu temor de que la desesperación le venza, de que imite al joven Werther, en la manera de dar solución a sus penas, no tiene fundamento. Desecha esa idea; duerme tranquila. Él mismo me ha dicho que jamás atentará contra su vida, que ama su sufrimiento y no quiere desprenderse de él... ya ves... Por las noches, después que las niñas y los pequeños se acuestan, se queda un ratito con nosotros en el comedor: nos acompañan dos venerables amigos del pueblo, furibundos tresillistas y lectores de papeles públicos. A ratos se aparta Fernando conmigo y me cuenta su triste historia: el conocimiento de esa buena pieza en la casa de una diamantista; los amores, como incendio repentino o estallido de un volcán; las mil peripecias y contrariedades que sobrevinieron; sus estudios de raptos y lances amatorios, que no sirvieron para nada; la poesía de sus entrevistas secretas con la niña, y la prosa de su encierro en la cárcel por intriga tuya. En todo lo que me refiere se revela el mal gravísimo que tiempo ha viene padeciendo, y no es otro que la desproporción monstruosa entre lo que piensa, siente o sueña, y lo que le sucede. ¡Tanta poesía en su espíritu, y prosa tan baja en la realidad! La última expresión de este desequilibrio ha sido la catástrofe de Bilbao; ya puedes figurarte: caer desde la poesía más alta a una prosa rastrera y tristísima. Tienes razón, hay que equilibrarle, querida Pilar; pero persuádete de que esto no se consigue en dos días ni en cuatro. Déjanos a mí y al tiempo. No te metas a empujar y a dar prisa. Tus arranques comprometen el éxito de tus ideas, las cuales son siempre más felices que oportunas tus acciones. ¿Me explico?

Convencida de que al anhelado equilibrio no podemos llegar sino pasito a paso, te digo formalmente que me parece un desatino abordar tan pronto el asunto de La Guardia. Créelo: no está el horno todavía para esos pasteles. Mis informes acerca de las niñas de Castro concuerdan con los tuyos: papá, la última vez que estuvo aquí, se hacía lenguas de la mayor de ellas y hablaba con donaire de la adoración y entusiasmo que ambas sienten por nuestro enfermito. Pero no nos precipitemos, amiga de mi alma; la idea es admirable, como tuya; déjame a mí la ejecución lenta, gradual, que no es la cosa tan fácil como tu viva imaginación te la representa, pues las pretensiones de mi sobrino complican terriblemente el asunto. ¡Buena se va a poner tu hermana si descubre que ando yo en estos tratos! Y no quiero, no, no quiero cuestiones con Juana Teresa; ya sabes quién es y el genio que gasta. Lastimado su amor propio por la esquivez de la niña de Castro, que no quiso ver en Rodriguito el mejor de los esposos, no ha renunciado a convencer a la que tuvo por la mejor de las nueras. Me consta que tanto ella como los Navarridas trabajan a la desesperada por enderezar este negocio, llevándolo a la solución que desean. Si de acá echamos nuestro memorial y ellos fracasan nuevamente, verán en nosotros la causa del desastre, y no quiero decirte los disgustos que a Juan Antonio y a mí nos traerían las iras de Juana Teresa. ¡Pues si ellos ganan la partida y nosotros nos llevamos el sofión, figúrate...! Un segundo desengaño de esta naturaleza, tan reciente y doloroso aún el primero, no lo soportaría tu Fernando. Además, la situación moral en que ahora se halla no es la más propia, no, para improvisar matrimonios, ni siquiera noviazgos formales. Pues qué, ¿tienes a Fernando por un cazador de dotes; es airoso para tal caballero el quitar tan pronto la mancha de la mora madura con la verde? Ni él está en tal disposición, ni yo, que tanto le quiero, le aconsejaré nunca esas prisas para mudar de amor como se cambia de ropa. Calma, y que los sucesos lleven su marcha natural y lógica. Déjalo de mi cuenta, que estoy con un ojo en Cintruénigo y otro en La Guardia.

Ya que tanto interés manifiestas en este asunto, infórmame lo más pronto que puedas del estado presente de tus relaciones con Juana Teresa. ¿Son estas cordiales; son frías y de pura etiqueta como las mías? No desconocerás la importancia de esto, Pilar de mi corazón. Sé que, después de algunos años de completo desvío y quejas por una parte y otra, os reconciliasteis, cruzando correspondencia fraternal, en la que hacíais gala una y otra de haber arrojado al viento antiguas querellas, y concertadas las paces prometíais amaros, como hijas que sois de un mismo padre. Pero me ha dicho Carlota Cisneros que hará dos años volvisteis a torceros por no sé qué groserías de Juana Teresa, y lo creí, porque esta no puede desmentir la sangre de los Almontes de Tarazona. Es envidiosa, egoísta, y cuando le tocan a su amor propio o a sus intereses, salta la fierecilla, y no hay medio de que con ella nos entendamos. No me maravillará saber que habéis vuelto a los antiguos antagonismos. De vuestro común padre tenéis poco; cada cual es trasunto de su madre; la tuya, mi benditísima madrina, la mayorazga de Loaysa, era una gran señora, mientras que la de Juana Teresa... En fin, no sigo. Sois el día y la noche. Esto lo repite Carlota Cisneros siempre que habla de vosotras, y la última vez que hizo mención de tu media hermana la calificó de noche de truenos, según está de atrabiliaria, mandona y desapacible. ¡Ay! si oyeses a papá referir dichos y hechos de su nuera, te morirías de risa.

Bueno, querida mía: quedamos en que yo estoy a la mira de lo de La Guardia, y por ahora no hace falta más. Tu confianza en mí es absoluta, ¿verdad? En nuestra infancia, en los primeros años de nuestra juventud, éramos como dos cuerpos con una sola alma. Pues ahora también. Te sustituyo en el cuidado de esta querida criatura, soy tú misma. Convengamos, Pilarica de mi corazón, en que tú discurres, pero no ejecutas; juntémonos para ser la idea y la acción combinadas. Prométeme decirme todo lo que pienses y hacer todo lo que yo te mande. Lo primero, que no te olvides del estado de tus relaciones con Juana Teresa: si hay discordia y mutuo desvío, quiero saber las causas. Lo segundo, que utilices tus conocimientos para lograr que los amigos que tiene Fernando en Madrid le escriban de cosas literarias, y que le manden versos, o prosas el que las haga, y libros, y referencia de teatros o de autores noveles. Me hacen suma falta elementos de distracción, recreos del espíritu, que son gran medicina, por desgracia escasísima en las farmacias de acá. No sabiendo qué inventar para distraerle, pues las cacerías le aburren y los paseos por el campo y el monte le entristecen más, hemos consentido que las niñas organicen una representación dramática, con otras señoritas y muchachos del pueblo. La obra elegida es El sí de las niñas. ¿Te acuerdas de cuando la vimos juntas en Zaragoza veinte años ha? ¡Tristes memorias! Aquella noche, de vuelta del teatro, encerraditas las dos en el gabinete de las estampas y cornucopias, en casa de tu tía Leonor, me confiaste tu secreto...

Pues se me olvidaba lo principal: al decirme cómo estás de relaciones con Juana Teresa, añadirás si sabe lo que yo sé. ¡Pues apenas tiene importancia...! No más por hoy. Juan Antonio te besa las manos; Fernando y mis hijos, el rostro, y te lo llenan de babas. No te olvida tu amante amiga, -Valvanera.