La estafeta romántica/XXXII

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XXXII

De Pilar a Valvanera

Septiembre.

Amiga de mi alma: Pensaba escribirte hoy cosas gratas, y mi destino dispone que no lo sean. Sobre mí pesa sin duda una maldición. No creo en maldiciones: creo en castigos, y el mío es grande, más doloroso y largo de lo que a mi parecer me corresponde, sin duda por la magnitud de mis faltas. En los dos días que han pasado desde el memorable de la espantosa revelación, mi alma se consume en una ansiedad monótona y sin accidentes. Felipe no sale de su cuarto. La noticia de que está enfermo, a mis oídos llegada por referencias de servidores más o menos discretos, me causó ayer inquietud, hoy pena indecible. He llamado a Pantoja, el cual me asegura que el señor Duque no padece más que una indisposición nerviosa. En distintos aposentos de una misma casa, mi marido y yo vivimos tan distantes como si fuéramos antípodas uno de otro. Esto es horrible, y de una tristeza que anonada. Hoy, por dos veces, no pudiendo refrenar mi ardiente afán de hablar con él, he salido de mi habitación con ánimo de entrar resueltamente en la suya. A la mitad del camino heme vuelto para mi hemisferio, temblando de pavor. Llegué a mi alcoba rendida y sin aliento, como quien ha corrido largo trecho por senderos pedregosos. Anoche pasé horas de terrible miedo, creyendo que a mi cuarto venía; sentía sus pasos, era él... Componía yo mi rostro, preparaba las frases compungidas que debía dirigirle al entrar... Pero no era, no: mi espíritu, no sé si deseándole o temiéndole, fingía la proximidad de su persona, sus pasos, su acento, su cara... Hoy puedo decirte que sin dejar de temerle, deseo ardientemente que venga y me diga lo que, según la gravedad del caso, debe decirme. Su silencio me duele tanto como mi culpa. Imagino en él padecimientos crueles, que agravan los míos. Por primera vez en mi vida, creo que siento con él, que su corazón y el mío laten a la par.

No puedo seguir. De estas cosas no hables nada a Fernando. Que sepa cuanto a mí se refiere; pero esto no, aunque seguramente lo comprendería. Dile tan sólo que le amo mucho, y que Dios quiere sin duda que mi amor arda en nuevos crisoles para purificarse. Tarda en llegar el bien; aún está lejos la paz dulce y hermosa... No le hables de esto, no; que podría descorazonarse, como yo, y caer en hondísima tristeza. Basta con que sepa que vivo y viviré para él.

Viernes por la noche.- Otros dos días han pasado, querida mía, en la misma lúgubre calma, sin que Felipe me vea, sin que pronuncie una palabra delante de mí. Ni me habla, ni me mira, ni me injuria, ni me mata, ni me perdona. Esto es horrible. El buen letrado me ha dicho que espere. Hoy no vino a verme, y su ausencia pone el remate a mi tribulación. Mañana rompo esta cárcel de silencio y soledad en que estoy metida: necesito una palabra de mi esposo, cualquiera que sea; necesito mi libertad, cueste lo que costare.

Dícenme que Felipe no está en cama; que no recibe ninguna visita, ni aun la del médico; que pasa los días sentado en un sillón, o paseándose en su cuarto; que no prueba la comida; que escribe cartas larguísimas y las rompe... No sé qué daría yo por saber si pregunta por mí. Recados suyos a mi calabozo no llegan. Yo repito los míos esperando respuestas que no vienen, que no quieren venir por mas que las llamo. Lo único que me dice Pantoja es que el señor asegura que no está enfermo, que apetece la soledad, que despide a sus servidores con expresiones de bondad flemática. Me asombra saber que no riñe, que no se impacienta por cualquier motivo baladí, que no alza la voz para dar sus órdenes; esto me inquieta más, porque un cambio tan radical en su carácter indica trastorno profundo. La magnitud de la impresión, la sorpresa y dolor han desquiciado su naturaleza, revolviéndola y agitándola desde lo más hondo a lo más superficial. Lo peor será que tras esta crisis venga una enfermedad grave, la muerte quizás. ¡Y ello sería por mi culpa! Amada mía, no le digas esto a Fernando: confidencias tan delicadas, tan íntimas, son exclusivamente para ti. Sólo las mujeres entendemos esto.

Sábado.- Llega Cortina y me dice que la situación moral de Felipe es la misma; que debemos esperar a que la benéfica acción del tiempo le restituya a su ser normal. Me recomienda, dando a entender que obra por inspiración propia, pasar unos días en la quinta de mi tía Consolación en Carabanchel. Al pronto, acepto con regocijo la idea que abre un paréntesis en mi ansiedad, y me saca de esta atmósfera de panteón o presidio; pero luego me nacen en el alma energías de protesta contra tal viaje, que se me figura una forma delicada de expulsión. Cierto que mi salud exige descanso, cambio de aires, y en ello insiste D. Manuel, añadiendo que intentará convencer al Duque de la conveniencia de buscar distracción y recreo en el campo. Es probable que pase un par de semanas en la Encomienda, y el mismo tiempo debo yo permanecer junto a mi tía. Accedo a todo: me invade la obediencia, sobreponiéndose a todas las fuerzas de mi espíritu. Me siento máquina...

Dentro de una hora saldré para Carabanchel, donde espero recobrar mis facultades dispersas. Aguardad un día, dos, y recibiréis la verdadera expresión personal de vuestra amantísima -Pilar.