La estafeta romántica/XXIX

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XXIX

De Pilar a Valvanera


Madrid, Agosto.

Amada mía: Llegó por fin el supremo instante. El oráculo, Manuel Cortina, me ha presentado la cuestión social y jurídica con pasmosa claridad, procurando atenuar las amarguras que la solución del problema traerá forzosamente. Con grande ansiedad le oí; con sumisión he prometido aceptar y seguir el plan que me trace. Imposible transmitir a Fernando un título de nobleza de los muchos que tengo (y que no me sirven para nada), sin obtener un rescripto del Papa. Sospechando que ello no habría de ser grato a mi querido hijo, renuncio por ahora a satisfacer este anhelo de mi corazón. Para transmitirle aquella parte de mi patrimonio de que puedo disponer libremente, es forzoso que me valga de un fideicomiso. De este modo entraría en posesión de mis bienes a mi muerte. Para asignarle desde ahora, sin más dilaciones, una renta decorosa, necesitamos emplear artificios legales, cuya forma me ha explicado detenidamente el gran jurisconsulto. No acabaré nunca de alabar la claridad con que este hombre expone las ideas, realizando el milagro de hacer comprender a una mujer, como yo ignorante de estas cosas, las más áridas cuestiones de Derecho. Jamás, en los enmarañados pleitos de mi casa con Osuna y con Gravelinas, pudo entrar en mi cabeza una idea jurídica. Hoy mis ansiedades maternas me han aclarado considerablemente el sentido, y aquí me tienes hecha una estudianta de Leyes, capaz de obtener buenas notas si de ello me examinara.

Ha insistido Cortina en que no podré evitar él escándalo, es decir, la publicidad del hecho de autos, y añade la terrible afirmación de que en este vía crucis el primer paso es el más doloroso: informar a Felipe, aspirando a obtener su benignidad en el caso moral, su colaboración en el jurídico. ¡Inmenso conflicto, trámite inmenso!... Preguntome el letrado si me encontraba yo con fuerzas para esta terrible confesión, y le respondí resueltamente que no. No tengo ese valor, que es valor de suicida. Propúsome diluir mi revelación en una carta; discutimos; casi accedí al procedimiento escrito, en el cual puedo desplegar recursos mil; hablamos también de una tercera persona, de mi tía Consolación Armada, de mi confesor Padre Acosta... Herida por un rayo de inspiración, le dije: «¿Y usted?». Meditó un rato, y por fin manifestó su asentimiento con palabra lacónica: «Bueno; yo me encargo... Quiero atenuarle a usted la amargura del cáliz... Para esto conviene mutación de escena; que el matrimonio se traslade a regiones frescas. El calor excesivo no es favorable a las operaciones quirúrgicas».

Sabrás que Felipe y yo andamos desde Julio en desacuerdo por si salimos o no de Madrid. No sólo porque el calor me molesta poco de algunos años acá, y la experiencia me ha demostrado que en este mi palaciote vetusto lo paso mejor que en ninguna parte, sino porque veraneando en la Corte entreveo más probabilidades de quedarme sola, heme resistido este año a la temporadita de Balsaín. Felipe, por no darme el gusto de la soledad, apechuga con el calor. Aquí nos tienes haciendo vida monástica, sin salir al Prado ni una sola vez. Nuestros jardines nos dan por la noche esparcimiento y frescura. Un reducido contingente de amigos, que no llegan a media docena, nos acompaña en nuestros recreos nocturnos; comemos al aire libre, a la graciosa luz de farolillos de papel colgados de los árboles; charlamos hasta muy alta la noche en lugares placenteros, defendidos del sol durante el día; las ranas de los estanques nos dan música, que a mí me encanta... En fin, no es tan despreciable el verano en estas condiciones, ¿verdad? Yo lo defiendo y Felipe lo ataca: me acusa de extravagancia, de mal gusto. Yo me obstino en no salir, esperando que él se canse y huya del calor; él reniega y persiste en estar a mi lado. La disparidad de voluntades nos junta con una cadena de presidio.

La opinión expresada por Cortina de que la cirugía no es eficaz en las altas temperaturas, me hace cambiar bruscamente de gustos veraniegos, y propongo a Felipe que nos vayamos a Balsaín. Me descuidé en la forma del cambiazo, haciéndolo con sospechosa precipitación, y el resultado ha sido contraproducente. Ahora Felipe no quiere salir: pretexta ocupaciones, temor al reúma en las humedades serranas. ¡Qué torpeza la mía! ¡No haber visto la necesidad de las gradaciones para mudar de gustos en cuestiones de residencia estival! Bien dicen que el mejor escribano... Es que el largo uso de mis facultades diplomáticas, y esta crisis que ahora se plantea me han trastornado. Me vuelvo chicuela sin juicio, una pobre aprendiz de arte social... La suma experiencia y el cansancio me tornan inexperta y descuidada. Afortunadamente, mi director me manifiesta, sotto voce, que podremos conservar la misma escena. La mutación no es necesaria. Viene en mi ayuda una tormenta que refresca la atmósfera, y nuevamente me declaro entusiasta del clima de Madrid en la canícula. Felipe reniega y medita: habla poco.

Miércoles.- La proximidad del día, digamos momento, designado para el tremendo paso quirúrgico, me causa un terror indecible. Mi pánico es tal que se me ocurre huir a la calladita. Cortina me recomienda la serenidad, desaprobando toda idea de fuga. Debo permanecer en casa, confinándome en mis habitaciones, mientras él, armado de fieros instrumentos de disección, se encierra con Felipe. Debo disponer mi alma para el sacrificio y la penitencia, realizando un acto religioso en mi capilla. Confesaré, comulgaré... Después mi estado nervioso me impondrá un reposo absoluto; el médico me prescribirá la permanencia en el lecho, apartada de todo lo que pudiera ser causa de viva emoción. Se me dejará en aislamiento riguroso, sin más compañía que la de mi doncella, y esto durará uno, dos, tres días, lo que fuere menester...

Amiga de mi alma, ya me duelen las heridas que D. Manuel, actuando de cirujano, ha de hacer a Felipe. Creo que a los dos nos descuartizará juntamente. No puedo más hoy. Desfallezco y parece que me acabo.

Jueves.- El letrado ha decidido un nuevo aplazamiento, dándome para ello razones cuya sensatez reconozco. Verás: aun en el caso de que Felipe entre en razón y se preste a facilitarme la transmisión de parte de mis bienes a Fernando, ello ha de ser penoso y lento. Como he manifestado mil veces la urgencia de construir (no encuentro otra palabra) la personalidad de Fernando, sacándole de esa denigrante situación de inclusero; como todo mi afán es rodearle de dignidad, levantar su espíritu, poniéndole en posesión de los medios sociales que le corresponden, el gran jurisconsulto acude a esta necesidad por medio de un expediente ingenioso, que exige la colaboración de otra persona, y, por tanto, nueva violación del delicado secreto. No me importa. Momentos he tenido estos días de verdadero delirio, en que me ha faltado poco para revelar todo a la primera persona que entre en mi casa. La necesidad de expansión y confidencia es hoy en mí casi orgánica. Me sorprendo a ratos hablando como una cotorra, sin saber lo que digo; pero ello es algo como una lección aprendida, que me figuro ha de embelesar a los que me oyen.

No me hicieron temblar, antes bien causáronme regocijo, estas palabras del buen sevillano: «Nadie como Salamanca podría prestar a usted este servicio. Respondo de su discreción y caballerosidad. Es necesario que usted le hable. Yo prepararé el terreno poniéndole al corriente del caso fundamental...». Algo te he dicho ya de este simpático granadino, uno de los hombres más admirablemente dotados para la vida social, y para obtener de ella lo que él llama los frutos de la civilización, pues posee todas las cualidades o virtudes que inducen a la amistad, a la confianza, a las relaciones útiles. Es inteligente, sagaz, amenísimo en su lenguaje, extremado en la cortesía sin llegar a empalagoso; tresillista de primer orden, de los que no pierden la dignidad en las peripecias desgraciadas del juego; comensal delicioso por su gracia tanto como por su apetito de buen tono, y su mucho saber de arte culinario; hombre, en fin, que despunta gallardamente en la política, aplicándola a sus negocios con una habilidad nada común. Su buena figura es la mejor ayuda de su talento en estas campañas. Salamanca será una gran personalidad del siglo, salga por donde saliere, ya se aplique a sumar voluntades, ya a multiplicar dinero.

¿Creerás que cuando vino a verme, instruido y aleccionado ya por nuestro buen amigo, le recibí con serenidad, sin que me turbara la idea de considerarle poseedor de mi secreto? Sus primeras expresiones, delicadas y de cierta ternura, me dieron más ánimos. Me sentí valerosa y, abordando el asunto, le dije: «La bondad de Cortina me libra del trance duro de contarle a usted historias viejas que no sé hasta qué punto podrían interesarle. Hoy necesito del auxilio de usted. Es la satisfacción de un deseo, de un capricho... no debo entrar en más explicaciones. Amigo Salamanca, es preciso, indispensable, que usted me proporcione una cantidad... No se asuste...». Respondiome con gracejo que no se asustaba de que una dama le mandase buscar dinero. Para complacerme, lo sacaría de las entrañas de la tierra. Cambiados conceptos ingeniosos por una y otra parte, expresé la cuantía de mi necesidad metálica con frase cortante y seca: «Va usted a traerme, amigo Salamanca, cincuenta mil duros». Vi que su sonrisa se trocó en severo asombro. La cifra le asustaba, y me la devolvió descompuesta en reales. «¡Un millón, señora!...». «Un millón -repetí yo muy tranquila-. ¿Cree usted que no puedo yo responder, con mis bienes, de esa cantidad?». «No se trata de eso. La garantía es más que sobrada, lo sé... En fin, yo estudiaré la forma de realizar el préstamo que desea, el cual, según me ha dicho Cortina, tiene por objeto constituir por medio de tercera persona, una renta en favor de... La cosa es clara. No sé si podré obtener los cincuenta mil duros tan pronto como usted desea. Si yo los tuviese, ahora mismo lo arreglábamos». Añadí que si la diligencia no era fácil para él, me lo dijese francamente, y yo buscaría otro amigo que de ella se encargara, con lo que di tan fuerte pinchazo a su amor propio, que el hombre rebotó, diciéndome que se creería indigno de mi amistad si no me dejaba servida y satisfecha en el improrrogable plazo de tres días. Así terminó nuestra conferencia. Confío ciegamente en la eficacia de este hombre tan activo, inteligente y bondadoso, y ya puedo anunciarte que antes de que termine la semana quedará instituido en cabeza de Fernando el capital inmueble que le proporcionará una renta decorosa, sin perjuicio de mayor propiedad y beneficios. Con lo que disfrutará pronto, no dudo que ha de reconocerse con personalidad bastante para pretender sin desdoro la mano de la niña de Castro-Amézaga.

Y ahora, mi amada compañera, esperemos el giro de la gran crisis, la revelación magna y decisiva, que es para mí como llegar a la cumbre de mi destino. ¿Qué habrá del lado allá de este monte inmenso, por cuyas asperezas subo, ya fatigada y sin respiración? ¿Veré un valle risueño, o un negro y espantable abismo? Ya poco me falta para dominar la cúspide. No sé qué me pasa. Este peñón áspero es Felipe. Detrás de él está la paz, el sosiego, la vida. ¿Llegaré?